Los refugiados se habían dirigido hacia Pamplona, aunque muchos fueron quedándose por el camino, en aldeas, casas de familiares o en busca de trabajo. Buruandi tenía una hermana, Otxanda, casada con un tenacero, un fabricante de tenazas, a quien al parecer le iban bien las cosas y que poseía una amplia vivienda en el barrio navarro de la ciudad episcopal. La mujer era una réplica exacta de su hermano, como advirtió Otxoa divertido, pero tan generosa como aquél. Los recibió con los brazos abiertos, se empeñó en lavarlos ella misma para quitarles la mugre que llevaban encima y no descansó hasta que no se hubieron comido al menos dos cuencos enteros de habas con jamón, un pan de los grandes y medio queso de cabra, todo ello regado con buen vino de Estella.
Después de todas las aventuras vividas durante los últimos meses, el joven pudo, al fin, dedicarse de lleno al estudio del Libro de la sabiduría. En la casa del tenacero estaba a salvo y la señora Otxanda parecía haberle tomado tanto cariño como su hermano. Lo trataba como a un hijo y se admiraba cuando lo veía enfrascado en la lectura de aquellos trazos, para ella simples garabatos, procurando que nunca le faltara una buena vela o un candil de aceite encima de la mesa. Al joven no le pareció bien, sin embargo, abusar de la hospitalidad de sus amables anfitriones y encontró trabajo en casa del único librero de Pamplona. El comerciante en libros tenía instalado su negocio en el portal de su propia vivienda, en una esquina de encuentro entre los cuatro barrios de la ciudad, San Nicolás, Nabarr-iria o barrio navarro, San Cernin o San Saturnino, habitado exclusivamente por francos, y el barrio judío. De esta forma, el avispado librero atendía a todo tipo de clientes, fuesen de donde fueran, creyesen en lo que creyeran y hablasen la lengua que hablaran. A él sólo le importaba vender sus libros y cobrar al contado. Otxoa ganaba unas pocas monedas, las suficientes para contribuir a los gastos de la casa y que su presencia no fuera una carga para la pareja.
Buruandi, por su parte, había vuelto a la milicia, prestando servicio en el castillo. Había intentado convencer a su protegido para que imitase su ejemplo, aduciendo que aquélla era la única vida merecedora de ser vivida, pero el joven no estaba de acuerdo con él. De repente, la carrera de soldado ya no le parecía tan emocionante ni excitante como antes. Hacer guardias sin fin, soportar el calor chorreando de sudor bajo la malla, andar millas y millas para ir a enfrentarse con otros hombres en sus mismas condiciones, luchar por alguien a quien no conocía o por algo que no comprendía, no dejaba de ser algo absurdo. Habían transcurrido menos de doce meses desde su primer encuentro con doña Elvira y tenía la impresión de que habían sido años, siglos.
Una tarde en que el veterano se dirigía a casa de su hermana con un permiso para pasar la noche fuera, de un portal de la rúa de la Calderería le salió una sombra al paso.
—¿Qué tal está tu anciana madre? —le preguntó una voz irónica, en absoluto amable.
Buruandi se detuvo en seco. No reconocía al hombre que le hablaba, aunque algo en su apariencia le resultaba familiar. No tuvo tiempo de pensar demasiado porque, sin haber podido responder a la pregunta, se encontró con una daga pinchándole en el cuello.
—Llévame hasta el chico —le ordenó el desconocido sin alzar el tono cortante de su voz.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal del hombretón. Aquél era el maldito hombre que perseguía a su amigo. Se dirigieron hacia la tienda de los libros, como si fueran un par de buenos amigos. El inglés le había echado al soldado el brazo por encima de los hombros, pero su capa ocultaba la mano que empuñaba la daga, dispuesta a clavársela en la garganta a la menor vacilación o intento de fuga. Buruandi se dejó llevar, recordando las palabras de su protegido acerca de aquel tipo de pelaje negro como el cuervo. Realmente era un hombre muy peligroso. Había que tener mucha sangre fría para atreverse a amenazar a un soldado real en una ciudad fortificada, repleta de ellos.
El librero se había ausentado del negocio y Otxoa vigilaba el mostrador expuesto en la calle a la espera de algún cliente cuando vio llegar a su amigo y al hombre de negro. Al reconocer al temido personaje, lo primero que le vino a la cabeza fue echar a correr y no parar hasta hallarse a salvo, pero Kilpeck retiró un poco la capa que ocultaba su mano y el muchacho pudo ver con claridad la punta de la daga en el cuello de Buruandi.
—¡Adentro! —le ordenó el inglés.
Entró en el portal seguido por los otros dos. En un gesto tan rápido que apenas tuvieron tiempo de reaccionar, el sicario cambió de rehén y el filo de su arma pasó del cuello del soldado al del joven. Luego, con un gesto de cabeza, ordenó al veterano que cerrara la puerta.
—Bien… Aquí estamos de nuevo —sopló al oído de Otxoa—. Ahora vas a decirme qué fue lo que te dio el monje.
—No, no, no me dio nada —tartamudeó el muchacho.
—¿Por qué no fuiste a ver a doña Elvira después de escapar de Leire?
—Porque… porque… —tenía que pensar con rapidez— porque no había conseguido nada y no quería enojarla…
—¡Mientes! —la punta de la daga se clavó en el cuello de Otxoa causándole una pequeña herida—. Yo voy a decirte por qué no volviste. El viejo te dio o te enseñó algo importante que no querías compartir con nadie. Pero vas a decirme ahora mismo de qué se trata o te iré pinchando hasta desangrarte como un cerdo durante la matanza.
—Señor…
Buruandi se había aproximado a ellos.
—Da un paso más y tu amigo está muerto —le amenazó Kilpeck—. Después lo estarás tú.
—¿Conocéis mi nombre? —preguntó el soldado, deteniéndose a dos pasos de él.
—Buruandi o algo por el estilo —respondió el inglés, desprevenido por la pregunta, pero sin bajar la guardia ni un solo momento.
—En realidad, me llamo Hernando Ferrándiz. Lo otro es un apodo, ¿sabéis lo que significa en nuestra lengua?
—¡Qué me importa a mí!
—Pues, significa «cabezón», «cabezota», también podría ser «cabeza dura». ¿Sabéis por qué me llaman así?
—¿Por qué?
—¡Por esto!
El soldado asió con sus dos manos la cabeza del inglés y le dio con la suya un topetazo rápido, seco. Kilpeck soltó la daga, miró atónito al hombretón, puso los ojos en blanco y se desplomó.
—¡Lárgate! —ordenó Buruandi a Otxoa—. Ya me ocupo yo de éste.
—Tengo que cerrar el puesto…
—Ya lo cerraré yo, ¡lárgate!
El joven corrió todo lo que pudo hasta llegar a la casa del tenacero, subió al rincón que ocupaba en el desván y esperó allí la llegada de su amigo, manoseando la caña hueca y dando con ella mandobles en el aire. Aquellos pergaminos no le habían traído más que desgracias. El futuro imaginado se había convertido en una pesadilla de nunca acabar. Tal vez si se los entregaba a doña Elvira, el hombre de negro dejaría de perseguirlo y podría, por fin, vivir en paz. Iría al palacio al día siguiente sin falta, pediría hablar primero con don García y le rogaría que lo acompañara. La tía del rey no se atrevería a hacerle nada en presencia del obispo.
Buruandi no acababa de llegar y ya había caído la noche. Otxoa no podía más de impaciencia. ¿Y si el hombre había recobrado el conocimiento? ¿Y si había acabado con su protector? Decidió pensar en otra cosa para tranquilizarse, encendió el canal y se dispuso a leer por última vez el Libro de la sabiduría. Había muchas palabras que no entendía, frases incomprensibles o inconclusas, conocimientos ocultos que no llegaba a discernir. Sus ojos toparon con una de aquellas frases enigmáticas escritas entre recetas para curar la sarna, explicaciones sobre las fases de la Luna o las diversas fórmulas para interpretar las piedras marcadas: «En campo llano de media luna, rompe valiente la real cadena».
¿Qué podía significar algo tan absurdo? ¿De qué campo hablaba? ¿Qué real cadena?
Buruandi llegó por fin después de ocultarse el sol con el cabello revuelto por el fuerte viento sur que corría afuera, las mejillas sonrojadas y los ojos brillantes, cuando las puertas de la muralla habían sido atrancadas y los guardas habían encendido las antorchas en las torres de vigía.
—Ése ya no te molestará más —se limitó a decir antes de ir a la cocina a ver si quedaba algo que llevarse a la boca.
—¿Dónde está?
—Lo he metido en un saco y lo he tirado al Arga —explicó el hombretón escuetamente antes de comenzar a bajar las escaleras.
Otxoa empalideció al oír las palabras de su amigo. Como si le hubiesen echado encima uno de aquellos cubos de agua helada utilizados por los monjes para bañar a los novicios, se despabiló al pronto, bajó las escaleras de dos en dos y entró en la cocina como una tromba.
—¿Que has hecho qué? —preguntó cuando el hombre se disponía ya a hincarle el diente a un pollo en salsa de menta cocinado para él por su hermana.
—Lo que has oído —respondió éste—. Eso es lo que hacemos aquí con los matones.
Aquella noche, el joven tuvo un mal sueño en el que veía al hombre de negro ayudándose con la daga para abrir un boquete en el saco, salir a la superficie del río e ir en su búsqueda. Se despertó antes del amanecer, salió del desván procurando hacer el menor ruido posible para no despertar al soldado, que dormía junto a él en medio de grandes ronquidos, depositó encima del arcón de la cocina todas las monedas que tenía y abandonó Pamplona en cuanto abrieron las puertas de la ciudad, mezclado con los romeros que se dirigían a la población de Estella.