Dirigentes políticos de las principales potencias planetarias, reunidos con los 850 más importantes responsables económicos del mundo dentro del marco del Foro Internacional de Davos (Suiza) en enero de 1995, dijeron hasta qué punto desaprobaban la nueva consigna de moda (¡Todos los poderes al mercado!) y cuánto temían a la potencia sobrehumana de esos gerentes de fondos, cuya fabulosa riqueza se ha liberado totalmente de los gobiernos y que actúan a su gusto en el espacio cibernético de la geografía financiera.
Este constituye una especie de Nueva Frontera, un Nuevo Territorio del cual depende la suerte de gran parte del mundo, sin contrato social, sin sanciones, sin leyes, a excepción de aquellas que los protagonistas fijan arbitrariamente, para su mayor provecho.
Los mercados votan cada día —considera el Sr. George Soros, financiero multimillonario— obligan a los gobiernos a adoptar medidas ciertamente impopulares, pero imprescindibles. Son los mercados quienes tienen sentido del Estado.
A lo cual responde el Sr. Raymond Barre, antiguo primer ministro francés y gran defensor del liberalismo económico: «Decididamente, ya no se puede dejar el mundo en manos de una banda de irresponsables de 30 años que no piensan sino en hacer dinero». Él juzga que el sistema financiero internacional no posee los medios institucionales apropiados para hacer frente a los desafíos de la globalización y la apertura general de los mercados. Lo mismo comprueba el Sr. Butros Butros Ghali, secretario general de las Naciones Unidas:
La realidad del poder mundial escapa con mucho a los estados. Tanto es así que la globalización implica la emergencia de nuevos poderes que trascienden las estructuras estatales.
Entre estos nuevos poderes, el de los medios de comunicación de masas aparece como uno de los más potentes y temibles. La conquista de audiencias masivas a escala planetaria desencadena batallas homéricas. Grupos industriales están enzarzados en una guerra a muerte por el dominio de los recursos del multimedia y de las autopistas de información que, según el vicepresidente norteamericano, Sr. Albert Gore, «representan para los Estados Unidos de hoy lo que las infraestructuras del transporte por carretera representaron a mediados del siglo XX».
Por vez primera en la historia del mundo, se dirigen mensajes (informaciones y canciones) permanentemente, por medio de cadenas de televisión conectadas por satélite, al conjunto del planeta. Existen actualmente dos cadenas planetarias —Cable News Network (CNN) y Music Televisión (MTV)—, pero mañana serán decenas, que influirán y trastornarán costumbres y culturas, ideas y debates. Y perturbarán como parásitos, modificarán o harán cortocircuito a la palabra de los gobernantes, así como a su conducta.
Grupos más poderosos que los Estados hacen una razzia en el bien más preciado de las democracias: la información. ¿Impondrán su ley al mundo entero y abrirán una nueva era en que la libertad del ciudadano no será más que pura ilusión? ¿Estamos manipulados, condicionados, vigilados?
En un Estado de derecho, ¿es pertinente hacer estas preguntas? Por desgracia, sí. Con una inquietud creciente, los ciudadanos comprueban en su vida cotidiana una influencia dominante, cada vez más fuerte, de estos nuevos poderes y sus recientes armas de control social.
A este respecto, el personaje principal de la novela de John Grisham, La Firma, Mitch Mc Deere, encarna de manera ejemplar al hombre moderno versión fin de siglo, atrapado en el engranaje contradictorio de sus ambiciones y sus pesadillas. Primero formado, educado en las más exigentes escuelas, condicionado para ser el mejor, Mc Deere es contratado por una firma prestigiosa. Esta, desde entonces, por medio de las técnicas de comunicación más sofisticadas, no cesa de espiarlo, vigilarlo y controlarlo: seguimientos, micrófonos ocultos, escuchas telefónicas, teleobjetivos, cámaras de video disimuladas hasta en su propia habitación. En los dos tiempos de este recorrido —primero, el amaestramiento y luego, la actitud policial— ¿qué es de la libertad del individuo? ¿Qué nuevo tipo de sociedad se está esbozando así con la complicidad de las nuevas tecnologías de la comunicación y la información? ¿Dónde están a partir de entonces, los nuevos poderes? ¿Qué nuevas amenazas planean sobre la democracia?
La crisis de las grandes máquinas coaccionadoras —familia, escuela, Iglesia, ejército— y el fracaso de los Estados totalitarios que practican a gran escala el adoctrinamiento de masas, ha podido hacer creer que el ciudadano recobraba una autonomía sin cortapisas. Es una ilusión. Bajo un aparente sosiego, todo indica, por el contrario, el refuerzo del control social, este conjunto de recursos materiales y simbólicos de que dispone una sociedad para asegurarse de la conformidad del comportamiento de sus miembros a un conjunto de reglas y principios prescritos y sancionados. En efecto, se están instalando nuevos métodos de coacción más sutiles, más insidiosos y eficaces, mientras surgen técnicas último grito, a base de electrónica e información, para seguir por sus propias huellas el recorrido de los ciudadanos, tomar nota de lo que se aparta de las normas y castigar las desviaciones. Nadie está a salvo.
En el transcurso de los años treinta y cuarenta, los estados totalitarios —fascistas y estalinistas— fueron acusados de adoctrinar a los niños, sugestionarlos y volverlos, si fuera el caso, contra sus propios padres. Los refinamientos de la propaganda y su eficacia llevaban a preguntarse con horror: ¿Podemos convertirnos, por el efecto imperceptible de la persuasión, en lo contrario de lo que somos? ¿Hay un Mr. Hyde dormitando fatalmente en nosotros que una hábil propaganda parece que tuviera el poder de despertar? Preguntas psicológicamente impresionantes y políticamente inquietantes, a las que desde los años treinta han tratado de responder George Orwell, Thomas Mann, Theodor Adorno, Walter Benjamin… Ellos veían en el desarrollo de los grandes medios eléctricos de comunicación de masas —micrófono, altavoz, disco, radio, cine— técnicas temibles para dominar e imponer un pensamiento administrado.
Desde la cuna y durante el estado de sueño —consideraba Aldous Huxley en Un mundo feliz (1932)— es como los niños de pecho pueden ser condicionados (mejor que con el método pavloviano del castigo y la recompensa), por medio de un discurso sonoro que les repetirá indefinidamente cuál es su rango y su estatuto en el seno de la comunidad. A pesar de su idéntico capital genético, estos niños, después de interiorizar su condición social, se comportaban de manera diferenciada y aceptaban dócilmente sus funciones respectivas en el seno de la sociedad. Lo adquirido puede a lo innato, decía el escritor británico, que ponía en guardia contra las tentativas de domesticación humana.
La advertencia de Huxley no ha sido escuchada y las intervenciones que se efectúan hoy para condicionar al pequeño humano van incluso más allá del nacimiento. Los progresos actuales de la biogenética permiten, en efecto, estar informado, desde la concepción, del estado general del feto, de su sexo y de sus posibles deformaciones o enfermedades. La existencia de estas, reveladas por la ecografía, pueden conducir a interrumpir la gestación; la manipulación de ciertos genes ya permite evitar graves enfermedades invalidantes. ¿Hasta dónde se puede llegar por este camino? Los criterios mercantiles de la ideología de las ganancias, ¿son pertinentes en este ámbito? Todos sentimos que no, que eso sería la vía abierta al eugenismo, a elegir el bebé por catálogo en función de las modas y los argumentos del mercado. ¿No hemos visto acaso recientemente que una mujer negra, en Estados Unidos, se hizo implantar un óvulo fecundado para poder traer al mundo un niño blanco? Los delirios más extravagantes en materia de genética se vuelven en adelante técnicamente posibles.