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Alguien que rueda por el mundo

ME llamo Suárez Salcedo. Mi nombre de pila no importa; o mejor, me da un poco de vergüenza, así que por ahora prefiero no decirlo. Luego, si me siento en confianza, puede que lo diga. Soy un tipo común y corriente, una de esas personas que pagan puntualmente sus impuestos, se alegran con el ascenso laboral, aplauden cuando el avión aterriza y, de vez en cuando, pierden el norte, se desesperan, y entonces necesitan alivio. Pero lo importante es que vivo en París desde hace casi veinte años a pesar de haber nacido en Bogotá —tengo cuarenta y dos—, que soy periodista y que mis programas, en forma de casetes, llegan a ciento setenta estaciones radiales de América Latina.

Trabajo en la Emisora Estatal Francesa, organismo que me paga para que estos programas sean puntualmente expedidos, cada jueves, hacia sus múltiples destinos. Los reportajes versan sobre diferentes temas de índole social, cultural, científica e incluso política, aun si nuestro papel no es opinar sobre los trapos sucios de Francia —de Francia en el mundo, de ahí el nombre del programa: Francia en el mundo— sino más bien lo contrario: tratar de mostrar lo bueno, lo ejemplar. Ahora bien: cuando es necesario somos implacables, pues en este país hay libertad de prensa. Nuestro jefe, monsieur Casteram, jamás impediría que se grabe un programa crítico. Y yo menos, no señor, a pesar de lo que digan mis periodistas en sus chismorreos, de los cuales, por cierto, me entero siempre, pues tengo orejas largas que llegan hasta las máquinas de café; por más que me ataquen con acusaciones ruines, decía, la verdad es que yo sólo rechazo trabajos cuando son malos; cuando veo que ni con una misa al Espíritu Santo en la Église Americaine —la más cercana a nuestros estudios, ubicados en el Quai de Grenelle—, la cosa se levanta. Entonces soy despiadado, pues me va la vida en ello, y pido que lo repitan, o que realicen ese gesto mayúsculo de dignidad que consiste en hacer un ovillo con la grabación, afinar la puntería y encestarlo en la papelera.

En cuanto a otros aspectos de mi vida, debo confesar que es en extremo sencilla, por no decir aburrida —lo que permite valorar la aventura que está por dar inicio, aunque no debo apresurarme con los detalles—. Tras un segundo fracaso de vida en pareja decidí vivir solo, dejando la puerta abierta a ocasionales devaneos, siempre que no tengan el perfil de una relación estable. Y he aquí que, sin ser un Tyrone Power ni mucho menos, he logrado crear una pequeña red de «amigas» con las que salgo los fines de semana, y el lunes si te he visto no me acuerdo, o mejor, sí me acuerdo, pero sin obligación de llamar a preguntar cómo estás, qué estás haciendo o qué tal está tu alma esta mañana, en fin, esas cosas que se dicen las parejas. En París hay mucha gente que vive sola y que está dispuesta a este tipo de contactos, lo que supone una gran ventaja. Es, incluso, una tendencia en alza, según leí en un artículo aparecido en el diario Libération, sección Vie Moderne: «Las parejas de solteros», así las llaman.

Pero vamos por partes:

Me separé de mi segunda mujer, Corinne, treinta y seis años, francesa nacida en Lille, empleada de Seguros Mapfre, agencia Place de Clichy, después de un bochornoso episodio que no sé si me atreva a contar. En fin, haré un esfuerzo. Un día regresé a la casa antes de la hora habitual, pues por una extraña huelga del sindicato de limpiadores, el club de ajedrez del barrio XIV, en el que juego dos tardes por semana, estaba cerrado. Así que llegué, dejé los zapatos en la entrada para no rayar el parquet (exigencia de Corinne) y me serví un vaso de leche descremada para acompañarla con galletas dulces de bajo contenido calórico. Con el vaso en la mano caminé hacia el estudio, atraído por la música, esperando ver qué hacía Corinne, queriendo sorprenderla o las dos cosas, y al mirar por la puerta entreabierta la vi de espaldas. Pero no me atreví a saludarla, pues noté que estaba en una posición extraña. Curioso. Entonces empujé un poco la puerta y vi el computador encendido. ¿Qué hacía? Se había bajado los pantalones hasta las rodillas y tenía el calzón a la mitad del muslo, con los audífonos puestos. Me acerqué por detrás, dispuesto a darle un golpecito pícaro en el hombro y decirle: «Aquí me tienes, cariño, ¡estoy listo!», cuando vi entre sus piernas una de esas cámaras que se conectan a los computadores. En un acto reflejo levanté la vista y observé la pantalla, cosa que hasta ahora no había hecho, y por poco pego un grito, pues en el cuadrado central había una horrible verga negra de venas hinchadas, y por supuesto una mano que la acariciaba. Una mano, por cierto, con los dedos cubiertos de anillos. Al lado estaban las últimas frases que intercambiaron por escrito antes de bajarse los pantalones y pasar a los micrófonos, y allí, para mi vergüenza, leí de reojo lo siguiente: «Quiero esa verga caliente en mi boca, pisotéame, sodomízame.» Sentí una oleada de rabia, pero en ese instante la escuché suspirar; a pesar de los auriculares, era increíble que no notara mi presencia. Se estaba empezando a venir, así que retrocedí. Luego gritó algo que no alcancé a escuchar y, en ese preciso instante, terminó el disco, que para el detalle era El sombrero de tres picos, de Manuel de Falla.

Desconcertado salí de la casa, volví a entrar como si nada y caminé silbando por el corredor. «Corinne, chérie, ¿estás en la casa?» Ella saludó desde el estudio, «¡Aquí estoy, amor! En un momento vengo a saludarte.» Yo grité desde la cocina que no había podido jugar al ajedrez porque había huelga de limpiadores, y ella, desde adentro, respondió que lástima, pero que mejor así, pues eso nos permitiría cenar más temprano y ver alguna de las películas de vídeo que habíamos alquilado en Blockbuster. Luego agregó: «Espera salgo de Internet, estoy loca con la investigación ésta sobre las legislaciones de pólizas en Europa.» Corinne, ya lo dije, era agente de seguros.

Al verla acercarse me derrumbé; por ello debí hacer un esfuerzo sobrehumano —que, dicho sea de paso, hizo arder mi úlcera— para mostrarme civilizado, cauto, parisino.

Lo que más me aterró no fue la traición —aunque no sé, en realidad, si a eso se le pueda llamar traición—, sino el modo sencillo, casi cotidiano con el que fue capaz de ocultarlo. «No es la primera vez», me dije, «habrá habido muchas antes». Y entonces ya no era Corinne, sino un ser desconocido. Alguien que cambiaba no sólo mi presente sino también el pasado, por Dios. Recordé, en perspectiva, las mil y una noches en las que ella se acostaba tarde por trabajar en Internet, y supuse que esa mano tendría una cara, y la cara una voz, y en esa memoria, quién sabe en qué ciudad, en qué país remoto, estarían impresos los delicados pliegues de su sexo, el ritmo de sus espasmos, su respiración agitada, y ese alguien saldría a trabajar recordándola, se le pararía por la calle o se masturbaría en el baño de su oficina con esa imagen, con esa voz alterada por los micrófonos del computador, que metaliza los tonos, o peor, se lo contaría a sus amigos del bar, me estoy tirando a una francesita, tiene los pelos amarillos y el clítoris rosado, quién sabe qué clase de huevón será el marido, y sin duda, al ir a dormir, acariciará a otra mujer y le dirá buenas noches, amor, igual que Corinne me lo dice a mí cuando al fin decide acostarse.

—Vi lo que estabas haciendo —le dije con un hilo de voz—, ¿quién es el propietario de ese falo?

Lo negó todo en un principio, pero dos minutos después se dio cuenta de que era inútil. Entonces su reacción pasó por dos momentos muy intensos: un primero en el que me aseguró que se trataba de un juego y que a esa persona no la conocía, pues era la primera vez que entraba a un chat pornográfico; y un segundo en el que me culpaba, con argumentos legales, de violar su intimidad. El contrato de la casa del Boulevard Arago, semiesquina con la glorieta de Gobelins, felizmente, era mío, así que le dije sin soltar el vaso de leche:

—Voy a ir a ver Ghost Dog, de Jim Jarmusch, a los cines Gaumont de Montparnasse. Cuando vuelva no es necesario que estés aquí.

Mi único gesto latinoamericano, al menos tal y como nos ven a los latinoamericanos en París —es decir, como a unos puercos machistas—, fue lanzar el vaso contra la pared antes de salir y hacerlo añicos dejando un manchón blanco sobre el papel de colgadura. Ese horrible papel que decora la mayoría de las casas parisinas.

Claro, no vi la película sino que fui a emborracharme a L’Oiseau du Feu, en Bastilla, pero esto Corinne nunca lo supo; tampoco supo que a las dos de la mañana vomité en el canal Saint Martin maldiciéndola y maldiciendo a ese lejano país que, en una noche como ésa, me había vuelto a abandonar, y que me hacía llorar de nostalgia, de dolor, de risa, de asco, todo lo que nunca hice estando con Corinne por temor a parecerle demasiado meteco, que al fin y al cabo es lo que siempre fui, y que nunca dejaré de ser, y para que no me dijera por centésima vez lo que es tan cierto, y es que le echo la culpa a mi país de todo lo que me pasa, así sea un simple dolor de estómago, y es cierto porque en cada borrachera lloro de orfandad por lo que allá dejé, perdí y olvidé, sobre todo en noches como ésa, corneado por una verga venosa cuyo propietario, a lo mejor, es un negro de Barranquilla o del Chocó, y yo llorando y maldiciendo de lejos, sin que mis gritos lleguen siquiera a inquietar a los taxis que pasan, indiferentes. Peor que sufrir, carajo, es que a nadie le importe que uno sufra.

Así fue que Corinne salió de mi vida.

La experiencia anterior es ya muy lejana, pero, en fin, ¿por qué no mencionarla? Fue con una compatriota de Medellín llamada Liliana, estudiante de Letras —como yo—, en la Universidad de Vincennes. Ella —también como yo— quería ser escritora, pero sus ídolos eran Georges Perec, Alain Robe-Grillet, Claude Simón y, en general, los autores del «nouveau román» francés. A mí, en cambio, me gustaban Camus, Malraux, Genet y Céline, y además me gustaba Vargas Llosa, lo que nos llevaba a interminables discusiones, ya que para ella el único latinoamericano válido era Severo Sarduy. Lo peor era cuando intercambiábamos nuestros textos. Según ella yo era un decimonónico que no había entendido nada, y mis escritos reflejaban la pobreza de mis conceptos. Cuando me tocaba el turno la acusaba de vivir fuera de la realidad, de disfrazar con un halo misterioso lo que en realidad no tenía ningún misterio ni gracia, y de escribir ideas prestadas de narraciones que, sobre todo, eran aburridísimas. Así la polémica iba creciendo; Liliana me gritaba: «¡Sartriano mediocre!», a lo que yo respondía: «¡Deleuziana ignorante!» Como suele pasar en estas discusiones, muy pronto dejábamos de hablar de libros para arremeter contra el otro diciendo cualquier disparate: «¡Gordo culo!», me gritaba, y yo: «¡Paisita metida a escritora!», y así, hasta que había dos posibilidades: o bien alguno se iba dando un portazo, ofendido, o bien acabábamos llorando, abrazados y pidiendo perdón, pues en el fondo sabíamos que ninguno tenía el menor talento y que insultar al otro era un modo de paliar la frustración por la mediocridad de nuestros escritos y por lo lejos, lejísimos que estábamos de ser lo que soñábamos. Hasta que un buen día, con gran civilización y mucha tristeza, decidimos cortar para dejar de hacernos daño, pues coincidimos en que cada uno era el reflejo deprimente del otro.

—Es que yo te veo escribir, en tu mesa —me confesó esa tarde—, y me parece verme a mí, garabateando pendejadas sin sentido, llenando hojas con historias que no le interesan a nadie.

—A mí, Lili, me interesan a mí —le respondí mintiendo, pues no sólo no me interesaban sino que, además, me aburrían.

Por fin se fue y ambos nos dimos un respiro. Claro, seguimos siendo amigos, e incluso pasamos fines de semana juntos y noches de juerga. Pero nada más. Luego ella se casó con un francés muy simpático, un arquitecto, creo, y una o dos veces al año me invitan a comer en un apartamento muy lindo cerca de Bastilla. Nunca hablamos de libros y, sobre todo, jamás preguntamos por los escritos. Así es mejor.

En fin, no sé ni cómo ni por qué acabé contando todo esto. Supongo que es importante que se sepa quién soy. Pero lo que debo contar ahora realmente, lo que interesa en esta historia, fue la extraña llamada de ayer. Estaba yo en mi cubículo —no se puede llamar «oficina» a lo que tengo aquí— cuando el timbre del aparato me sacó de mis cavilaciones. Escuchaba un defectuoso reportaje sobre la preparación de las hamburguesas kosher en el parisino barrio del Marais, y, para la precisión, intentaba saber si tenía arreglo o si lo mejor era devolverlo con cajas destempladas, so pena de que su autor me mandara a comer lo que sabemos y me acusara de antisemita. ¿Qué decía? Ah, sí, el teléfono. Lo levanté con desidia, pero al responder me puse firme. Monsieur Casteram me pedía ir con urgencia a su oficina. Él, como es jefe, sí tiene oficina, pues si algo les gusta a los funcionarios franceses —en realidad, a los funcionarios de todo el mundo— es mostrar las diferencias de jerarquía en este tipo de cosas.

Al llegar a su despacho encontré sentado a un tal monsieur Pétit, un hombre bajito, calvo, con una obesidad obtenida sin mucha alegría y a quien, por cierto, nunca había visto en la redacción. Casteram me lo presentó como alguien de las altas esferas de la Radio Estatal y me dijo que preparara maletas, pues debía salir con él para Hong Kong al día siguiente, escala desde la cual viajaría a Pekín para realizar un reportaje sobre los católicos en China.

—Nuestros clientes piden temas originales —teorizó Casteram, haciendo una pausa entre cada frase con un pequeño eructo—, y hoy, mi querido Suárez Salcedo, el tema de los católicos en países comunistas está en primer plano. Fíjese la que se armó en Cuba después de la visita del papa Wojtila. Todo un golpe informativo. La idea es crear algo así, ¿me sigue?

—¿Y por qué ahora? —me atreví a preguntar.

—El regreso del verano nos tiene algo… secos —continuó diciendo—. Sí. Ésa es la palabra: secos. No hay grandes temas. Se acabó lo de Chechenia, en Kosovo no ha vuelto a haber nada que valga más de un par de muertos. Nuestros asociados necesitan color. Por ello es el momento de meter al horno alguno de los temas fríos, y éste es uno de los más grandes.

Casteram me explicó que Pétit, este ser extraño y silencioso, era uno de los organizadores de enlace con los directivos de nuestras radios asociadas en el mundo. Un pez gordo, en suma. Mientras Casteram hablaba, Pétit permaneció mudo, limpiándose el sudor de la calva con un pañuelo asqueroso. Era ese típico funcionario estatal de traje raído y corbata cuyo atuendo cuadraba tan bien con su carácter que parecía haber nacido con él puesto. La orden, caída como un meteorito en el centro de la oficina, me dejó perplejo.

Yo no tengo nada contra China. Al contrario, me atrae. Pero la verdad es que por estos días me viene un poco mal, pues se echa encima la carga del mes de septiembre, con la mitad de los periodistas aún en vacaciones. Además, y esto lo digo de modo estrictamente personal, estoy en medio de una dieta hipocalórica, y nada hay peor para una dieta que un viaje de trabajo, el cambio de rutina y la tensión que esto genera, situación que, por lo general, lo bota a uno de cabeza a los bufetes de los hoteles, cuando no a los restaurantes de comida rápida, lo que en términos alimenticios significa un aluvión de calorías, grasa y colesterol. Pero en fin. No es la primera vez que me envían, de la noche a la mañana, a lugares como Nairobi, Yakarta o Tegucigalpa, dándome apenas el tiempo de hacer la maleta. Mis jefes son caprichosos y a veces, por haber escuchado una emisión en las radios competidoras, por algún comentario de cóctel o, simplemente, porque sí, les entran estos afanes. Y ahí estamos nosotros, sus fichas, para salir al terreno de combate.

Lo primero que hice al saber que debía ir a Pekín fue lo que haría cualquier francés, es decir sacar de la biblioteca esa vieja edición en Gallimard que todos tenemos de Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux, para buscar las páginas relativas a China. Tras comprobar que el libro sí estaba en la biblioteca —lo que, dicho por mí, quiere decir sobre todo que no fue uno de los libros que Corinne, mi ex mujer, se llevó al irse— me dispuse a leerlo, teniendo a mano un sándwich de gérmenes de soja y una botella de agua Perrier con aroma a lima. Y leí, hasta que encontré algo que me llamó la atención. Una serie de descripciones de tipos chinos.

Citaré algunas:

«Modesto, o más bien agazapado, acolchado, se diría flemático, con ojos de detective, y pantuflas de fieltro, caminando en puntas de pies, las manos entre las mangas, jesuita, con una inocencia cosida con hilo blanco, pero dispuesto a todo.»

Pensé en los chinos del álbum El Loto Azul, de Tintín. Luego Michaux agrega:

«Cara de gelatina, y de pronto la gelatina se destapa y sale un precipitado ratón.»

Esto último, a decir verdad, no lo entendí muy bien. Así que releí, pero la impresión fue la misma.

«Con algo de borracho y de blando; con una especie de corteza entre el mundo y él.»

¿En qué año escribió Michaux esta estupidez? Todo el mundo ha visto un chino. En todas las ciudades grandes de Europa y de América hay chinos, y entonces, ¿qué sentido tiene describirlos? No lo entiendo. ¡Es un acto arrogante y burlón que no estoy dispuesto a tragar!

En desquite, decidí improvisar una descripción del francés:

«Ser temeroso, tacaño —a la tacañería la llama “sentido del ahorro”— y mezquino. Hábil para el trabajo. Disciplinado. Tiene miedo de que sus vecinos lo denuncien a la policía y por eso ve la televisión con el volumen bajo. No le gusta que los demás crean que es tonto, por eso evita sorprenderse, aun si lo que tiene delante son las pirámides de Egipto. Tiene dos obsesiones centrales: parecer más inteligente de lo que es y estar muy ocupado. Desde joven piensa en la pensión, pero cuando ésta llega, a los sesenta y cinco años, se deprime y a veces se suicida. Las jovencitas ponen mala cara si un varón les dice un piropo, y son capaces de negarse a hacer el amor si al día siguiente deben levantarse temprano. Les gusta la buena comida, pero casi nunca la comen porque es cara. Sus vinos son óptimos. Se dice que crearon los perfumes porque no se bañan, pero esto no es del todo cierto. Son rubios, de ojos saltones y piel acartonada. Creen que si Francia no existiera el mundo sería una leonera, y no les falta algo de razón. Inventaron, por error, el champagne

Al releer me invadió un cierto sentido de culpa, pero fue Michaux quien empezó. Luego regresé a la biblioteca y, con mano temblorosa, extraje la edición en La Pléiade de las Obras Completas de André Malraux. Es curioso. Otro apasionado de Asia y con un nombre tan parecido al de Michaux. Sólo tres letras los diferencian. Abrí La tentación de Occidente y releí la última frase: «Una de las leyes más fuertes de nuestro espíritu es que las tentaciones vencidas se transforman en conocimiento.» Mis ojos se llenaron de lágrimas, los vellos de mi antebrazo se levantaron como espinas de erizo. La lucidez de Malraux me emociona hasta las lágrimas; es algo un poco ridículo, lo sé, pero que no puedo controlar. ¿Y por qué me emociona tanto? Pues porque, en fin, modestamente, a mí me habría gustado ser como él. Sin duda me faltó el talento, claro, pero lo que yo me digo, y lo que les digo a mis pocos amigos, es que no tuve la oportunidad de hacerlo, pues la supervivencia me empujó a este trabajo y luego no me quedó tiempo libre. Yo sé, secretamente, que esto es falso; si uno quiere escribir, escribe, así deba levantarse por las noches, sacrificar horas de sueño, trabajar en buses y cafeterías. Lo que me faltó fue coraje, decisión, y esto es algo que mordisqueo de vez en cuando, desvelado, o cuando me paso de tragos y acabo echándole la culpa a mi país, que fue el primero en abandonarme, y lloro de rabia, y bebo, y acabo colgado del teléfono, llamando sin parar a Bogotá, sólo por sentir que no todo está perdido, que mi nombre, en esa ciudad, aún es capaz de despertar afecto.

El talento de Malraux y el de otros escritores que admiro es un dedo acusador, un incómodo espejo de mi cobardía. Pero en fin, no quiero desviar la historia.

Estaba por decir que si voy a ir a Hong Kong, y luego a Pekín, lo mejor sería releer también algunos pasajes de Los Conquistadores y de La condición humana. Así que, tras comer el sándwich de germen de soja —y de ir furtivamente a la nevera, lo confieso, y apurar tres bocados de foie gras y varios sorbos largos a una botella de Vouvray—, me dispuse a leer hasta quedar profunda, reparadoramente dormido.

A las siete de la mañana el timbre del teléfono me despertó y caí en la cuenta de que estaba en el sillón de la sala, con el libro de Malraux sobre las piernas. Caramba, me dije, ¿quién podrá ser a esta hora?

—Soy Pétit —escuché decir—. En quince minutos pasaré a recogerlo. Iremos a la embajada china y de ahí al aeropuerto. El vuelo es a las once. No olvide su pasaporte.

Dicho esto colgó; yo me quedé mirando el auricular sin comprender muy bien qué estaba sucediendo. ¿Quince minutos? De un salto fui al armario, saqué mi maleta y puse dentro todo lo que encontré. En otro maletín guardé la Sony Digital y varios casetes —hace ya tiempo que dejamos de usar las pesadas grabadoras Nagra, lo que mi espalda agradece a diario.

Del baño, tras darme una ducha rápida y pasarme una afeitadora eléctrica por las mejillas, recogí mis utensilios, dándole particular importancia a las pastillas Chitosano, un complejo orgánico que reduce en un 30% la absorción de las grasas. Todos estos cuidados, sobra decirlo, los sigo por estrictas razones médicas, ya que en mí la vanidad, además de ridícula, sería inútil. En la cocina tomé un par de sorbos de jugo de naranja, una manzana y un yogurt natural, 0% de grasa. Luego cerré la llave del gas y la del agua, justo en el instante en que otro timbre, esta vez el de la puerta de la calle, atravesaba el aire.

Pétit me esperaba en un Renault 21 de color negro, parqueado sobre el andén. Saludó con un gesto y, sin siquiera proponer ayudarme a subir la valija al maletero, volvió a sentarse al volante. Sé que de entrada este hombre me cayó mal, esto creo haberlo dejado claro, pero quisiera agregar que su pinta, esa mañana, era lo más ridículo que había visto en mi vida: sobre una desabrida camisa mil rayas llevaba un chaleco de fotógrafo Banana Republic, pero no original, sino una burda imitación comprada en algún puesto callejero de Belleville. Encima del chaleco lucía una chaqueta ligera, un pantalón de algodón color caqui y zapatillas de suela baja sin medias, con lo cual regalaba a los paseantes la espantosa imagen de sus tobillos regordetes, rosados y lampiños. Ése debía ser el atuendo de los funcionarios estatales en los «países cálidos», en las épocas coloniales de Francia. Pero en fin, ya dije que todo en Pétit era ridículo: su forma de sudar, su barriga fofa, su horrible papada, el olor a naftalina que exhalaban las costuras de su traje, el pelo de la coronilla, húmedo por la transpiración, dejando al aire las zonas baldías.

Al llegar a la embajada china, Pétit dejó el Renault 21 en doble fila, me pidió el pasaporte y me dijo que lo esperara. Tuve la tentación de bajar del carro y entrar a una brasserie a comer un croissant con café —ya empezaba a ponerme nervioso—, pero tuve miedo de que esto contrariara a mi compañero. Así que esperé, tamborileando con los dedos sobre la guantera y calculando si debía encender el radio, pues a esa hora ya habrían sucedido miles de cosas en el mundo y yo aún no había escuchado el sumario de France Info, algo que, a estas alturas de mi exilio voluntario, se había convertido en vicio.

Pétit volvió a los veinte minutos. Subió sin decir palabra, y, tras lanzarme de modo grosero el pasaporte, salimos hacia el aeropuerto de Roissy. Yo seguí tamborileando sobre la guantera hasta que en un semáforo se quedó mirando con odio mis dedos. Entonces los replegué y me mantuve en silencio. Qué tipo tan raro. Nunca había visto a un periodista actuar de este modo, aun si es cierto que el periodismo es un gremio capaz de contener todas las tendencias humanas, incluyendo taras, virtudes y defectos. En el aeropuerto sucedió algo curioso: en lugar de dejar el carro en el parqueadero, Pétit le entregó las llaves a un hombre de vestido gris que, al parecer, nos esperaba, pero que nadie me presentó. Luego empujamos las maletas hasta los mostradores de la aerolínea Cathay Pacific y, para mi frustración, comprobé que nuestros billetes eran de clase económica. Hubiera preferido un vuelo con Air France, para engordar mi programa de millas, pero Pétit dijo que la Cathay era la única que volaba a Hong Kong ese día. No hice más preguntas al ver el disgusto con el que me respondió, pero suspiré al pensar que no podría relajarme en el salón VIP del aeropuerto, comer algo de maní con jugo de naranja y leer los periódicos del día.

Entonces nos sentamos en una de las frías salas de espera y, en un lance de humanidad, le pregunté a Pétit si tenía hijos.

—No —dijo con sequedad—. ¿Por qué me lo pregunta?

—Es una forma educada de iniciar una conversación —repliqué—. Al fin y al cabo vamos a hacer un viaje juntos.

—Ya hablaremos cuando llegue el momento…

Dicho esto volvió a su silencio de antes; para justificarlo sacó unos documentos de su maletín y se sumergió en ellos como si se tratara de su acta de divorcio. Yo, desagradado y con ganas de maldecir, me levanté a dar una vuelta por el duty free pensando que, en realidad, Pétit no sólo era sucio, sino grosero y arrogante. Me pareció imposible que un ser así fuera capaz de dar a otros algún tipo de alegría, ni siquiera el día de su nacimiento. A lo mejor más tarde, con algunos tragos a bordo, o al llegar, algo de su personalidad profunda afloraba y la situación daba un vuelco. No creo ser una persona conflictiva. Si Pétit quería dárselas de duro era su problema.

Por lo pronto nuestro camino era largo. Había que atravesar todo Asia, viajando contra el sol, para llegar a Hong Kong a las siete de la mañana. Estas situaciones las conozco de memoria y por lo general leo mucho, de ahí la delicada elección de un buen libro, que no puede ser ni muy denso ni muy ligero: algo que interese sin cansar y que se sostenga durante muchas horas. Luego de la cena, abundantemente rociada con vino, bebo unos buenos tragos de whisky o ginebra, dependiendo del ánimo, haciendo coincidir la última copa con la película de turno que en todas las aerolíneas pasan después de la comida. Y ahí me voy quedando dormido, mecido por los tragos y el bailoteo del avión —cuando hay, claro, y aquí debo confesar que me gustan las turbulencias, pues cuando no, cuando el viaje es rectilíneo y tranquilo, tengo la sensación de estar sentado en una inmensa, aburridísima sala de espera. ¡Hong Kong, qué lejos estás!