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Las maletas de Gisbert Klauss (Frankfurt-Pekín)

GRABACIÓN hecha por Gisbert Klauss al inicio de su viaje, contenida en una microcasete-Corder M-529V marca Sony. Aeropuerto de Frankfurt. Salidas Intercontinentales. Sábado 26 de septiembre. 14:36 minutos.

«Soy Gisbert Klauss, profesor de cultura china en la Universidad de Hamburgo, departamento de Filología, sección Lenguas Extranjeras. Éste es el primer cásete de un viaje que hago movido por un interés del todo anómalo en mi personalidad: el deseo de conocer, in situ, los escenarios de una historia que al parecer puede darle un vuelco a mi existencia en términos de estudio, vivencia, cambio de método, apertura a nuevos modos de intelligere. Jutta, mi mujer, me acaba de despedir con un beso en el inhóspito aeropuerto de Frankfurt, aún sorprendida por mi determinación de viajar a Pekín, solo y por tiempo indefinido. ¿Qué le sorprende? Sin duda el hecho de que, en diez y ocho años de matrimonio, ésta es la primera vez que me ausento por tanto tiempo y, sobre todo, dirigiéndome a un país extranjero. En realidad, jamás me he separado de ella de no ser por mi trabajo universitario o para ir a comprar a la esquina mis tabacos Schimmelpenninck. De ahí su sorpresa. Pero un hombre de ciencia, como yo, debe aceptar los requerimientos de su profesión, por contradictorios que parezcan, como si fueran mandatos de un Dios en el que se ha depositado la fe. Quiero dejar consignado que Jutta, que es una santa, no disimuló un cierto regocijo al ver que yo, un hombre tan consolidado en mis principios, axiomas y métodos, fuera todavía capaz de experimentar algo nuevo. Yo mismo estoy sorprendido de este espíritu adolescente de aventura, pero es una sorpresa que me hace augurar buenos resultados, provechosos para mi carrera y mi obra, modestamente. De hecho, todo lo que veo es nuevo. Deposité mis maletas en un mostrador de la Lufthansa. La señorita de la aerolínea, una joven rubia, revisó el pasaporte con el visado chino, comprobó el peso de las maletas y me dio un pase a la sala VIP, pues a pesar de ser un hombre de recursos medios decidí comprar un billete en clase ejecutiva. ¿Por qué lo hice siendo un banal profesor universitario? Porque ante una experiencia de este tipo prefiero desplegar todos los medios. Por cierto que anoche, desvelado en mi estudio, escribí una nota al respecto que leo a continuación:

»Yo, exégeta alemán de la obra de Wang Mian,

de Li Po, Lin Hsú y tantos otros;

autor de la edición crítica alemana de las obras completas

de Wu Jingzí,

pero también, en otros ámbitos,

crítico de Georg Lukács,

coleccionista de primeras ediciones de Kafka,

adorador de la prosa de Stevenson,

lector compulsivo de Joseph Roth,

amigo personal del hijo de Heinrich Böll,

lector de los diarios completos de Jünger,

conferencista sobre la obra de Mijos Zilaji…

Yo, Gisbert Klauss,

un hombre de mi tiempo,

catedrático de cultura china en la Universidad de Hamburgo,

¡sufro ante la idea de subir a ese horrible pájaro de metal!

¿No son éstas razones suficientes para pagar un extra en clase ejecutiva?»

Salón VIP del aeropuerto de Frankfurt. 15:08 minutos.

«Qué ambiente más cómodo. Sillones de cuero. Saloncitos cerrados. Zonas para dormir, para fumadores, para ver televisión. Hay una barra en la que se pueden pedir licores, café y refrescos. Neveras con agua mineral, jugos y sándwiches. Un escaparate contiene periódicos de Europa y Estados Unidos, lo mismo que revistas como Newsweek, Harper’s Bazaar, Bild. Caray, cómo se cuidan los viajeros. La mayoría son hombres de negocios. Señores muy serios de vestido y corbata. ¿Cómo se puede hacer un viaje tan largo con un atuendo tan incómodo? Hay que ser estúpido, con perdón. Si alguien importante los espera del otro lado tienen tiempo de sobra para cambiarse en la última hora de vuelo. Para matar el tiempo mientras me llaman al embarque, elaboré una teoría. Al tratarse de personas que, por razones obvias, no pueden reconocerse con su trabajo, pues nadie que sea humano puede sentirse reconocido con actividades como la venta de activos, la colocación de títulos en Bolsa o los portafolios de inversión, entonces, buscan reconocerse con una imagen: la del ejecutivo exitoso. Esta imagen es intercambiable y sirve para cualquiera de ellos, el agente de Bolsa del Crédit Lyonnais o el jefe de ventas para Asia de la Bayer. Y esa imagen, cómo no, es una forma de vestir, un tipo de maletín, una actitud de desgano hacia lo que no tenga que ver con su trabajo. La importancia de lo que son no radica en cada uno, sino en el capital social de la empresa que representan. Siento pena por ellos.

»Pero al fin y al cabo, ¿qué me importa? No más ideas ociosas. Regreso a mis lecturas. Tengo el diario de Pierre Loti lleno de subrayados, pero ahora lo que más me atrae, si debo ser sincero, es una lectura ligera. ¿Qué pensaría Jutta si viera este librillo que compré en el quiosco del aeropuerto? No sé si consignarlo en esta grabación. En fin, por qué no. Es El Sastre de Panamá, de John Le Carré. Llevo un rato largo leyéndolo, devorado por la trama. Claro, traigo también una edición original de Il Milione, de Marco Polo, para consultar algunas referencias, pero creo que lo haré más adelante, pues esta historia de Le Carré, está divertidísima.»

Vuelo Frankfurt-Pekín de la Lufthansa. Asiento 3A. 19:18 minutos

«Llevamos ya un rato volando sobre tierras roturadas que para mí son sólo puntos lejanos de luz. El escáner muestra en detalle dónde vamos, el tiempo de vuelo y lo que falta para llegar al destino. Qué orden, qué descanso, qué paz. La información es un remanso en medio de esta incertidumbre, deliciosa por momentos, claro, pero que en general me inquieta. ¿Qué encontraré al llegar? Sé, por lo que he podido leer, que el aeropuerto está a diez y seis kilómetros de la ciudad, y que el Hotel Kempinsky, en el que tengo reservada una habitación, está en la calle Dongsanghuan Beilu, cerca del Parque Chaoyang y del Centro Nacional de Exhibiciones Agrícolas. Según mis informes, el precio del taxi del aeropuerto al hotel no debe superar los ciento sesenta yuanes, que al cambio de hoy son alrededor de veinte dólares norteamericanos. El trayecto, según mis cálculos, podrá durar entre treinta y cincuenta minutos, dependiendo del tráfico, variante que no puedo precisar de antemano, pero que, de cualquier modo, según informes a la hora de mi llegada, es decir a las 12:25 minutos del mediodía, puede generar un retraso máximo del sesenta por ciento del tiempo estimado. He calculado que mi conocimiento del chino me permitirá una comunicación cercana al cuarenta y cinco por ciento, teniendo en cuenta que mi práctica ha sido sobre todo “pasiva”, es decir de lectura y gramática.

»El chino literario que creo dominar jamás ha experimentado el contraste con el real, lo que produce este porcentaje de error, pues la lengua, un ser vivo, sufre continuas mutaciones de síntesis, préstamo, influencias de lenguas cercanas, giros coloquiales y de jerga local, que, claro, hacen de ella un instrumento de estudio fascinante, pero que complican enormemente su manejo. Ahora bien: las conversaciones en chino que escucho en restaurantes, o los filmes chinos que he visto en lengua original, me permiten establecer un porcentaje de comprensión más elevado. Mi primer interlocutor será el taxista que habrá de llevarme al hotel. Y ahora que lo pienso: ¿quién será? ¿qué estará haciendo en este momento? En algún lugar de Pekín hay alguien que en estos instantes duerme —con las variantes: bebe, conversa, intima con una mujer, divaga sobre la felicidad—, pero que mañana asistirá a mi primera conversación en chino mandarín. Él será más importante para mí de lo que yo seré para él, aunque algo recordará. Yo sé algo que él, quien quiera que sea, aún no sabe: que nuestros destinos se encontrarán por cerca de una hora a la una de la tarde de mañana, día 13 de septiembre. Tal vez ese hombre, pues presumo que la mayoría de los taxistas chinos, como sucede en las ciudades que conozco, son hombres, tal vez ese hombre, decía, llegará mañana en la noche a su casa y le dirá a su mujer que llevó a un profesor alemán y que sostuvo una conversación vacilante pero amena. Ojalá ése sea su veredicto, por el amor de Dios. ¿Sí? ¿Disculpe…? (se escucha otra voz en la grabación, seguramente se trata de la azafata). Vino blanco, por favor, sí, blanco.»