A comienzos del verano del siguiente año, don Sancho el Fuerte acudió a Leire, acompañado de sus caballeros, la nobleza navarra y su tía doña Elvira, entre otros familiares, para hacer entrega a los monjes de las cadenas del palenque* del miramamolín, arrebatadas durante la batalla de las Navas de Tolosa. El monasterio, panteón de los primeros reyes, era el guardián de los trofeos de guerra de Navarra. De sus muros colgaban decenas de estandartes enemigos conquistados, tanto cristianos como musulmanes, escudos y armas; en sus arcas estaban depositadas joyas, arquetas de marfil y otros objetos valiosos; en su iglesia se guardaban las reliquias de las santas Nunilo y Alodia. Era, por tanto, natural que las cadenas, tan valerosamente obtenidas por el propio rey, fueran igualmente custodiadas en el santo lugar.
Tras la misa y la ceremonia de entrega, la familia real, los nobles y los monjes se dispusieron a celebrar el evento dando cuenta de un suculento banquete, dispuesto sobre unas mesas largas en el propio jardín del claustro. Hacia la mitad de la comida, un menesteroso, cubierto de harapos y la mirada desvaída, se aproximó al lugar donde se hallaba sentada la tía del rey y colocó una de sus manos sobre la de ella. Era una mano repugnante, negra, sin uñas, llena de viejas cicatrices y heridas nuevas. Doña Elvira dio un grito y, en el acto, un par de soldados asieron con brusquedad al mendigo y lo echaron fuera del claustro, después de haberle propinado un montón de puñetazos y patadas.
—¿Quién era ese hombre? —preguntó doña Elvira, aún bajo los efectos del susto, al monje sentado junto a ella.
—Un pobre loco, señora. Lo encontramos el verano pasado a los pies de la sierra. Se había golpeado la cabeza y estaba malherido.
—¿Es peligroso?
—¡Oh no, señora! —exclamó el monje con una sonrisa compasiva—. Duerme en las pocilgas y abandona el monasterio en cuanto amanece. Pasa todo el día fuera buscando un tesoro, según dice; araña la tierra con sus propias manos y regresa, herido y agotado, al ponerse el sol. No creo que viva mucho tiempo más.
Doña Elvira se quedó pensativa. Durante un instante, un breve instante, creyó haber reconocido al menesteroso, pero ella no conocía a ningún loco. Paseó la vista por el edificio y suspiró resignada. Entre aquellos muros había vivido y estaba enterrado Johan de Isaba, el monje sabio que se había llevado su secreto a la tumba.