AL día siguiente, Nelson despertó sobre el vientre liso de Irina y le pareció que el mundo era una cálida dacha rusa, un icono de Andrei Rubliev, un melodioso poema de Maiakovski. Ah, el desdichado Maiakovski… Podía recorrer el itinerario del trans-mongoliano, ese mítico tren que sale de Pekín, cruza el desierto del Gobi y llega a Moscú, con sólo estirar su mano y tocarla, siguiendo con las yemas ese cuerpo armonioso y joven, deteniéndose en su ombligo, en su vientre templado, en sus rosados pezones, delineando su nariz y sus labios. «Si uno va a pasar la noche con una mujer», reflexionó, epicúreo, «es mejor no tomar trago». Irina tenía enredada la sábana entre los muslos y él se levantó sin hacer ruido, procurando no despertarla. Luego salió al corredor para llamar al servicio de cafetería.

Hecho esto se sentó en su mesa de trabajo, decidido a continuar el estudio de las cartas de su tío, pues pensó que, aun si sus amigos chinos iban a leerlas y traducirlas, bien podía continuar, solo, desentrañando el significado de alguna, para irles dando ese cariz literario con el cual pensaba transcribirlas en su novela. Ya tendría tiempo, después, de estudiar las obras de Wang Mian.

«Querido Hermano:

Los Yi Ho Tuan están diezmados, pero su espíritu continúa fuerte. Estamos a salvo. Se han cansado de matar. Ya ni siquiera buscan armas, pues se han dado cuenta de que éstas han sido enterradas o destruidas. Nuestro humillado país debe continuar su historia. El destino lo persigue. Pero no tenemos prisa, pues la Historia es algo que transcurre con extrema lentitud. Los Yi Ho Tuan renacerán y nuestro sueño volverá a cargar fusiles. La aurora escuchará sus descargas.

»He entregado el sagrado manuscrito. El teniente francés lo pondrá a salvo y más adelante, cuando todo esto termine y podamos regresar, nos lo devolverá. Esa fue su promesa. Yo le creo, pues es un hombre de letras. Un ser íntegro. Él sabe nuestro nombre, el tuyo y el mío, y así, cuando un emisario lo encuentre y se lo diga, él lo devolverá. Ese fue nuestro trato. Lo cumplirá. Tras darle el manuscrito salí de Pekín. He regresado a Lijiang a ver nuestra casa, el lugar en el que ambos nacimos. Sentí deseos de regresar aquí después de morir tantas veces. Estoy cansado de morir y de la muerte. No quiero más dolor. Trabajaré en el campo. Padre y madre están bien. Me haré cargo de ellos. Pasearemos por la montaña y les leeré tus cartas. Todo está igual. En Lijiang el tiempo se detuvo. Te espera cada día,

Xu.»

Nelson se acarició la barbilla. El manuscrito al que su tío abuelo se refería era Lejanas transparencias del aire, de Wang Mian, el mismo del que Wen Chen le había hablado. ¿Quién sería ese teniente francés? Si el manuscrito apareció en los archivos de la Iglesia Francesa, quiere decir que el teniente nunca lo devolvió, o que nadie fue a pedírselo, o que el mensaje no pudo ser transmitido. Las demás cartas de Xu a su abuelo, escritas todas desde Lijiang, narraban detalles domésticos, y si bien siempre aludían a los Yi Ho Tuan o Bóxers, no daban más datos sobre el manuscrito. Lo más probable, coligió Nelson, es que este haya estado siempre allí, al alcance de cualquiera, durante cien años. A veces el mejor escondite es el lugar más obvio, como en La carta robada, de Poe. Caray, pensó, siempre la literatura revoloteando sobre su vida. Qué iba a ser, si él era un escritor de raza. Entonces buscó una hoja en blanco y escribió:

Mi origen está escrito en un papel,

con tinta china

y caligrafía vacilante.

Hay partes que no entiendo,

pasajes oscuros

de mi vida,

que fueron tachados.

Ya veremos.

Por ahora,

el cuerpo de una princesa rusa,

y el leve temblor de su piel,

son la única hoja

a la que pertenezco.

Mientras releía sintió un olor dulce. Una masa de cabellos rubios le cubrió los ojos. Al abrirlos vio a lrina desnuda, sentada sobre él.

—Tengo hambre, ¿pedimos algo? —dijo.

Nelson la besó en los párpados, aún hinchados por el sueño.

—Ya debe estar listo el pedido, espera —dijo, levantándose y yendo al teléfono—. Ordené que no lo trajeran hasta que los llamara, ¿quieres algo especial?

—Sí, caviar ruso y champagne.

Nelson tragó saliva.

—¿Estás loca? —exclamó—. Irina, por favor. Estamos en un hotel de Pekín, no en el Palacio de Invierno.

—Está bien, entonces un café con leche, jugo de naranja y tostadas.

—Eso está mejor.

Hizo el pedido y regresó. Volvió a besarla.

—Me debes un montón de dinero, sweet heart —dijo Irina.

Al hablar se recostó en la silla, levantó la cadera y separó los muslos. En la nalga, al lado del orificio, tenía un pequeño tatuaje. ¿Soñaba? Era la hoz y el martillo.

—Mis amigos pagarán lo que te debo. ¿Eres comunista?

Irina cerró las piernas y encendió un cigarrillo.

—Sí. Mi abuelo luchó con el mariscal Gueorgy Zhukov en la defensa de Moscú, cuando Hitler invadió nuestra patria. Mi padre también fue militar, con rango de teniente, pero fue a la cárcel por golpista. Quiso derribar a Gorbachov. Aún está preso. Mamá murió y yo vine a Pekín a ganarme la vida, pues no sería capaz de hacer este trabajo en mi país. Mi abuelo no defendió Moscú de los nazis para que su nieta fuera puta, ¿comprendes?

—Perfectamente, pero no seas tan dura contigo misma —dijo Nelson, acariciándole el pelo.

—No me tengas lástima —dijo ella—, sé lo que hago. Estoy estudiando medicina, pero desde el año pasado los extranjeros debemos pagar la matrícula. Y es muy cara. Luego quiero irme a Europa.

—¿Tienes novio?

Irina se rascó los dedos del pie.

—Sí, está en Moscú. No lo veo hace dos años y creo que ya tiene otra mujer. Pero yo lo quiero igual. Tal vez no vuelva a verlo nunca.

—Si es así, ¿por qué lo sigues queriendo?

—Porque hace bien querer —dijo Irina—. Es por mí. Lo que él piense o haga no me importa.

—Noble filosofía —exclamó Nelson.

—Antes te quise hacer un chiste —dijo ella.

—¿Antes?

—Sí, cuando te dije lo del caviar y el champagne. Quería saber qué tan tonto eras. Era una prueba.

—¿Y qué tal salí?

—Bien —dijo Irina—. No eres tonto. O al menos, eres menos tonto que otros.

—¿Cuántos hombres has tenido? —preguntó Nelson.

—Setenta y seis —respondió Irina—. Empecé hace poco y no trabajo mucho.

—No es un mal número para haber venido de tan lejos —bromeó Nelson—. Soy el número setenta y seis de Irina Zhukov. Suena bien.

—Suena bien, pero no es cierto. Eres el setenta y cinco. Tuve otro cliente ayer por la tarde.

Nelson la miró extrañado.

—No sé cómo puedes ser tan fría.

—Es contabilidad comercial, no sentimientos. Te recuerdo que soy una empresa. Este cuerpo que tanto chupeteas es como un edificio de oficinas; en cada una hay gente trabajando hasta tarde para obtener ganancias. Qué sabes tú si soy fría o caliente. No sabes nada de mí.

—Sé a qué hueles.

—Vaya, qué agudo —se rió Irina—. Ahora sí que pareces tonto. Debajo del ombligo todas las mujeres olemos igual. ¿Quieres que me vaya?

—No, quédate, ya traen el café.

Nelson pensó que él también era un enorme edificio, pero no de oficinas. Una construcción de corredores muy largos repletos de libros y papeles, de salones de debate y estrados de lectura. Las íntimas estancias del creador. En ellas se cruzaban multitud de poetas, filósofos, mistagogos, novelistas modernos y clásicos. Baudelaire, Martín Adán, William Borroughs y Porfirio Barba Jacob fumaban marihuana y oían jazz ante la mirada inquisitorial del benedictino Feijóo; Gombrowicz deslizaba su mano, subrepticiamente, entre los calzones de Arthur Rimbaud, quien, a su vez, cruzaba miradas con Wittgenstein; Rubén Darío conversaba animadamente con Li Po y le hacía prometer que se pegarían una buena borrachera en Managua; Henry Miller bebía vino con Omar Khayam, mostrándole la luna, mientras le acariciaba el sexo a Lou Andreas Salomé; Ricardo Palma leía en voz alta un verso a oídos de Faulkner, buscando su aprobación, pero éste no paraba de servirse tragos de whisky y de discutir con Fedor Dostoievski por una partida de dados jugada la noche anterior en la habitación de Mallarmé; Céline y José Eustasio Rivera charlaban de las miserias de la selva ecuatorial y se burlaban de las opiniones de Chateaubriand al respecto; Lezama Lima discutía con Tertuliano la invención arábiga del cero; Nietzsche le preguntaba a Sófocles de dónde había sacado esa idea tan buena del Edipo Rey. Y así, su edificio, al igual que su conciencia creadora, cruzaba, confundía, mezclaba. Debía escribir algo al respecto, se dijo Nelson, un ensayo. Estaría dedicado a Irina.

Desayunaron mirando la CNN y Nelson no se cansó de apreciarla. Era muy bella; tenía la arrogancia y la autoridad de la belleza. Al terminar su café, Irina entró al baño. Un rato después salió vestida.

Da svidania —dijo—. Pediré mi dinero a tus amigos. Y ya sabes, si me quieres otra vez habla con ellos. Perdona si fui un poco deslenguada. Pero es culpa tuya. Tú me haces hablar.

Un rato después alguien dio dos golpes en la puerta. Al abrir se encontró con Wen Chen.

—Con todo respeto, amigo —dijo Wen Chen—, debo pedirle que me acompañe. Ha ocurrido algo importante.

—Soy todo oídos.

Salieron. Afuera los esperaba un automóvil.

—El profesor alemán, su amigo, desapareció. Unos desconocidos lo hicieron subir anoche a un auto y no ha regresado aún al hotel.

—¿El profesor Gisbert Klauss? No puedo creerlo —dijo Nelson—. ¿Quiere decir, entonces, que es un agente?

—Es una posibilidad, aunque remota. Verá. Antes de ser retenido el profesor estuvo en la embajada alemana. Luego fue a la de Francia. De ahí salió acompañado por un funcionario diplomático y se dirigió a los archivos de la Iglesia Francesa. Fue en la noche, cuando se quedó solo, que lo secuestraron.

—¿Quién pudo ser?

—Estamos en ello. Uno de nuestros hombres pudo seguirlos hasta una zona de bodegas industriales en el sureste de la ciudad, pero allí los perdió de vista. Es un área grande. Tenemos a varias personas buscando.

—¿Por qué no me avisaron anoche? —preguntó Nelson, muy serio.

—Preferimos esperar hasta hoy con la esperanza de que hubiera resultados —dijo Wen Chen—. No me pareció correcto molestarlo, sobre todo teniendo en cuenta que usted no estaba solo.

—Se lo agradezco —dijo Nelson.

Llegaron a la misma casa del día anterior. En la oficina, Nelson se sirvió un té y empezó a reflexionar en voz alta. Se sentía muy bien rodeado por sus camaradas chinos.

—Lo que hay que preguntarse, estimados amigos —dijo Nelson—, es cuál puede ser el móvil del secuestro. Es ahí donde el delincuente deja estampada su firma.

Wen Chen traducía entre murmullos a quienes no comprendían el inglés. Todos miraban con respeto a Nelson. Algunos tomaban notas.

—Y para ello debemos hacer un análisis rápido —dijo, contento del efecto que producía en sus oyentes—. Punto uno: ¿qué hacía Gisbert Klauss en Pekín? Punto dos: ¿qué interés podría tener alguien en secuestrar a un profesor alemán de filología china? Por lo demás, si el día de su secuestro Klauss estuvo en las embajadas alemana y francesa, habrá que descartar como autores del plagio a posibles agentes franceses o alemanes, al menos en principio. ¿Caballeros?

Los compañeros murmuraron e hicieron cálculos. Los rostros se arrugaron, varias manos escribieron con gesto nervioso. Por fin, alguien levantó la mano y empezó a hablar.

—Sabemos que el profesor Klauss estaba investigando la obra de Wang Mian, lo que quiere decir que sabía de la existencia del manuscrito. Sus captores pudieron tener dos razones: o bien porque algo de lo que él sabe puede ayudarlos, o bien para apartarlo de las pesquisas.

El que habló era un hombre extremadamente delgado. Otro, un chino de aspecto mayor, se levantó de la silla.

—Si sus captores son los mismos que tienen al sacerdote francés, y por lo tanto el manuscrito, me inclino por la tesis de mi compañero. De lo contrario, no veo qué interés pueda tener Klauss para alguien que busca el manuscrito. Para nosotros, por ejemplo, ¿de qué modo podría ayudarnos?

—Tal vez lo haya raptado alguien con menos información —dijo otro, desde el fondo—. Alguien que crea que él, con su erudición, puede saber algo que permita rastrearlo.

—No estoy de acuerdo, con todo respeto —dijo el hombre mayor—. Aquí lo que importa no es el saber filológico, sino la información. De poco servirá la erudición del profesor si el problema es encontrar un manuscrito. Me inclino por la tesis inicial: quienes lo secuestraron, tienen el manuscrito.

Nelson paseó sus ojos por el grupo y vio muchas cabezas diciendo sí. Todos parecían estar de acuerdo.

—Está bien —dijo, por fin—. Establezcamos que quienes lo capturaron, tienen el manuscrito. Tenemos el punto dos. Y ahora el punto uno: ¿qué hacía exactamente Gisbert Klauss en Pekín?

Hubo un largo silencio. Todos hicieron esquemas y anotaciones en sus cuadernos.

—El profesor Klauss —dijo Wen Chen—, estaba en Pekín haciendo un estudio sobre la obra de Wang Mian. Sin embargo, hay una información de ayer, relativa a su visita a la embajada alemana.

En este punto, Wen Chen extrajo sus gafas y leyó un informe que guardaba en una carpeta.

—Me dicen que Klauss solicitó una carta de presentación para la embajada de Francia —dijo—, pues estaba tramitando una autorización para consultar los archivos de la Iglesia Francesa. En ambas delegaciones, Klauss explicó que estaba haciendo una investigación sobre los Yi Ho Tuan. Esto quiere decir que nuestro profesor buscaba algo más.

—Podemos mantener la sospecha de que Klauss sea, efectivamente, un agente —concluyó Nelson—, y que fue capturado por quienes tienen el manuscrito para contrarrestarlo. De cualquier modo, propongo esperar los resultados del día de hoy. Tal vez las personas que buscan en la zona encuentren algo. ¿Continúa la vigilancia en el hotel?

—Sí, señor —dijo Wen Chen.

Ésta, en efecto, continuaba.

Las calles de la zona industrial donde habían perdido de vista a los captores de Gisbert Klauss eran muy poco transitadas. De ahí la dificultad para vigilarlas. Un viejo, con un carrito de fruta, observaba desde una esquina. Algunos jóvenes las recorrían en bicicleta, una y otra vez, con la esperanza de que una puerta se abriera y revelara un secreto, o de ver, en algún garaje, los dos automóviles Bandera Roja —de fabricación china—, con los vidrios oscuros, en los cuales secuestraron al espía alemán. Una pareja de estudiantes paseaba, de la mano, deteniéndose en algunos portales. Todos tenían listos sus teléfonos para dar la alarma.

Desperté con una idea fija: Omaira. Las sábanas conservaban el olor de su perfume mezclado al sudor, así que hice algo del todo inusual en mí, que fue envolverme en ellas, como un animal que busca el rastro oculto por la nieve. Debí hacer un esfuerzo para no levantar el teléfono y llamarla. Tenía, además, una cita con Zheng, lo que me obligó a estar listo en poco tiempo, tomar un desayuno en el self-service del hotel —huevos revueltos, café con leche, jugo de naranja y croissants—, y salir corriendo.

Al verlo me saludó con gesto militar.

—Hay varias cosas que quiero contarle, vamos —me dijo, subiendo a la camioneta—. En primer lugar lo de ayer. El nombre y la dirección que nos facilitó nuestro amable rehén resultaron ser de gran provecho. Se trata, en efecto, de uno de los líderes de los nuevos Bóxers en Pekín, pero no es, en cambio, líder de ninguna facción violenta del Lirio Blanco. Se llama Wen Chen, y por lo que he podido averiguar, es un ingeniero agrónomo muy respetado, una persona de la cual sería difícil sospechar, al menos a primera vista. Estuve en las oficinas en las cuales se reúnen y pude comprobar que, en efecto, tiene centenares de colaboradores, los cuales entran y salen en el más completo anonimato, ya que se trata de gente común, que pasaría desapercibida en cualquier situación. Ésa es, por cierto, su enorme fuerza; gracias a ello pudieron saber del manuscrito.

—Entonces —dije—, ¿es él quien tiene a nuestro curita?

—Es muy posible, aunque no descarto otras hipótesis. Si no lo tiene él, directamente, lo tendrá alguien de su organización. Lo puse bajo vigilancia desde esta mañana. Al mediodía mi agente me dará el parte.

De repente, en medio del tráfico, apareció la muralla que rodea la Ciudad Prohibida, con su amplio canal y sus castillos de defensa. Era algo muy hermoso. Al otro lado de la Avenida se erigía la colina del Parque Jangshan, coronada por una torre de techos en porcelana. Tenía la impresión de llevar una vida en Pekín, pero aún no había podido visitarla. Juré que lo haría antes de irme, e imaginé la visita con Omaira Tinajo. ¿Qué horas eran ya? Había prometido llamarla al mediodía, pero las agujas parecían detenidas.

—El otro asunto del que quería hablarle es el del agente alemán —continuó diciendo Zheng—. Ayer, por increíble que parezca, ocurrió algo ridículo: Klauss estuvo en la embajada francesa.

—¿En la embajada? —dije, muy sorprendido.

—Exactamente —respondió Zheng—. Es decir que mientras nosotros lo buscábamos, él venía con docilidad a nuestra madriguera, y luego se iba. Imagínese.

—¿Y por qué nadie nos lo advirtió?

Zheng abrió las manos y se tocó la cabeza.

—Asuntos burocráticos, qué sé yo. No todos los diplomáticos están informados de nuestras actividades. Pidió una autorización para estudiar los archivos de la Iglesia Francesa y allí pasó la tarde, acompañado por un funcionario francés.

No pude esconder un gesto de burla.

—Ja, y mientras tanto, yo buscándolo en el hotel Kempinsky y entrando a la habitación equivocada. Realmente, tenemos que mejorar muchas cosas.

—Sí, tiene razón… —dijo Zheng, avergonzado—. Es por errores así que se pierden las guerras. Imagínese, sólo una hora después de que se fuera de la Iglesia alguien le informó a Oslovski, pero ya lo habíamos perdido. Esta mañana, muy temprano, un colaborador estuvo vigilando el hotel, pero, al parecer, Klauss ya dejó su habitación, pues no regresó anoche. Es posible que nos haya detectado y que haya buscado otra base. Lo extraño es que dejó muchas cosas. Entre ellas varias ediciones originales de Wang Mian, mas algunos libros en francés y en español que debemos analizar. Mi colaborador los trajo. Ahora usted puede sernos de gran ayuda, pues entiendo que le interesan los libros, ¿no es así?

Esta última frase me sorprendió.

—Sí, ¿cómo lo sabe? —le pregunté.

—Soy un profesional, señor Suárez Salcedo —respondió Zheng—. Se imaginará que, antes de conocerlo, estudié a fondo el informe que nos enviaron de París.

—¿Y qué más decía ese informe? —quise saber, curioso.

—Un poco de todo, incluidas algunas apreciaciones poco amables sobre usted que, por cierto, he comprobado que son falsas.

—¿Como cuáles?

—Que usted es una persona miedosa, dócil, muy influenciable y con poca personalidad —detalló Zheng.

—Caramba, ¿y habrá sido por eso que me enviaron a Pekín?

—También lo pensé —dijo él—. Pero no es cierto que usted sea dócil y miedoso.

—Agradezco su opinión, Zheng —le dije.

Supuse que Casteram estaba detrás de esto y lo odié, sobre todo porque, en el fondo, todo era cierto. Soy temeroso y maleable. Jamás he levantado la voz contra nadie que no sea mi propia imagen en el espejo. Qué puedo hacer.

—Por cierto, Zheng —se me ocurrió preguntar—, ¿adonde vamos?

—Buena pregunta —respondió—. Vamos a encontrarnos con uno de mis hombres. El que vigiló la habitación del agente alemán.

Tuve una reacción inmediata: mis poros se llenaron de sangre y, si hubieran podido hablar, habrían dicho un nombre: Omaira Tinajo. ¿Por qué? Era su mismo hotel.

—¿En el Kempinsky? —pregunté, ilusionado.

—No, lo veremos en un lugar más seguro —respondió Zheng, para mi enorme frustración—. El Kempinsky está infestado de ojos extraños.

—¿En serio?

—Sí —dijo, adoptando una expresión grave—, tras encontrar la base de Wen Chen seguimos a algunos de sus colaboradores. Tienen catorce personas en el Kempinsky.

—Ah… —exclamé.

Llegamos al mismo viejo edificio en el que encontré a Oslovski, pero al ver al colaborador casi caigo al suelo de la sorpresa: ¡era Chow, el enano! Esto me llevó, venciendo mi natural timidez, a expresar una crítica.

—Debo decirle que tengo mis dudas —le dije a Zheng, al oído—, sobre la utilización de Chow como agente confidencial.

—¿Ah sí?

—Creo que su aspecto es levemente notorio —opiné.

—Su tamaño le permite una extraordinaria movilidad que otros agentes no tienen. Sin embargo acepto su crítica. La tendré en cuenta para futuras misiones.

Nos sentamos. Oslovski y Sun Chen no estaban. En su lugar había otros dos hombres, chinos, muy silenciosos, a los que no había visto antes. Alguien trajo las tazas de té y el termo de agua hirviendo. Chow se colocó los dedos en los sobacos y empezó a hablar.

—La información recabada esta mañana, unida al informe obtenido ayer en la embajada francesa, nos permite afirmar que el agente alemán Gisbert Klauss, con alias desconocido, está en Pekín haciendo investigaciones sobre la revuelta de los Bóxers y la obra de Wang Mian, del cual encontré, en su dormitorio, varios títulos en ediciones originales, lo mismo que un libro de género memorialístico de un autor llamado Pierre Loti, los cuales están abajo en una bolsa.

Chow carraspeó, tomó aire y envió un sonoro escupitajo por la ventana. Luego continuó su perorata.

—Todo esto me permite lanzar la hipótesis de que Klauss vino a nuestra ciudad a buscar el manuscrito de Lejanas transparencias del aire, sin duda alertado por las autoridades para las cuales trabaja. Debo recordar un hecho histórico, y es que muchas de las congregaciones cristianas que trabajaron en la zona norte y centro de China, desde 1850, eran de sacerdotes alemanes, y una parte sustancial de los clérigos asesinados en la revuelta fue precisamente de esa congregación. Deutschland, sin duda, tiene intereses aquí en China, y si recordamos que los Bóxers les asesinaron a un importante mariscal de campo, comprenderemos que su interés, desde el punto de vista histórico, tiene fundamento.

En ésas estábamos, escuchando las elucubraciones de Chow, cuando el teléfono de Zheng repicó. Habló en chino, pero me di cuenta por su cara de que había ocurrido algo importante.

—Me acaban de informar —dijo Zheng, en voz baja— que Wen Chen desplegó a veinticinco agentes en una zona industrial al sureste de Pekín. Eso quiere decir dos cosas: la primera, que no son ellos los que tienen al cura, y la segunda, que tal vez ya lo encontraron. Vamos.

Zheng bajó las escaleras corriendo. Antes de salir cogió la bolsa con los libros encontrados en la habitación de Gisbert Klauss y me la entregó.

—Ah, y algo más —dijo—. Según mi informante, está con ellos un agente que vino de Estados Unidos. Un peruano de origen chino. Su apellido es Shou-shen. Al parecer un escritor.

—¿Un escritor? —pregunté.

Omaira Tinajo me había hablado de un novelista peruano. ¿Cómo se llamaba? Tal vez Nelson, sí. No hay escritores con ese nombre. ¿Será el mismo?

Al subir a la camioneta extraje mi teléfono celular y marqué el teléfono del Kempinsky. Luego, con la respiración agitada, pedí la habitación 907.

—¿Eres tú? —dijo Omaira.

—Sí, soy yo —le respondí—. Siempre y cuando ese «tú» que dices corresponda al periodista colombiano que conociste anoche.

—¿Ajá, y quién más podía ser ese «tú», si puede saberse? —respondió Omaira.

—Bueno, podría ser el escritor peruano, el bailarín, o el proctólogo brasileño —le dije.

—Ay, chico, no digas ociosidades —interrumpió Omaira—. Siquiera llamaste, llevo diez minutos con el teléfono en las piernas esperando a que suene. ¿Estás lejos?

—En el sureste de la ciudad —le dije—, voy a hacer una entrevista. Luego, durante la tarde, tengo otras citas. ¿Y tú?

—Bueno, yo tengo libre hasta las tres, que comienzan las sesiones de la tarde. Por cierto, le dije a Rubens que anoche te sentiste mal y que te acompañé a la clínica. No sé si me creyó. En realidad estoy segura de que no me creyó, pero qué importa. ¿Y por la noche?

—Ah… ¿Por la noche? Pues espero estar libre —le dije—. Más tarde, cuando vea bien cómo va a ser el trabajo de hoy, te dejo razón en el hotel.

—No te vendas tan caro, Serafín, dime sí o no.

—Si fuera por mí iría ahora mismo, pero esto es complicado. El problema de los periodistas es que dependemos de la agenda de los demás, ¿me entiendes?

—Bueno, pero llámame, ¿eh? —dijo ella—. Te pensé toda la mañana. Ni me enteré de lo que hablaron en la primera reunión. Sigo rezada, pero me gusta.

—Yo también estoy rezado.

—¿Entonces nos vemos en la noche?

—Sí, claro que sí.

Colgué pensando en cómo podría arreglarlo. Si el Kempinsky estaba repleto de agentes, ir allá pondría todo en peligro. Tampoco podía contarle a Omaira la verdad, pues podría comprometerla. Y estaba, por último, el espinoso asunto del escritor peruano. Si el de Omaira y el de Zheng eran el mismo, tendría que considerar la posibilidad, muy a mi pesar, de que también Omaira fuera una espía, y, en consecuencia, que su relación conmigo formara parte de un plan preconcebido.

Pensado esto abrí la bolsa con los libros del agente alemán y empecé a revisar los títulos. El Diario de Pekin, de Pierre Loti, algunos volúmenes en chino, un libro en español de José María Arguedas que, la verdad, me sorprendió, y algo que parecía ser una novela, también en español, y que se llamaba Cuzco Blues de… ¡¡¡Nelson Chouchén Otálora!

Fue tal mi sorpresa que Zheng frenó en seco, dio un timonazo y estacionó la camioneta sobre un andén.

—¿¿Qué pasa?? —gritó.

—Mira, Zheng —respondí, mostrándole la carátula del libro—. Aquí está el agente peruano de origen chino. Chouchén Otálora. Corresponde al apellido que le dieron, ¿verdad? Esto quiere decir que Klauss podía estar buscando a ese agente, e incluso que lo haya conocido.

—Suena razonable —dijo, amablemente, Zheng.

Al abrir el libro no hubo lugar a dudas. En la segunda página encontré una dedicatoria que decía: «Para el filólogo Gisbert Klauss, colega y amigo, descubridor de incunables peruanos en las librerías de Pekín. Con un cordial saludo de, Nelson Chouchén Otálora.» La fecha era de hacía tres días.

—Sí se conocieron —concluí—. Estuvieron juntos en Pekín.

Zheng se acarició su lampiña barbilla.

—Esto nos obligará a tomar en cuenta una hipótesis —dijo Zheng—, y es que el peruano y Klauss trabajen juntos. Con Wen Chen, quiero decir.

Lo escuché entre nebulosas, pues mis dotes interpretativas estaban adormecidas. En mi interior se libraba el clásico combate entre el malvado cerebro y los sentimientos. Todo parecía indicar que Omaira estaba envuelta en la trama, pero veía su cara, escuchaba su voz, aspiraba su olor, y los razonamientos se deshacían, como azúcar en el agua. Pensé en M. Butterfly, en «La espía que me amó», en Mata Hari. ¿Será sincera cuando pide verme, o será parte de un plan para obtener información? Sea como fuere yo tenía una ventaja, un escudo protector: lo sospechaba.

Esto me ponía en la incómoda situación de ocultarle a Zheng una parte de los hechos, pues no podía contarle nada hasta no tener, por lo menos, otro encuentro con ella. Algo que me permitiera analizar mejor las cosas. Caramba, me dije. Qué lejos estaba yo de la vida real en mi cómoda torre de marfil parisina, preocupado por insípidas labores periodísticas, lloriqueando frustraciones amorosas y literarias. La verdad, pensé, desde que soy espía la vida se ha vuelto algo muy complejo. Quién lo iba a imaginar: ayer un pasivo periodista de la radio estatal francesa, hoy un agente confidencial envuelto en una delicada misión en Extremo Oriente, acunado en las incendiarias caderas de una Mata Hari cubana. Pero esta imagen atrofiada de mí mismo se iba al suelo muy pronto, pues la verdad es que, aun engañado, no estaba dispuesto a prescindir de Omaira.

Zheng puso en marcha la camioneta y continuamos por una avenida que se fue estrechando, hasta que entramos al garaje de un viejo edificio. Una construcción que parecía abandonada, pues formaba parte de una manzana en demolición.

—Será muy sospechoso que vean a un occidental —dijo Zheng—, así que es mejor apostarnos aquí.

Desde la terraza del edificio se veía toda la zona: bodegas industriales, fantasmales galpones, hileras de edificios grises que aún parecían habitados. Los avisos luminosos en letras chinas me hicieron pensar en un fastuoso decorado. Desde una vieja valla publicitaria, la foto de una jovencita, en uniforme azul de trabajo, sonreía a los paseantes.

—Mi gente está tres calles más allá, ¿lo ve? —me dijo, pasándome unos binóculos—. Más o menos a la altura de ese panel rojo.

—Sí, ya —le dije—. ¿Es ahí donde están los hombres de Wen Chen?

—Es a partir de ahí, pues son muchos. Se hacen relevos a lo largo de la calle y observan desde los techos. Hay que tener cuidado. Podrían vernos.

—¿Y cómo hacen los nuestros para pasar desapercibidos? —pregunté.

—Bueno, deambulan entre la gente. Ellos no saben que los estamos vigilando, ésa es nuestra ventaja. Será cuestión de esperar.

Me senté en un viejo sillón con la bolsa de libros del agente Klauss, mientras que Zheng, en un sofá, fumaba. Observando las volutas del humo, mi compañero opinó que en este trabajo había mucho tiempo muerto, y que era fundamental la paciencia.

—Es como el pescador en el lago —dijo—. Se trata de esperar el instante preciso en que el pez pica. Ese instante puede no llegar en toda una tarde, pero si uno se adormece un segundo tal vez lo pierda.

—A eso, en Occidente, lo llamamos Ley de Murphy —le dije.

Me miró sin sorpresa.

—Por eso lo mejor es imaginar el trayecto que hace el pez antes de encontrar el anzuelo. Un viaje por el fondo del lago.

Revisé los libros franceses. El de Loti, en efecto, trataba de la revuelta de los Bóxers. En los bordes de las páginas había muchos subrayados y anotaciones.

—¿Usted entiende alemán? —le pregunté a Zheng.

—No —respondió—. Yo hice mi formación durante la Guerra Fría y a Alemania no se le permitía tener ejército. No era un país contra el que había que estar preparado.

—Pero habla español y francés —repuse—. ¿Qué peligro podría provenir de esos dos mundos?

—El francés ha estado muy presente en China, y, además, es la lengua de mi congregación religiosa. El español lo aprendí por gusto. El inglés y el ruso los recibí desde muy joven, en la academia militar. Bajo una fuerte presión, soy capaz de hablar japonés.

—Es una lástima que Alemania no fuera considerada un peligro —le dije—, pues hay aquí una cantidad de anotaciones en alemán que no entiendo.

—Se lo daremos a Oslovski —dijo Zheng—, él es de origen polaco, y como todo buen polaco habla algo de alemán.

—Para ellos Alemania sí suponía una amenaza.

Empecé a leer el libro de Loti y, muy pronto, olvidé que estaba en una habitación contigua a una terraza, bajo el cielo pekinés, pues quedé hipnotizado por la excelente prosa y las descarnadas descripciones. Tenía noticia de Loti, de su prestigio como escritor y viajero, pero nunca lo había leído. En sus páginas podía verse lo que sufrió la ciudad después de la revuelta Bóxer, es decir del estallido de los antecesores de Wen Chen y de todos aquellos hombres que, a sólo tres calles, manteníamos bajo estrecha vigilancia. Jamás había tenido con un libro esta extraña relación.

Aun sin entender los apuntes de Klauss, pude detenerme en los párrafos que él había señalado, y muy pronto encontré varias menciones a un manuscrito que, supuse, debía ser el mismo que buscábamos. Decidí interrumpir la duermevela filosófica de Zheng —su «paseo al fondo del lago»— para leerle algunos pasajes.

—Así que fue un teniente francés el encargado de esconderlo —dijo—. Caramba, ¿cómo habrá encontrado Klauss este documento? Se ve que su agencia en Berlín, en Bonn o donde sea, está muy bien informada.

Después de Loti, leí los párrafos señalados en el libro del autor belga, Dominique Aristide, y esto acabó de confirmarnos el hallazgo de Gisbert Klauss.

—Por eso fue al archivo de la Iglesia Francesa —dije—, lo que demuestra que Klauss no sabe que el manuscrito apareció y que fue secuestrado. ¿Lo mencionó al diplomático francés cuando solicitó el permiso?

—No. Klauss dijo, simplemente, que estaba investigando sobre la revuelta Bóxer. Nada más. Por cierto, no le he mostrado las fotos que le hicieron en la embajada. Están ahí, en esa carpeta.

El rostro de Klauss emanaba sabiduría e inocencia. Tendría sesenta años. En ningún caso más de sesenta y cinco. No era fácil reconocer en él a un agente confidencial. ¿Lo habrían reclutado, como a mí, a última hora, o será un espía con experiencia? Ya lo sabremos, me dije. Según los datos, y de acuerdo a sus lecturas, se trata de un gran erudito. Caray, no se encuentra todos los días una primera edición de José María Arguedas en la habitación de un agente alemán.

Zheng parecía haberse desinteresado por Klauss, pues apenas observó los libros. Lo que hacía, cada tanto, era salir a la terraza y mirar por los binóculos. Pero no ocurría nada. Supuse que al estar tan cerca del objetivo, sus antenas dejaban de captar las ondas menores.

Después abrí el librito del peruano, Cuzco Blues, y empecé a leer sin convencimiento. Sus primeras líneas me dejaron perplejo:

«—¡Mamachy, mamachy! —gritó Pilar.

»—¡Ya pues cállate, so cojuda! —protestó Abundio, el hermano—. Deja a la mamachy tranquila en su camita de muerta.

»—Pero yo la siento viva a la mamachy.

»Luego, los dos hermanos caminaron hasta el fondo del valle.»

El crepúsculo comenzó a entrar por las ventanas, y con él, la impaciencia. Debía inventar algo para justificar mi retirada hacia Omaira Tinajo, una urgencia que todo el cuerpo me pedía a gritos. Si el Kempinsky estaba lleno de enemigos, lo sensato sería citarla en mi hotel. Entonces extraje mi celular y la llamé. No había regresado aún, así que le dejé el siguiente recado. «Te espero en mi hotel a las nueve para cenar. Un beso. Serafín.» Yo fui el primer sorprendido al ver la naturalidad con la que pronunciaba mi nombre.

A eso de las ocho, y ante la ausencia de novedades, Nelson decidió regresar a su hotel. Ya era hora, se dijo, de comenzar a escribir su gran novela, y esa noche se sentía inspirado. Tenía mucho material y creía haber dado con el tono: «Nos gustaba la casa de Zhinlu Bajie, 7, Houhai, porque además de amplia y espaciosa estaba cerca del lago Xihai…» Sí. Ése era. Comenzaría por la casa de Houhai, haciendo, en el primer capítulo, una descripción de la vida pekinesa de finales del siglo XIX; luego haría un atrevido —e innovador, de acuerdo a los cánones de la literatura «al uso»— salto al Cuzco de los años treinta, cuando el niño del inicio ya se ha convertido en un hombre maduro, curtido por las luchas y la experiencia de la inmigración; en el tercero, nuevo salto, esta vez ya no sólo innovador sino, diría, sin red, hasta la Austin (Texas, EE.UU.) de finales del siglo XX, el cual estaría narrado en primera persona. La novela supondría un gran reto. Oriente y Occidente contenidos en un libro. La triple inmigración: de Pekín al Cuzco, del Cuzco a Texas, de Texas a Pekín. Un siglo de historia mundial. Una saga familiar. Si en Hollywood no hacían una película eran unos cojudos. Y así se fue, Nelson, observando las luces de los centros comerciales y los picos iluminados de los rascacielos, pero soñando con su libro, con las ofertas cinematográficas, con jugosos cheques en dólares. Muy pronto el mundo se iba a enterar de quién era él, y todos esos blanquiñosos limeños que lo humillaron vendrían de rodillas a pedirle excusas, «nos equivocamos, Nelson, échanos una mano, patita, ¿sí?», y él claro que se la daría; hablaría con sus amigos de Hollywood, les conseguiría algún trabajo decoroso; de pronto, sin que viniera a cuento, veía en su mente una foto publicada simultáneamente por los diarios The New York Times, El Comercio de Lima y El País de Madrid. «Nelson Chouchén Otálora y Steven Spielberg conversan durante el rodaje de El Oriente es rojo, el nuevo film del director norteamericano, basado en la exitosa novela homónima de Chouchén Otálora.» Los ojos se le llenaban de lágrimas al imaginar ese día, tan merecido, tan esperado; y de inmediato, la pantalla mental enfocaba a Roberto Flores Armiño, en su oficina, con su corte de sabiondos lameculos, reunidos en torno al artículo, diciendo que ya era demasiado, que hasta esas alturas sus lanzas no llegaban, que lo mejor era no meterse más con el profesor Chouchén. Ellos también, uno a uno, vendrían a su puerta en busca de migajas. Claro que vendrían.

Pero al llegar a su habitación, tras despedirse de Wen Chen, encontró una nota con un mensaje telefónico. Era de Irina. «Quiero verte esta noche, pero sin tus amigos. Sal del hotel por la puerta de servicio, que está detrás del gimnasio. Te recogeré a las nueve e iremos a mi casa. Disculpa la frialdad de esta mañana. Un beso. Irina.» Caray, se dijo Nelson, la vida se portaba a la altura de sus aspiraciones. ¿Qué escritor dejaría de lado a esta joven dulce y libertina para cumplir con su oficio? Balzac, que era su maestro, no lo haría, y eso, más que una justificación, era para él una orden. Miró el reloj y calculó que debía apresurarse. Entonces sacó una camisa planchada, entró al baño a lavarse los dientes, perfumarse y reponer desodorante, y luego salió. Las indicaciones de Irina eran clarísimas, pero para seguirlas debía escabullirse de sus guardaespaldas. Esto parecía relativamente fácil, ya que ellos estaban apostados en la puerta principal.

Salió, entonces, dando la vuelta por el corredor interno, hasta llegar al gimnasio. Tres gordos, de inconfundible aspecto norteamericano, pedaleaban en bicicletas estáticas; un joven chino hacía abdominales; una mujer sudaba en un caminador, tocándose las nalgas. Encontró la puerta con facilidad, detrás de los baños, y salió a la calle. En la zona trasera, el hotel no tenía antejardín.

Echó un vistazo en la oscuridad y, al fondo, un carro encendió los faros. ¿Era ella? Sí. Tan pronto levantó el brazo el automóvil se puso en marcha. Saltó adentro y se marcharon.

—Yo también tenía ganas de verte, mi bella Matrioshka —dijo Nelson besándole el cuello—. Sabía que tu frialdad, al contacto con la cálida sangre latinoamericana, acabaría por entibiarse.

—Para serte sincera, sweet heart, en este momento mi sangre está hirviendo, pero por otras razones. Hay una sorpresa en el asiento de atrás. Mira y saluda.

Al darse vuelta, Nelson vio a un hombre de traje oscuro cubierto con un pasamontañas. También vio el cañón de un revólver.

—¿¡Pero qué…!? —dijo Nelson—… ¿¿¡¡Quién diablos es este tipo!!?? Tiene una pistola en la mano. Para, por favor, creo que yo mejor me bajo. Dejemos nuestra cita para otra noche…

—No sé si has comprendido bien la situación —dijo Irina—. Lo de la pistola no es para que la veas. Se le puede disparar.

Nelson puso su mano sobre la guantera, en un gesto nervioso, y el enmascarado le acercó el arma a la frente.

—Por lo que sé él habla poco —explicó Irina—, pero resulta sumamente convincente. No vayas a intentar ninguna tontería; es más rápido que un zancudo.

Era la primera vez que Nelson tenía una pistola delante de su nariz. De haber hecho un análisis interno, habría encontrado que, antes del miedo, había frustración y una vaga sensación de ridículo. Alguien se estaba burlando de él. Supuso que Wen Chen y los suyos lo sacarían del problema, así que respiró profundo y controló los nervios. ¿Qué diablos tenía que ver Irina en todo esto? En términos humanos, era una graciosa traidora. Una carnada que él, débil, debía morder.

—¿Para quién me estás secuestrando? —preguntó Nelson.

—En realidad no soy yo quien te secuestra —respondió Irina—. Yo sólo estoy prestando esta colaboración, que, por cierto, no creas que hago de modo muy espontáneo. Pero en fin, no puedo explicarte mucho ahora. Ya podrás hacer preguntas más adelante.

Atravesaron calles, callejones y avenidas. Al no comprender la escritura, Nelson tenía la sensación de que todas eran iguales. Sobre una de ellas vio una hilera de lámparas rojas con bordados en amarillo. Luego, tras cruzar un parque en el que había un trozo de la antigua muralla, llegaron a una zona menos transitada. Entonces el encapuchado le alargó una venda.

En algún momento Irina se desvió y entraron a un garaje que olía a pescado en escabeche, soja frita y especias, y que parecía ser la salida de servicio de un restaurante. Lo pasaron sin detenerse. Tras una serie de portones y patios bastante estrechos, llegaron al destino final. Los tres bajaron, Nelson pudo quitarse la venda y el enmascarado fue detrás sin soltar la pistola. Primero subieron varios pisos en un elevador de carga y luego caminaron por un corredor lleno de humedad y pintura desconchada.

Parecían las oficinas abandonadas de una compañía naviera, pensó Chouchén Otálora, siempre con sus símiles poéticos, aun si en este caso, tratándose de una ciudad del interior, más que un símil poético, la relación parecía un candoroso disparate. Al llegar al fondo, el enmascarado abrió una puerta, empujó dentro a Nelson y volvió a cerrar.

—Hasta la vista, sweet heart —escuchó decir a Irina.

Nelson cayó sobre unas cajas de madera vacías, pero se levantó de un salto, como un muñeco de caucho, previendo algún peligro. Sus músculos estaban tensos, en la oscuridad, como si esperaran el inminente ataque de una fiera. La penumbra se fue haciendo más tenue hasta que pudo ver, y lo que vio fue un enorme salón, una especie de gigantesco desván —en China, ya lo sabía, todo era grande… Todo menos los chinos—, repleto de cajas de madera. Luego escuchó un ruido que lo puso alerta. Del interior de un grupo de cajas apareció una luz, y, casi enseguida, la cabeza de un hombre. Fue entonces que Nelson tuvo una sensación de irrealidad. El hombre que salía de ese grupo de cajas no era un mendigo, ¡era Gisbert Klauss, el profesor alemán! Difícil saber cuál de los dos estaba más sorprendido.

—¿Usted está el novelista de Perú? —dijo Gisbert Klauss, observándolo con ojos abiertos como lunas.

—¡Y usted… es Klauss! —respondió Nelson.

Si hubiera tenido que describir esa escena en alguna de sus novelas, Nelson habría echado mano de una atmósfera apocalíptica al estilo de Thomas Pynchon, o, más radical aún, de Philip K. Dick. Algo del tipo: «El hombre asomó la cabeza en medio de los detritos, los empaques vacíos y los repuestos averiados. En aquel cementerio de cohetes, su expresión no tenía ningún heroísmo; más bien una cierta resignación, como si las montañas de objetos inservibles le hubieran transmitido un sólido descreimiento hacia la vida.»

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó el profesor Klauss.

—Bueno, la verdad, eso mismo quisiera saber —respondió Nelson—. Qué diablos estoy haciendo aquí.

Como un segundo hongo luminoso, otro montículo de cajas se encendió en medio de la penumbra. Éste, más elaborado, tenía ventanas cubiertas con tela asfáltica. El personaje que emergió de él le pareció a Nelson un viejo náufrago, un condenado en una isla prisión, como Papillon o Edmundo Dantés —por cierto que la figura del Conde de Montecristo debía servirle, a la hora de su regreso triunfal, para el castigo de todos aquellos que lo habían cojudeado—; también pensó en Mad Max, pues tardó en darse cuenta de que los extraños colgandejos que pendían de su cuello eran crucifijos y camándulas.

—Le presento al padre Gérard —dijo Gisbert Klauss—. Es nuestro predecesor en este extraño e inhóspito lugar. Por cierto, padre, ¿habla usted inglés?

Gérard dijo que sí. Luego se le acercó tanto que Nelson creyó que iba a olfatearlo.

—¿Es usted colombiano? —preguntó.

—No —dijo Nelson—. Soy peruano.

—Ah, ya nos vamos acercando —dijo el sacerdote—. Entonces tal vez usted sí sea la persona que espero. Le haré un test: ¿Se interesa por la poesía china del siglo XVIII?

Nelson miró a Klauss sin comprender, y éste le hizo un gesto que quería decir: «En efecto parece loco, pero al cabo de un rato deja de parecerlo. Es solamente un hombre que ha estado demasiado tiempo solo. Escúchelo. Vale la pena.»

—No sé nada de eso, padre, discúlpeme —explicó Nelson—. Yo tenía una cita esta noche, y, cuando salí a cumplirla, alguien me trajo aquí, a la fuerza. Conozco al doctor, pero a usted…

Al llegar a este punto recordó una charla con Wen Chen. Él le había hablado de un sacerdote francés perdido, el que guardaba el manuscrito que todos buscaban. Entonces su inmediata conclusión fue: es él y está en manos de Klauss, que sí es un agente y que organizó su secuestro. Sólo Klauss, aparte de Wen Chen, sabía cuál era su hotel. Podía, además, haberlo visto con Irina, pues a ella la conoció en el Kempinsky, en donde Klauss estaba alojado. Estas ideas ocurrieron en su mente de modo simultáneo, en décimas de segundo, como suelen ser las grandes epifanías. Entonces miró a Klauss con desconfianza.

—Espero que no esté pensando que yo… —dijo Klauss.

Nelson tensó todos los músculos del cuerpo y, de un salto, subió a una de las cajas.

—Aquí hay gato encerrado —dijo Nelson—. No bajaré de aquí hasta que las cosas estén claras.

—¡Tenga cuidado! —le dijo Klauss—. Puede caerse hacia atrás y desnucarse, o herirse con un clavo oxidado.

—Por mí puede usted quedarse a vivir sobre esa caja —dijo Gérard—. Si no es mi contacto, allá usted con lo que haga. Caballeros…

Dicho esto regresó a su iglú de madera y lata. Luego apagó la luz de la linterna y el hongo desapareció en la penumbra. Klauss insistió:

—Baje de ahí, por el amor de Dios. Puede hacerse daño. Venga, permítame explicarle lo que sé.

Nelson dudó. Podía ser una construcción de Klauss para hacerle creer que compartían cautiverio y, así, con la confianza que suele nacer entre dos caídos en desgracia, sacarle la información que tenía. Pero algo no cuadraba: si el curita que acababa de conocer era el mismo al que se refirió Wen Chen, quería decir que el manuscrito estaba ahí, en ese salón oscuro.

—Baje, por favor —insistió Klauss—. No adopte una posición infantil que, sobre todo, lo pone en peligro. Venga, déme la mano.

Nelson decidió bajar, aunque sin aceptar la ayuda del profesor. Sencillamente dio un salto. Luego encendió un cigarrillo y fumó.

—¿Qué es todo esto, profesor? —preguntó.

—Le voy a contar, primero, cómo llegué yo aquí —dijo Klauss—. Eso, de algún modo, explicará su presencia. Es todo culpa mía. Usted no tiene nada que ver.

Nelson agradeció que hablaran en inglés, lengua que ambos dominaban, pues los errores de español del profesor lo sacaban de quicio. ¿Qué era eso de que él no tenía nada que ver? Entonces se sentó sobre un viejo cajón de refrescos y se dispuso a escucharlo.

—Yo estaba anoche en el parque del Bambú Púrpura, ¿lo conoce? —preguntó Gisbert Klauss—. Bueno, no importa, es un bellísimo lugar al noroeste de Pekín. Estaba tomando un té y escribiendo algunas notas relativas a mi estadía en la ciudad, los libros que he encontrado y las cosas que he aprendido. Al salir, ya de regreso, dos automóviles se detuvieron y un par de desconocidos, a los que por cierto no pude ver, me trajeron aquí a la fuerza. Supongo que su historia será parecida, pero me temo que lo han involucrado por mi culpa. Verá, es muy posible que hayan encontrado en mi habitación la novela que usted, amablemente, tuvo a bien dedicarme, así como la tarjeta con los datos de su hotel. Todo esto es una historia que le parecerá alocada, pero si tiene un poco de calma se la cuento. Le repito, todo es culpa mía. Culpa de mi vanidad y de la soberbia del conocimiento.

Dicho esto le narró a Nelson, desde el principio, su interés por la obra de Wang Mian, sus eruditos artículos sobre él y su pretensión, que ahora juzgaba frívola, de darle un vuelco a la historia de la sinología, haciendo un aporte de tal magnitud que su nombre permaneciera, con el tiempo, al lado de los padres de esta ciencia tan difícil y escasa en Occidente, empezando por su admirado jesuita, el padre Mateo Ricci. El profesor Klauss dijo «permanecer», pero enseguida explicó que, de cualquier modo, en las disciplinas científicas el concepto de permanencia no es igual que en las artes, en donde estaba situado, entre otros, él, estimado escritor del Perú, ilustre novelista, pues en la ciencia los descubrimientos duran, si se le permitía la perogrullada, hasta que son superados, lo que casi siempre, tarde o temprano, acaba por suceder, o, peor aún, se convierten en cosas archisabidas, lo que hace aún más frívolo e irresponsable su comportamiento, y pasó, por fin, a hablarle del manuscrito de Lejanas transparencias del aire: De todo lo que vi y no pude contar, de cómo había tenido noticia de él a través de un amable librero de la calle Dongsi, donde encontró la primera edición de José María Arguedas con la cual, insistió, se había iniciado este enredo, aunque teniendo de bueno, al menos para él, la oportunidad de conocer a tan noble exponente de las letras de América. Enseguida, Klauss detalló los hallazgos hechos en su lectura de Pierre Loti, y, por supuesto, el origen de esa curiosidad, ocurrido en París, así como el súbito e imperioso deseo de iniciar un viaje que le permitiera recrear, de algún modo, la experiencia de esa vida que él tanto había desdeñado por dedicar las últimas cinco décadas de su existencia al estudio, a la bibliofilia y a las salas de lectura, mientras que afuera la otra, la verdadera vida, palpitaba sin que él se interesara jamás por ella. Jamás hasta este viaje, claro. Y ahora estaba ahí, creyendo que había ido demasiado lejos, que pagaba su inexperiencia con esto, pues ya sabía que ocuparse de ese manuscrito traía mala suerte, se lo habían dicho, pero él, por soberbia, continuó, ciego a las advertencias, hasta llegar a ese lugar, y de paso, arrastrándolo a él, distinguido poeta, en este malentendido, y juró que si había oportunidad lo explicaría todo y haría hasta lo imposible porque lo liberaran, amigo escritor, usted no merece esto, y esto lo dijo muy convencido, arguyendo que él hablaba chino y que, de algún modo, tenía una vaga idea de quiénes podían ser los captores, una sociedad secreta, una secta, en realidad, pero le recomendó a Nelson que no se preocupara, no se preocupe, amigo, que así como yo lo metí en este lío, así lo sacaré, tenga la seguridad, así sea lo último que haga en esta vida.

Nelson quedó muy impresionado por todo lo que acababa de escuchar. Si todo era cierto —y por ahora no se le ocurría ninguna razón para que no lo fuera—, Klauss había llegado solo hasta el manuscrito, y no tenía la menor idea de la relación de él, Nelson, con Wen Chen y la sociedad secreta, a la cual, por lo visto, consideraba autora del triple secuestro. De hecho, muchas de las cosas que Klauss explicó, Nelson ya las sabía. ¿Sería posible semejante casualidad? Era difícil establecerlo. Lo cierto era que Klauss, hasta ahora, no le había pedido nada.

—Y ese manuscrito del que habla, profesor —preguntó Nelson, fingiendo no saber—, ¿dónde está?

—Aquí… —respondió Klauss—. Lo tiene Gérard, el sacerdote francés. Yo mismo pude verlo anoche. Él tiene la misión de cuidarlo, pero aun así me permitió echarle un vistazo. Es el original. Lo tiene amarrado con un cable de acero a la espalda.

Nelson se quedó sorprendido. ¡Lo había encontrado! Por Dios, se dijo, si lograba salir con él, los de la sociedad secreta lo adorarían. Y tenía una ventaja, al menos aparente. Ni Klauss ni el curita sabían quién era él y cuál su papel en esta historia. Claro, había una muralla de problemas previos, empezando por el extraño cautiverio. ¿Quién los tenía presos? Debía actuar con cautela. Supuso que lo primero que debía hacer era conocer el lugar en el que estaban, para una posible fuga. En segundo lugar, hacerse amigo del sacerdote para que le mostrara, a él también, su preciado tesoro, y por último ingeniárselas para arrebatárselo y salir, o al menos hacer algo que llamara la atención de los vigías de Wen Chen, que no debían andar muy lejos.

Dicho así, el plan parecía diáfano. ¿Qué hora era? Las dos de la mañana. Faltaba poco para el amanecer, hora en la cual podía intentar algo. Invitó un cigarrillo a Gisbert Klauss, dispuesto a administrar a su favor su sentimiento de culpa el tiempo que hiciera falta, cuando escucharon un ruido al fondo del salón. Gisbert se colocó un dedo en los labios. «Shh», dijo. Nelson miró hacia la cabaña del curita francés, pero la luz no se encendió, signo de que no había escuchado. Entonces se acercaron al lugar, sin que se oyeran sus pisadas, a tiempo para ver levantarse una trampilla, disimulada en el suelo por una capa de plásticos ennegrecidos, y ver emerger, nítida y oscura, la silueta de un hombre.

Uno de los agentes de Zheng me condujo hasta el hotel, dejando claro antes que, si llegaba a haber cualquier novedad, debía regresar de inmediato. Zheng, formado en las teorías militares del Ejército Rojo, desconfiaba de los suyos, y, por ello, si surgía la más mínima pista que pudiera conducirnos al sacerdote, ésta debía ser verificada sólo por nosotros dos. De hecho, me dijo, cambiaba todos los días a sus agentes de apoyo para que éstos no supieran cuál era el motivo de las pesquisas. Yo dije a todo que sí, con tal de poder irme.

—Ay, mi vida, pensé que no ibas a estar —la voz de Omaira Tinajo entró en mi oído como una gota de glicerina—. Ya subo.

¿Cómo debía recibirla? ¿Con una actitud distante que la pusiera nerviosa y la indujera a cometer algún error? Ese podía ser un buen método: evitar el interés, y, más bien, a medida que el encuentro subiera de tono, irla llevando despacio hacia una confesión. «Toc, toc», escuché, y me fui a abrir decidido, ansioso, feliz, contento por tener claro cómo debía manejarla.

—Hola, chico —me dijo, bellísima, con una falda volátil y un jugoso escote—. Me moría por verte.

Me besó profundo, con fogosa respiración, auscultando todos los entresijos de mi boca. Luego se levantó la falda y hundió mi cabeza entre sus muslos, y entonces me vi en un mar de pelos ensortijados, empapados de flujo, que cubrían la cicatriz enrojecida de una cesárea. Intenté otro plan, pues el de la «indiferencia vigilante» empezaba mal. Luego Omaira me desnudó, haciéndome ventosas con la boca, lo que debilitó aún más mi propósito, y al fin lo descarté, definitivamente, cuando, desnuda, se recostó sobre la mesa, separó los muslos y exclamó: «tiémplame, y no digas más na’». Ahí ya me olvidé de planes, pues la verdad es que no deseaba otra cosa en el mundo que entregarme a ella, con la mente en blanco, como la primera vez, y el corazón me explotó al tocarla, al entrar en su carne, y entonces comprendí la esencia del son, la poesía del negro Guillén, el chachachá, el «¡azúcar!» de Celia Cruz, la prosa juguetona de Cabrera Infante, el ritmo de los Van Van, todo, todo al tiempo en un segundo eterno, pues me estaba enamorando, qué bella se ve la vida desde Omaira, el mundo por fuera de Omaira es insípido, feo, hostil, y me atreví a decirle te quiero, y ella gritó «ay, chico, si me lo vuelves a decir me vengo», y yo, loco, le dije, «Omaira, no me dejes nunca», y ella pegó otro grito, «Serafín, pero qué te voy a dejar, mírame, si me tienes aquí clavada», y preferí no preguntar más, suponiendo que sus palabras eran fumarolas de placer, espejismos de ebriedad, y luego, cuando su cuerpo empezó a estremecerse, cuando su respiración parecía la de un búfalo, me dijo al oído, «ay, comandantito, desembárcame las tropas», sentí el Maëlstrom de Poe, un Big Bang, lluvia de meteoros, el universo entero en mi espina dorsal, y ella, ahogada en su propia saliva, recitando muy quedo, «songoro cosongo, pinga de sensemayá, por qué me das tanto, la felicidá», y así se fue apagando, muy lento, repleta de caricias, los ojos regresando al centro, y así la ayudé a levantarse y pasamos a la cama, y allí nos entrelazamos en un abrazo ciego, debajo de las cobijas, buscando protección de algo que, tarde o temprano, vendría a separarnos, a hacernos daño, a devolvernos a ese mundo de tinieblas en el que habíamos vivido extraviados, sin saber dónde estaba la vida.

—¿Tienes hambre? —pregunté.

—No, qué hambre voy a tener —repuso, besándome de nuevo—. Quiero estar aquí, contigo. No quiero que te muevas. Quiero sentir cómo respiras.

M. Butterfly, Mata Hari, seas quien seas, te quiero, te creo, me importa un carajo ese manuscrito, dije, y apagué la luz, ovillado en sus brazos, yo también quiero sentir cómo respiras, y así, muy despacio, nos quedamos dormidos, y yo, viejo aspirante a literato, recordé un verso de León De Greiff, y lo recité, para ella: «Oh, noche, por siempre durmamos / mañana ni nunca ven a despertarnos.»

Pero la realidad es lo único que siempre nos alcanza, y, a eso de la una de la mañana, el timbre del teléfono cortó en dos la oscuridad.

—¿Aló?

—Creo que los tenemos —era la voz de Zheng—. Baje a la recepción. Ya envié a alguien por usted.

—¿No podríamos hacerlo mañana? —supliqué, apretando el cuerpo de Omaira.

—No, apúrese. Aquí le explico. Clic…

El Pekín de esa noche era fantasmagórico, pero me alivió saber que Omaira estaría esperándome al regreso. «Si tienes que salir, sal, pero yo aquí me quedo», había dicho, y agregó: «No sé en qué cosas andes metido, Serafín… Yo no te voy a preguntar nada, pero si llega a haber mujeres de por medio, te prevengo: ¡tengo un escáner en la nariz!» Me gustó que sintiera celos. Era un modo de decir: «Ya eres mío.»

Al llegar, Zheng me llevó a la terraza con los binóculos en la mano.

—Es allá, observe.

Al principio vi sólo dos círculos negros, pero luego, entre reflejos, pude distinguir el vientre opaco de una construcción.

—¿Cómo lo encontró? —pregunté.

—Uno de mis hombres vio salir un automóvil de un garaje, en la parte trasera de un restaurante. Lo conducía una rubia. Es algo poco común y dio la alarma. Tal vez no sea nada, pero vale la pena comprobarlo. Vamos.

Sentí rabia, ¿me había arrancado de mi lecho de amante por una presunción? La verdad es que ya nada me importaba y sólo quería regresar.

—¿Tenemos que ir los dos? —dije.

—Sí —respondió Zheng—. Le recuerdo que usted es el único autorizado a manipular ese manuscrito. Yo sólo debo conducirlo hasta él.

—Dios santo —exclamé—, qué privilegio. Está bien, vamos.

Antes de salir, Zheng me dio una chaqueta negra, una linterna, un gorro y unos guantes.

Llegamos a la puerta del garaje, entre sombras, después de que los suyos nos dieran luz verde. Zheng entró primero y yo lo seguí, pensando que si alguien se cruzaba en nuestro camino se llevaría, cuando menos, un buen susto, sobre todo por los gorros de lana negros, que, por cierto, picaban como si fueran de alambre. En efecto, tras el garaje del restaurante había una angosta calzada que se dirigía al corazón del bloque de edificios.

Zheng saltó de sombra en sombra, y yo detrás, moviéndome rápido, como no sabía que pudiera moverme, sintiendo miedo, inquietud, sorpresa de mí mismo, pero también seguridad, una leve impresión de ser inmortal que, sin duda, tenía mucho ver con el reciente episodio erótico y con Omaira Tinajo. Qué diferente es uno cuando alguien lo quiere, filosofé, pero la idea quedó así, en borrador, pues en ese instante llegamos a un portón que parecía de acero. Haciendo palanca, Zheng logró levantarlo unos centímetros y por ahí nos introdujimos. Del otro lado había un patio húmedo, abandonado, que comunicaba con un segundo patio, y éste, a su vez, con un tercero. Ahí terminaba la calzada.

Estábamos al frente de un galpón en ruinas. Abrir una de las ventanas fue fácil, pues todas tenían los vidrios rotos y las manijas herrumbrosas. Un segundo después saltamos adentro. ¿Por dónde empezar a buscar en ese vasto lugar, repartido en dos oscuras naves, con escaleras de hierro que llevaban a quién sabe qué alturas?

—Usted por allá —dijo Zheng—. Y recuerde: caminar despacio, observar qué hay debajo del lugar donde va a poner el pie, moverse entre sombras. Si encuentra algo, lo que sea, oprima el botón de su teléfono; si no puede hablar y está en peligro, dé dos golpecitos con el dedo sobre el micrófono. Terminada la revisión, suba por esa escalera de allá y continúe en el piso superior. Yo haré lo mismo por este lado. Si no surge nada nos encontramos arriba. ¿Alguna pregunta?

—Sí, ¿es, realmente, algo peligroso?

Zheng se rascó la barbilla.

—Depende —dijo—. Piense que detrás de cada sombra algo puede saltarle al cuello. Es mejor estar preparado.

—Gracias por el consejo —repuse.

—Buena suerte, nos vemos arriba.

Me dio la mano y se fue, dando saltos cortos. Ni yo mismo, viéndolo, escuché sus pasos.

Intenté imitarlo, pero apenas me di vuelta pateé una caja de madera que produjo un estruendo. No sé si sonó fuerte, pero a mí me heló la sangre. Entonces encendí la linterna para ver el camino, hecho lo cual la apagué y empecé a moverme. Era la primera vez que realizaba una «inspección» nocturna. Lo había visto en películas, y, de hecho, al moverme, lo que hacía era imitar a Harrison Ford en Blade Runner, cuando éste busca en el techo de un edificio al líder de los «replicantes» para matarlo. Por cierto que el lugar tenía su parecido con algunos escenarios de ese film, pues debía ser un viejo galpón industrial abandonado.

Caminé hasta el fondo de la nave sin ver nada particularmente extraño, así que me dispuse, muy a mi pesar, a trepar por la escalera, que en realidad era una sucesión de anillos de hierro clavados al muro. Al empezar a subir, noté que mi habitual sobrepeso había cedido algunos gramos, pues me sentí ligero. O serían los nervios. No sé. El caso es que, sin mirar hacia abajo para evitar el vértigo, logré llegar a una especie de entresuelo que, según mis cálculos, debía estar a unos quince metros del piso. Allí tomé aire, descansé los brazos y volví a encender la linterna, cuyo foco, al ser recto, no era muy visible para eventuales extraños. Había cajas de madera semipodrida, empaques de cartón húmedos, partes metálicas que alguna vez debieron servir en máquinas industriales, en fin, más o menos el mismo tipo de objetos del piso de abajo. Asomado a una barandilla de hierro, busqué con la vista a Zheng, pero no lo vi. Lo que sí vi, al fondo del entresuelo, fue una escalera de caracol que conducía al piso de arriba, pero que terminaba en el techo. Me acerqué tomando todas las precauciones y volví a encender la linterna. La escalera daba tres vueltas hasta una trampilla de madera. Sé, por mi experiencia de cinéfilo, que toda escalera tiene uno o dos escalones que se rompen, sobre todo si uno está evitando hacer ruido, así que comprobé la firmeza de cada uno antes de pisarlo. Y así llegué hasta la trampilla, que como era obvio estaba cerrada, pero que felizmente tenía la cerradura del lado de abajo. Con la linterna analicé la herrumbre de los goznes y noté que llevaba tiempo sin ser abierta. Por eso, en un primer intento, la portezuela no se abrió, pero en un segundo, empujando con el hombro, pude levantarla. Los goznes, al girar sobre sí, crujieron con un sonido metálico. Me quedé quieto, con la trampilla levantada, esperando a que el eco del ruido se alejara y para ver si aquél provocaba alguna reacción indeseable. Pero no ocurrió nada, así que la abrí del todo y me introduje por la abertura, llegando a un piso que, supuse, sería igual que el anterior.

La diferencia fue que al levantar la vista vi a dos hombres mirándome, cuatro ojillos entre curiosos e inquietos vigilando mis torpes movimientos. Y fue demasiado para mis nervios. La linterna rodó por el suelo, la sangre me subió al cerebro y el universo se precipitó sobre mí con todas sus luces.

Gisbert Klauss y Nelson Chouchén Otálora se quedaron observando a ese extraño ser que emergía de la oscuridad, incrédulos, pero cuando éste se dio vuelta y los vio, la expresión de su rostro se llenó de pánico, sus ojos giraron como los números de una máquina tragaperras, y, de inmediato, cayó al suelo, víctima de un desmayo.

Esto acrecentó aún más la curiosidad de Gisbert y de Nelson, quienes dudaron entre registrarlo, en busca de un arma, o prestarle ayuda. Pero en ambos la parte humana fue más fuerte, así que le sostuvieron la cabeza. Gisbert, recordando lejanas experiencias de boy scout, le desabotonó la chaqueta para que no le oprimiera el pecho.

Unos segundos después el desconocido abrió los ojos, parpadeó y murmuró un nombre: «Omaira.» Los dos cautivos, de pie, se miraron sin comprender y permanecieron a la espera. Nelson pensó en la cubana y se dijo que no era posible, que sería una casualidad. Luego el recién llegado se rascó la cabeza en el lugar del golpe, volvió a mirarlos y preguntó:

Du yu spik inglis?

Gisbert y Nelson se miraron. ¿Debían responder? ¿De qué extraño lugar emergía este hombre, torpe, vestido de negro? Viéndolo, comprendieron que era una persona frágil; que no venía a hacerles daño. No podría.

Yes —dijeron, al tiempo.

—Entonces díganme, por favor, qué diablos es este lugar y quiénes son ustedes.

—Bueno —dijo Nelson—, el que llega es quien saluda. Creo que es usted quien debe decirnos quién es y, sobre todo, dónde estamos. Por cierto que, a juzgar por su marcado acento, apostaría a que proviene de un país de habla hispana.

—En efecto, soy colombiano —dijo—. Me llamo Suárez Salcedo.

Los dos cautivos se miraron: ¡así que éste era el famoso colombiano que tanto esperaba el sacerdote Gérard!

Lo observaron con interés, como si fuera un animal en un terrario o un extraño tubérculo. Nelson pensó: «Si éste es el famoso salvador, creo que estamos jodidos.» Gisbert, viejo y sabio, pensó algo más contrastado: «Caray, cómo ha cambiado el perfil del héroe en este fin de siglo.»

—Yo soy Nelson Chouchén —dijo Nelson—, peruano.

El recién llegado dejó caer de nuevo la linterna. Parecía sorprendido de escuchar ese nombre.

—Y yo Gisbert Klauss, alemán.

De nuevo el colombiano abrió mucho los ojos, y al gesto de sorpresa vino a sumarse otro: el miedo. ¡Eran los dos espías, el alemán y el peruano! Y estaban juntos. Sin duda era aquí donde estaba retenido el famoso cura francés, y por lo tanto el manuscrito. Debía oprimir la tecla del teléfono para alertar a Zheng, pero algo lo retuvo. Ninguno de los dos hombres, en realidad, le produjo inquietud. Por eso decidió esperar.

—Entonces ustedes… —dijo Suárez Salcedo—. Ustedes son… Quiero decir, usted es el profesor de la universidad de Hamburgo y usted el escritor, ¿no es así?

Ambos asintieron. Nelson, a pesar de la circunstancia, se sintió halagado al ver que un desconocido lo reconocía como escritor.

—Díganos, por favor, ¿cómo llegó aquí y dónde estamos? —inquirió Nelson.

Suárez Salcedo los observó con curiosidad. ¿Era posible que no lo supieran? La actitud de los dos no era de guardianes, sino de cautivos. De cualquier modo decidió dejar las cosas en claro.

—Dónde estamos y qué es este lugar es algo que ustedes deben explicarme —dijo Suárez Salcedo—. Para empezar quiero que sepan que el edificio está rodeado. No existe la más mínima posibilidad de escape. Yo les recomendaría entregarse sin oponer resistencia, pues pronto llegarán aquí agentes armados. Los pisos inferiores están bajo control y varios automóviles tienen cerradas las calles. Si tienen armas, por favor colóquenlas en el suelo.

—¿Armas? ¿Entregarnos? —exclamó Gisbert Klauss, entre sorprendido y furioso—. ¡Es la cosa más idiota que he oído en toda mi vida! Pero si estamos aquí contra nuestra voluntad. Más bien diga, ¡quién diablos es usted!

—Ya les dije quién soy y eso es lo que menos importa —respondió Suárez Salcedo—. Yo vine a liberar al sacerdote que ustedes tienen cautivo. Indíquenme dónde está y no les pasará nada. Usted, profesor Klauss, podrá refugiarse en su embajada, mientras que a usted, estimado escritor, en virtud de una cierta solidaridad latinoamericana, le permitiré irse a donde quiera. Pero sólo después de que me entreguen al sacerdote. ¿Estamos claros?

Los ojos de Gisbert Klauss despedían fuego, enfurecido por lo que consideraba una «situación irracional», siendo «irracional» sinónimo de «ridícula». Al ver su estado de extremo nerviosismo, Nelson le habló al oído.

—Profesor, déjeme arreglar esto a mí —le dijo—. Él es colombiano y yo peruano. Déjeme intentarlo. Usted respire profundo y manténgase a un lado. Se lo pido por favor.

—Está bien —dijo Klauss.

Nelson se dio vuelta y se acercó a Suárez Salcedo. Le colocó la mano en el hombro, lo apartó hacia la ventana y le dijo, en el más puro español de América:

—Ya, pues, hermano, vamos a arreglar esta vaina entre patas —dijo—. El profesor está nervioso, pero no es mala gente. Lo que pasa es que él no tiene absolutamente nada que ver con esto, pues. Dejémonos de huevadas y hablemos claro: usted está buscando el manuscrito, ¿cierto?

—Sí, y le advierto una cosa —dijo Suárez Salcedo—: no me voy a ir hasta que no lo tenga debajo del brazo, y hasta no liberar al cura francés, aunque esto último es lo menos importante.

—Ya, ya, pero no se ponga así… —lo calmó Nelson—. Venga, le voy a contar quién soy yo, qué estoy haciendo y para quién, y quién es realmente este señor alemán que está allá sentado. Luego dígame usted quién es y para quién trabaja, y enseguida arreglamos este asunto. Por cierto, antes de entrar en materia me gustaría hacerle una pregunta personal, si no le importa: ¿ha leído por casualidad algo mío? Hace un rato me reconoció como escritor.

Suárez Salcedo intentó recordar algo del libro que habían encontrado en la habitación de Gisbert Klauss, y lamentó haber leído sólo un párrafo. Ahora podría quedar bien con este pobre hombre.

—Pues fíjese que sí empecé a leer una obra suya, Cuzco Blues, pero como la recibí hace poco aún no la he terminado —dijo Suárez Salcedo, evitando nombrar a Omaira Tinajo—. Tiene una bonita portada, con esa foto de la Plaza de Armas sobre fondo azul, y una prosa muy ágil.

El pecho de Nelson se infló como el de un pavo real; de inmediato, el visitante le pareció una persona refinada y culta.

—Si tiene buen gusto tal vez lo aprecie —dijo Nelson—. Eso espero, al menos.

—¿Que tenga buen gusto o que lo aprecie? —preguntó Suárez Salcedo.

—Las dos cosas.

—Me va a gustar, no se preocupe —dijo Suárez Salcedo—. Le confieso que yo también, de joven, quise ser escritor, y que por ahí, en algún cajón, tengo algunos pecadillos redactados.

—Ah, pero si además de latinoamericanos resulta que somos colegas —dijo Nelson—, entonces sí que vamos a arreglar esto en dos patadas. Lástima que no haya por ahí una botellita de pisco. O de ron. ¿A ustedes les gusta el ron, verdad? Quiero decir, a ustedes los colombianos.

Gisbert observó, desde la trampilla, la conversación de los dos latinoamericanos. Caminaban de un lado al otro de la ventana, se detenían y manoteaban, se daban golpecitos en el hombro y seguían la charla, yendo y viniendo. En una de las pausas, Chouchén Otálora hizo un gráfico —al menos así le pareció al profesor— sobre el cristal empañado del vidrio, mientras que Suárez Salcedo asentía con la cabeza. Lo raro, para Gisbert, era que súbitamente parecían estar en desacuerdo, pues manoteaban y decían que no. En esas estaba Klauss, intentando comprender, cuando una mano se posó con delicadeza en su hombro. Era el sacerdote Gérard.

—¿Quién es ese otro hombre? —preguntó.

—Es un colombiano —respondió Gisbert—. Creo, padre, que su encierro está a punto de terminar. Y espero que el mío también.

—¿Entonces es el salvador?

—Bueno —dijo el profesor Klauss—. Llamarlo así me parece excesivo. Yo diría que es, sencillamente, la persona que usted ha estado esperando.

—Alabado sea el Señor —dijo Gérard, observando en la penumbra—. ¿Y qué está sucediendo allá?

—No sé muy bien —respondió Klauss—. Supongo que están intentando ponerse de acuerdo. Y espero que lo hagan antes de que llegue alguien más. Si esto sigue así no habrá sitio para todos en el galpón.

Los dos latinoamericanos notaron que el sacerdote había salido de su madriguera y se acercaron.

—¿Es usted Régis Gérard? —preguntó Suárez Salcedo.

—Sí, soy yo —dijo el cura—. Y usted es…

—Suárez Salcedo. Vine a sacarlo de aquí.

El sacerdote se le acercó en silencio y observó con cuidado su rostro. Revisó su frente, sus ojos, nariz y boca. Muy despacio. Lo miró de arriba abajo sin hacer un gesto. Al fin asintió.

—Es cierto —dijo Gérard—. Es usted. Reconozco su cara. Venga conmigo, tengo algo para usted.

—¿Los lentes de sol del embajador? —preguntó Suárez Salcedo.

—Exactamente —exclamó el curita—. Al fin una persona que entiende lo que digo. Venga conmigo. Caballeros, les pido que nos disculpen un momento.

Gérard condujo a Suárez Salcedo a su iglú. Mientras tanto, Nelson llevó a Gisbert a la ventana para explicarle lo que había hablado con el colombiano.

—Adelante, por favor —le dijo Gérard a Suárez Salcedo.

El sacerdote había confeccionado un refugio con los materiales de desecho encontrados en el salón. Dormía sobre cartones, y, a su lado, en una caja más pequeña que hacía las veces de mesa de noche, tenía una linterna de gas.

—Al principio me escondieron en un lugar mejor, con más luz y vista a la ciudad —dijo el sacerdote—, pero hace unas semanas me trajeron aquí, con el argumento de que era más seguro.

Suárez Salcedo supuso que ya no valía la pena explicarle a Gérard que lo habían engañado. Que, en realidad, en este lugar, estaba retenido por alguien que no pertenecía a la Iglesia Francesa. Lo extraño era que no le hubieran quitado el manuscrito.

—¿Y quién lo trasladó? —preguntó Suárez Salcedo.

—Si debo serle sincero, no lo sé —dijo Gérard—. Eran chinos, creo, pero yo no los había visto nunca, como tampoco había visto a los que me escondieron desde el primer día. Me preguntaron por el manuscrito, pero yo sólo les dije que estaba en un lugar seguro. La orden del reverendo Oslovski fue no entregarlo a nadie que no fuera usted. Ni siquiera a él mismo. O en cualquier caso, a nadie que no comprendiera la clave. Así me dijo.

—Y entonces, ¿dónde está?

—Espere un momento.

Gérard se quitó el hábito, una camiseta de lana y, por fin, una franela. Suárez Salcedo reprimió un gesto de asco al ver los alambres hundidos en su carne, la sangre seca, la piel amoratada. Empezó a desenrollarlo sin proferir un solo gesto de dolor. Pegado a su espalda, manchado de sangre seca y costras, tenía un sobre plástico. Dentro estaba el manuscrito.

—¡Los lentes de sol del embajador! —exclamó Suárez Salcedo, apretándolo en sus manos.

—Ya cumplí con mi misión —dijo Gérard—. Ahora podré regresar a mis oraciones, al trabajo en el barrio y la lectura de los evangelios.

—¿Y qué ha hecho todo este tiempo? —preguntó Suárez Salcedo.

—Orar en silencio, reflexionar sobre el encierro y la soledad, observar el manuscrito y escribir, al dictado de mis divagaciones, algunos apuntes. ¿Sabe? Ahora que todo ha terminado, puedo decirle que soy otro.

Suárez Salcedo vio que había algo más en el sobre de plástico. Era un pequeño cuaderno en cuya tapa se leía: «Un hombre escondido en un galpón.» Eran las anotaciones de Gérard.

—¿Puedo leerlas? —le dijo, abriéndolo.

—Lléveselo, por favor. Esos apuntes le pertenecen al manuscrito y no a mí. Gracias a él pude escribirlos.

—Pero es suyo.

—No, son sólo ideas —dijo—. Las ideas van y vienen, no son de nadie. Lléveselo, y, luego de leerlo, si le interesa, regálelo, destrúyalo. Haga lo que quiera. Yo regreso a Dios, que es mi idea fija.

Suárez Salcedo guardó el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta. Luego salió. Klauss y Nelson Chouchén lo esperaban.

—¿Qué le parece la propuesta, profesor Klauss? —preguntó Suárez Salcedo.

—Estoy de acuerdo. ¿Podemos irnos ahora?

—Sí —dijo Nelson Chouchén—. Vamos.

El padre Régis Gérard dio una última ojeada melancólica a su escondrijo y todos notaron que, a pesar del encierro y las privaciones, una parte de él lamentaba abandonarlo. Los demás lo dejaron recogerse un segundo, en silencio, pero cuando se disponían a bajar por la escalera de la trampilla, una voz, en defectuoso inglés, los conminó a detenerse.

—¡Nadie se mueva! —un hombre con una máscara y una pistola en cada mano avanzaba hacia ellos—. ¿Adonde creen que van? ¡Levanten las manos! Tiéndanse en el suelo, muy despacio, con los brazos en cruz.

Nelson pensó que era demasiado. Por segunda vez, en la misma noche, tenía una pistola delante de la nariz. El profesor Klauss se abalanzó, de rodillas, sobre el pavimento, aprestándose a cumplir con la orden. Suárez Salcedo y Gérard se quedaron petrificados.

—¡Al suelo! —volvió a gritar el enmascarado.

Cuando los cuatro hacían la forma de la cruz el hombre se acercó. Luego escucharon el ruido de dos cargadores colocándose en posición.

—No sé quién de ustedes tiene el manuscrito —dijo—, pero cuento hasta cinco. Si no lo veo aparecer, comenzaré a disparar a las piernas. Uno, dos, tres…

Suárez Salcedo acercó la mano, muy despacio, al bolsillo de su chaqueta.

—Cuatro, cinco…

—Aquí está, no dispare… —dijo, tirando el sobre a los pies del enmascarado.

Éste se agachó lentamente, lo recogió y comenzó a retroceder.

—Ahora escúchenme —dijo—. Voy a salir, pero si alguno de ustedes intenta levantarse, mi compañero le meterá una bala en el cerebro. Tiene un rifle de precisión y muy buen pulso.

Dicho esto se escuchó un golpe y luego tres disparos. Un bulto rodó por el suelo. Suárez Salcedo se atrevió a levantar la cabeza y vio a Zheng. Se acercó a él, reptando; lo alcanzó justo en el momento en que le quitaba la capucha al enmascarado.

—¡Crispín! —exclamaron ambos.

Suárez Salcedo comprobó que el español no estaba herido. Las balas habían salido de sus pistolas.

—Es sólo un golpe en la cabeza, no le pasará nada —dijo Zheng, desarmándolo—. Pero merecía más, por traidor. ¡Levántense todos! Hay que salir de aquí.

Suárez Salcedo recuperó el sobre. Klauss fue el primero que se abalanzó por la trampilla. Lo siguieron Gérard y luego Nelson. Cuando Suárez Salcedo estaba por bajar escuchó un silbido al lado de su oreja.

—Al suelo —gritó Zheng—, alguien nos dispara.

Una ráfaga llenó el aire de polvo. Zheng, con las pistolas de Crispín, respondió al fuego.

—¿Piensa pedir refuerzos? —preguntó Suárez Salcedo.

—Ni hablar —respondió—. Me gustan los problemas que se solucionan entre pocas personas. Tenga esta pistola y apúntele, ya se está despertando.

Crispín, en efecto, empezaba a abrir un ojo, soltando al aire débiles quejidos. Cuando reconoció a Zheng hizo cara de pánico y luego de rabia.

—Joder, Zheng, qué golpe me han dado. No habrás sido tú.

—Debí meterte una bala en la cabeza —dijo Zheng—. Pero ahora levántate y ven con nosotros. Mi compañero te estará apuntando con esa pistola, así que nada de trucos.

Zheng se acercó a la segunda escalera, la que llevaba al piso de abajo, y lanzó una caneca vacía. De inmediato se escucharon seis fogonazos. Tres de ellos perforaron el latón.

—Disparan con AK-47 —analizó—. No podemos bajar, tendremos que salir por esas ventanas.

Señaló un balcón sobre el costado derecho. Del otro lado había un techo plano desde el cual se podía pasar a la construcción vecina.

Gisbert fue el primero en saltar al otro lado. A pesar de su edad, parecía ser el más ágil. Nelson pensaba en Elsa, en su compromiso con las letras, en sus sueños de gloria, y se preguntó si todo aquello no podría terminar ahí, esa noche.

—¿Le importaría dejar de rezar en voz alta? —pidió Nelson al padre Gérard—. Si me pegan un tiro, no quiero que sea eso lo último que escuche.

Todos pasaron del otro lado, incluido Crispín, y Zheng fue delante, moviendo las pistolas en todas las direcciones. Pero cuando estaban por llegar al edificio vecino se reanudaron los tiros. Todos se lanzaron al suelo. Uno de los francotiradores había logrado alcanzar el entresuelo y disparaba desde el ventanal.

Zheng, rápido como el rayo, embocó tres disparos en el lugar de los fogonazos. Se oyó un ruido y algo cayó. Le había dado. Continuaron corriendo, pero el padre Gérard no se levantó. Suárez Salcedo, que estaba a su lado, intentó ayudarle, pero al darle vuelta una marea de sangre emergió de su pecho. Luego silbaron otros tres disparos.

—Déjelo —dijo Zheng—, está muerto.

—¿Muerto? —dijo Suárez Salcedo, horrorizado—. ¿Qué quiere decir con «muerto»?

—Quiere decir lo contrario de vivo —respondió Zheng—. Cálmese, a todo el mundo le ocurrirá. Vamos. ¡Debemos continuar!

—Estaba rezando, madre mía —dijo Nelson—. Y yo le pedí que se callara. Soy un miserable.

Al decir esto sonó un disparo. Zheng devolvió el fuego y continuaron, arrastrándose, reptando como lombrices. Un volcán de sangre reventó en el brazo de Nelson Chouchén.

—Mierda —dijo—, me dieron.

—¿Puede seguir solo? —preguntó Klauss.

—Sí, no es nada.

Por fin llegaron a un muro. Era el único paso entre los dos edificios, así que, por el momento, estaban a salvo.

—¿Alguien más está herido? —preguntó Zheng.

Nadie dijo nada hasta que se escuchó la voz de Crispín.

—Pues yo, macho. ¡Casi me abres la cabeza!

—¿Qué quiere decir «macho»? —preguntó Gisbert Klauss.

—No es el momento de perfeccionar su español, profesor —protestó Nelson—. Creo que debemos irnos de aquí. Esto se está poniendo muy feo.

—Avíseme con el teléfono cuando lleguen abajo —dijo Zheng—. Yo los cubro desde aquí.

Zheng se quedó respondiendo al fuego desde el borde del muro, pues algunos hombres intentaban cruzar por el techo. Suárez Salcedo se fue adelante, llevando a Crispín, y buscó un modo de bajar a la calle. No era un galpón, sino un viejo edificio de oficinas, así que bajaron por una de las escaleras. Al llegar al primer piso vieron un claro en el aire. Amanecía. Suárez Salcedo llamó a Zheng. Al contestar, escuchó del otro lado los tiros.

—Ya estamos afuera.

—¿Cómo se llama la calle? Tengo que avisar a uno de los choferes… Espere un momento, no corte —Zheng dejó de hablar un momento y Suárez Salcedo escuchó una ráfaga—. Ya, ¿me oye? Le decía que tengo que saber el nombre para hacer que los recojan.

—Pues, no sé leerla, Zheng —dijo Suárez Salcedo—. El nombre está en chino. Un momento… ¿Alguno de ustedes sabe leer chino?

Crispín permaneció callado. Gisbert Klauss dio un paso adelante.

—Yo —dijo—, ¿qué necesita saber?

—Léale el nombre de esa calle a mi compañero —le dijo, pasándole el teléfono.

Klauss, orgulloso de poder hacer un aporte a la fuga, pasó al teléfono y lo leyó.

—En dos minutos vendrá una camioneta a sacarlos de allí —dijo Zheng.

—¿Y usted? —dijo Suárez Salcedo.

—Termino la munición que me queda y salgo. Podría ir ahora, pero me estoy divirtiendo. Llegaré a la base antes que ustedes.

—Recuerde que tenemos que interrogar a Crispín.

—Sí —dijo Zheng—, eso no me lo pierdo por nada del mundo.

Mientras hablaban, arreciaron los disparos. Suárez Salcedo colgó el teléfono y esperó, ansioso, la llegada del automóvil. En ese instante recordó que tenía una pistola y que debía encañonar a Crispín, pero se sintió ridículo. Nelson Chouchén Otálora analizaba su herida levantando con cuidado la tela de la chaqueta.

—Diez centímetros más a la izquierda y no lo cuento, por suerte es sólo un rasguño.

—Habría sido una gran pérdida para la narrativa de expresión hispana —opinó Klauss—. Me alegra que el sicario tuviera mala puntería.

—Yo lo lamento por la chaqueta —dijo Nelson—. Era de las finas. Gran pérdida para mi armario.

El carro llegó y todos se fueron. El conductor, por seguridad, le colocó a Crispín una capucha y ató sus manos a la silla delantera. A todos les pareció excesivo darle ese trato, pues el español ya había dado muestras de colaboración y parecía resignado a perder la partida.

Al llegar a la casa de seguridad todos quedaron muy sorprendidos: Zheng, sentado en un sofá, bebía a sorbos una taza de té. Uno de sus brazos estaba vendado.

—Lo hirieron —dijo Suárez Salcedo.

—En todo combate se obtiene algo —dijo Zheng—. No es nada.

Uno de los colaboradores se ocupó de Nelson Chouchén y su herida, mientras Gisbert Klauss estiraba las piernas en un sofá.

—Estoy despedazado —dijo—. Hacía cuarenta años que no me movía tanto.

Zheng acabó el té, se levantó y llamó aparte a Suárez Salcedo.

—Venga, Crispín nos espera.

Fueron a una habitación al fondo de la casa. Allí, el español estaba atado de pies y manos a una silla metálica.

—Bueno, Crispín —dijo Zheng—. En este tipo de situaciones hay dos modos: la vía lenta y la expedita. Con ambas se llega al mismo lugar, sólo que en la lenta se sufre un poco.

Crispín levantó la cara y lo miró, furioso.

—Pues no pienso decirte nada, sobre todo después del tortazo que me diste, hijo puta.

—Ese golpe te parecerá una caricia egipcia al lado de lo que mi amigo, el colombiano, es capaz de hacerte.

Zheng lo miró haciendo un guiño. Suárez Salcedo puso cara de duro. Crispín empezó a inquietarse.

—¿Y qué coño es lo que quieren saber?

—Muy sencillo —dijo Zheng—. Lo primero, por qué estabas tú en ese galpón, enmascarado y con una pistola. Como supongo que no tendrás el coraje para actuar solo, la segunda pregunta cae por su propio peso: para quién trabajas y quiénes eran los otros hombres armados. Esto sería un buen principio.

Crispín, nervioso, dejó escapar un «me cago en la puta». Luego se mordió el labio superior.

—Mira, Zheng, tú sabes que yo estoy muy liado… Debo dinero, tengo deudas graves. Vino un tío y me ofreció algo de pasta por hacer esto, así que no me quedó elección.

Zheng le levantó la barbilla y lo miró a los ojos. Acto seguido le propinó un soberbio puñetazo en la mejilla izquierda, tan fuerte que Suárez Salcedo se cubrió la cara con las manos. Crispín estuvo a punto de caer de la silla, pero las ataduras lo contuvieron.

—¡Cabrón! —gritó el español—. Si me rompes un diente te mato. Joder, Zheng, ¡no me compliques la vida! Fue el tío ese del que te hablé. Tony, el canadiense.

Zheng sirvió un vaso de agua, se acercó a Crispín y se lo roció al lado de la boca. Esto, al parecer, le produjo alivio.

—Vamos mejorando —dijo Zheng—. ¿Son los canadienses los que te contrataron? Los hombres armados, ¿eran agentes de la congregación metodista?

Suárez Salcedo se ubicó detrás de Crispín. No estaba de acuerdo con los métodos de Zheng, pero tampoco hacía nada por detenerlo. La verdad es que obtenía resultados.

—Mira —dijo por fin Crispín—. Te lo cuento todo si prometes protegerme. Esos tíos son muy peligrosos.

—Dudo que tu posición te permita hacer exigencias —respondió Zheng—. Sin embargo habla, ya veremos después.

Crispín escupió. Mezclados con saliva, cayeron al suelo varios coágulos de sangre. Luego comenzó a hablar.

—Tony, el canadiense, no es sobrino del reverendo. Según entiendo vino a Pekín contratado por ellos para hacerse con el manuscrito y entregarlo, y para darles un poco de seguridad. Pero el cabrón resultó más vivo de lo previsto y, antes de venir, lo ofreció a unos chinos de Nueva York. No sé quiénes son exactamente. Sólo escuché que era una sociedad secreta que no quiere que el manuscrito salga a la luz, para que la otra secta, la que quiere tenerlo aquí en Pekín, no aumente su poder y les quite adeptos. Es algo así. Sé que Tony iba a recibir por el manuscrito quinientos mil dólares. Los tíos de las kalashnikov son gente que Tony reclutó aquí.

—Y los metodistas —preguntó Zheng—, ¿qué opinan de todo esto?

—No, ellos no saben nada. El reverendo cree que Tony está trabajando para él, pero en realidad lo está engañando. Lo que te digo. Si es que ese tío es la leche.

—Y a ti, ¿qué te ofreció? —preguntó, de nuevo, Zheng.

—Tres mil dólares. Ya sabes, con eso pensaba pagar deudas y comprar un televisor nuevo. Uno en colores, con mando a distancia. Estoy hasta los huevos de esa mierda en blanco y negro que tengo en casa.

Zheng cerró el puño y se lo acercó a la cara.

—¿Y por eso tuviste el valor de empuñar una pistola y amenazarnos?

—Joder, Zheng, no te pongas así, que ni siquiera la disparé. Tú sabes que los tíos a los que les debo la pasta no se andan con bromas. Dijeron que me iban a partir las piernas si no les pagaba antes de fin de mes.

Zheng atrajo una silla y se sentó. Suárez Salcedo se acercó y ofreció una ronda de cigarrillos.

—Parece que las cosas están claras —dijo Suárez Salcedo—. ¿Qué hacemos ahora?

Zheng se acarició el brazo vendado. Luego se levantó y fue a la habitación contigua.

—Supongo que nada —dijo Zheng—. Según mis cálculos, cuatro de los sicarios de Tony están reunidos con el Altísimo, y usted ya tiene en su poder el manuscrito. Mi misión ha terminado.

—Eso es cierto, pero aún debo pedirle un favor —dijo Suárez Salcedo—. Necesito un día más en Pekín. Volaré a Hong Kong esta noche, en el último avión.

—¿Y cuál es el favor?

—No le diga a Oslovski que ya tenemos el manuscrito. Yo se lo diré, más tarde.

—Eso es algo que no me incumbe —respondió Zheng—. Usted sabrá cuándo le informa. Mi misión era llevarlo hasta él. Lo único que debe tener en cuenta es que allá en el techo se nos quedó el sacerdote francés.

—¿No podemos enviar por él?

—Supongo que sí.

Zheng extrajo su teléfono y habló en chino. Luego colgó y dijo:

—Ya está arreglado. Di órdenes para que lo traigan sin decir nada a nadie. Supongo que podremos conservarlo hasta la noche.

—Gracias —dijo Suárez Salcedo—. También debo pedirle un pequeñísimo favor, pero para ello debo ser extremadamente cauteloso. Vamos a la ventana, nadie debe escucharnos.

Los dos hombres se alejaron. Recostados contra el alféizar, parlamentaron unos minutos. Zheng asintió y luego se dieron un apretón de manos. Hecho esto regresaron al salón. Nelson Chouchén Otálora y Gisbert Klauss dormían sobre el sofá.

—¿Ya podemos irnos? —dijo Gisbert Klauss, con la voz agrietada por el cansancio.

—Sí, Zheng va a ayudarnos —dijo Suárez Salcedo.

Acto seguido, Suárez Salcedo llamó a su hotel y pidió que le comunicaran con su habitación. Eran las siete de la mañana.

—¿Diga?

Era la voz de Omaira.

—Soy Serafín.

—Chico, ¿dónde te metiste? ¡Ya son las siete de la mañana!

Suárez Salcedo buscó reunir todas las palabras en su mente. Luego dijo:

—Te pido el favor de que hagas exactamente lo que te voy a decir. No me esperes ahora. Sal y haz tus cosas, pero regresa a mi habitación a las cinco de la tarde. A las cinco en punto, ¿eh? Tenemos que hablar.

—Me estás asustando, Serafín —dijo Omaira—. No quiero saber en qué andas metido, pero sólo dime, ¿tú estás bien?

—Sí. Por favor, a las cinco en punto.

—Está bien, está bien. Aquí estaré. ¿Y no me dices nada más?

—Sí —dijo Suárez Salcedo—. Te voy a querer toda la vida.

Los cuatro hombres salieron a la calle y subieron en un automóvil Bandera Roja de color negro. El tráfico de la mañana era nutrido. La luz, neblinosa, le daba a Pekín un aire irreal, pero eran ellos, apretujados en los sillones del vehículo, los que no correspondían a la situación. Más adelante, en un parque, una multitud hacía sus ejercicios matinales. Era un día como cualquier otro.

Al acercarme al hotel pensé en un diálogo de Jake La Motta, el boxeador de Toro Salvaje interpretado por Robert de Niro. Le dice a su novia: «Bésame las heridas, así sanarán más rápido.» Yo llevaba un buen tiempo acumulando heridas, fisuras invisibles que no sangraban pero que hacían daño, que se abrían con el tiempo. ¿Vendría Omaira? Claro que vendría. Cuando uno sabe qué es lo correcto, lo difícil es no hacerlo. Lo había dicho Oslovski.

Antes de subir a mi habitación me detuve en el centro comercial y busqué una oficina de Air France. Con los dólares de los viáticos y mi tarjeta de crédito reuní el dinero para un billete Pekín-París en primera clase y sin hacer muchas preguntas lo compré, a nombre de Omaira Tinajo. Con él en el bolsillo, fui a mi habitación a esperarla. Era el momento de apostar fuerte, me dije. Se puede convivir con cierto tipo de fracasos, e incluso lograr una leve, decorosa felicidad, pero primero hay que apostar. Pensé en Corinne y en Liliana. Pensé en el cadáver del sacerdote Gérard sobre el techo del galpón y en su escrito, que guardaba en mi chaqueta. Pensé en Casteram y en Malraux, y pensé en mí mismo antes de venir a Pekín, pero no encontré nada. Todos los nombres eran sílabas vacías.

Al fin llegó. Estaba muy nerviosa.

—¿Qué es todo este misterio, Serafín? —me dijo, abalanzándose sobre mí.

—Es mejor que no me hagas esa pregunta ahora, Omaira —respondí—; ya no vale la pena. Me voy a Hong Kong a las nueve. Esto es una despedida.

Omaira me apretó fuerte. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Ay, chico. Yo sigo rezada. Quédate una noche más conmigo.

Resbalé hasta el suelo. De rodillas, me abracé a sus muslos. Hundí mi cara en su falda y le dije:

—Contesta sí o no a lo que te voy a preguntar. No me des razones, sólo sí o no.

Se quedó callada, sin embargo asintió. Entonces le entregué el pasaje de avión. Le indiqué que podía usarlo cualquier día, desde Pekín o desde La Habana. Que no tenía límite.

—¿Vas a venir? —le pregunté.

Omaira cayó al suelo y me dio otro abrazo. Ya no lloraba.

—Sí —respondió—. Tú espérame allá.

Mordí sus labios y sentí el sabor de algo que podía ser dulce o amargo. Luego levantó su falda y, recostándose al borde de la cama, se bajó medias y calzones.

—Ven, Serafín, tiémplame —dijo—. Tiémplame con todo.

Al terminar se arregló la ropa, luego fue al espejo a retocarse el colorete y el pelo. La acompañé a la puerta.

—¿Qué tiempo hace en París? —preguntó.

—Dentro de unos días va a comenzar el frío.

Se quedó pensando un instante; yo volví a estremecerme.

—Entonces lo mejor será comprar aquí un abrigo —dijo.

Me besó en la boca y caminó hacia el ascensor. Desde el fondo del corredor volvió a decir:

—Tú espérame allá.

Unas horas después estaba en el aeropuerto, embarcando hacia Hong Kong. Cuando el avión se elevó sentí que dejaba atrás algo muy denso, pero también nostalgia, mucha nostalgia, y miré las luces de la ciudad. Un océano de puntos luminosos. En alguno de ellos, Omaira debía observar el billete de avión y, al hacerlo, decidía su destino y el mío. Tal vez debí quedarme, arriesgar un poco más, pero el manuscrito me quemaba en el pecho. Era necesario darle un final a esta aventura y para ello debía tomar este vuelo nocturno.

Pétit y Gassot me esperaban en Kai-Tak, pasada la medianoche. Por raro que parezca, ninguno de los dos expresó satisfacción al recibir el manuscrito. Gassot simplemente lo abrió, comprobó su contenido y dijo:

—Ha hecho un buen trabajo, después de todo.

—Es innegable —agregó Pétit—. Un buen trabajo, después de todo.

Fui a dormir al mismo hotel de la llegada, el Prince, sólo que ahora ni las luces ni la frenética actividad de la isla me sedujeron. Mañana, al mediodía, tomaría el vuelo de regreso a París, y ahora lo único que anhelaba era estar solo. No me atrevía a pensar en Omaira. Tenía la absurda sensación de que si lo hacía, si fantaseaba sobre su llegada y una posible vida feliz, todo se iría a pique. Mi destino, de algún modo, estaba en manos de una desconocida. Lo único urgente y necesario era dormir.

Tras dejar a sus dos colegas en los respectivos hoteles, el profesor Gisbert Klauss se quedó solo con Zheng, quien le había propuesto ayudarlo a recuperar sus efectos personales. De hecho, Zheng ya había enviado a alguien al Kempinsky con la orden de entrar a su habitación, meterlo todo en una maleta y volver a salir, sin que nadie lo notara, de modo que el profesor no tuviera que acercarse allí para nada. Y así se hizo. La cita con el agente era en el parking delantero de la Tienda de la Amistad, sobre la avenida Jianguomen, un lugar bastante concurrido y seguro, y para allá se fueron, justo cuando la luz del cielo empezaba a ser opaca.

—La cita es a las seis, profesor —dijo Zheng—. Mi agente tendrá mucho gusto en acompañarlo al aeropuerto, pues yo tengo que arreglar algunas cosas aquí en la ciudad.

—Usted ha sido muy amable y valeroso, joven —dijo Gisbert Klauss—. De algún modo, todos le debemos la vida.

El profesor tocó la bolsa en donde guardaba el manuscrito y, con el corazón cálido, agregó:

—Y eso sin contar la enorme deuda que la ciencia filológica y la literatura tienen contraída con usted.

Zheng se mantuvo en silencio. Era el tipo de persona que se siente incómoda ante la gratitud ajena, aun cuando ésta sea merecida.

Llegaron al parking y Zheng estacionó frente a una cafetería. Gisbert Klauss parecía nervioso, aunque observando en su interior, lo que más había era cansancio, un enorme cansancio después de la euforia. Al fin y al cabo lo tenía. Lo había conseguido. Sentía una gran ansiedad por subir al avión y dejar atrás Pekín, pues sólo en la tranquilidad de su estudio o en la sala de la biblioteca podría entregarse sin distracciones a la lectura de este apasionante texto. Extrañaría Pekín, claro. De hecho ya la extrañaba, pues sentía que el hombre que se disponía esa noche a regresar a Alemania no era el mismo de hace unos días. Ahora conocía mejor la vida. Había experimentado algo que lo enaltecía y lo llenaba de sentido. También supo cumplir con el reto impuesto al leer el librito de Loti, obteniendo una recompensa que propulsaría no sólo su espíritu pasivo de lector, adorador y chupador de libros, sino también su carrera académica. Su conclusión, aunque ésta se encontrara al nivel de hipótesis de trabajo, fue la siguiente: no se puede prescindir de ninguno de los aspectos de la vida, so pretexto de reforzar y perfeccionar uno en particular, sin que la totalidad no se vea empobrecida y, por lo tanto, empobrecido también aquel aspecto que se pretende exaltar. Pensó que debía escribir este axioma en el avión y perfeccionarlo, pues podía dar origen a un cuaderno de reflexiones sobre su nuevo modo de encarar la vida que, quién sabe, con el tiempo podría publicar usando ese mismo título: Cuaderno de reflexiones sobre un nuevo modo de encarar la vida.

En esas estaba cuando un automóvil estacionó al lado. Zheng bajó de la camioneta y saludó a un hombre menudo. Luego le hizo señas al profesor para que se acercara.

—Él lo llevará al aeropuerto —dijo—. Ya podemos despedirnos.

Gisbert Klauss dudó si debía darle un abrazo. Prefirió un sobrio pero efusivo apretón de manos.

—Estoy en deuda con usted, Zheng —insistió, introduciéndole en el bolsillo una de sus tarjetas—. Cuando necesite algo, lo que sea, llame a este número.

Luego, Zheng los vio irse por la avenida en dirección al cuarto anillo periférico; ahora que todos se iban a él le quedaban los incómodos restos del banquete, es decir los platos sucios y la cubertería manchada. Siempre había sido así. Estaba entrenado para ello.

En el carro del agente había un segundo hombre que, por seguridad, según le explicaron a Gisbert, los acompañaría hasta el aeropuerto, sentado en el sillón trasero. El profesor lo saludó con cortesía, se presentó y acto seguido se dedicó a observar por última vez los fastuosos rascacielos. «A este ritmo Pekín va a acabar siendo la Metrópolis de Fritz Lang, en medio de Asia», pensó. Un poco más adelante tomaron la autopista y la marcha se hizo más rápida. Oscurecía. Un viento frío se colaba por la rendija de la ventana y Gisbert recordó que antes de facturar sus maletas debía sacar una bufanda.

Las luces del aeropuerto eran una inmensa llama en medio de la noche. Entonces, los tres hombres se dirigieron al parqueadero por una de las entradas laterales, pues tenían más de media hora de adelanto sobre el horario.

Todo ocurrió muy rápido. Gisbert estaba haciendo una lista mental de las cosas que debía comprar en el duty free, una botella de licor de arroz, un poco de té para Jutta y tal vez alguna artesanía en jade, cuando fue interrumpido por las explosiones. Los vidrios del carro se hicieron añicos y él alcanzó a notarlo. La primera bala se hundió en su omoplato, la segunda en el cuello y la tercera en la tetilla derecha. De modo instintivo, antes de perder el conocimiento, Gisbert se apretujó sobre el lado izquierdo de su cuerpo, sin duda con la intención de proteger el manuscrito.

Tres días después, al despertar en el Rockefeller Hospital de Pekín, y al sorprenderse por la presencia de Jutta, que no soltaba su mano, el profesor Klauss supo que habían sido atacados por el mismo grupo que lo había secuestrado y recluido en el galpón, es decir los matones de Tony, el agente canadiense. Tanto él como el conductor recibieron heridas graves, pero fue el joven del asiento trasero, respondiendo al fuego con una Mini Ingram, quien les salvó la vida. La policía china llegó de inmediato al lugar y arrestó a tres de los sicarios que resultaron ilesos —uno entregó el alma y otro recibió dos impactos de bala, pero se recuperaría—, los cuales denunciaron de inmediato a Tony, quien, poco después, fue detenido en la zona internacional del aeropuerto, pues esperaba aquello que sus compinches debían entregarle —es decir, el manuscrito—, e irse esa misma noche a Tokio. Fue Zheng, que estaba junto a Jutta cuando el profesor abrió los ojos, quien le contó estos detalles.

En cuanto al manuscrito, éste estaba a salvo ya que la policía no le dio importancia; al parecer, los sicarios no lo mencionaron en su confesión, e incluso es probable que no supieran qué contenía la bolsa que debían sustraer, ya que, paradójicamente, quien lo sabía era precisamente el hombre que murió.

—¿Te gusta Pekín? —le preguntó Gisbert a Jutta.

—No sé si me gusta —respondió ella—, sólo conozco lo que se ve desde la ventana. Por ahora me da miedo.

Los médicos esperaban que Gisbert se recuperara de la primera operación en el cuello para hacer una segunda y, tal vez, una tercera en el omoplato. Había perdido mucha sangre. Según le dijo a Zheng uno de los enfermeros, aunque esto puede no ser del todo cierto, Gisbert Klauss alcanzó a estar técnicamente muerto. Ahora estaba con Jutta, que lo besaba con angustia y le decía al oído: «Cuando regresemos a Alemania me vas a contar con pelos y señales qué fue todo esto y cuál fue el lío en que te metiste, Herr Professor

Nelson Chouchén Otálora llegó al Holiday Inn y, tal como supuso, un automóvil con hombres de Wen Chen lo esperaba en la puerta principal. Por seguridad, Zheng se detuvo al lado sin apagar el motor mientras Nelson parlamentaba con los suyos, los cuales le hicieron un lugar en el carro, muy nerviosos por la súbita aparición del hombre al que llevaban muchas horas buscando y cuyo paradero desconocían. La despedida fue rápida. Sólo un par de apretones de mano a Zheng y a Gisbert Klauss.

A este último le dijo:

—Cuando vaya a Hamburgo a presentar la edición alemana de alguno de mis libros, haré que lo inviten, profesor. Tendré mucho gusto en volver a verlo.

Gisbert Klauss, emocionado, quiso sellar la despedida en la lengua de su amigo.

—Será una grande placer. Estaré esperando ésa. Le deseo mucha suerte para usted.

Uno de los hombres de Wen Chen le dijo a Nelson que era mejor irse, pues alguien podía estar vigilándolos, lo que traería nuevas complicaciones. De hecho, antes de llegar a la casa de seguridad en donde habían celebrado las reuniones previas, el conductor dio muchas vueltas, se detuvo, cambió varias veces de ruta y nunca dejó de vigilar los espejos retrovisores.

Nelson sonreía. Lo que tenía en el bolsillo de su chaqueta era una verdadera bomba, algo que sellaría para siempre su lugar en el mundo de la cultura china, con sus inmediatas y anheladas consecuencias: abrumador éxito de ventas —pues si uno de cada dos adeptos de la sociedad secreta compraba sus libros, las cifras se irían a los cielos—, jugosos contratos anunciados por la prensa internacional, artículos de opinión reproducidos en Europa, Estados Unidos y América Latina, entrada al exclusivísimo club de los escritores TOP al lado de Umberto Eco, Salman Rushdie, García Márquez, Naipaul, Vargas Llosa, Saramago, William Styron, entre otros; posible nominación al Premio Nobel y, por qué no, atribución del mismo, para lo cual ya imaginaba un discurso: «Un premio honra más a quien lo da que a quien lo recibe, por eso deseo felicitar a la Academia Sueca…» Y ya. Por fin podría dar un respiro, pues su lugar en el mundo era ése. Ni más ni menos. La gloria literaria era el único desenlace posible para los avatares y las refinadas inquietudes de su alma. Qué bella era la vida, se dijo, de la que podía obtenerse tanto.

Un frenazo lo sacó de su ensoñación, justo cuando imaginaba una foto en el New York Times con el siguiente lema: «El galardonado, Nelson Chouchén Otálora, saludando al rey Gustavo de Suecia.» Habían llegado.

—Estimado amigo —le dijo Wen Chen, al verlo—. ¿Dónde diablos se había metido? Nuestros hombres estuvieron toda la noche registrando el hotel y las zonas aledañas. Estábamos desesperados. Además sucedió algo insólito: hubo un fuerte tiroteo en la zona industrial que vigilábamos desde hace dos noches. Cuando logramos reunir a nuestros agentes profesionales y estábamos a punto de ubicar el galpón, llegó la policía y tuvimos que retirarnos. Desde esta mañana mis hombres están intentando averiguar qué fue lo que pasó.

Nelson lo observó con ojos heroicos. Su expresión era la de un hombre que camina con beatitud hacia la gloria.

—Tenía que hacer algo sumamente delicado —respondió—. Algo que debía hacer yo solo, amigo mío, pues conllevaba grandes riesgos. Y aquí está el resultado.

Extrajo el paquete de su bolsillo y lo lanzó con indiferencia sobre la mesa. Wen Chen lo abrió y, al verlo, cayó de rodillas. De inmediato dijo algo en chino y todos los que estaban en el salón se hincaron. Nelson, tranquilamente, tomó asiento y encendió un cigarrillo.

—Fue mi tío abuelo quien salvó este manuscrito de la catástrofe —dijo Nelson—. Era un deber de familia recuperarlo para ustedes. Jamás me hubiera perdonado regresar a Estados Unidos sin dejar concluido este asunto. Ahora tengo la conciencia tranquila.

Wen Chen tradujo sus palabras; aún de rodillas, todos dirigieron sus cabezas hacia él en señal de pleitesía.

—Reconozco la sangre luchadora y aguerrida de los Shou-shen, líderes históricos de los Yi Ho Tuan —dijo Wen Chen—. Ahora, con el manuscrito, podremos revivir. La fuerza emergerá de este texto y llegará a nosotros. Estamos salvados. Nuestra supervivencia como nuevos Yi Ho Tuan es ahora una realidad, y los violentos que osan llevar nuestro nombre desaparecerán. Los principios serán los mismos de nuestros predecesores, aunque buscaremos cumplirlos con otros métodos: la honra de la patria, la sanidad mental y física, la dignidad de nuestro pueblo. Quien desee ver cumplida esta quimera venga a sentarse en torno a nosotros. Quien quiera honrarse a sí mismo, a la patria y a nuestra historia, venga a sentarse en torno a nosotros. Quien desee una vida plena, con dignidad y sentido, venga a sentarse frente a nosotros.

Poco después, Nelson Chouchén Otálora fue elegido líder ad honorem, por aclamación, dignidad que él aceptó a condición de que le permitieran regresar a su casa de Austin, en los EEUU, donde estaba su vida, para quedar, desde allá, en permanente contacto, con frecuentes viajes a Pekín y reuniones mensuales con los representantes de la sociedad en Estados Unidos. Todos aceptaron. Wen Chen sería el líder real por su conocimiento de la tradición, pero su grado jerárquico sería el de factótum de Chouchén Otálora. La sociedad secreta aceptó, además, que Nelson regresara a su vida de antes para poder dedicarse a escribir esa gran obra que debía enaltecerlos a todos, y que narraba los avatares de una familia china y peruana a lo largo del siglo. Por sugerencia de Nelson se aceptó de antemano, también, que la obra fuera traducida al chino y leída por los Yi Ho Tuan, pues en ella, aseguró Nelson Chouchén, pensaba introducir algunos modelos de pensamiento que él sentía bullir en su interior y que, ahora lo sabía, tenían que ver con la tradición rebelde y libertaria de su abuelo, modelos que no podían ser expresados de otro modo ya que el vehículo de sus ideas era precisamente el de la narrativa.

La llegada del manuscrito se celebró con un grandioso banquete en la sede central, y fue colocado en una urna de cristal, al interior de un nicho con vidrios de seguridad, en donde sería custodiado día y noche por guardias armados. Cada mes se haría una reunión de lectura en voz alta con los adeptos, y se estableció que no se permitiría la confección de copias para no banalizar su contenido y, sobre todo, para que éste no llegara a ojos extraños. Nelson vivió un momento de gloria al recibir la venia de los setecientos grandes maestros de la sociedad, los cuales juraron divulgar su pensamiento y doctrina.

Como es lógico, alguien se encargó de recoger sus cosas y, de inmediato, fue trasladado a una residencia campestre de los Yi Ho Tuan, a la espera de su viaje de regreso a Estados Unidos.

Dos noches después, Nelson le preguntó a Wen Chen si sería posible ubicar a Irina, aunque sin ponerlo en antecedentes sobre lo que había sucedido.

—Claro que sí, estimado amigo —respondió—. Esta misma noche se la traemos.

Para gran sorpresa de Nelson, a eso de las siete de la noche, un automóvil Bandera Roja parqueó en la entrada y de él descendió Irina, la bella y traidora rusa. Pero al verla, desde la ventana del segundo piso, comprendió que había cometido un error mortal, pues al no poner en antecedentes a Wen Chen, ni éste ni sus hombres habrían tomado precauciones, y era muy posible que quienes lo secuestraron pudieran llegar hasta él siguiéndola.

Antes de encontrarla, Nelson llamó a Wen Chen a un salón aparte y le explicó que esa visita podía ser peligrosa, aunque sin darle muchos detalles.

—Lo sé, amigo —dijo Wen Chen—. Fue una precaución que tomé desde antes. Estas mujeres son bellas, pero por desgracia tienen un precio. Si venden su cuerpo es previsible que vendan también su lealtad. No se preocupe, ya arreglé todo. Está previsto que se quede aquí, con usted, hasta el momento de su viaje. Cuando usted no desee verla la alojaremos en otro sector de la casa.

—Está bien así, Wen —dijo Nelson—. Ahora llámala, por favor.

Nelson tenía una bata de seda con brocados que le daba un vago aire de filósofo taoísta. Al escuchar el ruido de la puerta dejó la taza de té sobre la mesa y fue a su encuentro.

—Hola, sweet heart —dijo Irina—. Sabía que no me olvidarías. ¿Qué querían los de la otra noche? Espero que no te hayan hecho daño.

—No, no sucedió nada grave —repuso Nelson—. Aquí me ves, estoy completo.

—Me muero por pasarle revista a tu cuerpo, sweet heart —dijo, acercándosele—. Te voy a demostrar que no soy fría. Por mis venas corre el agua del Don, que no es tan apacible como dijo Sholojov.

—Caramba —dijo Nelson—, ¿tienes formación literaria?

—Me formé en la escuela pública soviética —dijo, mirando a Nelson con sus ojos color verde turquesa—. Considero un insulto que te sorprendas, pues Sholojov es un escritor ruso. Lo raro es que tú lo conozcas.

—Bueno, bueno —reviró Nelson—. Antes de discutir de literatura, que es algo que, por cierto, me muero de ganas de hacer contigo, considero que me debes una explicación.

—¿Te refieres al hombre de la pistola?

—Exactamente.

Irina adoptó una expresión infantil. Luego se sentó frente a él, separando levemente los muslos.

—Pues muy sencillo —dijo—: sabían que eras cliente mío, así que me ofrecieron una cuantiosa suma para que te sacara del hotel. Tan sencillo como eso.

—¿Y cuánto te pagaron?

—Mil dólares, una buena cantidad —respondió Irina—. Ni te imaginas lo que tengo que hacer para ganarla.

—¿Y no te crea ningún problema de orden, digamos, moral, traicionarme de ese modo?

—No, en absoluto —dijo muy tranquila—. Uno sólo puede traicionar aquello a lo que pertenece. Lo demás forma parte de la salvaje dureza de la vida. Tú, al introducir tu pene dentro de mi suave conejito, como llamaste a mi sexo la otra noche, también estás traicionando, pues eres un hombre casado. Y eso sin contar con que ambos estamos infringiendo la ley, ya que en China la prostitución está prohibida. En suma: que tú y yo estemos juntos es algo odioso e ilegal, y, a pesar de ello, tú continúas buscándome. Por eso te lo digo muy claro: no es el momento de dar lecciones morales, sweet heart. Pronto ambos estaremos muertos y nuestros cuerpos serán devorados por hordas de gusanos cuyas larvas ya viven en nuestro intestino. Olvídate de lo que es bueno o malo. Más bien baja esos pantalones y déjame darte una buena chupada. Eso, al menos, será real.

Nelson le hizo caso y, un rato después, rascando el cielo con los dedos, hundiéndose en su carne, gritando de placer, retando al universo, al más allá y a los astros, lo había olvidado todo. Irina tenía razón: si uno es consciente de que va a morir, todo lo que no sea placer carece de sentido.

Luego, arropados por un halo de gozo, se dieron un larguísimo baño de agua caliente en la tina, del que salieron a la hora de la cena, tomada en la terraza de la habitación, al lado de un reverbero que les permitió ver las últimas luces del crepúsculo.

—¿Juegas ajedrez? —le preguntó Nelson.

Irina, envuelta en una bata de seda, le dijo:

—Considero un insulto que le preguntes a una rusa si sabe jugar ajedrez. Lo extraño es que tú sepas.

Se sentaron delante del tablero, mientras un sirviente chino ponía leña en la chimenea y encendía el fuego.

—Detesto comenzar con blancas —dijo Nelson—, ¿el mejor de diez partidas?

—Tú pagas.

Nelson pensó que esa escena muy bien podría ser el final de su libro, y se levantó a escribirlo tal como llegó a su cabeza: «Desde que la vi me dije: Irina va a terminar jugando al ajedrez conmigo.» Le sonaba de algo, pero era una buena frase.

Sentado en el avión de la Cathay Pacific, de regreso, pensé en la vida que me esperaba al llegar a París, y un descorazonador sentimiento de pérdida se apoderó de mí. ¿Qué sucedía? El problema es que ese enanito sabio y aguafiestas que uno tiene adentro me decía insistentemente al oído: «No vendrá, no vendrá», a lo que yo argumentaba: «Fue ella la que lo dijo, y muy claro: “Espérame allá, Serafín.” Ésas fueron sus palabras.» Pero mi enano, escéptico, volvía a decir: «No vendrá, pues si hubiera decidido cambiar de vida habría viajado contigo y estaría aquí sentada, y yo no estaría trabajando.» Tal vez tengas razón, enano cruel, y por eso te odio, le dije, y pedí un botellín de ginebra, y pedí también un periódico o una revista, por favor, rápido, algo que me distraiga, que me quite este malvado enano de encima.

El South China Morning Post y la botellita de Gordon’s con Schweppes llegaron al tiempo, así que me enfrasqué en la lectura, aun si mi interés por las noticias era nulo. Nulo, hasta que en la tercera página encontré algo que hizo que el trago se me fuera a los pulmones, obligándome a expectorar. Era una breve nota en la sección judicial.

BALACERA EN EL AEROPUERTO DE PEKIN

«Pekín (Xinhua). Una nutrida balacera con resultado de un muerto y tres heridos tuvo lugar ayer en el aeropuerto internacional de Nunyuán/Pekín a las 18:30 locales. Los sucesos ocurrieron cuando un grupo de sediciosos que actuaba bajo órdenes de una red mafiosa extranjera atacaron con armas de fuego un automóvil en el que se desplazaban tres tripulantes.

»Un profesor alemán de 65 años, Gisbert Klauss, su chofer y su guardaespaldas, ambos de nacionalidad china, fueron agredidos por los sicarios cuando entraban al parqueadero del terminal aéreo. Uno de los sediciosos fue dado de baja en el intercambio armado con el guardaespaldas, otro resultó herido y otros tres fueron arrestados por la policía. El profesor alemán y su chofer fueron trasladados de inmediato a un hospital de Pekín, con heridas de gravedad no precisada. Más tarde, en la sección internacional del aeropuerto, fue detenido el ciudadano canadiense Anthony Villemarais, reconocido por los sicarios como el autor intelectual de la agresión, y supuesto agente de una organización mafiosa que opera en Canadá y el norte de Estados Unidos.

»Se desconocen, por ahora, los móviles. Tanto la policía como la embajada alemana en Pekín han iniciado una investigación

¡Todo esto ocurrió justo antes de mi llegada al aeropuerto! No podía creer que Gisbert Klauss estuviera herido. Dado que el diario no daba los nombres de los heridos chinos —tal vez para proteger sus identidades—, pensé, con angustia, que Zheng podría ser uno de ellos. Pero luego recordé que a Klauss debía llevarlo un colaborador de Zheng, así que supuse que estaría bien.

La idea de los tres manuscritos fue de Chouchén Otálora, y, mal que me pese —habría preferido que esa idea fuera mía—, fue gracias a ella que pudimos resolver el asunto. Pero hay que decir también que la clave final nos la dio Zheng al proponernos hacer las copias donde un amigo suyo, un anticuario de la calle de Liulichang —ya que Chouchén, en principio, sólo había hablado de copias láser en color— experto en falsificación de originales, cuyas actividades, según Zheng, no siempre podían ser clasificadas dentro de los estrechos confines de la ley, lo que lo convertía en la persona ideal para ayudarnos.

El anticuario, un hombre de edad avanzada que, al sonreír, enseñaba al mundo una abundante colección de dientes podridos, tomó el encargo con suma seriedad, pues le debía unos cuantos favores a nuestro amigo. Llegamos a su taller hacia las ocho de la mañana, y, a eso de las cuatro, trabajando con dos colaboradores tan diestros como él en el arte de la caligrafía, nos entregó las dos copias falsas. Vale decir que éstas eran tan perfectas que sólo el profesor Klauss, especialista y bibliófilo, pudo establecer cuál era cuál. Por una cuestión de respeto consideré que el manuscrito original debía ser entregado a los nuevos Yi Ho Tuan, sus verdaderos dueños, así que fue para Nelson Chouchén Otálora, a quien consideramos su representante. Klauss y yo nos quedamos con las falsificaciones elaboradas por el anticuario, pues, al menos en mi caso, estaba seguro de que lo que entregara a Pétit en Hong Kong acabaría durmiendo el sueño de los justos en algún almacén de la Cancillería Francesa hasta que al cabo de cien o doscientos años alguien volviera a encontrarla, época para la cual, con los tiempos confundidos, incluso esa copia sería considerada original. En cuanto a Gisbert Klauss, por tratarse de un caso, digamos, más personal, ni él mismo ni nadie encontró inconveniente en quedarse con una copia falsa.

—Es una bella antigüedad —dijo el anticuario—. Lo felicito, profesor.

—Bueno —precisó Klauss—, es una falsa antigüedad. Bella, pero falsa.

—No, profesor, es una antigüedad —insistió el vejete—. Sólo que debe usted tener paciencia.

Omaira no llegó en el siguiente avión, ni en el otro, ni en ninguno de los vuelos que llegaron de Pekín y de La Habana en los tres meses siguientes, tal como había predicho mi enano aguafiestas. Pero, desde que regresé, he pasado muchas tardes sentado en la cafetería del piso de llegadas del aeropuerto. Desde ahí veo a los viajeros que llegan, y entonces, bebiendo una taza de té, imagino a Omaira Tinajo con su vestido azul y el maletín de mano, y la veo agitando un brazo y diciendo de lejos llegué, Serafín, aquí me tienes, te lo había prometido, e imagino que me levanto emocionado y que voy a abrazarla, y cuando lo imagino mis ojos se llenan de lágrimas, como si fuera verdad, así que debo bajarlos para no parecer un loco, un solitario que regresa a este lugar de tarde en tarde a esperar a alguien que no vendrá nunca, a un pasajero que jamás embarcó.