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Luis Rupérez está en su salsa. Firmemente plantado frente al micrófono, con el nudo de la corbata deshecho, el más conocido locutor de sucesos en activo se excita, bufa, suda, se congestiona, elucubra, vibra y lanza enardecidas proclamas que en pocos meses han convertido Rinomicina le busca en el programa semanal más escuchado del país. En el cenicero se consume un cigarrillo Celtas.

—Atención, radioyentes: mensaje de doña Catalina Gracia, que escribe desde Zaragoza, solicitando noticias de un hermano suyo, del que hace cuatro años nada sabe.

»Atención Gavá; atención, Burriana: un día de primavera de hace diez años desapareció sin dejar la más leve huella ni noticia el muchacho de veintidós años Fernando Guerola Gonzalvo. Era sano física e intelectualmente, no había sufrido nunca amnesia. Fernando, si no quieres volver, por lo menos escribe a tu madre Teresa Gonzalvo en Burriana, o a tus primos Guerola de Gavá. Da noticias tuyas.

»Un servicio resuelto: hace unas semanas don José Millán, presidente de la Mutualidad de Antiguos Expedicionarios de Alcántara a África, envió un mensaje a España interesando noticias del sacerdote don Pedro Sampons, que como soldado había pertenecido a la primera compañía del primer batallón del regimiento de Infantería de Alcántara, 58, de guarnición en Barcelona, que formó parte del Ejército de Operaciones en África desde septiembre de 1921 hasta la repatriación a la Península. Treinta y siete años de plazo no fueron obstáculo para que los oyentes y lectores nos dieran la buena nueva de que don Pedro Sampons reside en la actualidad en Solsona, de cuya santa iglesia catedral es canónigo.

Musiquilla de fondo. Y la cuña del patrocinador. «Rinomicina aspirado y a otro lado, resfriado».

Insistiendo en el mensaje, la voz de Rupérez:

—Sí, tomen buena nota, queridos oyentes, ¡Rinomicina aspirado y a otro lado, resfriado! Por cortesía de Rinomicina se emite este programa, dirigido a todos ustedes y muy especialmente a aquellos que, angustiados, ¡¡¡tratan de localizar a un ser querido del que nada saben hace tiempo, o del que jamás supieron nada!!!

»Y vamos a por otro caso, que nos ha conmovido especialmente. Esta vez no buscamos a nadie, sino que tenemos al que se ha perdido. Cuenta con veintipocos años y nos escribe desde Barcelona: “Durante la guerra, un bombardeo me separó de mi madre y de mi hermano. Fui subido a un camión que arrancó dejando a mi familia atrás. No he vuelto a verles desde entonces. Fui trasladado a Francia con otros niños refugiados, de allí pasé a Suiza, y, al llegar la paz, me devolvieron a España. Nadie me reclamó. Me ingresaron en el Hospicio de Santander, donde me crié y de donde salí con dieciséis años. Mi nombre es Antonio Luna, y el de mi madre, Ana. Deseo, con toda mi alma, hallar a mis padres”.

En el saloncito de la pensión, Antonio, pegado a la radio con la patrona y otros huéspedes, siente cómo se humedecen sus ojos.

En la silla giratoria, Juan Ignacio enlaza pitillo tras pitillo.

En la apresurada locución de Luis Rupérez se suceden otros casos. Hay en el ambiente una circulación de energía, una especial intensidad que parece impregnarlo todo. El realizador gesticula como nunca. El técnico manipula enérgicamente su mezclador Itame, donde confluyen las señales del micrófono del locutor, del magnetófono para las grabaciones de las ráfagas y del tocadiscos para las músicas. Sube y baja las regletas, gira el potenciómetro con una expresión salvaje. Al acabar el programa, le pasan al locutor una llamada.

—¿Sí? ¿Dígame? Que es usted pariente de la madre… Sí, claro, señora, déjeme que me lo apunte —Rupérez hace un gesto a Juan Ignacio para que le pase un bolígrafo, y cuando lo tiene escribe apresuradamente sobre su copia del guión en papel cebolla—, sí, calle Nápoles 265, mandaremos a alguien para allí. Muchas gracias, señora…

El locutor dedica un gesto triunfal al publicitario.

—¡Lo tenemos! Dice que por las señas que hemos dado es la tía de nuestro comunicante. Asegura que perdió durante la guerra a un sobrino que responde a las características que hemos dado. Dice que le ha despistado el apellido, que es «Lena» y no «Luna», pero que cree que es él y que guarda unas fotos en su casa…

—¿Y la madre?

—Nos pondrá en contacto con ella. Esta llamada, Juan Ignacio, anuncia con clarines y trompetas un éxito seguro.

En el apartamento del Putxet, Casimiro Pladevall y Tona Viladomiu, fumando en la cama, relajados y en aparente plena sintonía, abordan una conversación trascendental.

—Me gustaría que fueras clara de una vez. ¿Qué quieres de mí exactamente?

—Quiero que hagas volver a Barcelona a mi marido para que así yo pueda volver a ver a mi hija. Él se la llevó hace dos años a México después de que mi suegra me obligara a firmar unos papeles reconociendo que le había engañado, y que me dejaron legalmente indefensa. Yo no tenía ni idea de lo que me estaba poniendo delante y en cambio esa familia está llena de abogados. En España, el adulterio de la mujer es un delito castigado con la cárcel. Pero tiene que ser denunciado. Si solicito que me devuelvan a Inés, si empiezo a mover el tema, ellos irán a los tribunales con mi testimonio y yo acabaré en prisión. Mientras esté allí no puedo enfrentarme a él. Necesito que vuelva.

Al acabar el programa, Juan Ignacio sale con Rupérez. Les detiene Julián, el recepcionista.

—Miren estas pulseras de Andorra. Son buenas de verdad —y despliega su panoplia.

—A ver, les echaré un vistazo —dice Varela.

Luis se despide, va con prisa. El publicitario, tras examinar la mercancía de Julián, compra un brazalete que le gusta, paga cincuenta pesetas y se lo guarda en el bolsillo. A la salida, divisa, sentado en un banco y hojeando una novelita de quiosco (¿M. L. Estefanía? Posiblemente), al comisario Martínez, que se incorpora y le hace una señal para que se acerque.

—Hombre, Varela, sabía que iba a encontrarle. Venga, acompáñeme, le invito a tomar algo.

Entran en la cercana cafetería Navarra, donde el espigado policía pide un coñac y Juan Ignacio una Fanta de limón con ginebra.

—¿Qué es eso de la Fanta? —pregunta el comisario.

—Limonada con burbujas, la está fabricando desde hace unos meses la misma compañía de la Coca-Cola. Gusta sobre todo a los niños, y a mí, aunque yo la tomo un poco enriquecida. Debería probarla, también la hacen de naranja Y, dígame, ¿qué le trae por aquí?

—Pues verá, estaba en un bar cercano escuchando su programa y de repente me di cuenta de que quizás en nuestra conversación algunas cosas no habían quedado lo bastante claras.

—Yo pienso que quedaron clarísimas.

—¿Sí? ¿Y esa historia de Antonio Luna, su madre y su viaje a Suiza? Le dije que se olvidara de la Guerra Civil, es un asunto que no va a reportar beneficios para nadie. Es más, estamos convencidos de que su programa está infiltrado por los comunistas.

Juan Ignacio se queda con la boca abierta.

—¿Por los quién?

—No se haga el tonto. Conocemos su pasado como activista monárquico.

En sus tiempos universitarios, Juan Ignacio había participado en unas cuantas reuniones en la Facultad de Derecho, poco operativas, con jóvenes partidarios de la restauración de la Corona. También había asistido a algunas comidas campestres, celebradas en agradables fincas, en homenaje al pretendiente Juan III. Eso y cierta tradición familiar constituían toda su militancia.

—¿Activista monárquico? Exagera usted muchísimo.

—No se preocupe, no nos inquieta, porque los monárquicos, en el fondo, resultan inofensivos. Además están generalmente muy bien relacionados. Los comunistas ya son harina de otro costal. Creemos que en el filtro y selección de las cartas que ustedes hacen hay una mano comunista. Vamos a investigarla. De momento le sugiero seriamente que suspenda cualquier nuevo caso relacionado con temas de la guerra, incluido el que han puesto en marcha hoy.

—Eso… no puedo hacerlo, sería acabar con el espíritu del programa. No podemos crear unas expectativas a la gente y luego deshacerlas.

—Varela, hágame caso, o aténgase a las consecuencias. Se lo digo por su bien —corta en seco el policía atusándose el bigotillo.

Muy nervioso, Juan Ignacio coge el tranvía 53, que le deja a dos manzanas del edificio, color beige sucio, del diario La Prensa en la calle Villarroel, donde Luis Rupérez ya está escribiendo, con furioso tecleo, su columna diaria. Espera un rato en la destartalada recepción de este órgano periodístico del Movimiento Nacional a que el locutor acabe —redacta como lo hace todo: rápido—, y cuando finalmente aparece le reproduce la conversación que ha tenido con el policía.

—¡Qué absurdo! —exclama—. Este tipo se ha extralimitado. No hay que hacer ni caso. Además, la guerra ya la ganamos hace veinte años, ¿vamos a pasarnos otros veinte machacando a los que la perdieron? Diablos, es hora de ir acercando posiciones.

—Sí, también es lo que yo pienso, pero ¿y si nos echa encima la caballería?

Rinomicina le busca está haciendo una buena labor periodística y social y no tiraremos la toalla. Haré algunas llamadas a mis conocidos de comisaría y de la Brigada Político-Social. Hablaré con sus jefes. La consigna es no arrugarse. ¡Por mi próstata que no nos arrugaremos!

—¿Nos la jugamos, entonces?

—Pues claro que sí, hombre, nos la jugamos… ¿No está el programa aprobado y requeteaprobado por censura? Pues vamos a llevar hasta el final el caso de Antonio Luna… Y los demás que vengan.

—Por Antonio Luna, entonces —corrobora Juan Ignacio.

Por la noche, en casa, después de cenar, mientras bebe un coñac, Juan Ignacio pone al día de las nuevas circunstancias a Elena, que ha acogido el brazalete andorrano con menos calidez de la esperada.

—La presión empieza a ser demasiado fuerte. Quizá debería explicárselo a Sánchez Toldrá. Pero me da miedo que se cargue el programa de un plumazo. A las empresas no les gusta afrontar este tipo de complicaciones. Por otra parte, el reconocimiento popular va en aumento. Nos hemos convertido en un fenómeno social, estamos solucionando casos desesperados y poniendo en contacto a familiares que se habían perdido completamente la pista. ¿Cómo explicaríamos un cambio de orientación a todos los que han confiado en nosotros?

—Haz lo que tengas que hacer, intenta ser fiel a tu conciencia —le dice Elena. Y de pronto introduce un tema nuevo, que a Juan Ignacio le coge completamente por sorpresa—. Pero tienes que dejar de beber. Tu ritmo es cada vez más alto. Te quedas dormido en cualquier sitio y por la noche roncas mucho. Cada vez cuesta más que te levantes. Tienes que prometerme que te tomarás en serio esto que te estoy diciendo.

Juan Ignacio, atónito, titubea al contestar:

—Pero, Elena, ¿por qué me dices esto? Bebo como todo el mundo. Además, ¿cuánto hace que no me ves borracho? Lo que pasa es que trabajo mucho y soporto una gran tensión, ya sabes que una copa me relaja.

—No quiero que sigamos discutiéndolo ahora. Prométeme que reflexionarás sobre esto que te acabo de decir.

De madrugada, Juan Ignacio se despierta inquieto. Busca torpemente las zapatillas y se mueve hasta la cocina con el máximo sigilo. Nota un intenso ardor de estómago. Se toma una pastilla de Neutroses Vichy —el único antiácido que le funciona— y bebe un vaso de agua. Mala pata: se ha encendido una luz y escucha un movimiento en su dirección.

—¿Pasa algo, señorito? —dice la menuda figura femenina, envuelta en su bata oscura.

—Nada, tata, tenía sed, váyase a dormir, por favor.

El antiácido no surte el efecto esperado y Juan Ignacio se encuentra cada vez peor. Va hacia el lavabo y allí, bajando la cabeza a la altura de la taza del váter, vomita bilis.

Reunión directiva de la división farmacéutica y cosmética de Industrias Pladevall. Los primeros minutos se invierten en discutir los bosquejos que ha hecho Llansana para unas cajas acartonadas del bronceador Helios, que representan una caseta de baño.

—¿Su fabricación no resultará muy complicada? —se inquieta Sánchez Toldrá.

Rocarons le tranquiliza, despertar el interés del público a veces requiere «un pequeño sobreesfuerzo».

—Con la saturación de bronceadores en el mercado, si no conseguimos llamar la atención en los puntos de venta estamos muertos.

—Eso dígaselo a los de la imprenta. Empiece hablando con ellos y que concreten la viabilidad técnica y económica de la idea. A ver, pasemos a Rinomicina le busca.

Juan Ignacio ha decidido no explicar de momento ni una palabra del acoso policial. Teme que, si se hace público, sus superiores sucumban a la tentación de dar marcha atrás al programa.

—¿Estado de la cuestión? —insiste el jefe, mirándole.

—Imparable —informa, muy tenso, Juan Ignacio—. Siguen llegando aluviones de cartas. En muchos pueblos de España, la actividad prácticamente se paraliza a la hora de la transmisión.

—Las ventas han subido, sólo en el último mes ¡un dieciocho por ciento! En todas las farmacias están impresionados por el empuje que el programa ha dado a nuestro producto —se suma Rocarons.

—Un empuje lamentable —replica Boldú—. La imagen de un buen producto farmacéutico asociado a una emisión melodramática y pobretona que, además, todo el mundo dice que lo que está haciendo es favorecer a los rojos.

Juan Ignacio se queda estupefacto.

—¿Por qué dices esto?

—No te hagas el sueco. Todos estos niños de la guerra que están encontrando a sus familiares, ¿qué son, si no? ¡Pues hijos de rojos! Se está comentando por todos lados. Y eso va muy en contra nuestra, de esta empresa, que siempre ha sido favorecida por el Régimen.

A Juan Ignacio le saca de quicio la similitud de los argumentos de Boldú, movidos sin duda por la envidia, con los del policía.

—¡Estás diciendo tonterías! Para empezar, las historias de la guerra son menos de una tercera parte de nuestros casos, y las que vienen son de los dos lados, algunas de la zona roja, pero muchísimas, yo diría que la mayoría, de la zona nacional. Y luego, si la guerra es lo más doloroso y tremendo que ha pasado en España en los últimos quinientos años, y hace tan sólo veintiuno que acabó, ¿cómo quieres que no esté presente en las vidas de las personas?

—Tiene razón Juan Ignacio —refuerza Rocarons—. Como dice Dale Carnegie, si estuviéramos en el lugar de los que nos escriben, nos sentiríamos igual que ellos.

—Coño, Rocarons, deje en paz por una vez a Dale Carnegie —bufa Sánchez Toldrá, y los asistentes se quedan estupefactos, ya que es la primera vez que le oyen decir un taco—. Usted vaya con cuidado, Juan Ignacio. Es evidente que Boldú plantea un tema sensible, no nos interesa empañar la imagen de la marca asociándola a según qué posiciones —indica el jefe—. Y ahora vayamos pasando a otros temas.

En el Rigat de Plaza Cataluña aún hay poca clientela. Después de un día de intenso trabajo, Juan Ignacio ha llamado a Elena y le ha dicho que cena fuera porque tiene que pasear a unos clientes. Lo cierto es que hoy no le apetece volver a casa. Tras la conversación sobre la bebida se siente incomprendido por su mujer, además de presionado en el ámbito laboral.

En una pequeña tarima está tocando el piano un hombre alto y delgado, con smoking, que luce monóculo y perilla. Se llama Jaime de Mora y Aragón. Algunos le llaman Fabiolo porque es hermano de Fabiola, la aristócrata española recién casada con el rey Balduino de Bélgica. Jaime de Mora es un tipo simpático y sociable, un vividor siempre a merced de los reveses de la fortuna, y uno de ellos le ha traído hasta este local nocturno, donde sus relativos dones como pianista y su simpatía y su nombre le dan para vivir algunos meses. Toca Fabiolo al piano El águila negra y Juan Ignacio se sume en la suave bruma de su segundo coñac.

¿Bebe Juan Ignacio demasiado? Bebe, claro, bebe desde muy joven, la bebida le hace más digerible esa inquietud que siempre le corroe, ese difuso sentimiento de irrealidad y descolocación respecto al mundo que nunca ha podido sacarse del todo de encima. Pero lo controla. Claro que lo controla. Es verdad que le cuesta ponerse en marcha por la mañana, y que se siente un poco inquieto —para ser sinceros, más que un poco— si a la hora del aperitivo no se echa al coleto la tonificante ginebrita con limón. Pero no se salta reuniones, ni le chilla a nadie, ni se mete en broncas, como alguna vez hizo de joven. Bebe normalmente y tranquilamente. ¡Elena exagera!

Y además ahora tiene motivos para beber. Juan Ignacio está nervioso. La presión del policía le incomoda. ¿Cuánto tiempo podrá mantener a la empresa ignorante de lo que se está cociendo? Por suerte tiene a Rupérez de su lado. El locutor estuvo en la División Azul, es un intocable, qué gran idea fue poner el programa en marcha con él. Están ayudando a gente, no van a arrugarse ahora. Juan Ignacio se convence a sí mismo de que van a seguir adelante, al menos hasta que reciban alguna comunicación oficial de una instancia superior. No va a paralizar un programa de éxito por la advertencia a título personal de un policía que probablemente se excede en sus funciones. Y no a va a dejar ahora en la estacada a personas como ese Antonio Luna, que han confiado en él y en su emisión patrocinada. Como mínimo este caso van a seguirlo hasta el final.

Juan Ignacio sale del Rigat y opta por irse andando a casa para airearse. Esos dos coñacs le han dejado un poco touché, la caminata le sentará bien. Al llegar al primer árbol vomita.

Diez minutos más tarde llegan al local Casimiro Pladevall y Tona Viladomiu. El chófer les deja en la puerta; luego, el coche desaparece.

—¿Te atreves a traerme al Rigat? —pregunta Tona—. Eso es todo un adelanto. Aquí podemos encontrarnos a alguien conocido. ¿No te asusta?

—Mientras nos comportemos con discreción no va a pasar nada. El problema, si acaso, lo tendrás tú cuando los informadores de Luisa Mateu le pasen el parte. ¿Y si te retira su protección?

—Si es a cambio de un rato contigo, podré sobrellevarlo —ronronea Tona.

Casimiro garrapatea algo en un papelito, lo dobla dentro de un sobre junto con un par de billetes y hace un gesto al camarero para que se lo pase al intérprete, que cuando lo recibe se vuelve al industrial y le guiña un ojo. Pasan en silencio un rato escuchando a Jaime de Mora interpretar, sin excelencia pero con eficacia, Las hojas negras.

—¿Has pensado en lo que te he pedido? —pregunta ella, mimosa.

—Sí.

—¿Y qué has decidido?

Pasa un ángel, dos ángeles, tres ángeles, un batallón de figuras angélicas.

—¿Qué has decidido?

—Que te ayudaré. Aunque sé que con eso puedo perderte, y aunque sé también que va a ser malo para mi empresa, te ayudaré.

Tona deposita delicadamente un beso en su mejilla y le susurra al oído:

—No me perderás.