Mayo de 1212.
Doce años después de la caída de la villa-fortaleza de Vitoria y diez del regreso de don Sancho a su reino, un hombre de aspecto noble, montado en un caballo negro de largas patas y crin abundante, vestido a la usanza árabe, pantalón y túnica de seda verde, capa, botas de montar de badana fina y un extraño tocado en la cabeza, pidió ser recibido por el rey don Sancho. Iba acompañado por dos hombres, uno grande y fuerte, cuya larga melena y barbas mostraban más cabellos blancos que negros y otro, más joven, de piel morena y pelo rojizo.
—Traigo un mensaje del emir Mohamed —dijo, respondiendo a la pregunta sobre la razón de su solicitud.
El jefe de la guardia del castillo le permitió la entrada, pero exigió que los dos acompañantes esperaran fuera. El caballero fue conducido a una sala a la espera de que el escribano real comunicase al rey su presencia. Su espera no fue larga. Don Sancho en persona, acompañado por don Ramiro Gil de Otazu, acudió a la sala curioso por conocer el mensaje.
El visitante les saludó llevándose la mano al pecho, a la boca y a la frente indicando que les deseaba paz con el corazón, la palabra y el pensamiento, y el rey navarro respondió de la misma manera. Se había acostumbrado a saludar al modo musulmán durante su estancia en tierras africanas y no dejaba de hacerlo siempre que tenía una oportunidad.
—Bienvenido, señor…
—Sólo soy un mensajero —se presentó el visitante—. Os traigo un mensaje del emir. Me manda deciros que os ama como a un hermano y os recuerda con agradecimiento por la ayuda prestada contra las tribus rebeldes.
—Y que me costó la pérdida de mis territorios de Álava y Guipúzcoa —añadió don Sancho con amargura.
—El rey de Castilla apoyado por los caballeros de Calatrava ha invadido Al-Ándalus —prosiguió el enviado, recitando el mensaje aprendido de memoria—. El miramamolín ha atravesado el estrecho con miles de soldados beréberes, a los que se han unido los ejércitos andalusíes, obteniendo una gran victoria sobre las tropas castellanas. Su ejército vencerá, reconquistará las tierras arrebatadas y proseguirá su avance hacia el norte. Mohamed ben Yaqub os respeta y os considera su hermano, os pide que no ayudéis al castellano, que tan desleal ha sido siempre con vos, no atacará Navarra y el territorio conquistado por don Alfonso os será devuelto.
—¿Y qué pasará si le apoyo?
—El emir os conoce y conoce vuestro valor. Si os enfrentáis a él, dejaréis de ser su amigo para convertiros en su enemigo.
Don Sancho frunció el ceño y se llevó la mano a la barba, clara señal para quienes le conocían de que no le agradaban las amenazas, algo que no dejaba de recibir desde hacía algún tiempo. Su primo, envalentonado por sus muchas victorias, había entrado en Al-Ándalus el año anterior y la respuesta de los almohades había sido la trágica derrota en Salvatierra, en donde miles de soldados castellanos encontraron la muerte. Ante la importancia del ejército enemigo y el peligro de sucumbir en la lucha desencadenada, don Alfonso había llamado en su ayuda a los reyes cristianos y solicitado del papa Inocencio III la proclamación de la cruzada contra los musulmanes.
—¡Él se lo ha buscado! —había exclamado el navarro al conocer la derrota y la petición de ayuda—. ¡Que se las arregle como pueda! Yo no pienso ayudarle.
Pero las cosas no eran tan sencillas. El propio arzobispo de Narbona en persona había acudido a Pamplona con la misión de convencerlo. La cristiandad estaba en peligro, le aseguró, y también su reino si el emir lograba avanzar hacia el norte. Sus propios consejeros le apremiaban día sí y día también para que tomara una decisión a favor de su primo, así como algunos abades de los monasterios más importantes de Navarra. El papa ya lo había excomulgado una vez y podía volver a hacerlo. Era necesario olvidar las rencillas ante el peligro común.
El mensajero permanecía silencioso con sus ojos castaños fijos en él. Algo en su aspecto le recordaba a alguien, pero no lograba saber a quién.
—¿Os conozco? —preguntó de pronto don Sancho, olvidando su preocupación.
—Soy el mensajero del rey —respondió el hombre sin dejar de mirarle.
—Vos no sois musulmán.
—No.
—¿Sois acaso un cristiano renegado vendido al enemigo? —inquirió de nuevo el rey en tono mordaz.
—Soy un estudioso que intenta aprender los secretos del conocimiento allí donde se encuentre —el hombre esbozó una sonrisa.
—¿El conocimiento?
—En efecto. Llevo muchos años viajando por tierras muy diversas. He visitado países lejanos, he conocido gentes de otras culturas, he aprendido otras lenguas y he tratado de poner en práctica lo que mi maestro me enseñó.
—¿Y habéis encontrado ese conocimiento que buscáis?
—Sé que los hombres y las mujeres son iguales en todas partes. No importa el color de su piel, ni sus creencias, ni sus costumbres. Los poderosos siempre lo son ya vayan vestidos con pieles o sedas, y los humildes sufren igualmente habiten en chozas, en tiendas o en casas de adobe. Son los primeros en padecer el hambre, la sequía o la guerra y también son los primeros en morir.
—Parecéis un predicador —intervino el señor de Otazu por primera vez durante la conversación.
El hombre sonrió de nuevo, pero no respondió, limitándose a hacer una inclinación de cabeza.
—¿Vais a volver con el musulmán? —preguntó a su vez don Sancho.
—Mi camino lleva otro rumbo. Sólo he sido un mensajero, como ya lo fui en otra ocasión.
—Que Dios os acompañe.
—Que Él os ilumine.
Dada por finalizada la conversación, Otazu se dirigió hacia la puerta seguido por el rey.
—Señor…
Don Sancho se giró y esperó a que el hombre se aproximara a él.
—Señor, hay algo más.
El hombre extrajo del interior de su túnica un papel doblado en cuatro y se lo tendió.
—¿Y esto?
—Es para vos.
—¿De parte del emir?
—No. Ya os he dicho que busco el conocimiento y me ha sido revelado en parte. Espero que lo que aquí está escrito os pueda ayudar a tomar una decisión.
Don Sancho desplegó el papel y leyó con atención las breves líneas escritas en la antigua lengua de los navarros: «“En campo llano de media luna, rompe valiente la real cadena”. Una vez fui vuestro mensajero, ahora lo soy de alguien que murió en tiempos de vuestro antepasado, el gran rey Sancho el Mayor. Vuestra vida será longeva y vuestra fama perdurará a través de los siglos. Venceréis».
—¿Qué diablos significa esto?
Estaba solo, el hombre había desaparecido sin hacer el menor ruido. Don Sancho releyó el contenido del mensaje y fue a reunirse con sus más próximos. No dejaba de pensar en el extraño personaje, pero por mucha memoria que hacía, no conseguía ubicarlo en su recuerdo. Daba vueltas al papel que tenía entre las manos y no decía nada para desesperación de sus acompañantes, expectantes por conocer la identidad del visitante y, sobre todo, lo que había venido a decirle.
—¿Quién era? —preguntó por fin doña Elvira rompiendo el silencio.
La voz de su tía le sobresaltó. La dama no había podido aguantar la curiosidad y había interrogado a Otazu sobre la inesperada presencia del visitante vestido al modo árabe, cuya llegada había corrido de voz en voz por el castillo.
—No lo sé. Era un enviado del emir, creo… —respondió el rey aún pensativo—. Aquí pone que una vez fue mi mensajero, pero no lo recuerdo, aunque algo en él me es familiar.
—Déjame ver.
Doña Elvira cogió el papel de su mano y lo leyó. Su interés dejó paso a la sorpresa y estuvo a punto de soltar una exclamación de asombro, pero se contuvo.
—Extraño pergamino —dijo en su lugar, examinando el liviano material, de textura desconocida.
—No es pergamino, es papel. Los árabes hace tiempo que lo utilizan.
—Permite que me lo quede, me gustaría disponer yo también de él para mi correspondencia —añadió doña Elvira con una sonrisa—. Tal vez los buenos monjes de Leire conozcan su procedencia y el método para elaborarlo.
El rey hizo un gesto afirmativo con la mano y volvió a sumirse en sus cavilaciones. Doña Elvira salió de la sala y se dirigió a su cámara.
—Está aquí —dijo, agitando el papel en el aire.
De una silla con amplio respaldo de espaldas a la puerta emergió la figura inconfundible del cuervo negro. El tiempo no había pasado para él, seguía teniendo la misma palidez, el mismo cabello lacio y pajizo y la misma mirada acerada.
—Esta vez no se me escapará —afirmó sin mostrar ningún signo de impaciencia, antes de salir pausadamente de la habitación.
Doña Elvira lo vio marchar y una desagradable sonrisa iluminó su ya marchito rostro.