La crisis del cuarto poder

Agotados por el trabajo, horrorizados por el paro, angustiados por el porvenir, hechizados por la televisión, aturdidos por los tranquilizantes, los ciudadanos sufren un adoctrinamiento constante, invisible y clandestino. ¿Pueden contar con la prensa, con ese recurso del ciudadano que a veces es llamado cuarto poder y que tradicionalmente, en las democracias, tiene por función principal desvelar la verdad y proteger a los ciudadanos contra los abusos de los otros tres poderes (legislativo, ejecutivo y judicial)? De hecho, para decirlo llanamente, no.

Porque la prensa escrita está en crisis. Está conociendo, en varios grandes países democráticos, una baja notable de difusión y sufre gravemente de una pérdida de identidad. ¿Cómo y por qué razones hemos llegado hasta aquí? Independientemente de la influencia, cierta, de la crisis económica, hay que buscar, nos parece, las causas profundas de esta crisis en la transformación que a lo largo de estos últimos años han conocido algunos de los conceptos básicos del periodismo.

En primer lugar, la idea misma de información. Hasta hace poco, informar era, en cierto modo, proporcionar no sólo la descripción precisa —y verificada— de un hecho, de un acontecimiento, sino igualmente un conjunto de parámetros que permiten al lector comprender su significación profunda. Era dar respuesta a preguntas elementales: ¿Quién ha hecho qué? ¿Con qué medios? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿En qué contexto? ¿Cuáles son las causas? ¿Cuáles las consecuencias?

Esto ha cambiado bajo la influencia de la televisión que ocupa un lugar dominante dentro de la jerarquía de los medios de comunicación, y extiende su modelo. El diario televisado, principalmente gracias a su ideología de lo directo y del tiempo real, ha ido imponiendo poco a poco un concepto radicalmente distinto de la información. Informarse es, desde entonces, mostrar la historia en marcha o, más concretamente, hacernos asistir en directo al acontecimiento.

Se trata, en materia de información, de una revolución copernicana, cuyas consecuencias no se han terminado de medir. Pues supone que la imagen del acontecimiento (o su descripción) basta para darle toda su significación. En última instancia, el periodista mismo está de más en este cara a cara del telespectador y la historia. El objetivo prioritario para el ciudadano, su satisfacción, ya no es comprender el alcance de un acontecimiento, sino simplemente verlo, mirar cómo se produce bajo sus ojos. Esta coincidencia es considerada como feliz. De este modo se establece, poco a poco, la engañosa ilusión de que ver es comprender.

Ahora bien, nuestra racionalidad moderna se ha edificado muy exactamente contra el postulado ver es comprender. Los racionalistas del Renacimiento y el Siglo de las Luces tuvieron que combatir las fuerzas oscurantistas que se apoyaban en la idea de que ver es comprender. Galileo mostró que aunque yo vea al sol girar alrededor de la Tierra, en realidad es la Tierra la que gira alrededor del Sol. Y Diderot, con los enciclopedistas, advertiría que hay que desconfiar de los propios ojos y de los propios sentidos. Yo veo el horizonte plano, pero la Tierra es redonda. Ya que, como bien dice la sabiduría popular, el hábito no hace al monje y las apariencias engañan. La razón y el razonamiento son los que me hacen comprender, y no los ojos. Cuando la información moderna se funda en la idea de que ver es comprender, contribuye a una formidable regresión intelectual que nos hace volver varios siglos atrás, a la era prerracional.

¿Y cómo pretender que todo acontecimiento, por muy abstracto que sea, debe necesariamente presentar una parte visible, mostrable, televisable? Esto trae consigo una emblematización reductora, cada vez más frecuente, de acontecimientos con carácter complejo. Por ejemplo, todo el alcance de los acuerdos Israel-OLP parece que se ha reducido al simple apretón de manos Rabin-Arafat… Por otra parte, tal concepto de la información conduce a una afligida fascinación por las imágenes en directo, de acontecimientos realistas, sucesos violentos y sangrantes.

Hay otro concepto que ha cambiado: el de actualidad. ¿Qué es a partir de ahora la actualidad? ¿A qué acontecimiento hay que darle un lugar privilegiado dentro de la abundancia de hechos de todo el mundo? ¿En función de qué criterio escoger? Ahí, una vez más, la influencia de la televisión parece determinante. Es ella, con el impacto de sus imágenes, quien impone su elección y obliga prácticamente a la prensa escrita a seguirla. La televisión construye la actualidad, provoca el choque emocional y condena prácticamente a los hechos huérfanos de imágenes al silencio y la indiferencia. Poco a poco se establece en las mentes la idea de que la importancia de los acontecimientos es proporcional a su riqueza en imágenes. O, por decirlo de otro modo, que un acontecimiento que se puede mostrar (si es posible en directo y en tiempo real), es más fuerte, más eminente que el que permanece invisible y cuya importancia es abstracta. En el nuevo orden de los medios de comunicación, las palabras o los textos no valen tanto como las imágenes.

El tiempo de la información también ha cambiado. La medida óptima de los medios de comunicación es ahora la instantaneidad (el tiempo real), lo directo, que sólo la televisión y la radio pueden practicar. Eso hace envejecer a la prensa diaria, forzosamente en retraso con relación al acontecimiento y a la vez demasiado cerca de él para lograr sacar, con la suficiente perspectiva, todas las enseñanzas de lo que acaba de producirse.

Hay un cuarto concepto que se ha modificado y es fundamental: el de la veracidad de la información. Ahora, un hecho es verdad no porque corresponda a criterios objetivos, rigurosos y verificados en sus fuentes, sino sencillamente porque otros medios de comunicación repiten las mismas afirmaciones y confirman. Si la televisión, partiendo de un despacho o de una imagen de agencia, presenta una noticia y la prensa escrita y luego la radio vuelven a dar esta noticia, eso basta para acreditarla como veraz. Así fue, recordemos, como se construyeron la mentira del montón de cadáveres de Timisoara y todas las de la guerra del Golfo. Los medios de comunicación ya no saben distinguir, estructuralmente, lo verdadero de lo falso.

En esta conmoción mediática, es cada vez más vano querer analizar la prensa escrita aislada de los demás medios de información. Los medios (y los periodistas) se repiten, se imitan, se copian, se responden, se entremezclan hasta el punto de que ya no constituyen sino un solo sistema de información dentro del cual es cada vez más arduo distinguir la especificidad de uno de ellos separándolo de los otros.