Tras salir del palacio, el mensajero se reunió con sus acompañantes. Los dos hombres habían permanecido fuera de la encinta, vigilados por los guardas, que desconfiaban de su aspecto extravagante y no les perdían ojo. Sin una palabra, el mensajero montó en su caballo y se dirigió hacia la puerta del Abrevadero, seguido por los otros dos. Cabalgaron sin detenerse las millas de distancia entre la ciudad episcopal y la pequeña población de Olaitz y, una vez en ella, tomaron una pequeña vereda hasta un caserío situado en un altillo. Un hombre, ni joven ni viejo, que estaba talando un árbol fue el primero en avistarlos y se puso a dar grandes gritos alertando al resto de la familia. Cuando los tres jinetes llegaron ante la puerta, les estaban esperando los hombres y mujeres de la casa armados con palos y azadones. El mensajero sonrió. Sus dos acompañantes, sin embargo, echaron mano a las empuñaduras de sus espadas, dispuestos a desenvainarlas al menor síntoma de peligro.
—Difícil lo tiene un viajero en este lugar —afirmó el mensajero, apeándose de la montura sin dejar de sonreír.
—¿Quién eres y qué buscas en mi casa? —le preguntó el más viejo de todos, mientras manoseaba impaciente el pomo de su makila*.
—¿Tanto he cambiado, padre, que no reconoces a tu hijo pequeño? —respondió el hombre, quitándose el amama y dejando ver su abundante cabellera rizada.
Los miembros de la familia intercambiaron miradas sin poder dar crédito a lo que veían sus ojos. La madre ahogó un grito y el padre apretó los dientes para no mostrar su emoción.
—¡Maldita sea! —exclamó finalmente Lope Arzaiz—. ¡Izurra!
Los palos y azadones cayeron al suelo y toda la familia se abalanzó sobre Otxoa como una sola persona. Lo besaron, lo tocaron, le echaron en cara la falta de noticias durante los últimos doce años y le hicieron mil y una preguntas sin esperar las respuestas. El hombre de la caballera blanca soltó una alegre carcajada y descabalgó él también, mientras el joven del pelo rojizo continuaba sobre el caballo sin decidirse a seguir su ejemplo.
—Éstos son mis amigos —dijo Otxoa señalando a sus acompañantes—. El viejo es Hernando Ferrándiz.
Ferrándiz hizo una reverencia complicada al modo cortesano, dejando a todos muy sorprendidos y provocando sus risas burlonas. Ya nadie le llamaba Buruandi. Su apodo había quedado enterrado a la par que su carrera de soldado cuando, dos años después de su marcha, su joven protegido fue a buscarlo y le pidió que lo acompañara en sus viajes.
—Soy viejo para viajar —le respondió—. He sido soldado toda mi vida y quiero morir siéndolo.
—¿Cuánto tiempo más crees que te permitirán serlo? —le preguntó Otxoa—. Caerás en cualquiera de esas batallas que brotan como los champiñones después de la lluvia, tu cuerpo quedará insepulto y nadie se acordará de ti. Ven conmigo, veamos adónde llevan los caminos, averigüemos juntos qué hay al otro lado del mar y de las montañas.
—Soy un soldado —insistió Ferrándiz.
—Necesito un hombre de armas conmigo para defenderme cuando me asalten los ladrones o me vea envuelto en la furia de otros.
El viejo milite sólo esperaba una disculpa para tirar su viejo peto de cuero a la basura. Bien sabía él cuan ciertas eran las palabras de su amigo. La última vez que el ejército navarro había entrado en combate, a él lo habían dejado en el castillo de Pamplona, igual que a una mula vieja, ocupándose de una cuadrilla de mozalbetes recién llegados incapaces de distinguir su mano derecha de la izquierda. Estaba cansado, había pasado su vida viendo el mundo desde una muralla y deseaba hacer algo distinto, aunque no sabía qué. Abandonó la vida militar tan querida para él y siguió a Otxoa. Ocho años después, aún bendecía su lucidez al tomar dicha decisión. Jamás se había divertido tanto. Nunca había imaginado ni en sueños que pudiera llegar a conocer tierras, paisajes y gentes tan diferentes a las suyas.
—Mi otro amigo es Ahmad.
Otxoa señaló al pelirrojo, que, finalmente, había decidido apearse del caballo y aproximarse a sus compañeros. Ahmad se inclinó ante el jefe de la familia en señal de respeto.
—Es árabe —explicó Otxoa a su familia.
—¿Has traído a un infiel a nuestra casa? —preguntó Lope más sorprendido que escandalizado.
Ningún miembro de la familia, excepto su hermano, había tenido jamás oportunidad de conocer a uno de aquellos musulmanes de los que a veces se hablaba durante las veladas nocturnas. La única información sobre ellos procedía del señor del valle, que había servido a las órdenes del anterior rey, muchos años atrás.
—He traído a un amigo —respondió Otxoa.
Fue a Tarifa al abandonar Pamplona como un fugitivo y vivió con Ahmad y su familia, antes de que juntos regresaran en busca de Ferrándiz. Cada uno aprendió la lengua del otro, sus costumbres y creencias. Se amoldaron el uno al otro como el guante a la mano, aunque Otxoa jamás había dejado de apreciar las excelencias de una buena morcilla y Ahmad nunca había querido probarlas.
—Sé bienvenido, amigo de mi hijo —dijo Iaunso Arzaiz con una sonrisa, dirigiéndose al joven—. Nuestra casa también es la tuya.
Los tres amigos se acostumbraron pronto a la vida del caserío. Cambiaron sus ropas, demasiado llamativas para el lugar, y se vistieron con las calzas y sayos oscuros de lana que utilizaban los habitantes del valle de Olaibar. Después de los viajes que los habían llevado hasta las heladas regiones del norte y las muy cálidas del sur, las ricas tierras de los griegos, las estepas más allá de Ishfashan* y los desiertos egipcios, sus cuerpos y mentes agradecían el descanso. La simplicidad de la vida campesina, cuya mayor preocupación era prever los cambios del tiempo y mantener en buena salud a personas y animales, era un bálsamo para aliviar ausencias y viejas heridas. Recorrieron el valle de punta a cabo, subieron a la cueva del monte Ostiasko, donde Otxoa había encontrado por vez primera a la tía del rey, causa de sus desventuras posteriores, escucharon el silencio de los bosques y se bañaron en las frías aguas del río Ultzama.
Varias semanas después de su llegada a Olaitz, los cielos se oscurecieron, el día se hizo noche y las nubes descargaron su furia en forma de tormenta. Las tierras bajas se inundaron y el valle entero quedó anegado por el agua. Ferrándiz desapareció mientras trataba de ayudar en el rescate de un becerro hundido en el barro. Otxoa, Ahmad y los demás lo buscaron sin éxito durante horas. Detuvieron la búsqueda cuando un hombre de la vecina Osakain subió al caserío Arzaiz y les comunicó el hallazgo de un cadáver, arrastrado por las aguas del río desbordado. Los dos amigos acudieron presurosos para comprobar lo que ya intuían. El muerto era, en efecto, su viejo compañero. Estaba totalmente cubierto de lodo reseco y hierbajos. No había nada que hacer, el hombre se había ahogado y convenía enterrarlo cuanto antes, sin lavarlo, sin ceremonias, visto que la situación climática parecía empeorar a cada momento. Iban a proceder al enterramiento cuando algo llamó la atención de Otxoa. Bajo la espesa barba oscurecida por el barro, podía verse una pequeña mancha roja. Ante la sorpresa de todos, detuvo la ceremonia y procedió a limpiar rápidamente el cuello del veterano. Hernando Ferrándiz, Buruandi, había sido degollado.
Al día siguiente, nada más clarear y después de haber pasado la noche en vela, Otxoa y Ahmad se despidieron de la familia y volvieron al camino. Únicamente una persona en el mundo podía haber asesinado a su amigo. El pájaro negro había emprendido de nuevo el vuelo.
—Es él, estoy seguro —afirmó Otxoa.
—Pudo ser un salteador —trató de tranquilizarle Ahmad, sin tenerlas todas consigo.
—No. Un bandido asalta buscando algo de valor. Hernando no llevaba nada encima.
—¿No lo había echado al río hace años?
—Siempre he creído que aún estaba vivo —Otxoa recordó el sueño en el que lo veía abriendo el saco con su daga—. No sé cómo, pero mi visita a don Sancho le ha puesto de nuevo sobre mi pista.
Recorrieron en silencio el trayecto hasta Pamplona, pero no entraron en la ciudad, sino que se dirigieron a Agoitz para seguir desde allí hacia Leire. Llegaron al anochecer, sin haber comido y rendidos por la cabalgada. Iban vestidos con ropas de lana fina al estilo borgoñón*, haciéndose pasar por caballeros franceses de regreso de Santiago de Compostela. Fueron alojados en una habitación de dos camas, en el ala reservada a los viajeros de alcurnia, después de haber depositado un saquito lleno de monedas de oro en la mano del monje portero.
Ahmad cayó rendido enseguida, pero Otxoa no podía dormir. Extrajo el Libro de la sabiduría del tubo de piel que había sustituido a la vieja caña y, una vez más, pasó la noche leyendo el precioso manuscrito que de manera tan fortuita había ido a parar a sus manos años atrás. Casi se lo sabía de memoria, pero deseaba volver a llenar sus ojos de palabras, fórmulas, vaticinios y enseñanzas. Aún no había amanecido cuando ya había tomado una decisión.
—El libro debe volver a su lugar —afirmó al tiempo que despertaba a su amigo.
—¿Estás seguro? —preguntó Ahmad aún medio dormido.
—Lo estoy. Debemos esconderlo antes de que él lo encuentre. No puede caer en manos tan peligrosas.
Salieron silenciosamente de la habitación y se arrastraron pegados al muro del monasterio hasta llegar a la encinta norte, por la que treparon y desde donde se descolgaron al otro lado. Caminaron un largo trecho, tropezándose con las rocas y arañándose con los arbustos. Buscaron, alumbrados por las primeras luces del alba, algunas de las grutas medio ocultas por el ramaje y, finalmente, penetraron en una de las que se encontraban en la zona más alta. Una vez dentro buscaron una cavidad en la roca, la hicieron más profunda con ayuda de sus cuchillos, introdujeron el tubo que contenía los pergaminos y la taparon luego con algunas piedras.
Ya era de día cuando regresaron al monasterio en busca de sus caballos y de sus bolsas de viaje. Esta vez entraron por la puerta, dejando muy asombrados a los dos monjes que la custodiaban pues no recordaban haberlos visto salir por ella. Al llegar a su habitación, a Otxoa se le subió el corazón a la garganta. Allí, en medio de un gran desorden, estaba el mismo individuo vestido de negro, más viejo, más seco, que lo perseguía desde hacía doce años.
—Aquí estamos de nuevo —dijo el hombre en un tono de voz que le heló la sangre.
—Veo que habéis estado muy ocupado buscando algo que no existe —dijo Otxoa, tratando de aparentar seguridad.
—Si no existe, ¿por qué llevas tanto tiempo ocultándote?
—No me he ocultado.
—Entonces, lo que busco está en tu cabeza —afirmó Kilpeck— y deberás decírmelo por las buenas o por las malas.
—No tengo nada que deciros.
—Puedo despellejarte vivo, lentamente. Puedo hacer que sufras como jamás has imaginado.
—No tengo nada que deciros —insistió Otxoa.
—Morirás de todos modos —dijo el inglés, aproximándose a él, al tiempo que aparecía una daga en su mano como por arte de magia—. He pasado años buscándote y merezco una compensación.
Ahmad había quedado en segundo plano, como si no existiera, y al ver a su amigo en peligro, se abalanzó sobre el sicario. Sin apenas moverse y sin dejar de mirar a Otxoa, el hombre le propinó una cuchillada encima del corazón con tanta fuerza que lo lanzó contra uno de los muros de la habitación y el joven cayó sin sentido al suelo.
—Buen intentó —ironizó Kilpeck—, pero poco eficaz.
—De acuerdo. Lo he escondido —confesó Otxoa, aparentemente asustado.
—¿El qué?
—El tesoro que andáis buscando. Lo he escondido.
La mención de un tesoro hizo brillar de codicia la mirada del pájaro negro. Como si la historia se repitiese, colocó la punta de la daga debajo de la barbilla de Otxoa.
—Llévame hasta él y procura no hacer nada extraño. Mi paciencia ha llegado a un límite y estás a un pelo de irte al infierno.
Kilpeck asió el brazo de su presa mientras mantenía la daga pegada a su cuello y ambos se dirigieron a la salida. Los monjes de la puerta abrieron los ojos horrorizados, pero no se atrevieron a mover un dedo. Otxoa condujo a su capturador hasta las faldas de la sierra, indicándole que el tesoro estaba escondido bajo una roca marcada con una cruz. No era posible mantenerse juntos porque era un lugar abrupto y algunos tramos debían atravesarse de uno en uno. El joven, que iba por delante, aprovechó que el sicario tuvo que aferrarse con las dos manos a un saliente para poder ascender y le dio una patada en plena cara. El hombro rodó ladera abajo, magullándose el cuerpo y golpeándose contra el suelo y las rocas hasta quedar tendido sin conocimiento.
El antiguo mensajero corrió todo lo veloz que pudo de vuelta al monasterio, dejando de nuevo atónitos a los monjes de la puerta. Penetró en la habitación y acudió a socorrer a su amigo. Había perdido mucha sangre, pero la herida no era mortal. Después de buscar, encontró un pequeño tarro de barro que había rodado bajo una de las camas durante el registro realizado por el inglés. Era uno de los preparados que había aprendido a elaborar con Johan de Isaba, una pomada de hierbas maceradas en aceite de oliva y mezcladas con cera virgen. Extendió una gruesa capa sobre la herida de su amigo y la vendó utilizando para ello un trozo de sábana que desgarró con su cuchillo.
—¿Aún estoy vivo? —preguntó el herido abriendo los ojos y haciendo una mueca de dolor.
—Aún lo estás, amigo mío —respondió Otxoa sin mostrar su alegría—, pero debemos marcharnos cuanto antes.
—¿No lo has matado?
—Otros se encargarán de darle su merecido.
Recogió las ropas y objetos desparramados por la habitación y los metió en los sacos de viaje, que se colgó al hombro. Luego, pasó su brazo por debajo del sobaco de Ahmad y fueron en busca de sus caballos.
Por cuarta vez aquella mañana, los monjes porteros vieron pasar por delante de ellos a los dos extraños personajes que habían alterado las normas del monasterio y que desaparecieron de su vista por el camino francés.