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El teléfono suena cuando ya llevan un buen rato durmiendo. Juan Ignacio se remueve en la cama sin hacer ademán de levantarse. El vino de la cena y el coñac que se bebió después le han dejado catatónico. Elena, inquieta, le da un codazo.

—Ve tú, ¿quién puede ser a estas horas?

Se arrastra pesadamente hasta el pasillo, donde está el teléfono, maldiciendo al autor de la llamada. Ojalá los niños y la tata no se hayan despertado. Enciende la lamparita antes de descolgar.

—¿Qué ocurre? —masculla.

Del otro lado de la línea, una voz pastosa intenta hilvanar entre sollozos un discurso que a Juan Ignacio le resulta incomprensible.

—Vale, vale, lo intento, explícame mejor dónde estás, pero sobre todo cálmate —dice procurando no levantar excesivamente la voz.

Al final del largo corredor de este piso característico del Ensanche barcelonés se ha encendido otra luz. Del cuarto contiguo a la cocina emerge una figura femenina menuda, envuelta en una bata oscura, que se arrastra sigilosamente sobre el frío y polícromo suelo de mosaico hidráulico.

—¿Pasa algo, señorito?

—Nada, Montserrat, una amiga nuestra, estese tranquila y vaya a dormir.

Aún medio atontado, Juan Ignacio intenta ampliar la información que está recibiendo.

—Necesito, ne-ce-si-to, que me digas dónde estás. Nombre del local, dirección. ¡Demonios!

La llamada se ha cortado y Juan Ignacio se nota súbitamente despierto. Caminando con paso rápido vuelve al dormitorio y empieza a vestirse.

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? —pregunta Elena, angustiada.

—Es Tona. Completamente borracha y posiblemente metida en algún lío. Hay que rescatarla.

—¿Otra vez? ¡Y con la medicación que toma! El psiquiatra le dijo que sobre todo no bebiera. Es una locura. ¿Dónde vas a ir?

—No he conseguido averiguar dónde está ahora. He entendido que en algún momento pasó por El Cortijo. Empezaré por ahí.

Elena se ha levantado y se pone la bata de raso. Le pasa la corbata a Juan Ignacio y le acaricia la frente.

—Te esperaré despierta. Tráela aquí si hace falta, le abriré la cama plegable del cuarto de la plancha. Y si ves que vas a tardar mucho, me llamas. Ve con cuidado.

En este inicio de los años sesenta, los sábados por la noche Barcelona arde. Como siempre ha ocurrido. En una cierta Barcelona, claro, la de las clases más acomodadas. Probablemente en otros ámbitos sociales la alegría, si la hay, resulte menos expansiva. Pero en los locales frecuentados por las buenas familias de la ciudad el dinero fluye, las orquestas tocan hasta altas horas de la madrugada y los chefs se esmeran en presentar sus más apetitosas creaciones. Los hombres, vestidos en Bel o en Gales, y las mujeres, hermoseadas con modelos de Pertegaz o de la boutique de Santa Eulalia, componen coloristas estampas de prosperidad y elegancia. Estamos en España, la Guerra Civil queda cada vez más lejos —han pasado ya veintiún años de la entrada en Barcelona de las tropas del general Yagüe— y, aunque el sistema de gobierno de ella derivado, que entronizó la dictadura del general Franco, sigue vigente y ya parece eterno, la economía del país da signos de salir de su letargo. Cierto que por las calles abundan aún mendigos y tullidos —muchos de ellos, por cierto, muchísimos para una sensibilidad mínimamente despierta, son niños, con muletas o en carritos, sueltos y como abandonados a su destino—, pero hay también una especie de electricidad en el ambiente que hace que todos se percaten de que los tiempos del hambre y la España más negra van quedando definitivamente atrás.

Claro que Juan Ignacio no se hace estas consideraciones mientras busca un taxi en la Rambla de Cataluña. Las copas de los plátanos de la elegante arteria urbana mecen suavemente el paseo de los noctámbulos, y los edificios modernistas y neoclásicos, recios y señoriales, amparan a los serenos que deambulan con la gorra de plato ladeada y sus manojos de llaves a cuestas. El conjunto arquitectónico aún resulta armonioso, aunque propietarios poco escrupulosos, acogidos a una normativa de posguerra, ya han empezado a agregar dos o tres pisos nuevos, en disonante estilo funcional, sobre sus hermosas construcciones históricas, una tendencia que se disparará a mediados del decenio con el beneplácito del consistorio del alcalde Porcioles. Pero ahora, pasada la medianoche, incluso en esta tranquila zona del centro barcelonés, es la hora de las meretrices y en las esquinas de Consejo de Ciento y Diputación curtidas profesionales del amor retan a Juan Ignacio con la mirada o le invitan directamente a acompañarlas. ¿Pero es que no circulan taxis esta noche? Finalmente un Seat 1300 negro y amarillo se detiene frente a él.

—¡Al Cortijo, rápido!

Sí, a El Cortijo, un símbolo de que la noche barcelonesa no ha dejado de ser variada y acogedora en ningún momento, ni siquiera en los primeros años después de la guerra, cuando Juan Ignacio, y Elena, y la propia Tona, formaban parte de aquella juventud dorada que tan bien se lo pasaba. Mucho antes de que se produjera el drama que ha llevado a Tona a protagonizar situaciones como la de esta noche. Por aquel entonces en las calles podía existir la cartilla de racionamiento para la gente normal, pero en el mundo donde ellos se movían —y han seguido moviéndose— la consigna parecía ser la de divertirse hasta el final. Bastante habían sufrido, ellos y sus familias, durante la revolución y la guerra. Había que desquitarse. Y, para el desquite, uno de los grandes clásicos es el local de la Diagonal, oficialmente conocida como Avenida del Generalísimo Franco, en su número 612, que intenta ofrecer una imagen plausiblemente andaluza desplegando un abigarrado arsenal de celosías, sillas y mesas de forja, maceteros y claveles a discreción.

En esta despoblada zona de la gran avenida, luces brillantes y una cola de coches marcan la entrada de El Cortijo. Algunas parejas salen entre risas y trastabillazos, pero también siguen entrando nuevos clientes. Se oye música de orquesta, parece que el flamenco se ha dado un respiro dejando paso al chachachá. Juan Ignacio le pide al taxista que espere. Por suerte, uno de los dos porteros es un histórico de la sala de fiestas, que le conoce desde hace mucho tiempo.

—Paquito, ¿has visto a Tona Viladomiu?

—Ay, señor Varela, se fue hace un par de horas.

—¿Con quién iba?

Paquito parece dudar.

—No le sabría decir, marchó en un momento en que entraba mucha gente y no pude estar atento.

—¿Estaba bien?

—Pues… Quizás un poco alegre.

Una información escasa. Se abre paso al interior y deambula entre las mesas que rodean la pista de baile en busca de algún rostro conocido. Al fin, sentado entre hombres de aspecto aburrido, sin duda se trata del agónico final de una cena de negocios, localiza a un conocido. Carlos Monteys, del grupo de veraneantes de Barets de Mar. Con un inapropiado traje claro, sudoroso, los ojos considerablemente enrojecidos.

—¿Has visto por aquí a Tona Viladomiu?

—¡Hombre, Juan Ignacio, qué alegría! —Monteys baja la voz—. Hoy me ha tocado pasear a un grupo difícil, portugueses muy serios. Pero hay que tenerlos contentos porque acaban de firmar con nosotros para que distribuyamos sus aluminios. Me parece que hasta que no les instale en el hotel con unas atentas señoritas de compañía —como era previsible, al llegar a este punto guiña un ojo— no va a haber forma de que sonrían un poco y se relajen…

—¿Qué me dices de Tona?

—Sí que la vi hace un rato… Llevaba un vestido rojo muy llamativo. Montó un numerito en la pista de baile, le pegó dos bofetadas a su acompañante, que era un tipo conocido, un ricacho… Tendría que saber cómo se llama… Él mantuvo la calma pero la dejó plantada en la pista mientras ella seguía insultándole. Fue como una escena de Gilda. Me acerqué a ver si necesitaba algo pero no quiso hablar conmigo, me dijo que se iba a cambiar de aires y salió como una exhalación, para mí que estaba muy bebida. ¡Con lo guapa que es!

—Tengo que dejarte, que te vaya bien con los portugueses y las señoritas…

A la salida, cuando abre de nuevo la puerta del taxi que se ha mantenido a la espera, el portero le detiene con un movimiento discreto.

—Don Juan Ignacio, me dicen que la señora Tona pidió un taxi, y que le mandó dirigirse a La Bodega Bohemia.

—Gracias, Paquito —dice deslizándole en la mano un billete de cinco pesetas.

De la parte alta de la ciudad a los barrios bajos. Despide al taxi. La Bodega Bohemia ocupa un semisótano, una especie de cava en un callejón del Barrio Chino, el intrincado laberinto que se extiende entre la parte inferior de la Rambla y el Paralelo barcelonés. Por su ambiente, no tiene nada que ver con El Cortijo; al contrario, constituye un contrapunto brusco, y por eso muchas veladas de la gente bien barcelonesa acaban —o al menos pasan un rato— por aquí. En un tiempo mejor, sobre su escenario, jóvenes artistas recitaban frente a un público fidelizado; el propio Adolfo Marsillach, el más destacado actor catalán —y español— de su generación, desfiló por aquí. Ahora se ha convertido en un refugio de viejas glorias, vedettes tronadas, cantantes desdentados, músicos sin oído, y el público, más que a aplaudirles, viene a reírse de ellos. Sobre el pequeño escenario, una cantante sexagenaria y muy gruesa, con una estrepitosa peluca pelirroja, entona, o mejor dicho berrea, una jota aragonesa:

Aunque me des veinte duros

no voy contigo al pinar

porque tienes sabañones

y me los puedes pegar.

El público de las mesas también se comunica a gritos, domina un olor agrio y el humo se puede cortar; a los pocos minutos siente como si una lámina de tufo nocturno se le hubiera pegado al cuerpo. Espera a que la canción acabe. No ve a nadie conocido, pregunta a un camarero:

—Una mujer con vestido rojo, posiblemente sola… —otro billete de duro pasa de la mano de Juan Ignacio a su bolsillo.

Sobre el escenario, tras el número aragonés, un tenor de tripa prominente y el rostro muy maquillado, vestido de húsar, entona ahora la romanza de El huésped del sevillano:

Fiel espada triunfadora

que ahora brillas en mi mano

y otros hombres y otras lides

ya la gloria conoció;

yo venero la nobleza

de tu acero toledano,

que del Tajo entre las aguas

reciamente se templó.

Una espectadora le arroja un clavel mientras sus compañeros de mesa le jalean ruidosamente («¡Valiente!», «¡Artista!») y le lanzan bolitas elaboradas con servilletas de papel; el tenor prosigue estoicamente con su cometido.

—Sí, una guapa de las de parar relojes, claro que me fijé. Vino sola, se sentó un rato y estuvo bebiendo coñac —relata el camarero—, aplaudía y chillaba al final de cada número, parecía que estaba bastante excitada, llamaba la atención. Varios hombres solos le tiraron los tejos y al final se fue con dos chicos jóvenes, estudiantes…

—¿Alguna dirección?

—Oí que se referían a La Venta Andaluza…

Juan Ignacio sale a la calle y respira hondo. Hay mucho movimiento a estas horas en el Barrio Chino, que por su proximidad con el puerto es el enclave tradicional de la vida canalla barcelonesa. Marineros americanos, grupos juveniles cantando a pleno pulmón, borrachos solitarios y un enjambre de prostitutas postulando su propia mercancía. Cruza la Rambla de Santa Mónica y sigue por la calle Escudillers, dejando atrás un garito tras otro, hasta girar a la derecha por una bocacalle ya muy cerca de Correos. Unas sólidas puertas de madera entornadas dan paso a La Venta Andaluza, otro clásico del noctambulismo. En el escenario, dos musculados tipos de anchas espaldas, vestidos de flamenca con las correspondientes batas de cola, bailan sevillanas. En las mesas, algunos clientes hacen palmas, mientras aquí y allá otros se han quedado dormidos, la cabeza apoyada en la mesa sucia y cargada de botellas de manzanilla vacías y ceniceros sobresaturados. El suelo está asqueroso y muy resbaladizo. De nuevo hay que localizar a un camarero.

—Una mujer atractiva, vestido rojo, con unos jóvenes…

—¡Uuuy! —finge espantarse el encargado—. ¡Pues buena la montó! Primero nos pidió un teléfono y no paró de vociferar hasta que le dejamos utilizar el del establecimiento… Luego se encerró en el lavabo y no salía, creo que se quedó dormida dentro. Los chicos que iban con ella la abandonaron y se fueron sin pagar… Al final, después de que aporreáramos la puerta un buen rato, salió, estaba que se caía. Le dije que se sentara un rato pero no quiso, se fue dando tumbos…

—¿Hacia dónde?

Enfila un callejón que da a la calle Ancha. A la luz de las farolas, los adoquines desprenden un brillo apagado; están húmedos por la llovizna de la tarde y hay que moverse con cuidado para no resbalar. Oye unas voces: un sereno y algunos noctámbulos discuten algo. Se acerca al corrillo; varios de ellos están en cuclillas en torno a un cuerpo estirado sobre la acera. Juan Ignacio corre y se abre paso. Tona está inconsciente y con una brecha sangrante que le abre la cabeza y le empapa el cabello por encima de la oreja derecha. Del labio inferior le cuelga un hilillo de baba.

—Es amiga mía. ¿Cómo está? —pregunta al sereno.

—Pues su amiga, que llevaba una curda de campeonato, debe de haber resbalado y al caer se ha dado un buen golpe en la cabeza con el filo de la acera. Yo creo que precisa atención médica. Un compañero ha ido a llamar a una ambulancia. Lo mejor de momento es no moverla…

Los noctámbulos presentes añaden detalles: «Nadie ha visto cómo caía», «La hemos encontrado así, y suerte que el sereno estaba cerca».

Una señora con semblante afable, que va con un hombre muy delgado, de aspecto enfermizo, la mira con piedad:

—Pobrecita, tan guapa, parece una princesa…

—Las princesas no se emborrachan —dice el sereno.

—Pero es que esta pobrecita, ésta, es claramente una princesa desdichada. Venga, vámonos para casa —indica la mujer a su acompañante.