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En el amplio comedor de su dúplex de 800 metros cuadrados que mira sobre Turó Park, Casimiro Pladevall está desayunando, con su predilecta cubertería de alpaca, tostadas con mantequilla y mermelada, un huevo pasado por agua y un café bien cargado.

Está de muy mal humor. No sólo le molesta tremendamente el recuerdo del timo de Alejandro Roca-Genís, que le ha perseguido toda la semana. También le vuelve una y otra vez a la cabeza la imagen que le pareció sorprender ayer, cuando bajó al garaje.

Era tarde, pasada la medianoche; él estaba trabajando en el saloncito que tiene habilitado como despacho. Se dio cuenta de que se había dejado un portafolio que necesitaba en el coche y decidió descender hasta el amplio espacio de planta donde los propietarios del inmueble (que son cinco, uno por cada piso, sin contarle a él, que tiene los dos superiores, con sus amplias terrazas) aparcan sus vehículos.

Al fondo de este patio interior a ras de calle hay un cobertizo donde se guardan instrumentos y recambios. Cuando atravesó la puerta de acceso al patio sin abrir la luz, vio que del cobertizo salían dos personas: su hijo Max y el chófer. Demetrio tenía una mano sobre el cuello de su primogénito, en un ademán familiar y cariñoso. Ambos parecían muy contentos. Mientras salían, a Casimiro le pareció ver que se besaban en la boca.

¡En la boca! Su hijo y el chófer. Eso le impresionó mucho. De hecho, se quedó paralizado. Hombre racional y prudente como es, se escondió entre las sombras y dejó que pasaran, mientras se disponía a valorar la situación. ¿Significaba lo que había visto que su hijo es invertido? ¡Muy probablemente!

Y esta inesperadísima información, ¿cómo puede afrontarse? Casimiro ha viajado por Europa, y es consciente de que cosas semejantes ocurren en las mejores familias y en las capitales más desarrolladas. En el mundo del teatro se dan como algo casi normal. En París, por ejemplo, todo el mundo sabe que el joven y atractivo galán Jean Marais, con el que ha coincidido en algunas fiestas, es pareja del escritor Jean Cocteau. En la misma Barcelona es fácil encontrarse con un grupo de amigos, claramente de la acera de enfrente, muy respetados. Paco Folgarolas, el decorador que hizo el primer proyecto para su picadero, obviamente lo es; el galerista Farrás, y el ilustrado rentista y ex diplomático marqués de La Plana, lo son también. Sin embargo, resulta muy diferente coincidir con esta gente tan cultivada y simpática en un teatro parisino o en una cena en la Costa Brava, a encontrarte en casa con que un hijo tuyo se ha apuntado al gremio.

¿Cómo comportarse? ¿Montarle un número al niño? ¿Mandarlo al psiquiatra? No está muy seguro de que un vaya a dar resultado. ¿Enviarlo al extranjero, bien lejos? Quizá funcione mejor. ¿Echar al chófer? Eso, por supuesto, va a ser una consecuencia inmediata, después del abuso de confianza que ha perpetrado.

Su mujer se incorpora al desayuno. Las ocho y media de la mañana y Marta ya está elegantísima y perfecta, con un suavísimo maquillaje. A saber a qué hora empieza a arreglarse. Fue una gran decisión la de mantener dormitorios separados con sus respectivos lavabos y vestidores.

—Estoy pensando —le comunica— en que me gustaría abrir una tienda.

—¿Una tienda?

—De decoración. En alguna planta baja de Turó Park. Hay mucha gente bien que se está comprando pisos nuevos por aquí, en la calle Ganduxer y por la zona de Mandri. Me estimularía y creo que podría ser rentable. ¿Cómo lo ves?

—Esto… —a Casimiro se le va un poco el santo al cielo—. Esto…

—¿Tan complicado te parece?

—Nooo, me parece una buena idea. Seguro que encuentras clientes. Y será perfecto para ti, hace tiempo que pienso que tienes que buscarte una actividad…

—¿Me ves como una inútil? —Ya está, ya ha caído en la trampa, ella le ha dado la vuelta a una frase suya inofensiva para propiciar una discusión.

—Nooo, ¡para nada! Mira, medita un poco el proyecto y cuando quieras lo hablamos a fondo y lo presupuestamos.

—Lo haré rápido —dice su mujer, mientras engulle con elegancia un trozo de manzana—. Tendrás el proyecto por escrito en una semana.

—Cuento con ello.

Marta se levanta de la mesa, pero Casimiro la detiene con un gesto.

—Esto…, ¿has notado algo raro a nuestro hijo últimamente?

—¿A qué tipo de rareza te refieres?

—Conductas imprevistas, compañías diferentes…

—Pues no, la verdad, pero ya sabes que es un bohemio, tampoco se le puede controlar al milímetro…

—No, claro, en fin, ya veo.

En el despacho, Casimiro repasa el dossier de un nuevo proyecto. Sector de la automoción. Propuesta de adquisición de la fábrica de motocicletas Wipsy, especialista en baja cilindrada: 75, 125 y 150 centímetros cúbicos. Motos de ciudad y carretera y, recientemente, una línea de trial. Al morir el fundador, sus descendientes se han peleado; además, la fábrica no ha tenido una buena gestión y en los tres últimos años, aunque produce cerca de dos mil unidades anuales, estuvo en pérdidas, con lo que la oferta de compra suena razonable. A Casimiro le apetece el reto de entrar a competir con marcas como Montesa, Bultaco, Ossa o Derbi en este momento ascendente del motociclismo catalán. Le molesta verse obligado a repartir unas cuantas sustanciosas comisiones entre los miembros de la familia que apoyan su causa, ya que eso rompe el fair play que debería presidir este tipo de negociaciones (al menos en un mundo perfecto), pero tiene plena conciencia de que sin un pequeño estímulo adicional bajo mano la operación será imposible. Casimiro sabe desde joven que en los momentos cruciales no hay que titubear en la compra de las voluntades que resultan decisivas para el buen desarrollo de un proyecto.

Se enciende un botón rojo del sofisticado tablero de su teléfono.

—Don Casimiro, le llama el gobernador civil de Barcelona.

—Pásemelo.

Al otro lado del teléfono se alternan dos o tres voces diferentes, todas de aire marcial, hasta que se pone al aparato Evaristo Vivancos. Conocido de Pladevall sin llegar a ser amigo, han coincidido en incontables reuniones del patriciado catalán, tanto profesionales como lúdicas.

—¿Casimiro? ¿Cómo va todo? Me lo pasé muy bien el otro día, en el homenaje que los empresarios me hicisteis en el Club de Polo. Inmerecido, por supuesto, todo se lo debo al Caudillo, que me ha dado esta grata oportunidad de servir a España desde Cataluña… Verás, Casimiro, no quiero hacerte perder tiempo, la cuestión es que tendríamos que hablar…

Desde que se emitió el programa de Antonio Luna —ahora Lena—, cuyo contenido recogió ampliamente el semanario Por Qué, todo lo que rodea a Rinomicina le busca parece haberse desbocado. Las sacas de correspondencia se han multiplicado aún más, si cabe; a Luis Rupérez le detienen por la calle para felicitarle y la venta de productos Rinomicina está disparada. Juan Ignacio, en su mesa de Industrias Pladevall, dibuja soldaditos sobre un papel mientras trata de idear nuevas estrategias comerciales para otros productos del grupo. Como su foto ha aparecido repetidamente en el Por Qué, también le han parado por la calle en varias ocasiones.

Pero ahora tiene que ir a ver al jefe supremo en persona, ya que Casimiro le ha hecho llamar y este acceso directo a la cúspide, saltándose los escalones intermedios, es algo que en el grupo donde trabaja siempre llama la atención.

—Siéntate, Juan Ignacio. ¿Un pitillo? ¿Un whiskito? Ya sé que es pronto pero se trata de un Laphroaig excelente que me traen directamente de Londres.

—En ese caso te acepto un dedito.

—Toma, te encantará… Dime, Juan Ignacio, ¿llegaste a leer mi obra de teatro?

—¡Por supuesto! Incluso te pasé un informe.

—¿Un informe? Caramba, debí traspapelarlo, qué despiste. En fin, sintetízamelo.

—Pues me parece una comedia muy bien construida, seguro que será un éxito. Lo que te decía es que quizá valga la pena que la aligeraras en la segunda parte, y te sugería también retocar un poco el personaje del barón, habla como un camionero y eso no suena demasiado verosímil.

—¿El barón no te parece verosímil? Pues me inspiré en un personaje real que habla como el de mi comedia.

—Sí, pero ya sabes tú que verdad y verosimilitud literaria no siempre van unidas.

—¿Tú crees? En fin, te haré caso y lo repasaré… Aunque la verdad es que no te he hecho venir por mi obra, sino por otro tema.

—¿Cuál?

Rinomicina le busca. No sé si Sánchez Toldrá te ha hecho llegar, tal como le pedí, mi satisfacción con este programa. Ha producido un beneficio de marca extraordinario y sin duda es una de las iniciativas de comunicación más audaces e imaginativas que se han llevado a cabo en cualquier rama de las Industrias Pladevall. Ya sé que habéis tenido a Boldú muy en contra, pero se equivocaba. En todo caso, la diversidad y el contraste de opiniones, en el seno de una empresa, generan riqueza, y no está mal que hayáis tenido un poco de oposición interna. Así que, antes de todo, mis felicitaciones por el trabajo hecho.

—Gracias.

—Pero hay que cerrarlo.

—¡¡¡¿Cómo?!!! —Juan Ignacio se ha quedado lívido con el vaso en el labio.

—Lo que oyes. El programa de la próxima semana será el último. Buscaos, Rupérez y tú, alguna excusa plausible para justificar su desaparición.

A Juan Ignacio le baila la cabeza.

—Pero, Casimiro, no podemos hacer eso. Hay un contrato con la emisora. Y con el equipo de producción, además de con el mismo Rupérez…

—Ha de ser inmediato. Con la emisora puedes llegar a un acuerdo para trasladar el patrocinio a otros programas. En cuanto a Rupérez, al igual que ocurre contigo, cuento con él para otros proyectos. En última instancia, hay que explicarles que es una decisión, no recurrible, del gobernador civil.

—¿Del gobernador? ¿Y qué razones argumenta?

—Vivancos me pidió que fuera a verle. Y una vez en el Gobierno Civil me explicó que en Madrid, cada vez más, está cundiendo la alarma ante las derivaciones del programa. Una y otra vez las alusiones a nuestra guerra de Liberación resultan constantes. Los programas de más éxito son los que han girado en torno a niños que fueron separados de sus familiares entonces. Claro, son los más melodramáticos y a la gente le gusta llorar. Eso no gusta en las altas instancias, la consigna es mirar al futuro y fomentar la unidad de todos los españoles. Además, están empezando a preparar una gran campaña nacional, para poner en marcha a medio plazo, que conmemore los veinticinco años de paz de Franco. En suma, Rinomicina le busca encaja muy mal en este panorama. Y hay que decir que por lo menos Vivancos ha tenido la deferencia de llamarme para explicarse y pedirme que matemos nosotros el programa, en vez de dictar un ucase y que lo ejecute algún subordinado sin aviso previo, como podría haber ocurrido. Por eso también yo he querido comunicártelo personalmente en vez de transmitirlo a través de Sánchez Toldrá. Aunque soy consciente de que de forma extraoficial se te habían hecho llegar varios avisos.

Juan Ignacio enrojece.

—Pero… Si incluso hay una oferta en firme para pasar el programa a Televisión Española la próxima temporada.

—De eso puedes olvidarte. La suerte de Rinomicina le busca está echada y bien echada.

—Pero tú, Casimiro, y perdona —casi tartamudea Juan Ignacio—, eres un hombre fuerte de la situación. Tienes influencia en Madrid… Puedes batallar, buscar una autoridad más alta, tal vez algún ministro, plantar cara… Hemos hecho un trabajo noble que ha ayudado a muchos seres humanos, en el tiempo que llevamos en antena nos han llegado casi diez mil cartas. Y en la penúltima emisión reunimos a un hijo y una madre que llevaban veintidós años separados. Es injusto cargárselo así de un plumazo…

—Juan Ignacio… —el tono de Pladevall es ahora paternalista, mientras le sirve a su empleado otro chorro generoso—. Lo que te voy a decir ahora tal vez te choque. Por ello te pido toda tu comprensión. Sé que estás muy identificado con el programa. Y muy merecidamente, su éxito es el tuyo. Pero en toda partida de ajedrez hay que sacrificar peones, alfiles y torres para asegurar el triunfo del rey. Vivancos me ha asegurado que, si cierro el Rinomicina le busca sin causarle problemas (que por otra parte tampoco podrían ser excesivos, porque no tenemos tanto margen de maniobra), me apoyará en un proyecto más grande, más complicado y mucho más ambicioso. Un proyecto para el que necesito granjearme muchas complicidades, y en el que te garantizo que tendrás un lugar.

—¿De qué proyecto hablas?

—Del diario Adelante. Llevamos ya tiempo preparándolo con Víctor Artal. Será un periódico joven y dinámico, abierto a todas las voces, dentro de un orden, claro; con firmas brillantes y grandes reporteros. Ya verás, provocará una revolución en la prensa española y va a introducir mucha modernidad en este país, que bien lo necesita. Pero tengo que contar con un fuerte apoyo institucional, porque los factores son mucho más complejos que en un programa semanal de radio, y la inversión económica prevista, descomunal.

—Y el precio para ponerlo en marcha es la liquidación de Rinomicina le busca. Un cambio de cromos.

—Más que un cambio de cromos, una pequeña ofrenda inicial para generar confianza.

Abatido, Juan Ignacio deja la copa sobre la mesa y se dispone a marchar. Al llegar a la puerta se vuelve hacia su jefe.

—Antes de irme quiero que sepas que todo esto me parece una canallada que no nos merecíamos.

Casimiro duda entre fulminar al empleado impertinente o mostrarse magnánimo. Los malos humores acumulados en las últimas semanas le llevarían directamente por el primer camino, y por esa razón hace un esfuerzo psicológico y se lanza por el segundo. Ya evacuará la bilis por otro conducto.

—Hay una cosa, Juan Ignacio, que tienes que saber. El pasado es útil en tanto en cuanto podamos volvernos a él para utilizarlo en función de nuestras necesidades. Pero en sí mismo forma una rémora que gravita sobre nosotros en los momentos en que más libertad necesitamos. Tu programa estaba volcado hacia el pasado, a los dramas terribles que han ocurrido en este país. Y con ellos has hecho un buen trabajo. Pero a las autoridades no les interesa, porque trae consigo el recuerdo de momentos muy desgraciados, y nuestro pueblo, que los sufrió, en realidad tampoco quiere volver a ellos. Lo que los españoles nos están exigiendo es que miremos hacia el futuro, que modernicemos, que proyectemos. Con Rinomicina le busca has demostrado que eres un creativo de primera. Pero, simplemente, no podemos seguir. Y ahora, tráeme proyectos de futuro y te aseguro que les daremos vía libre.

Juan Ignacio, abatido, emprende el camino de la puerta.

Casimiro sube al recién estrenado Jaguar Mark, suntuoso y silencioso. El también nuevo chófer, Anselmo, es un personaje alto y lacónico de pelo blanco, parece un mayordomo inglés y por eso el magnate le contrató. «En realidad —se dice— es más elegante el chófer que yo. Como mínimo espero que éste no vaya persiguiendo chicos jóvenes».

Su hijo ha aceptado encantado la propuesta de desplazarse a Nueva York para estudiar un par de años en una Escuela de Artes Visuales. Casimiro no ha hablado claro con él —y menos con Marta—, por lo que de momento la familia se ha ahorrado una crisis. Sabe que acabará por estallar, tal vez cuando el chico vuelva de América, aunque, quién sabe, quizá por allí encuentre a alguna de esas jóvenes americanas, recias y fogosas, que lo encarrile por el buen camino… En cualquier caso, por ahora la paz en el amplio dúplex de Turó Park se ha mantenido.

En la explanada frente a la verja del palacio real de Pedralbes hay un amplio estanque presidido por una fuente. Con el cuerpo apoyado en un borde, una niña rubia juega con un barquito en el agua. Su madre, Tona Viladomiu, la vigila fumando relajada a pocos metros; ha dejado aparcado en la acera el 600 azul celeste. En estos años de principios de la década de los sesenta, en la Avenida Diagonal de Barcelona aún se puede aparcar en cualquier lado.

El Jaguar se detiene tras el 600 y del asiento trasero desciende un hombre de pequeña estatura, moreno y vivaz, con un traje marrón cruzado, que se dirige hacia Tona.

—¡Casimiro! ¿Cómo me has encontrado aquí?

—Tu asistenta me ha dicho que vendrías a pasear a Inés. Me quiere mucho, aunque conseguirlo me ha costado algunas propinas. Pero sobre todo me quiere porque está convencida de que ejerzo una buena influencia sobre ti.

Hay un silencio. Y una sonrisa melancólica en el rostro de Tona.

—¿Estás contenta?

—Casimiro… Nunca podré agradecerte…

—Cierto, nunca podrás. No sabes el lío que me ha acarreado gestionar el retorno de tu marido desde México. Pechar con su mal humor y encontrarle un nuevo puesto. Y todo ello sin transparentar las verdaderas razones de lo que ha ocurrido.

—Sí, Casimiro, y por eso…

—¿Por eso qué?

—Por eso no podemos seguir viéndonos, aunque te dije lo contrario hace unas semanas. Por fin he recuperado a mi hija, pero mi posición es muy frágil. No puedo dar pasos en falso. Mi marido y mi suegra están a la expectativa de cualquier movimiento equivocado por mi parte para volver a llevársela.

—Entonces es el final… Tal como yo predije.

—Es el final, Casimiro. Pero créeme si te digo que nunca olvidaré el bellísimo gesto que has tenido conmigo.

—Dame un beso.

Tona le besa en la mejilla, que huele a la loción Floïd con que Casimiro se refresca cada mañana generosamente. Una vaharada que al principio no le gustó, a la que luego se acostumbró y que en los próximos años echará muchas veces de menos.

En el estanque, un golpe de viento ha inflado el velamen del barquito de Inés y lo empuja hacia el centro. La niña, apoyada sobre el lateral de piedra, asoma medio cuerpo sobre la superficie del agua. Tona, atenta, se suelta con rapidez del brazo de Casimiro para impedir que caiga.

De regreso a la sede de su grupo, el industrial deja vagar la mirada a través de la ventana del vehículo. «Quelle merde», murmura. Qué complicado es todo. Pero rápidamente positiviza, no en vano tras este agridulce episodio el sendero de la vida vuelve a abrirse para él, repleto de estímulos y de oportunidades. Y siempre le ha gustado la sensación de inaugurar etapas. «El destino, a quien quiere le empuja, a quien no, le arrastra», sentenció el clásico, y sentenció bien, medita Casimiro, satisfecho de sí mismo, mientras enciende un cigarro.

Antonio Lena está preparando con esmero la bandeja de croquetas de pollo que ha encargado una clienta, cuando Juan Ignacio aparece en la charcutería.

—¡Hombre, señor Varela! ¡Qué alegría verle!

Juan Ignacio esboza una mueca ambigua.

—¿Qué tal, Antonio? ¿Cómo va su nueva vida?

—Pues muy bien, señor, ya me he instalado con mi madre, mi hermano y mi cuñada. Un poco apretados porque el piso es pequeño, pero felices porque estamos todos juntos. A mí la situación, la verdad, se me hace un poco rara porque nunca he convivido con ningún familiar, hay que acostumbrarse a los demás y a sus cosas. Pero es como un regalo venido del cielo, no lo sabe usted bien, don Juan Ignacio. ¡Y fíjese qué casualidad, estando además usted y yo tan cerca, y habiéndonos tratado, pero sin conocernos!

—Sí, fue una gran coincidencia…

—Por cierto, ¿qué ha pasado con el programa? ¿Es verdad que ha dejado de emitirse?

—Pues sí, aunque pueda extrañarle, la emisión en la que usted volvió a encontrarse con su familia marcó un punto de inflexión en la historia de Rinomicina le busca. Después de ese éxito, en realidad, nos quedaba poco por hacer. Ahora vamos a probar otros formatos.

—Pues mire que lo siento, con el bien que ha hecho ese programa…

—Así es, Antonio, así es. Como mínimo nos quedamos con la satisfacción de haberles reunido a usted y su familia. ¿Me pone, por favor, trescientos gramos de jamón en dulce, cortado bien finito? Y dos docenas de croquetas como ésas, tienen buena pinta…

Elena ha ido a comer a casa de Tona. La niña, a la que aún buscan un colegio donde le permitan matricularse a mitad de curso, está jugando. Tona viste un pullover marrón claro, falda a tono y unas discretas perlas en los lóbulos; es la imagen de la probidad hogareña. Y su amiga se ve a sí misma reflejada en ella.

—Te veo feliz.

—Sí, mi vida ha cambiado por completo. Estoy volcada en Inés. No salgo. Y no bebo. La vida me ha dado una segunda oportunidad y no voy a dejarla pasar.

—¿Y Casimiro?

—Se ha portado muy bien. Una vez que accedió a traer de vuelta a mi marido a España para darle un cargo en Barcelona, su discreción ha sido absoluta. Como sabes, mientras estaba en México mi marido era intocable, porque es un país que no mantiene relaciones diplomáticas con España y porque mi suegra seguía teniendo en su poder los documentos que me comprometían. Pero aquí ya fue otra cosa. Casimiro me proporcionó un buen abogado penalista para que presionara a Marcos, amenazando con llevar a su madre ante los tribunales acusada de extorsión por haberme forzado ilegalmente a firmar aquella confesión. La perspectiva de ver a su querida mamá ante el juez le ablandó, y acabó accediendo a devolverme la custodia. En fin, Casimiro me dio apoyo y cobertura legal a cambio de nada y manteniendo la reserva, que era imprescindible para que todo funcionara.

—¿Sigues con las pastillas?

—El Somatarax lo he dejado, duermo mucho mejor y, ahora que tengo a la niña conmigo, quiero poder oírla si se despierta de noche. Sigo con el Anafranil, aunque estoy mucho mejor de ánimos. El doctor Berenguer dice que podré dejarlo dentro de unos meses.

Elena se muerde los labios antes de hacer la pregunta.

—Tona, ahora puedes decírmelo, no sé si la primera vez que hablamos de esto nos contaste toda la verdad. En la fiesta del castillo de Santa Florentina, ¿fuiste a parar por casualidad a la mesa de Casimiro? Y en aquella velada de la Costa Brava, ¿qué te condujo allí? ¿Fuiste tú quien se acercó a Pladevall o él quien se aproximó a ti?

—Verás… Por lo que respecta a la noche del castillo, quizás hice alguna llamada previa para que nos sentaran juntos. Cuando Luisa Mateu, unas semanas antes de la fiesta, me comentó que Casimiro iba a ir, me acordé de que era el jefe de Juan Ignacio, y pensé que resultaría una compañía agradable. Incluso es posible que alguien me hubiera avisado de que su grupo empresarial acababa de comprar la firma donde trabajaba mi marido. Tenía varias y muy serias razones para estar interesada en él. Pero, dime, ¿qué importa ahora todo eso? Es más, dada mi situación, ¿con qué armas podía contar? ¿Qué otra cosa podía haber hecho?