Un hombre escondido en un galpón (II)
ANOCHE escuché ruidos en la parte más oscura de la bodega, y, por ello, decidí esconder la bolsa debajo de mi atuendo. Sólo así logré conciliar un poco el sueño. El problema es que mi enemigo, según se me dijo, puede ser cualquier persona. No tiene un rostro especial. Tal vez sea ese, o aquel, o el de más allá —es una forma de hablar, entiéndase, pues desde aquí no veo a nadie—. Los miembros de la sociedad secreta —se llama el Lirio Blanco— a quienes se dio la consigna de encontrar a toda costa lo que yo escondo, son hombres y mujeres extremadamente comunes. Oficinistas, choferes de taxi, peluqueras, e, incluso, cuadros del partido comunista. Pudiendo ser cualquiera, mi enemigo se vuelve invisible. Y al serlo, se convierte en aire. Es como luchar contra un concepto. La idea del mal, por ejemplo. El mal que entra y sale de nosotros, que destruye y corroe lo que somos, lo que intentamos ser, y que a veces, sólo a veces, es un estímulo vil que nos da fuerza. ¿Por qué existe el mal? Yo, humilde sacerdote, respetuoso de los misterios, no puedo responder —soluciono, de paso, el enigma: soy un sacerdote y visto sotana—. Lo único que he podido hacer, en la soledad de mi encierro, es escribir esta plegaria:
PLEGARIA DEL SACERDOTE CAUTIVO
Dios, ahora que estoy aquí,
solo y en silencio
quiero hacerte una pregunta.
Una pregunta sencilla,
muy modesta, como soy yo,
un hombre sumamente modesto.
Es la siguiente:
¿Para qué creaste el mal?
Quiero decir,
y perdona la ignorancia:
si estuvo en tus manos crearlo, o no,
¿por qué lo hiciste?
No estoy juzgando, no,
por Dios, no podría.
Es sólo que se me escapan tus razones,
y he pensado, ya que estoy solo,
que es un buen momento
para preguntártelo.
Lo que me digas, por cierto,
quedará entre tú y yo.
Apreciaría mucho, de verdad,
una respuesta.
No tengo prisa, ninguna prisa.
Mis enemigos,
aún no me han encontrado.
Es, sin duda, por causa de la paranoia, pero he decidido llevar también durante el día el bolso escondido. Estará más cerca de mí y será carne de mi carne.
No sé quién es el autor, pero sí sé que ellos adoran el manuscrito. Forma parte, al lado de una serie de preceptos budistas y de algunos ejercicios físicos, del cuerpo central de su doctrina. Por eso lo buscan. Por eso lo quieren a toda costa. Lo perdieron hace cien años, cuando fueron diezmados y sus líderes cayeron de modo atroz. No conozco muy bien la historia, pues llevo poco tiempo aquí; sólo sé que en esa época se llamaban «Sociedad Secreta de los Puños Justos y Armoniosos», conocidos luego como Bóxers. No es raro que adoren los versos de un escritor, por cierto. Es algo muy común en este tipo de grupos. Los caodaístas, en Vietnam, adoran a Victor Hugo, y una sociedad secreta de Corea del Sur venera al economista y especulador George Soros.
Según oí decir, desean celebrar el paso del siglo recuperando el manuscrito, para poder, con él, darle nueva vida a su secta. Durante años creyeron que el texto había desaparecido, pero ahora saben que existe por una indiscreción. Una fatal indiscreción, de ésas que suceden por un leve azar y que luego la historia paga con catástrofes. El manuscrito dormía el sueño de los justos en la biblioteca de la Iglesia Católica Francesa, aquí en Pekín, adonde había ido a parar luego de que se construyera la nueva sede de la embajada de Francia. ¿Por qué estaba este texto en la antigua legación francesa? Eso ya no lo sé. Se me escapa. Sé sólo que allí estaba, en uno de sus empolvados archivos, y que de ahí fue transferido a una de las estancias de la iglesia. Pues bien, la indiscreción fue, como ya dije, algo de lo más sencillo: una jovencita, estudiante de letras, buscaba información sobre la historia de los misioneros, y para ello un ayudante la acompañó al archivo. Allí pasaron varias horas, y, al salir, fueron a tomarse un refresco al refectorio. Estando allí, la joven dijo que el archivo tenía cosas sorprendentes, y entre muchas, nombró el manuscrito —mi actual carcelero—, en el preciso instante en que un limpiador de suelos pasaba delante de su mesa. El joven repitió el nombre del manuscrito dando un grito, acusó al ayudante de poseer algo sagrado, que no le pertenecía, y se dio a la fuga.
Cuando supe lo que había pasado ya el ayudante había tenido la precaución de sacar el manuscrito del archivo; entonces llamé a las autoridades de la Iglesia, es decir a los reverendos Oslovski y Sun Chen, quienes, a su vez, se comunicaron con la embajada francesa, pues era ella, en realidad, la propietaria del manuscrito, e informaron lo que había ocurrido y el nombre del texto, cuya traducción, por cierto, quiere decir algo así como Lejanas transparencias del aire. Luego todo sucedió muy rápido: me pidieron guardarlo hasta que ellos llegaran, y, por seguridad, me trajeron aquí.
Esa misma noche empezó la catástrofe. Un grupo de encapuchados entró en la iglesia, forzó la puerta del archivo, maniató a los monjes vigías y buscó el manuscrito, para lo cual derribaron las estanterías y rompieron los casilleros. Al no encontrarlo fueron por el ayudante de la mañana, que duerme en la sacristía, y le dieron la orden de entregarlo o de informar dónde lo habíamos llevado. Él dijo que no sabía nada, aunque les confirmó que lo habíamos sacado del archivo. Lo torturaron con espinas debajo de las uñas. Le abrieron el ano con un embudo de latón y le vertieron agua hirviendo. Está vivo de milagro. El joven no habló porque, en realidad, no sabía nada. Para evitar más problemas, el reverendo Oslovski propuso la única cosa sensata, que era entregarle a la secta el dichoso manuscrito, y yo estuve de acuerdo y alcancé a decirlo, pero luego llegó la instrucción de París que decía: «No lo entreguen. Enviaremos a alguien que lo saque de Pekín. Tenez bon!»