Podrá no haber peruanos, pero siempre habrá poesía
LA vida de Nelson Chouchén Otálora estaba llena de contradicciones: odiaba la academia literaria a la que él mismo pertenecía; detestaba a los críticos, a pesar de ser él uno de los más prestigiosos de la América Hispana, y desdeñaba la poesía, que era su fuerte entre las diversas disciplinas literarias que, de forma muy prolífica —sus detractores decían «verborreica»—, practicaba. Nacido hacía 45 años en la virreinal e incaica ciudad del Cuzco, Nelson había hecho un recorrido ejemplar: alumno destacado de Letras en la Universidad de San Marcos, con una monografía sobre las Tradiciones peruanas, de Ricardo Palma, doctorado en Austin con una tesis sobre el surrealismo peruano —Salazar Bondy revisited—, autor de infinidad de artículos de éxito, con especiales menciones por South/Deep/Incarian Poetry y, sobre todo, por The «Cholo» and the «Blanquiñoso» in the Peruvian Contemporary Narrative, estudio que le valió su entrada definitiva al Olimpo de la crítica hispana de Estados Unidos.
Hoy, hundido en su poltrona de catedrático en la Austin University, Nelson era un intelectual pausado, seguro de sí mismo, instalado con alivio en sus contradicciones, que para él eran más bien estímulos, más allá del bien y del mal, y, sobre todo, de ese mal andino tan pronunciado que se llama nostalgia. No le dolía el Perú, como a tantos peruanos —por ejemplo, a César Vallejo—, pues su único cordón umbilical con el «malhadado país», como le decía, era un obsesivo, irrefrenable consumo de gaseosa Inca Kola, de la que bebía tres litros diarios, poniendo sobre el último, el de por la noche, inofensivos chorritos de Gin Tanqueray, que así sabe más rico y convierte la vida en vals.
La obra literaria de Nelson Chouchén Otálora ya había logrado, como dijo Borges, «el arduo honor de la tipografía», aunque hasta ahora sólo en publicaciones pagadas por el autor —o sea, por él—, y en alguna que otra antología universitaria. Había ganado el premio de cuento corto de la revista Caretas con una narración de tema incario, La última pluma de Atahualpa, que le dio, entre sus compañeros de generación, la posibilidad de ser incluido en algunas antologías, pero luego, el resto de su obra literaria fue escrita en el exilio. Sus seis novelas, Mirando hacia el poniente, Historia del carbonero Atahualpa. ¿Otro pisco sour , patita?, Lima al alimón, El ruiseñor del Apurímac y Cuzco Blues, habían obtenido algunas reseñas favorables en periódicos hispanos de Miami y Los Ángeles —escritas por conocidos y, en algún caso, por él mismo—. Su poesía, con siete títulos entre los que destacaban Amanecer cusqueño, Piedras/Aguas/Lodos, y Candelaria Limón persiste y firma, era leída en varios cursos de poesía latinoamericana —recomendadas por sus amigos profesores— y, más en secreto, le habían granjeado no pocos favores de baja entrepierna con jovencitas poetisas gringas y latinas, que además de admirar sus dotes de bardo y una voz parecida a la de Lucho Gatica, se dejaban seducir por su resplandeciente cara de cholo-chino.
Pero esto, como era de esperar, no le bastaba a Nelson. Él quería ser considerado un novelista del boom latinoamericano, ansiaba ver su nombre en letras doradas al lado de los grandes: Vargas Llosa, Cortázar, García Márquez, Cabrera Infante, Fuentes, ¡y Chouchén Otálora…! Si bien los tiempos del boom ya habían pasado y Julio Cortázar había muerto, él, sentado en su despacho o cabeceando en el tren que lo llevaba a la universidad, soñaba de forma retrospectiva y se veía a sí mismo celebrando algún premio importante en Barcelona, en la casa de Carlos Barral, con García Márquez, Vargas Llosa y Donoso, y se imaginaba las fotos con Neruda y Carlos Fuentes. A veces, con la complicidad de algunos pisco sours, tejía en su mente charlas telefónicas con Julio Cortázar en las que el autor de Rayuela lo invitaba a su casa:
—Nelson, ¿por qué no vienes a pasar Semana Santa en mi casita de Saignon? —decía Julio Cortázar—. Van a venir Octavio Paz y Marie José. Les he prometido que estarás. Se mueren de ganas de conocerte. Octavio quiere hablar contigo acerca de un ensayo que está escribiendo sobre tus novelas.
—No sé, Julio —respondía Nelson—. Debo asistir a un ciclo de conferencias sobre mi poesía en el Instituto de Cooperación Iberoamericana, en Madrid, y luego presentar en Copenhague la edición danesa de Cuzco Blues. Está algo difícil, como ves.
—Bueno, Nelson —insistía Julio Cortázar—, pues entonces ven sólo un par de días. Aquí podrás descansar, beber unos buenos burdeos y estar con amigos que te quieren, ¿no es eso suficiente para un buen cronopio como tú?
Claro, del boom Nelson saltaba a la literatura universal, y así, en su imaginación, recibía llamadas de William Styron, quien debía comentarle Another pisco sour, buddy?, recién salida en Viking Press, primera edición 100.000 ejemplares, aunque con el beneplácito de la crítica culta de Nueva York; el presidente François Mitterrand, impresionado por las respuestas de Chouchén Otálora en el programa literario Apostrophes, de Bernard Pivot, lo invitaba a un almuerzo privado en el Elíseo, y se rumoreaba que podría proponerle la Legión de Honor, para concedérsela al mismo tiempo que a Milan Kundera y a Julio Cortázar. Y luego, al llegar a su casa, encontraba un mensaje de Susan Sontag proponiéndole un almuerzo con Salman Rushdie para la semana siguiente en el Four Season’s de Central Park, Nueva York. La Sontag le decía: «Salman cuenta con tu apoyo para América Latina, Nelson, por favor no falles.»
Mecido por estos sueños, Nelson se quedaba dormido en los trenes, o en su despacho, hasta que despertaba a la realidad y veía que sus novelas, de las que había mandado imprimir mil copias, estaban —la mayoría de ellas— envueltas en plástico en las bodegas de su casa, pues cada vez que pasaba por alguna de las tres librerías hispanas de Austin —que las habían recibido en consignación— para ver si debía reponer copias, le decían siempre lo mismo: «No, doctorcito, ahí tengo todavía las diez que me dejó.» Sólo una vez, en la librería Cristóbal Colón, el librero lo recibió con la buena noticia: «Esta mañana vendimos un Cuzco Blues, doctor. Vinieron a preguntar por él.» Nelson salió con el espíritu reconfortado, pero al llegar a su casa, esa tarde, el ensueño se desvaneció, pues su mujer lo recibió con estas palabras: «¿Dónde diablos pusiste tus libros? Imagínate que le quise regalar uno a la tía Gertrudis y como no los encontré me tocó ir a comprarlo, ¿pero qué era lo que me querías contar?» «Nada», respondió Nelson, «nada».
En lo que sí era igual a sus adorados —y odiados, a veces— autores del boom, era en lo relativo a la presencia en las bibliotecas de universidades norteamericanas. Las fichas bibliográficas con los títulos de todos sus libros estaban ahí, en la Ch, y algunas también en la O, y algunas en ambas, pues lo primero que hacía Nelson al recibir los ejemplares de sus libros recién impresos, era donar una buena cantidad, no sólo a las universidades de Estados Unidos, sino a las de muchos países en los que tenía conocidos. Esto, sumado a las recomendaciones que sus profesores hacían a los alumnos, le debería granjear, con el tiempo, algo de fama, y eso si la fortuna no le sonreía antes, ya que lo que sí hacía puntualmente era enviar sus manuscritos, cada año, a los más importantes premios de novela de España y, en segunda opción, a los de América Latina. Hoy las cosas eran igual que antes del boom, y si un escritor latinoamericano quería ser conocido debía pasar antes por España.
De este modo, al menos una vez por trimestre, se encerraba con una botella de pisco a esperar las deliberaciones de jurados que, por desgracia, en los últimos quince años, no habían tenido a bien fijarse en sus libros. Nelson se bebía la botella a pico, soñando con las palabras que debía decir a la prensa, puliendo un discurso que sabía de memoria y que empezaba con las siguientes palabras:
«Un premio es un acto de generosidad que honra más a quien lo da que a quien lo recibe, por eso quiero esta noche felicitar y agradecer a los miembros del jurado, y de modo especial a la organización…»
Pero siempre ocurría lo mismo: nada. No sucedía nada. Nunca llegaba esa feliz llamada telefónica, la voz de larga distancia preguntando por él: «¿Nelson Chouchén, por favor? Es de parte de la editorial Tal, o Cual.» El teléfono, que él colocaba sobre sus piernas, no emitía ningún sonido; una vez timbró, por cierto, pero fue una equivocación, y a Nelson se le alcanzó a parar el corazón. Ofendido, envió a la mierda al interlocutor y lanzó el teléfono contra el muro.
Lo que sí atesoraba, con el secreto deseo de sacarlas a la luz cuando fuera famoso, y para herir con el mismo cuchillo, eran las cartas de rechazo que la totalidad de las editoriales españolas —y algunas latinoamericanas—, le habían enviado por cada uno de sus libros. «Estimado autor, aunque nuestros lectores nos recomiendan estar atentos a su trayectoria, éstos consideran que su obra no tiene cabida en una colección como la nuestra.» «Viendo en su texto evidentes aciertos y la búsqueda de un estilo propio, preferimos esperar un nuevo libro suyo.» La llegada de cada una de estas cartas era para él un gran acontecimiento. No las abría inmediatamente, sino que esperaba a reunirse en la noche con algunos profesores amigos —todos latinoamericanos y todos, como él, escritores o poetas inéditos—, para mostrar el sobre cerrado y fantasear un poco. El momento cumbre, ya con muchos tragos encima, era cuando Nelson elegía al amigo que debía tener el privilegio de leer el contenido de la carta:
—Te harás famoso, conchetumadre… —le decía—. Podrás contarle a tus nietos: «Yo le leí a Nelson Chouchén Otálora la carta en la que le compraban su primera novela.»
El elegido se echaba un trago para aclarar el gaznate, miraba a sus compañeros con solemnidad y leía en voz alta: «Agradeciendo el envío de éste, su tercer manuscrito, debemos sin embargo comunicarle que no ha sido seleccionado por nuestro comité lector, en razón de…»
Desde ese momento hasta el cierre del bar, la conversación de Chouchén Otálora y sus amigos versaba sobre el criterio mercantil de las casas editoriales, sobre el filisteísmo y la arrogancia de los editores, sobre la docilidad de los autores a los que publicaban, entregados como meretrices a los criterios del mercado, responsables de que la verdadera literatura —la que escribían ellos—, fuera menospreciada, vilipendiada, hasta que alguien, que podía ser Nelson, recordaba de memoria los últimos títulos publicados por la editorial en cuestión, y entonces la charla se enriquecía, pues esto les permitía pasar a cuchillo cada libro acusándolo de ser una «mortaja del lenguaje», «enlatado de historias» y otras adjetivaciones igual de implacables. De cierre, cuando ya Nelson había doblado cuidadosamente la carta y se disponía a guardarla para su archivo, el tema recalaba en Edgar Allan Poe, que, como ellos, nunca gozó del favor de las editoriales; en Baudelaire, que si no es porque era noble se habría muerto de hambre; en Malcolm Lowry, que duró diez años escribiendo un libro a pesar de las negativas de los editores; en el desdichado Kafka, y así, ya más tranquilos, Chouchén Otálora y sus amigos tomaban el camino de regreso a casa, a no ser que alguna alumna o señorita del bar, pescada a última hora, cayera en la tela de araña que, con mucho alcohol en el cerebro, desplegaba el resplandeciente rostro oriental de nuestro autor.
Y es precisamente por esto, por su cara achinada, que Nelson llega a esta historia. Chouchén, peruanización de Shou-shen, era el apellido de su abuelo, joven inmigrante chino llegado al Perú en febrero de 1901, a bordo de un barco mercante que partió de Cantón y que hizo la ruta de Hong Kong, Manila y Nueva Guinea, hasta llegar al limeño puerto del Callao. El abuelito, Hu, se puso de nombre Juan, Juan Chouchén, y al cabo de unos meses emigró de Lima al Cuzco, pues en la capital era muy poco lo que podía obtener un chino agricultor recién llegado de China. Había otra razón y era que Hu, o Juan, a pesar de haber pasado la adolescencia y parte de la edad adulta en Pekín, había nacido en Lijiang, una ciudad de la provincia del Hunan que está en lo alto de las montañas y cuya arquitectura, salvando las distancias, podía compararse a la del Cuzco por los techos de barro y el uso, en ciertas calles, de la piedra. Eso fue suficiente: Juan Chouchén se sintió bien en Cuzco porque le recordaba Lijiang y ahí se quedó, adquiriendo una parcela de tierra cerca de la ciudad y sembrando maíz. Luego se casó con una india y tuvo a su hijo. Allá nació su nieto sesenta años después. Nelson sonreía de orgullo, acodado en la terraza de la biblioteca de la universidad, al ver el largo y espinoso camino de su estirpe. Un camino de perfección, decía él, pues qué iba a suponer ese pobre inmigrante, Hu Shou-shen, que su nieto, su único nieto, hijo de agricultores pobres, terminaría por conquistar América y, quién sabe, por entrar con paso firme a la historia de la Literatura. El recuerdo de esa gesta familiar era un cofre lleno de cartas y documentos del abuelo, que él conservaba como un tesoro, pero que jamás había analizado en detalle, a pesar de que cada una de las páginas, escritas la mayoría en chino, habían sido traducidas al español por Juan Chouchén, tal vez con el secreto deseo de que alguno de sus descendientes remontara el río e hiciera el camino a la inversa para buscar los orígenes de la familia.
«Vine a conquistar América y América me conquistó», decía Nelson en uno de sus poemas, parafraseando, y, casi rayando el plagio, un verso del poeta William Ospina que dice: «Yo vine a la conquista de la selva, y la selva me ha conquistado.» Pero Chouchén era un pragmático y no se fijaba en estas minucias. Ese verso cuasi suyo, en realidad, expresaba su profunda convicción de no regresar jamás al Perú, pues odiaba el racismo que allí campeaba, ese turbio flagelo que le había dejado de herencia una molesta paranoia que lo llevaba a creer que todo el que se reía, sobre todo si era blanco, se estaba burlando de él, sensación que se acentuaba cuando veía a un grupo de blanquitos, o de «blanquiñosos», como él decía, algo que ni siquiera ochenta horas de psicoanálisis habían logrado mitigar.
Como este mundo está lleno de envidiosos, Nelson Chouchén era objeto sistemático de ataques por parte de sus colegas en el medio universitario. Su más acérrimo enemigo se llamaba Norberto Flores Armiño, paraguayo, profesor de la Universidad de Cornell, y la inquina provenía de que ambos, Norberto y Nelson, se ocupaban de los mismos temas. Los dos habían estudiado a fondo la novela indigenista, ambos habían escrito sesudas interpretaciones socio-históricas sobre Alcides Arguedas, Ciro Alegría y Miguel Ángel Asturias; por los mismos años fueron lacanianos, y luego, por desgracia para ambos, evolucionaron hacia la psicocrítica y el hipertexto. Esto los enfrentó continuamente, pues las publicaciones universitarias de las cuales dependían para sumar puntos en sus respectivos curricula debían elegir: o el uno o el otro. Lo mismo sucedía con las invitaciones a congresos o seminarios dedicados al tema que ambos estudiaban.
Norberto Flores Armiño fue el primero en abrir hostilidades al descalificar un artículo de Nelson sobre Miguel Ángel Asturias, en los siguientes términos:
«Sólo puedo expresar mi sorpresa, y, en el mejor de los casos, suponer incomprensión ante el concepto “destierro cognitivo” que mi ilustre colega de Austin, Nelson Chouchén, deriva de su lectura de Hombres de maíz, y me apresuro a creer, dadas sus conocidas virtudes y potencia interpretativa, que se trata tan sólo de un descuido ante lo que, a todas luces, es una “paronomasia epitélica”».
Cuando Nelson leyó esto entró en cólera: —¿Qué se cree ese conchesumadre?— exclamó, encendiendo su computador con furia. —¿Que me va a huevear? Ya vas a ver con quien te metiste, so cojudo. ¡Que arda Troya!
Y así empezó la guerra, pues en el artículo que estaba preparando sobre la poética del espacio en Todas las sangres, Chouchén se las arregló para escribir lo siguiente:
«Por más que algunos colegas, caso de mi admirado Flores Armiño, de Cornell, aquejados de una ya fortísima y, por desgracia, progresiva presbicia conceptual, pretendan ver “paronomasia epitélica” hasta en las solapas de los libros, es obvio que aquí, de lo que se trata, es de una notable…»
De este modo quedó trazado una especie de mapa de universidades de los Estados Unidos, divididas de un modo equitativo: las que invitaban en sus jornadas literarias a Chouchén Otálora, de un lado, y las que preferían a Flores Armiño, del otro. La desventaja de Chouchén era que, además, escribía ficción, lo que abría un flanco sin defensa a los ataques de Flores Armiño y su grupo de floresarmiñanos, joven corte de profesores, aspirantes a lumbreras, dispuestos a acuchillarse si fuera necesario con los chouchenotalorinos, pues ya habían comprendido que para medrar en la resbalosa escala jerárquica era necesario adscribirse a cualquiera de las milicias que, según el tema o la época literaria elegida, ofrecía el amplio mundo académico.
En una ocasión, uno de los más combativos floresarmiñanos, el ecuatoriano Lorenzo Pons Estévez, escribió la siguiente crítica sobre Cuzco Blues, la sexta novela de Chouchén Otálora:
«Ni aunque a José María Arguedas le hubiera dado por escribir durante un ataque de hipo, habría alcanzado el pertinaz, elaborado ridículo que el profesor Chouchén Otálora logra con eficacia en su texto, el cual, a pesar de todo y si se dejan de lado molestos y reiterados errores ortográficos, logra transmitir un decoroso clima de compadreo, sin duda típico de esa región que el profesor tanto conoce.»
La nota de Pons Estévez apareció en la revista trimestral de la Universidad de Chicago, y cuando el ejemplar llegó al despacho de Chouchén Otálora, éste llamó a sus acólitos, enfurecido, y urdió un plan de respuesta aún más violento.
—Vamos a sacarle la leche a esos cojudos.
El plan consistía en infiltrarse dentro del correo electrónico de Flores Armiño, en la Universidad de Cornell, y escribirle, desde ahí, una falsa nota a Pons Estévez que luego divulgarían, como si hubiera sido un error de manejo, en alguno de los forums universitarios On Line, con lo cual llegaría a todos los departamentos de Literatura de los Estados Unidos. Tres días después, tras contratar los anónimos servicios de un habilidoso hacker, lograron insertar el siguiente texto:
«De: floresarmiño@cornell.edu.com
A: ponsestevez@unichicago.edu.net
Querido Loló:
Estás muy esquivo últimamente. ¿Hice algo que te molestó? Ay, gordo bello, tú siempre tan susceptible. Quién sabe qué te habrán contado de mí y a lo mejor es cierto. Nooo, mentiras. Ven el fin de semana y lo verás. No seas malito, amor. Prometo dejarte el ojete rosado, como una amapola, y presentarte a un estudiantito que tengo, mariconcísimo y con una verga que parece pistón de buque mercante.
Dime que sí vienes. Porfa.
Love, Norby»
El escándalo fue mayúsculo. Norberto Flores Armiño fue llamado a la rectoría de Cornell y se le pidió una explicación por escrito de lo que había sucedido. Lo mismo le ocurrió a Lorenzo Pons Estévez, en Chicago, con el agravante de que Pons Estévez era supernumerario, y como esto ocurrió al final del trimestre el caso le valió saltar un contrato. El problema, desde el punto de vista de la rectoría, no eran las preferencias sexuales de ambos profesores, sino que éstas se practicaran con estudiantes. Por eso un tribunal disciplinario escuchó y tomó nota de las razones de ambos —Flores Armiño dijo que jamás en su vida había usado la palabra «ojete»—, y se pidió una intervención informática al WebMaster de la Universidad de Cornell para ver si era cierto, como alegaban los imputados, que un perverso hacker había escrito esas líneas. La comprobación duró varias semanas, tiempo que ambos vivieron en vilo, y cuando llegó no fue definitiva. No había manera de saberlo pues los códigos de acceso no parecían haber sido forzados. Sin embargo, explicó un especialista informático, sí era posible que un hacker invisible se hubiera infiltrado. Podría ser o no ser.
Fue esa duda la que los salvó ante la dirección de rectorías, pero aun así, ya absueltos —se hizo también una investigación entre el alumnado—, los corrillos de profesores y los estudiantes no pararon de fustigarlos con bromas y apodos. A Flores Armiño, en una ocasión, le gritaron «¡Norby!» en el hall académico, y centenares de personas soltaron una carcajada tan estruendosa que el profesor estuvo a punto de sufrir un colapso cardíaco. Lo peor ocurrió al iniciarse el nuevo trimestre, cuando un grupo de activistas de la asociación He-Men, defensores de los derechos de los estudiantes gays, se manifestó con pancartas frente al edificio de la rectoría de Cornell, apoyándolos: «Lorenzo y Norberto, ¡estamos con ustedes!», decía un cartel. Otro proclamaba: «Thelma & Louise / Loló & Norby. You are alive!»
Flores Armiño sabía que detrás de todo este lío estaba su rival, Nelson Chouchén, el «putrefacto chino-cholo», como lo llamaba en secreto. Pero no podía acusarlo de forma directa, pues esto sacaría a la luz sus propias maldades. Entonces se dedicó a planear, con tiempo, su venganza. No importaba si debía esperar varios meses. Algo se presentaría.
Nelson Chouchén, al ver que las aguas volvían a calmarse y que Flores Armiño no daba señales de vida, se olvidó del asunto y, con la llegada de la primavera, dedicó su tiempo libre a trabajar en una epopeya poética sobre el secuestro de Atahualpa, a jugar al solitario en su computador, y, sobre todo, a aprenderse de memoria poesías de Emily Dickinson y William Carlos Williams para recitárselas a una estudiante puertorriqueña llamada Darcy, una morocha de pelo eléctrico y culo redondo a la que le tenía echado el ojo.
Como siempre en la vida del catedrático, la pasión acabó por ganársela a la poesía, y una noche, después de un recital privado en la cervecería Harvey’s, Nelson logró, aunque a medias, su cometido. Entre besuqueos y metidas de mano, ya bastante borrachos, logró que la puertorriqueña lo invitara a su casa, en realidad un cuarto en una oscura residencia para estudiantes. Mientras ella iba un momento al baño a hacer pipí y él escuchaba el chorro, observó de reojo, por pura curiosidad profesional, los libros que la joven tenía en la mesa de noche. Uno de ellos le llamó la atención: Jugando con fuego, de Wang Shuo. Lo abrió en la primera página y leyó, intentando contener el mareo, pero casi de inmediato la puertorriqueña salió del baño y se abalanzó sobre él. El libro, como en la historia de Dante, resbaló hacia la alfombra. Dieron vueltas. Ella subió y bajó sobre su cuerpo, le dio chupones, le gritó papi, hazme venir, papacito, sí, rico, ven, se lo mamó, le mordisqueó las pelotas, le agarró un dedo, lo ensalivó y se lo metió en el culo, le horadó la oreja con la lengua, le chupó las tetillas, los sobacos, le lamió los dedos de los pies, le mordió la barriga, le dijo perjudícame, profesorcito, soy tu esclava, hazme daño, papi rico, ajá, que me duela, cómeme, rájame que soy muy malita, culéame, mi amo, put your load on me, pero al rato, empapado de saliva y sudor, Nelson se dio por vencido y encendió un cigarrillo.
—Perdona —le dijo—. Es que tomé mucho.
—Ay, papi, ¿no será que no te gusto?
—No, tontita. Me pasa cuando bebo. Ya verás la próxima vez.
Darcy acabó por dormirse y Nelson levantó el libro de la alfombra. Wang Shuo era un novelista chino del que nunca había oído hablar, así que se dispuso a leerlo, pensando que, en realidad, jamás había leído una obra que viniera de ese país lejano, misterioso, que de algún modo era también el suyo. La historia transcurría en el Pekín de los años ochenta y el protagonista era un joven pícaro.
Nelson Chouchén leyó hasta las seis de la mañana poseído por un delirio que no experimentaba desde su juventud, en Lima, cuando leía los cuentos de Julio Ramón Ribeyro en los cafés de la Avenida Chiclayo. Luego se levantó en puntas de pie, recogió su ropa, la llevó al baño y se vistió procurando no hacer ruido. Antes de salir le echó un vistazo a Darcy, que roncaba sobre la colcha, desnuda. Al verle el trasero se le paró, por fin, pero ya no había tiempo. «Bribón», dijo, mirando hacia su cintura, «bonitas horas de aparecer, ¡me hiciste quedar como un cojudo!». Su esposa estaría a punto de llamarlo a la residencia de profesores, pues, aun si Nelson Chouchén jamás la nombraba ni salía con ella, estaba casado desde hacía diez y seis años.
Su esposa era peruana y se llamaba Elsa Paredes. En privado, cuando no había visitas, le decía «chinito» a Nelson, y él «cholita» a ella. Lo quería como se quiere en los matrimonios largos: sin saber muy bien por qué, sin hacerse muchas preguntas, sin acordarse de que ese hombre que rezonga y ronca, al que hay que darle aspirinas cada vez que se pasa de tragos y la llama chola de mierda, alguna vez fue un extraño que se acercó con amabilidad para invitarla a bailar. Ella vivía en la casa familiar, en un pueblito a cuarenta kilómetros de Austin, mientras que Nelson, durante la semana, usaba uno de los amplios y, casi podría decirse, lujosos apartamentos que la universidad reservaba a los profesores invitados. Él no tenía derecho a esto, pero el funcionario que los administraba, un tal Gary Russo, de origen italiano, era pata suyo y le hacía el favor a cambio de recomendaciones e invitaciones a congresos, pues Gary Russo era profesor interino de Literatura y tenía ideas propias sobre la obra de Marcuse, Steiner y Derrida.
Precisamente ese día, qué casualidad, Nelson Chouchén debía darle los últimos toques a la lista de profesores invitados que pensaba proponer a la dirección de rectorías, con motivo de un seminario sobre la obra de Jorge Icaza. Los ecuatorianos ya estaban decididos, y eran tres: el novelista Ramón Roncancio, para el tema de la influencia de Icaza en la novela moderna; Crispín Rocafuerte, decano de Literatura de la Universidad de Cuenca, y Aristides Chivitá, jefe de cultura del diario El Comercio, de Quito. Con los tres quedaría a pares, pues Roncancio le había recomendado Cuzco Blues a la editora El Conejo, de Quito, años atrás, y a pesar de que la cosa no cuajó, siempre estuvo en deuda con él —la edición de Cuzco Blues, por cierto, fue pagada de su bolsillo, aunque esto no se lo dijo a nadie, y salió con el sello Campodónico, de Lima—. En cuanto a Crispín Rocafuerte, éste era un viejo compadre que ya lo había invitado a participar en los Coloquios Literarios de la Universidad de Cuenca hacía dos años, con el tema «El universo andino y la lucha de clases en la obra de Manuel Scorza»; además le publicaba en el boletín de la facultad todo lo que le enviaba. Por último estaba Aristides Chivitá, a quien sólo conocía de lejos. No le debía nada, pero sí le interesaba tenerlo blandito para cuando se publicara en Ecuador alguno de sus libros. Sería cuestión de hablar con él.
Hasta ahí los que consideraba ya seguros, invitados con pasaje, hotel, estadía y honorarios —más la gloria de hablar en el paraninfo de una universidad americana—, pero quedaban seis casillas en blanco. Entonces Nelson abrió el cajón de su escritorio y extrajo su libreta de favores. Adelantó rápidamente las hojas con los nombres correspondientes al «Debe», y se detuvo en «Debo». Allí estudió varias posibilidades. Sería interesante acomodar a José Varela Reyes, de París IV. Sorbonne, se dijo, pues a ese bribón ya le debo dos, y eso sin contar las borracheras que me ha pagado y las idas donde las putas. Pero José Varela Reyes era medievalista. ¿Qué hacer? Un foco se iluminó en su cabeza, y, entonces, le escribió un mensaje electrónico:
«De: condorpasa@yahoo.com
A: varelarey@wanadoo.fr
Estimadísimo colega.
Querido pata,
Como tal vez ya sabes se nos viene encima la semana de estudios sobre la obra de Jorge Icaza, y a sabiendas de que, en principio, está algo lejos de tu tema, me pregunto si no podremos rastrear la influencia de algún romance medieval, transterrado a América, en El chulla Romero y Flores, o cualquier otra cojudez de ese tipo. Si se te ocurre algo, hermanito, avísame y te pongo en la lista.
Saludos,
Prof. Nelson Chouchén Otálora»
Había también en el «Debo» un tal Guillaume Dupont, de la Universidad de Lyon, pero como los profesores franceses no se fijaban en estas cosas prefirió no incluirlo, pues sería desperdiciar un lugar, sin contar con que eran aburridísimos, no chupaban ni farreaban y se pasaban el día hablando de Barthes y de la Poética del espacio, de Bachelard. Había también un crítico español, Jesús Elias Cadena, implacable opinador de varios cotidianos respetadísimos en América Latina y España, así como de algunas revistas especializadas. Con él podría hacer una bonita carambola a tres bandas, pues su colega Aristóteles Pacheco Triviño, de Boston, acababa de publicar un ensayo sobre la figura de la madre en los valsecitos criollos peruanos. Si Elias Cadena era benévolo con el profesor de Boston, vendría al seminario de Austin, y esto dejaría a Pacheco Triviño en la cuenta del «Debe», lugar donde le interesaba tenerlo ya que, según escuchó, preparaba otro libro sobre el «sentido del orgullo patrio» en la novela latinoamericana contemporánea, y, pensó Nelson Chouchén, muy bien podía dedicarle un capítulo a Cuzco Blues, a cualquiera de sus otros libros o a todos juntos.
Y así estuvo la mañana, sacando cuentas, anotando y borrando nombres, enviando correos hasta que, cerca del mediodía, pasó a limpio una lista final, con un par de signos de interrogación.
Tras almorzar y dormir una reparadora siesta en el sofá de su apartamento, Nelson Chouchén se dirigió a la biblioteca a buscar otros libros del novelista chino que lo había mantenido en vela. ¿Cómo se llamaba? Buscó un papelito en el bolsillo, era Wang Shuo. Al llegar tecleó el nombre, pero el computador le dio una sola respuesta, que era el libro que había leído. Entonces buscó por «Novela China Contemporánea» y aparecieron varios nombres. No conocía a ninguno y decidió al azar: Liu Yan, La sombra del lirio azul. Solicitó el libro y, un rato después, regresó con él a su despacho. Esa tarde no tenía clases, así que podía quitarse los zapatos, cerrar su puerta y tenderse en el sofá a leer. Por la ventana entraba un viento cálido. El sol, atenuado por los visillos, esparcía una luz óptima para la lectura.
Pero un rato después, el timbre del teléfono cortó el aire y Nelson Chouchén dio un salto en el sofá. «Maldita sea», masculló antes de contestar.
—¿Profesor Chouchén? Soy Ramón Roncancio.
Era el escritor ecuatoriano al que, esa misma mañana, había enviado un correo proponiéndole la invitación al congreso.
—Sí, ¿cómo me le va? Qué sorpresa —saludó Nelson.
—Espero no importunarlo a esta hora, profesor.
—Qué ocurrencia, nada más estaba por salir. Dígame —Nelson se sentó en su despacho y jugueteó con un lápiz.
—Es que recibí su amable invitación, profesor, que desde ya le acepto, y como usted me dice que lo llame o que me ponga en contacto, pues aquí me tiene.
—Ah, muy amable, muy amable —repitió Nelson—. Es que hay un asunto que quería tratar con usted.
—Soy todo oídos, profesor —respondió Roncancio.
—Un asunto confidencial, quiero decir.
—No se preocupe. Dígame, profesor.
—Es que en estos casos, ejemm, se acostumbra hacer un gesto de agradecimiento, ¿me entiende? Aquí habríamos podido invitar a una cantidad de personas, sin embargo lo elegimos a usted.
Nelson marcó un silencio hasta que Roncancio repuso:
—Cosa que me honra, pues, profesor. De veras.
—Fíjese, en un caso como el suyo, estaría muy bien visto, sobre todo de cara a futuras invitaciones a la Universidad, que tuviera un detalle, aunque fuera una modesta mención en su ponencia.
—¿Una mención a quién, profesor?
—Pues a alguien de aquí, de la facultad —respondió Nelson con delicadeza.
—Ah, ya entiendo, pero justamente, profesor —dijo Roncancio—. Si antes de llamarlo me estaba diciendo que debía agradecerle públicamente. Es telepatía, ¿no le parece?
—Ni más ni menos, aunque, comprenderá, una cosa son los agradecimientos protocolarios, y otra, tal vez, algo de mayor contenido. Usted conoce mis libros, ¿no es cierto?
—Bueno, profesor, usted sabe que hice hasta lo imposible porque le editaran Cuzco Blues en El Conejo. Lo que pasó fue que llegó la crisis del papel, luego la de la tinta, luego llegó Bucaram y el país se fue a la mierda, con perdón, y bueno, ya usted sabe cómo es eso.
—Claro, claro —tanteó Nelson—. No, pero yo me refiero a mis otros libros. Los anteriores.
Era una pregunta retórica, pues éstos habían tenido una difusión mínima en el Perú, y, en cuanto a Estados Unidos, sólo llegaron a los Departamentos de Literatura a los que él mismo decidió enviarlos.
—No, profesor —respondió Roncancio algo nervioso—, pues fíjese que ésos sí no he tenido el gusto de leerlos.
—Lástima, lástima, porque para mí no habría mejor detalle que escucharle a usted relacionarlos con esa influencia de Jorge Icaza de la que va a hablar en su ponencia, y me gustaría porque yo, le confieso, sin la lectura de Huasipungo, la verdad es que no puedo concebir mi propia obra literaria.
—Pero claro —dijo Roncancio—, si es que ya en Cuzco Blues, no más, es evidente esa relación.
—¿Usted la había notado?
—Pues claro, profesor.
—Bueno —concluyó Nelson—, entonces no le demos más vueltas. Mañana temprano le mando por correo rápido mis otros libros y usted se prepara una cosita sencilla, relacionándolos un poco a todos. Por cierto, dentro de unos quince días lo llamarán de la secretaría para hacerle llegar los pasajes y arreglar lo de los honorarios, ¿le parece bien?
—Claro que sí, profesor, y me quedo a la espera de esos libros. Me da pena que los mande por correo rápido, será carísimo.
—No se preocupe, Ramón —dijo Nelson—, que aquí en la Universidad tenemos un servicio especial. Entonces yo se los mando mañana y ya nos vemos en el congreso, ¿bueno?
—Sí, profesor. Y ya sabe, muy a su mandar.
Colgó el teléfono y observó por la ventana. Empezaba a atardecer. Había sido un buen día. Se merecía una cena en el chifa y, luego, a dormir temprano, con la novelita china que lo tenía atrapado. Que ni se le ocurriera a Darcy llamarlo esta noche. Lo mejor sería poner el contestador al primer timbre. Sin embargo, mientras caminaba hacia el restaurante, recordó algo que cambió por completo sus planes, algo en lo que hasta ahora no había reparado: ¡era dos de septiembre!
«¡Por Dios!, ¿cómo me pude olvidar?» En unas horas, en España, un jurado concedería el Premio de Novela Ciudad de Úbeda, en el cual él participaba con tres manuscritos (usando un seudónimo diferente en cada uno), que en realidad eran: ¿Otro pisco sour , patita?, Cuzco Blues y Lima al alimón, pues a pesar de que uno de los requisitos era ser inéditos, allá en España nunca sabrían que los había hecho imprimir en Lima. Entonces, con el corazón dando tumbos, se fue al Drugstore, compró una botella de pisco y corrió a su apartamento, pensando que a lo mejor habría algún mensaje en el contestador.
Tenía varios mensajes, pero ninguno era de España. Lo único interesante era uno de Darcy que decía: «Te llamo del celular, mi vida. Estoy en Pizza Hut, aburridísima. Tengo puesta una falda y no llevo pantys por el calor. Hace un rato entré al baño y me quité el string. Lo guardé en mi cartera. Si no entiendes eres un pendejo. Llámame p’atrás.» Nelson no estaba para líos esa noche, pues a lo mejor, quién sabe, tendría su ansiada cita con la fama, y a partir de entonces podría llamar a Darcy todos los días de su vida y habría miles de strings guardados en bolsos.
Con el contestador al primer timbre para poder filtrar llamadas, Nelson se puso unas pantuflas, su corbata voló hacia la cama y colocó en el lector un CD de Chabuca Granda que, según él, le traía buena suerte. Luego se dirigió a la cocina. Allí exprimió una docena de limones, vertió el jugo en el frasco de la licuadora y le agregó dos claras de huevo, azúcar en polvo y la botella entera de pisco. Acto seguido pulverizó veinticinco cubos de hielo e hizo la mezcla. Probó y le faltaba un poco de azúcar, sólo una cucharadita. ¿Y ahora? Perfecto, ahora sí. Se sirvió un vaso generoso y dejó la jarra en la nevera, para que el hielo no se derritiera tan rápido, y fue a la sala, haciendo algunos pasos de baile.
El timbre del teléfono le hizo crispar los nervios. De inmediato la cinta del contestador se puso en marcha y escuchó, con la oreja pegada a la rejilla y la mano sobre el auricular.
—Soy Elsa, cholito, ¿estás ahí? Llamo para que no te olvides de la fecha del premio ese…
Levantó el auricular y le dijo sí, chola, aquí estoy, gracias por acordarte, te cuelgo para no ocupar el teléfono. Chau.
La música de Chabuca Granda y los pisco sours lo fueron transportando, del puente a la alameda, mientras su imaginación, desatada, se entregaba a todo tipo de imágenes: veía un artículo de Gabriel García Márquez publicado simultáneamente en once periódicos del mundo, saludando la aparición de su novela premiada: «Un escritor cojonudo», era el título. Luego corregía, tomándose un buen trago de pisco, y ahora el artículo, esta vez escrito a cuatro manos, traía las firmas de Gabriel García Márquez y José Saramago: «Un escritor de verdad.» Luego una foto con el siguiente lema: «El novelista premiado, Chouchén Otálora, y los dos premios Nobel, caminando por una calle de Úbeda.»
De nuevo sonó el teléfono y Nelson tosió, pues se acababa de dar un trago. Del contestador emergieron las siguientes palabras:
«Hey, papi, soy Darcy. Sigo aburridísima, sentada en mi tesorito. I wanna see you, perverso. Llama cuando oigas esto. Bye.»
Decidió no levantar el auricular, y, más bien, se fue a la nevera a llenarse el vaso. Pero el teléfono no volvió a sonar en muchas horas y Nelson, ebrio, se quedó dormido en el sofá, con la cabeza al lado del aparato.
Serían las ocho de la mañana cuando, por fin, el timbre sonó, y Nelson, que había desactivado el contestador, dio un salto.
—¿Diga?
—¿Profesor Chouchén Otálora?
—Sí, soy yo…
—Lo llamo de la dirección de rectorías de la Universidad. Tiene usted una cita con la comisión disciplinaria a las once de la mañana.
Se quedó de piedra. ¿Qué había podido pasar? Con la cabeza de cemento y un temblor en los huesos, comenzó a vestirse. Seguro que Flores Armiño se había tomado vendetta. A las once de la mañana fue a la rectoría y allí se encontró con un tribunal disciplinario que le hizo escuchar, delante de todos, su conversación del día anterior con el escritor ecuatoriano Ramón Roncancio. Lo acusaron de tráfico de influencias, le anularon el congreso sobre la obra de Jorge Icaza y lo invalidaron para organizar eventos similares en los próximos cinco años. La humillación peor fue que el fallo culpable, el bando con el delito y el castigo, debía ser expuesto en todas las carteleras de información universitaria durante quince días, con su firma, aceptando los cargos que se le imputaban. De lo contrario debería dejar la cátedra.
«Váyanse todos a la mierda», se dijo. Ya no le quedaban ánimos para responderle a Flores Armiño, y eso que en la mañana, antes de oír los cargos en su contra, se le ocurrió que podría distribuir centenares de afiches con la cara de Norby y de Loló envueltos en un corazón.
Pero no lo hizo. Tomó el tren y se fue a su casa, con la idea de pasar allí toda la semana, amparado por una excusa médica. Luego solicitó una licencia, alegando un shock nervioso, que la piedad de la rectoría aceptó —sin duda para atenuarle la humillación ante sus alumnos, pues al fin y al cabo era un catedrático con diez años de experiencia—, y cuando Elsa le preguntó qué diablos pensaba hacer con todo ese tiempo libre, Nelson le respondió:
—Me voy a Pekín, cholita, a buscar mis orígenes. ¡Llegó la hora de volver a las fuentes! Luego me voy a escribir una novela tan buena que se van a cagar los perros, y después, cuando ya sea famoso, vengo aquí, los mando a todos a la mierda y nos vamos tú y yo a vivir a París, ¿qué te parece mi idea, chola?