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¡Rinomicina le busca!…

Treinta millones de españoles a la escucha

A partir del próximo martes, veinticinco emisoras de radio nacionales, encabezadas por Radio Nacional de España en Barcelona, llevarán a todos los hogares españoles la voz de nuestro director, que en emisión semanal y en colaboración con este semanario enviarán al éter mensajes de todos aquellos que, angustiados, tratan de localizar a un ser querido del que nada saben hace tiempo, o del que jamás supieron nada.

Rinomicina le busca. Barcelona llama a España estará en el aire a las diez y media de la noche de todos los martes, para llegar a treinta millones de oyentes a través, repetimos, de veinticinco emisoras nacionales, lo que supone el medio difusor más amplio y potente del país.

En la redacción de Por Qué atenderemos toda llamada en solicitud de ayuda para la búsqueda de una persona, sin regatear esfuerzos ni medios para realizar los deseos de todos aquellos que sueñan con estrechar en sus brazos al ser querido que ya daban por perdido para siempre.

Revista Por Qué, número 1

¡Rinomicina le busca!…

Treinta millones de españoles a la escucha

Treinta millones de españoles han captado ya los primeros mensajes que esta sensacional emisión radiofónica, inaugurada el martes pasado, lanzó al éter por las antenas de veinticinco emisoras nacionales y Radio Andorra. La voz de Luis Rupérez, director de este semanario, llegó a todos los rincones de la Patria, en una llamada de Barcelona a toda España que trata de localizar a personas de las que nada han sabido sus familiares desde hace años.

También el Sur de Francia estuvo atento a la emisión, que durante media hora, en la noche del martes, comunicaba a los escuchas los propósitos de Barcelona llama a España, dando lectura de la emocionante carta de un padre, residente en Francia, que trata de hallar a su hijo, al que cree en España y del que nada se sabe hace muchos años.

El próximo martes Rinomicina le busca presentará a sus oyentes, y a los lectores de Por Qué, al primer español que ha llegado hasta nosotros solicitando la ayuda de este colosal circuito de emisoras para lograr la localización de sus padres, ayuda que tendrá en todo momento, porque no regatearemos esfuerzos para conseguir que la alegría reine en aquellos corazones hoy atribulados.

Revista Por Qué, número 3

Juan Ignacio va a salir de casa con el tiempo justo, como siempre. Los niños emprendieron ya hace rato el camino del parvulario con la tata. Algún día le gustaría llevarlos él, teniendo en cuenta que su camino al trabajo pasa muy cerca de la escuela. Se mira al espejo y se repeina el ya escaso cabello. Treinta y cinco años y muchas entradas, una mala herencia por lo que respecta a la cuestión de la alopecia. Se endereza la corbata de nudo fino, a rayas azules y amarillas; aprueba visualmente la tersura de la camisa —una Tervilor de poliéster, casi inarrugable— y la caída del traje, de sobria y elegante tela de ojo de perdiz, y entra un momento en el dormitorio a dar un beso a Elena, que aún duerme. Es el lujo que se da su mujer, levantarse cada día cerca de las once, cuando toda la casa lleva horas en marcha. A cambio, por la noche puede estar hasta las tantas hablando, leyendo o jugando a las cartas. Se trata de una noctámbula pura, madrugar le da dolor de estómago.

Juan Ignacio cruza la calle Aragón, que durante mucho tiempo fue una vía ferroviaria abierta y desde hace tan sólo unos meses ha quedado completamente cubierta y destinada al tráfico automovilístico y a los peatones, una delicia para los vecinos que se ahorran el ruido de los trenes y la suciedad que generaban. Sube por la Rambla de Cataluña. Como siempre, pasa junto al colmado Quílez, que preside la esquina con sus deslumbrantes escaparates donde se alinean, perfectamente colocadas, torres de latas de corned beef y almejas de Chile, refulgentes frascos de bonito en aceite de oliva, metálicos recipientes de las galletas Birba de Camprodón, envases de cinco litros de aceite de oliva de Jaén y botellas de vino de Rioja, mermeladas inglesas. A pocos metros del colmado, el chiringuito de la castañera, señal inequívoca de la llegada del otoño, aún está cerrado a cal y canto. Y en la acera de enfrente, la librería Martínez Pérez, con sus libros de arte y sus estanterías de recia madera, estilo inglés.

Camina por el centro de la calle y va dejando atrás los comercios que puntúan cada mañana su itinerario: a la izquierda la joyería Tortosa y los electrodomésticos Ferpa, con sus tocadiscos Königer, las neveras Kelvinator, los aspiradores Ruton —«en un minuto salvado con Ruton»— y esas televisiones aún pioneras —algún día tendrá que comprar una—. Al otro lado, la Sala Rovira, con su doble función de papelería y pequeña sala de exposiciones; la tienda de marcos, la frutería y la librería Proa, donde tiene una cuenta que le estimula a comprar regularmente.

«¡Cuánta historia en estos comercios!», piensa. Para un publicitario como él constituyen un aliciente irresistible. Cada uno de ellos contiene la novela de su propietario, del proyecto que le inspiró, de la gente con la que contó para ponerlo en marcha, de los clientes que le dieron su confianza, de los altibajos de su historia económica.

Al llegar a la esquina con la calle Valencia supera el pequeño puesto de limpiabotas, con sus cinco asientos elevados y los dos limpias afanados en sacar brillo a los calzados. Entraría con gusto —una mujer muy bella le dijo en cierta ocasión que para saber si un hombre es elegante lo primero que hay que mirar son sus zapatos—. Al lado, la farmacia Bolós, con su empaque modernista.

Pasa el hotel Regente y la tienda —imponente— de alfombras Turkestán. A su izquierda, bajando por unas escaleritas, la Antigua Casa Teixidor de papeles pintados y pintura. La perfumería Serret. Muy cerca, la charcutería Los Ángeles. Se comería encantado una de sus deliciosas empanadillas de carne ahora mismo.

Qué interesante, se dice, sería centrarse en una sola de estas manzanas —que es el nombre de estos bloques octogonales de viviendas con patio interior, diseñadas por el urbanista Ildefonso Cerdá para el Ensanche barcelonés en la segunda mitad del siglo XIX—, y analizar una por una la evolución de todos los espacios comerciales que ocupan sus bajos en una fecha concreta como la actual. Explicar qué hubo antes allí y qué establecimientos han abierto, se han renovado y han cerrado desde que, en sus años de infancia, las tatas o su madre le paseaban por esta Rambla, centro de la vida señorial barcelonesa, donde ha acabado viviendo en un piso cedido por su suegro. Y preguntarse qué será de estos espacios donde se intercambia dinero por productos e ilusiones, tejido vivo de la ciudad, dentro de un tiempo algo prolongado, cinco décadas por ejemplo. ¿Cuántos sobrevivirán, de la mano de una nueva generación que habrá cogido el testigo cuando los actuales propietarios o encargados se jubilen? ¿Hay mejor prueba que el traspaso de comercios de lo efímero de la vida urbana?

Quería, de forma algo ilusa, ir andando al despacho, pero mira el reloj y se ha hecho tarde. En la esquina de la calle Mallorca coge un taxi, será un recorrido de pocas manzanas.

Cuando llega, la reunión acaba de empezar. En torno a la mesa rectangular ya se ha acomodado todo el equipo directivo de la división farmacéutica y cosmética del pujante grupo empresarial donde trabaja. Preside el gerente del área, Sánchez Toldrá. Serio y eficaz, traje gris con corbata oscura, dicen que miembro del Opus Dei, la organización católica en auge, rigorista y tecnocrática, a la que pertenecen algunos de los propulsores de la modernización de la economía española (y por tanto le facilita interesantes contactos empresariales en Barcelona y Madrid).

—Bien, vayamos por el planning de la semana. ¿Qué tenemos sobre Caspolén?

Rocarons, el más joven del grupo, se aclara la voz y pide la palabra. Alto, delgado y aplicado, es la estrella ascendente. Un buen chico al que todos aprecian. Ha tomado unos cursos del sistema Dale Carnegie y cree ciegamente —para Juan Ignacio, también ingenuamente— en las relaciones humanas, el buen trato y la simpatía como motor de ascenso en el mundo laboral.

—Esta semana —dice— nos centraremos en las duchas públicas. Nuestros visitadores están apretando para que distribuyan nuestro champú.

—¿Duchas públicas? —Boldú esboza una mueca de asco. Cejijunto y de aspecto reconcentrado, es director técnico de varias marcas de la casa. Nunca ha tenido buena sintonía con Juan Ignacio, se repelen mutuamente—. ¿Y quién las visita?

—Cómo se nota que eres de buena familia —replica Rocarons—. Pues la gente normal. Cuando vine a Barcelona desde el pueblo y estuve viviendo el primer año en una pensión, yo las utilizaba. Cuando me casé hace un año y pusimos casa, la nuestra fue la primera ducha doméstica de la familia, contando tanto la de mi mujer como la mía. Como en sus casas no había bañera, todos mis familiares tenían que asearse en el lavadero de la cocina. Esa situación es muy corriente y por eso son necesarias.

—¿Cuáles son las de más tráfico? —pregunta, expeditivo, el gerente, que obviamente sabe muy bien lo que son las duchas públicas.

—Pues sin duda las de Plaza Cataluña. También las dos que hay instaladas en la Travesera.

—Vamos a acompañar la promoción con una campaña radiofónica —interviene Juan Ignacio—. La pasaremos los viernes y la frase será: «Mañana sábado, cuando se lave la cabeza, lávesela con Caspolén». Si alguien se lava la cabeza un día a la semana, es el sábado.

—¿Publicidad exterior?

—Una campaña limitada y económica de carteles en metros y tranvías.

—Bien —abrevia el gerente—. Rinomicina. ¿Qué tenemos?

—Estamos atacando fuerte las farmacias. Hemos lanzado una campaña de reserva de escaparates, con carteles plastificados que ha preparado Llansana —Juan Ignacio mira al voluminoso dibujante, también presente en la mesa, siempre silencioso en estos encuentros, que ahora enrojece— con la leyenda «Rinomicina, al primer síntoma». Vendemos cincuenta cajas a cada farmacéutico y ellos se comprometen a recomendarlo porque les ofrecemos condiciones mucho mejores que la competencia, con descuentos del veinte al treinta por ciento. También les regalamos sobres. Algunos protestan por el asunto de los precios. Recordaréis que la Rinomicina, al principio, iba en sobrecitos de tres comprimidos, que se vendían a tres pesetas. Cuando empezamos a hacer escaparates y a funcionar en las farmacias, lo cambiamos, para que las máquinas pudieran mecanizarlo, a un envase que era un sobre con cuatro pastillas. Se le puso el precio de 5,10 pesetas.

—Sí, y la revista de humor La Codorniz nos destacó en la página de extravagancias, como si no tuviéramos idea de números, ya que si tres pastillas valen tres pesetas, ¿cómo puede ser que cuatro valgan 5,10?, se preguntaban —recuerda el gerente. Todos ríen.

—Rinomicina va como una moto —continúa el publicitario—. Con el inicio del otoño, la gente se constipa más que nunca. Y el programa de radio está acabando de dispararla.

—Soy consciente, se habla de ello en todas partes. ¿Cuál es la situación?

—Que lo explique Rocarons —sugiere, generoso con su colaborador.

La estrella ascendente toma la palabra.

—Nos están llegando sacas y sacas de correo que casi colapsan la conserjería. Hemos habilitado la segunda sala de juntas para colocarlas. Y vamos a pedir ayuda a todo el mundo. Para que, como dice Dale Carnegie, todos sientan la idea como suya.

—¿Ayuda? —bufa Boldú. Juan Ignacio constata que lleva una corbata lila horrorosa; se mata con su traje—. Se nota que todos tenemos poco trabajo.

—Sí, vamos a pediros a todos los presentes que nos ayudéis a seleccionar cartas atendiendo a tres criterios básicos: aquellas con las que seguro que no hay nada que hacer, las que a lo mejor funcionan o al menos hay alguna posibilidad, y las que seguro que van a funcionar. Éstas son las que pasaremos al equipo de Luis Rupérez.

—Todo esto me parece un error —ataca Boldú—. No podemos dispersar energías en algo que no sea nuestro primer objetivo: crear buenos productos y venderlos. Que a Juan Ignacio, Rocarons y Llansana les haga gracia meterse en el mundo de la radio puedo entenderlo, pero no veo por qué sus iniciativas tienen que comprometernos a los demás. Y por otra parte, ¿qué porras tiene que ver un producto farmacéutico con un programa que busca personas desaparecidas? ¿Alguien puede explicármelo?

—Es muy conveniente para nosotros estar en la boca del público —dice el gerente.

—Sí, pero ¿a qué precio? Sacas de correos invadiéndonos, historias tétricas de gente muerta o que ha salido de circulación… ¿Qué tiene esto que ver con Rinomicina? ¿Nos hemos vuelto todos locos o qué? ¿Qué haremos a continuación? ¿Ayudar a los huerfanitos?

—Daremos todos el máximo apoyo posible a la iniciativa —corta, conciliador, Sánchez Toldrá—. Es imprescindible que aunemos esfuerzos ahora que esta división por fin se está afianzando dentro del grupo. Por favor, pasemos a otro tema.

A media mañana, Juan Ignacio y Rocarons se desplazan hasta la Feria de Muestras.

Ubicada en la falda de la montaña de Montjuich, la Feria de Muestras se extiende desde la plaza de España hasta las escaleras del Palacio Nacional levantado para la Exposición Internacional de 1929, a ambos lados de la Avenida de María Cristina y abrazando la plaza presidida por las fuentes luminosas de Carlos Buigas. La Feria es un escaparate de la industria catalana que funciona desde 1924 con vocación de atraer a empresas de todo el mundo. Un microcosmos de stands y expositores de vida efímera, distribuidos por distintos edificios, algunos de moderna arquitectura funcional, otros envejecidos palacetes de los años veinte. En este espacio, cada año, durante unos días, representantes comerciales, azafatas y visitantes profesionales viven una especie de segunda existencia en un universo autónomo y cerrado donde nada parece existir fuera del recinto. Para los barceloneses de a pie, interesados o no en productos industriales, la Feria constituye una ventana abierta a un mundo desarrollado y moderno, y una oportunidad de hacerse con muestras gratuitas de productos en cantidades ingentes.

El director Francisco Rovira Beleta la eligió como marco de su película Historias de la Feria. Estrenada en 1958, enlazaba varias historias filmadas en Eastmancolor y protagonizadas por María Rosa Salgado, Frank Latimore, Manolo Morán y José María Caffarel. Una chica con problemas económicos que ha encontrado empleo como azafata se ve obligada a dormir cada noche en el stand que reproduce una casa de ensueño, con todas sus habitaciones perfectamente habilitadas, cocina incluida; allí coincide con un tipo atractivo y misterioso, aparentemente forzado a hacer lo mismo; unos pícaros se dedican a distraer las carteras de los visitantes, hasta que el responsable de policía del recinto les enseña lo que es bueno, dejando bien claro que la España de Franco no se muestra hospitalaria con los malhechores; un fabricante en auge está encantado de mostrar su maquinaria más innovadora…

A Juan Ignacio, la producción le pareció en su día flojita pero simpática. Le gustó la honestidad del director al no saltarse sus propias reglas de juego: toda la acción se desarrolla en el espacio ferial. Desde entonces siempre que va por allí se ve a sí mismo como personaje secundario de una película española. En realidad, la Feria le embelesa: los futuristas stands de formas curvas de las empresas de uralita; los puestos de máquinas de afeitar electrónicas que el público —sobre todo hombres mayores de aire hirsuto— comprueba in situ deslizándolas sobre el mentón rebelde; los tornasolados muestrarios de hilaturas como la Fabra y Coats («tres marcas excelentes, Cadena, Elefante, Áncora»); el espacio al aire libre de los camiones de la casa Ford, coronado por un esbelto cohete espacial de pega; los electrodomésticos Westinghouse, y sus grandes lavadoras, cuyas tripas observan las damas a través de un esférico orificio de carga; el emplazamiento de Pirelli, con dibujos de enormes neumáticos, y el de las máquinas de coser Alfa; los útiles de industria pesada que presenta La Maquinista Terrestre y Marítima; sin olvidar los puestos de cerveza y salchichas de Frankfurt, así como el mesón de las golosinas, que se desperdigan por la Plaza del Universo; los niños con globos, y los carritos para visitar descansadamente el recinto, que impulsan sufridos y sudorosos ciclistas.

En el espacio de Caspolén, los interioristas han recreado gigantescas bolsas de champú, unas azafatas distribuyen muestras y en una pared se han colgado reproducciones de los dibujos de Llansana que durante un año se insertaron como publicidad en distintos medios de prensa.

—¿Cómo vamos hoy? —pregunta Juan Ignacio al encargado.

—Aún es pronto para decirlo. Pero llevamos repartidas ya más de doscientas muestras, a la gente le encanta llevarse champú gratis. Esta mañana han pasado por aquí dos cursos de secretariado y las alumnas de una escuela de peluquería. No veas el gallinero que han montado, venían comerciales de todo el recinto, se ha disparado un buitrerío fenomenal.

Tras la inspección de rigor, Juan Ignacio y Rocarons se van a tomar un aperitivo a la barra de La Pérgola, el restaurante próximo ubicado frente a las fuentes luminosas, donde los representantes de empresa llevan a comer cada día a los clientes importantes.

—¿Tú qué quieres?

—Yo una cerveza —dice Rocarons.

—¡Camarero! Una cerveza y, para mí, una Fanta de limón con ginebra Giró y dos hielos.

—¡Caray! Vas fuerte.

—¿Por esto? —se defiende Juan Ignacio—. Esto no es nada. Un pequeño estimulante para seguir manteniendo el tipo el resto del día.

Pero no han venido a discutir sobre bebidas, sino a conspirar. Ciertas cuestiones sensibles es mejor comentarlas fuera de la oficina.

—¿Cómo ves lo de Boldú? —le pregunta a Rocarons.

Su amigo es prudente.

—¿A qué te refieres?

—A su clara oposición. No se molesta en disimular que está en contra de todo lo que salga de Publicidad y Marketing. Pero con Rinomicina le busca se está empleando a fondo.

—Yo creo, primero, que es un envidioso, y segundo, que intenta una jugada de todo o nada. Está esperando que nos estrellemos con el programa y así poder rentabilizar cuando llegue el momento el «Yo ya lo había dicho». Eso le convertiría en el número dos con puntos a aspirar a la gerencia. Por desgracia, su sistema es de choque. No ha aprendido el consejo de Dale Carnegie: «Si quieres recoger miel, no des puntapiés a la colmena». Menos mal que Sánchez Toldrá es un claro factor de equilibrio y no le favorece.

—¿Crees que no hay alianza posible con él?

—Hoy por hoy la veo complicada. Tiene a su favor que sus últimos productos, como la crema depilatoria instantánea, han funcionado bien, con lo que posiblemente se sienta fortalecido para dar un asalto. Pero…

—¿Pero…?

Rocarons baja la voz.

—Tiene algunos rumores en su contra. Ya somos unos cuantos que pensamos que mete mano en la caja. Varias de sus cuentas no acaban de cuadrar. Y además, ¿te has fijado en lo exhibicionista que es? ¿Has visto el Fiat que se ha comprado? ¿Con qué sueldo?

—Bueno, él explicó lo de la herencia de su tía de Albacete…

—Sí, como no sean productos de la huerta me gustaría saber qué pudo dejarle esa tía, si en su familia siempre han estado a la cuarta pregunta…

Juan Ignacio y Rocarons estiran un rato el debate, dando vueltas y más vueltas al organigrama de la casa y las perspectivas del grupo en el que trabajan, e implícitamente afianzan una vez más la complicidad que en los últimos dos o tres años les ha imbuido a ambos un estado de ánimo sereno a la hora de afrontar los incesantes juegos de cuchillos que se desarrollan en el seno de su empresa.

Pasada media hora se despiden. Rocarons va a buscar el metro, Juan Ignacio para un taxi; al final han sido dos las ginebras con Fanta que se ha bebido y, como le está empezando a ocurrir en los últimos tiempos, lamenta que a la hora de comer va a llegar a casa un poco cargado. No es que se note bebido; sabe que tiene mucho aguante y la ginebra le despeja y le estimula, o al menos eso cree. Pero a partir de la segunda copa, sobre todo si es antes del mediodía, experimenta un punto de lasitud excesivo. Es igual, se dice, después de comer haré una pequeña siesta.

Al micrófono, Luis Rupérez se transforma. Se engrandece, enrojece, se energiza, vibra, se tambalea, tremola, no habla sino vomita palabras, chilla, escupe, se transmuta en otro ser, un homo radiofonicus incombustible e imparable. Luis Rupérez, hoy por hoy el periodista de sucesos más conocido de Barcelona (y pronto lo será de España), director de la revista Por Qué y radiofonista con mucha mili a sus espaldas, está vocalizando con pasión casi futbolística los mensajes radiados de esta nueva emisión del programa Rinomicina le busca, que en corto espacio de tiempo ha conseguido convertirse en uno de los más escuchados de la radio española.

—Atención, Dos Hermanas, Sevilla. El pasado día 29 de octubre desapareció de su domicilio Juan Velázquez Gracia, de dieciocho años. Es atrasado mental. No habla pero sí entiende lo que se le dice y responde por el nombre de «Juanito». Tiene una cicatriz junto al oído derecho y el labio superior un poco dificultoso. Repetimos: Juan Velázquez, que atiende al nombre de «Juanito». Es de Dos Hermanas, Sevilla.

Rupérez hace una pausa y mira a su alrededor con expresión triunfante. Enciende un Celtas. Al otro lado de una pantalla acristalada, el técnico, desde el control, le hace un guiño, atento al tiempo a la consola de mezclas. Juan Ignacio, sentado en una esquina, prende un Lucky Strike. Los efluvios combinados de los dos tabacos se apoderan del pequeño locutorio.

—Atención, barco pesquero Dios del poder. Atención el Dios del poder, matrícula de Algeciras, dondequiera que se encuentre. En este barco presta, o prestaba, sus servicios el marino Juan Chicón Rodríguez. Su madre Rita Rodríguez nos escribe desde Avilés, pues no tiene noticias de él. Si alguien que nos escucha sabe dónde se encuentra el Dios del poder o más exactamente dónde se encuentra el marino Juan Chicón Rodríguez, escríbanos, por favor.

Entra ráfaga a primer plano y pasa a fondo. Musiquilla. Y la cuña del patrocinador. «Rinomicina aspirado y a otro lado, resfriado».

—Atención, Villanueva de Córdoba. A Alejandrina Torres Cabezas aún le queda la esperanza de encontrar a su hijo Avelino Muñoz Torres, que desapareció durante nuestra guerra de Liberación en el frente de Brunete, aunque nadie le vio muerto. Repetimos: Villanueva de Córdoba, cualquier pista o indicio será bienvenido.

Luis Rupérez se arregla un poco el nudo de la corbata, que hasta ahora llevaba flojo, con el cuello de la camisa desabrochado. El programa está enfilando sus últimos minutos.

—Atención, Matamala de Almazán (Soria). Atención, Zaragoza. Tenemos aquí otro caso que de antemano advertimos a doña Perpetua Andrés que consideramos de muy difícil resolución. Su tío carnal, Matías Mínguez Ortega, desapareció en Zaragoza, el martes de Carnaval de 1931. Parece ser que se le vio en un tren hacia Madrid. Si escucha esta emisión se le ruega escriba a su sobrina Perpetua Andrés, esposa de don Pedro Lafuente Hernández, domiciliados en Matamala de Almazán (Soria).

Nueva pausa.

—Atención, Barcelona. Desde hace dos semanas falta de su domicilio un muchacho llamado Luis Forlán. Tiene quince años pero por su altura y su envergadura parece mayor. La última vez que se le vio fue en el Paseo San Juan esquina con Córcega. Le busca su abuela, doña Dolores Martínez.

Se acerca más al micrófono.

—Y recuerden que Rinomicina le busca llega a treinta millones de españoles a través de los micrófonos de las siguientes emisoras: Radio Nacional de España en Barcelona, La Voz de Madrid, La Voz de Levante en Valencia, Radio Nacional de España en Sevilla, Radio Juventud de Zaragoza, Radio Juventud de Bilbao, La Voz de Navarra, Radio Nacional de España en La Coruña, La Voz de Vigo, La Voz de Guipúzcoa, Radio Oviedo, Radio Cantabria de Santander, Radio Cáceres, Radio Juventud de Mérida, Radio Tarragona, La Voz de la Costa Brava en Gerona, Radio Juventud de Murcia, Radio Juventud de Málaga, Radio Juventud de Valdepeñas, Radio Juventud de Cádiz, Radio Juventud de Almería, La Voz de Alicante y La Voz de León… Por cortesía de Rinomicina, el mejor específico antigripal.

«Recuerden, queridos oyentes, ¡Rinomicina aspirado y a otro lado, resfriado! Les esperamos el próximo martes a las diez y media de la noche a todos ustedes y muy especialmente a aquellos que, angustiados, ¡¡¡tratan de localizar a un ser querido del que nada saben hace tiempo, o del que jamás supieron nada!!!

Rupérez emite un tremendo bufido al acabar su perorata y se seca con un pañuelo el sudor de la frente. Realizador y técnico, desde el control, le dedican un silencioso aplauso. Juan Ignacio le da una palmada en el hombro mientras el locutor centra el micrófono sobre la mesa.

—¡Fenomenal, Luis! Este programa es una bomba.

Rupérez le mira con expresión falsamente ingenua.

—¿Verdad que sí? Hay que tener el corazón de corcho para no conmoverse. Yo mismo casi lloro al inicio del programa, cuando he entrevistado al ferroviario.

Antes de los mensajes breves, el maquinista de la Renfe Pablo Martínez Marín ha explicado a Rupérez a micrófono abierto que perdió a sus tres hijos, dos niños de once y siete años y una niña de nueve, en 1939. Los habían acogido en la residencia Puig Florit de San Miguel de Fluviá y luego fueron evacuados a Francia sin que haya vuelto a tener noticias suyas. Ahora tendrían los tres en torno a los treinta años. Entre sollozos, Martínez Marín le ha pasado al locutor fotos carnets de los niños antes de la desaparición para que las reproduzca en la revista Por Qué.

—Una historia tremenda, ¿verdad? ¡Cuántas desgracias han ocurrido en este país! En fin, hay que irse, aún tengo que escribir mi artículo diario para La Prensa y me esperan en la redacción. ¡Dura vida la del pluriempleado! ¿Qué, están contentos en tu empresa?

—Todo el mundo está encantado —miente a medias Juan Ignacio—. Y las sacas de correo no paran de llegar, pronto no daremos abasto.

—Quien no quiera polvo, que no vaya a la era. No te me quejarás ahora del éxito, ¿verdad?

—No mientras no nos aplaste. Hablando en serio, creo que hemos acertado. Nunca imaginé que pudiéramos tocar tan de lleno la sensibilidad del público con esa búsqueda de personas desaparecidas.

—Y esto no es más que el principio, ya lo verás —sentencia Luis Rupérez calándose con fuerza el sombrero—. Los programas de sucesos son el futuro de la radio.

Cuando salen, les detiene el recepcionista de la emisora, que despliega sobre su mesa un pequeño paquete de tela mostrando una docena de relojes de pulsera relucientes.

—Don Luis, y usted, señor Varela, ¿quieren uno? Me acaban de llegar de Andorra, calidad garantizada y precio de amigo.

Rupérez ríe.

—No, gracias, Julián, bastante minutizados tengo ya mis horarios.

Ya en la calle, Juan Ignacio y el locutor no se fijan en el hombre alto y moreno que, apoyado en un árbol a unos metros de la puerta de los estudios, hojea una novelita del oeste de M. L. Estefanía. Les deja pasar, cierra Pony Express y sigue sus pasos durante un rato.