El regreso por mar fue para Otxoa aún más penoso que la ida. Las aguas estaban agitadas y el barco iba de un lado para otro como una hojilla a merced de un huracán. Creyó morir en varias ocasiones; se quedó dormido o se desmayó, no lo supo bien, en otras tantas; vio a sus padres y a sus hermanos mirando hacia el camino, esperando verlo aparecer en cualquier momento; sintió en su cuello la daga afilada del hombre de negro y rogó a Dios por su vida. Finalmente, la nave atracó en el puerto y tuvo que ser el mismo muchacho de la ida, el del pelo rojizo, quien lo sacudiera para que abriese los ojos.
—¡Al-Ándalus! ¡Al-Ándalus! —le gritó a sabiendas de que ésta era la única palabra comprensible para él.
Desembarcó tambaleándose como un borracho después de beberse una cuba de vino, pero fue incapaz de dar un paso más sin la ayuda del muchacho musulmán. Aquella noche, el obispo y él se hospedaron en la casa de un rico comerciante cristiano, amigo de don García. El hombre se desvivió para que los viajeros tuvieran todo tipo de comodidades, aunque sólo consiguió que tragaran algunos pequeños bocados de la suculenta cena preparada en su honor.
A Otxoa le costó darse cuenta de que no estaban en Yazira Tarif. Entre el mareo y el mal de tripas, no había prestado atención al lugar al cual habían arribado. El obispo le explicó que, visto el mal cariz de las aguas, el capitán había preferido no correr el riesgo de ir a estrellarse contra las rocas de Tarifa y se había desviado hacia Yazira al-Hadra, el otro puerto que unía las dos costas. A él lo mismo le daba uno que otro, lo importante era que sus pies pisaran tierra firme. ¡Jamás en la vida volvería a subirse a un barco!
Al día siguiente emprendieron la ruta hacia Ishbiliya para de allí seguir hacia el norte. De vez en cuando, Otxoa miraba hacia atrás o escudriñaba el horizonte a la espera de ver aparecer al hombre vestido de negro. De alguna manera su perseguidor le recordaba a su hermano mayor, Lope, el mejor cazador del valle de Olaibar. Su hermano no cejaba en su empeño cuando le echaba el ojo encima a una pieza. No había liebre, ni corzo, ni jabalí que pudiera evadirse del acoso de Lope. Igualmente, el hombre de negro no desistiría en su persecución hasta dar con él. No era persona que se rindiese o dejase algo a medio hacer, lo había leído en su mirada fría en la posada de Almodóvar. No era un simple enviado de doña Elvira, de eso estaba tan seguro como de su propio nombre.
No hubo, sin embargo, contratiempos de ningún tipo durante todo el trayecto de regreso, a no ser las ventiscas de nieve que a veces les impedían continuar avanzando. A don García parecían perseguirlo todos los diablos del infierno. Azuzaba su caballo con tal furia que Otxoa tenía dificultades para seguirle y eso que a él también le habían proporcionado un buen animal, en lugar de la burra utilizada durante el viaje de ida. Cabalgaban durante todo el día, deteniéndose lo estrictamente necesario para comer algo y orinar; descansaban sólo unas horas cada noche y cambiaban de cabalgaduras en cuanto las utilizadas daban muestras de cansancio. Hacía un frío de muerte. En una venta, a la altura de Lerma, cerca de Burgos, el obispo había comprado dos gruesas mantas de lana y dos pares de guantes también de lana para resguardarse de las temperaturas, pero ni aun así conseguían tener un poco de calor.
—¡Tenemos que llegar antes de que sea demasiado tarde! —insistía el prelado una y otra vez con machaconería.
Dos meses después de haber emprendido el viaje para ir a hablar con don Sancho, atravesaron el desfiladero de Pancorbo y no se detuvieron hasta llegar, un par de horas más tarde, al campamento de los sitiadores de Vitoria. Don García ordenó que los llevaran ante el jefe del ejército, reunido en aquel momento con sus ayudantes. El obispo conocía a don Diego López de Haro desde hacía mucho tiempo y no pudo evitar una sonrisa irónica cuando estuvo delante de él.
—Nos encontramos de nuevo, señor de Haro —le saludó.
—Así es, monseñor.
—Es curioso —añadió sin perder la sonrisa—. Yo nací en Castilla y sirvo a Navarra, mientras que vos sois un caballero navarro que sirve a Castilla…
—Así son las cosas de la vida, monseñor —afirmó Haro.
El obispo le explicó brevemente el motivo de su presencia allí y la orden que traían para los sitiados de parte del rey.
—¿Iréis vos mismo a comunicárselo? —le preguntó el señor de Vizcaya, procurando no mostrar su contento por la decisión de don Sancho. No solamente le entregaba la plaza, que a buen seguro haría de él también señor de Álava y Guipúzcoa, sino que además la buena nueva le permitiría levantar un cerco* que estaba durando demasiado, tanto para los de dentro como para los de fuera.
—No. Don Sancho ha nombrado su mensajero a este joven y a él le corresponde la misión.
Todas las miradas se posaron en Otxoa, que, algo apartado, esperaba el desenlace de la entrevista. Estaba agotado por la larga cabalgada, sucio, desgreñado, aterido, casi no podía mover los dedos de sus manos y no sentía los de sus pies, pero, al oír las palabras del obispo, se irguió tanto como pudo. Trató de mostrarse a la altura de las circunstancias y no como un vencido, que era, en realidad, como de verdad se sentía. Salió de la tienda y fue escoltado por una docena de soldados hasta las proximidades de la muralla.
—¡Bajad el portón! —gritó tan fuerte como pudo.
—¿Quién va? —preguntaron desde el otro lado.
—¡El mensajero del rey don Sancho de Navarra!
Tardaron tanto tiempo en bajar el portón que el joven llegó a pensar que no le habían oído y estaba a punto de volver a gritar cuando las cadenas chirriaron y el puente comenzó a descender poco a poco. Al otro lado un gran número de soldados navarros esperaban, lanzas y espadas en mano, dispuestos a repeler al enemigo en caso de tratarse de una trampa. Otros se asomaron por encima de las almenas con las ballestas preparadas. A Otxoa le temblaban las piernas y no se atrevía a avanzar. Miró a los sitiados y luego a los soldados que lo escoltaban. ¡Lo mismo les daba a todos por atacarse y pillarle a él en medio!
—¡Mil diablos te lleven, Izurra! —la inconfundible voz de Buruandi tronó en el aire—. ¿Por qué has tardado tanto en volver?
El hombretón se abrió paso entre sus hombres y avanzó unos pasos sobre el puente.
—¡Él puede pasar! —gritó a los castellanos, agitando su vieja espada como si fuera un palo—. Pero vosotros, ¡ya os estáis volviendo por donde habéis venido!
Otxoa avanzó reconfortado por la presencia de su amigo, que lo recibió zarandeándole primero y pasándole luego el brazo por encima de los hombros, al tiempo que lo arrastraba hacia el interior de la fortaleza. Era como el abrazo de un oso protegiendo a su cachorro.
—¿Cuándo llegan los refuerzos?
—¿Dónde está el rey?
—¿Qué mensaje nos traes?
Hombres y mujeres se apelotonaban por la estrecha cuesta que llevaba a la torre, preguntaban y esperaban respuestas, lo sobaban para cerciorarse de que era en verdad un mensajero real. Otxoa no respondía, pero el corazón se le encogió al observar las caras famélicas de los niños y de sus madres, las ropas que flotaban en los delgados cuerpos de los vitorianos, los soldados sentados en el suelo, con las espaldas apoyadas en los muros, sin fuerzas ni ganas para levantarse.
En la torre lo esperaban el gobernador Guendulain y el tenente Martín Txipia, acompañados por un buen número de oficiales y señores principales. Tragó saliva antes de sacar de la misma caña hueca en la que guardaba el Libro de la sabiduría la carta enviada por el rey a la noble villa de Vitoria, que tan lealmente le había servido más allá del deber, ordenándole la rendición en el nombre de Dios y de él mismo para evitar un sacrificio aún mayor de sus habitantes. Martín Txipia leyó la misiva con un nudo en la garganta. ¡Tanto sacrificio inútil!
—¿Te dijo algo más? —preguntó a Otxoa después de unos instantes de silencio en los que nadie se atrevió a hablar.
—«Eres el mensajero del rey. Diles que autorizo la rendición —repitió el joven con voz ronca—. Yo regresaré para devolverles su libertad».
Vitoria resistió diecisiete días más sin abrir sus puertas ni rendirse. Los defensores de la villa-fortaleza no podían creer que todos sus esfuerzos hubieran sido vanos. Las discusiones fueron numerosas entre los que estaban a favor de obedecer la orden del rey y los que no lo estaban. Los primeros aducían que ya no había nada más que esperar y era inútil toda resistencia. Los segundos no estaban por la labor de entregar lo que tan duramente habían defendido, asegurando que los sitiadores entrarían a saco y los degollarían a todos.
El señor de Haro no podía tampoco comprender cómo era posible que los hambrientos sitiados no diesen su brazo a torcer. Le constaba que ya no tenían ni comida ni agua. Oía todos los días varias veces la campana de la iglesia llamando a muerto: tres repiques si era un hombre, dos si era una mujer y un repiqueteo de las campanas menores si era un niño. Tampoco debían ya tener leña para calentarse puesto que no se veían señales de humo en la fortaleza. Por su parte, cada día transcurrido era un costo suplementario. Había que alimentar y vestir a los soldados, además de calmar sus ánimos soliviantados y ocuparlos en la recogida de madera para las hogueras, en la caza o en incursiones por las pequeñas aldeas de los alrededores. Debido a la nieve, los puertos estaban cerrados y no habían recibido ningún suministro desde antes del invierno. Los hombres estaban hartos de esperar y muchos querían ver de nuevo a sus familias, volver a sus casas, a sus trabajos. Las levas* se nutrían de todo tipo de hombres, desde soldados de profesión hasta meros campesinos, pasando por artesanos, pastores y pequeños comerciantes obligados a trasladarse lejos de sus tierras sin saber si podrían regresar a ellas algún día.
—¡Maldita sea! —exclamaba cuando se encontraba con don García—. ¡Mira que son tozudos!
—Vos debéis saberlo mejor que yo, habéis nacido en esta tierra —respondía a su vez el obispo, íntimamente orgulloso del valor demostrado por los vitorianos a pesar de su desesperada situación.
Por fin, una mañana, los goznes del portón volvieron a chirriar. Un comité compuesto por el propio gobernador, Martín Txipia, el abad de Santa María y dos representantes de la villa, todos vestidos con sus mejores galas, acudió a parlamentar. Los representantes de la ciudad-fortaleza se detuvieron en la mitad del puente levadizo a la espera de los representantes enemigos, que no tardaron en llegar. Las condiciones eran muy claras: Vitoria no se rendiría, afirmaron, aunque el hambre se los llevara a todos por delante o el propio rey don Sancho en persona viniera a ordenárselo, si antes no se aceptaban sus condiciones. No habría represalias, ni detenciones, ni ejecuciones, ni robos, ni violaciones, ni todo aquello a lo que acostumbraban los vencedores de cualquier parcialidad*. Exigieron también que todas las personas que quisieran abandonar el lugar pudieran salir de la fortaleza sin sufrir daño.
El señor de Haro no se lo pensó demasiado. Los sitiados no estaban en condiciones de exigir nada, pero, al parecer, estaban dispuestos a aguantar hasta el final y ello retrasaría el avance hacia Aquitania. El rey francés en su lucha contra los ingleses exigía cada vez más insistentemente la llegada de sus aliados castellanos. Por otra parte, no esperaba encontrar ningún botín valioso dentro de la fortaleza. Veinte años desde su fundación no era tiempo suficiente para que sus moradores dispusieran de joyas, oro u objetos de valor. Degollar o violar a unos cuantos esqueletos vivientes tampoco era algo a primera vista demasiado atractivo. Lo único verdaderamente importante era hacerse con el enclave fortificado, el más sólido del reino de Navarra en la tierra de Álava, que les abriría la puerta para conquistar el resto de la región y el condado de Guipúzcoa. Aceptó las condiciones, no habría represalias, pero exigió la inmediata salida de todos los que pensaran marcharse con el rabo entre las piernas antes de su propia entrada victoriosa en la Nueva Victoria.
Durante el tiempo que duraron las conversaciones, Otxoa, al igual que otros muchos, observaba a los parlamentarios desde lo alto de las murallas. Del lado enemigo no parecía haber demasiada expectación. Los soldados esperaban tranquilamente a que sus jefes llegaran a un acuerdo, más interesados en avivar los fuegos de las hogueras o en hacer ejercicio para entrar en calor, que en el resultado del encuentro. Sólo algunos curiosos se habían aproximado a cierta distancia del puente levadizo. Se le heló la sangre en las venas al distinguir entre éstos al hombre de negro que lo perseguía hasta en sueños.
—¡Maldito sea! —exclamó—. ¡Ya está ahí otra vez!
—¿Quién? —preguntó Buruandi curioso al oír el exabrupto de su protegido.
—Ese hombre vestido de negro —replicó Otxoa señalando con el dedo hacia la oscura figura.
Le contó en pocas palabras, y sin mencionar para nada el manuscrito de Xemeno, la persecución de la cual era objeto y su encuentro con el sujeto en la posada de Almodóvar.
—No sé por qué me persigue —concluyó con una mirada inocente que convenció a su protector—. Me ha debido tomar por otra persona, pero te aseguro que es capaz de rebanarme el cuello sin darme ninguna explicación. Si salgo me verá y, si me quedó, también me encontrará.
—¡Se las verá conmigo si pretende hacerte algún daño! —exclamó el hombretón agitando un puño en el aire.
Otxoa respondió a sus palabras con una mirada agradecida. El hombre era una sombra de sí mismo; la cota de malla le sobraba por todas partes y había tenido que apretarse el sobado talabarte* de cuero que, antes de empezar el asedio, sujetaba una hermosa y agradecida barriga. Era un buen soldado, pero demasiado viejo, lento para enfrentarse cara a cara con alguien tan peligroso, capaz de seguir un rastro durante meses.
—No es conveniente llamar la atención —dijo para no herir sus sentimientos—. Me conformo con salir de aquí, aunque sea disfrazado.
Los vitorianos que habían decidido marcharse comenzaron a abandonar la fortaleza, avanzando por medio de un pasillo formado por los sitiadores. Éstos los contemplaban pasar con sonrisas irónicas y gestos obscenos, pero en absoluto silencio y sin tocarles ni un pelo. Las órdenes del señor de Haro habían sido tajantes y ninguno de ellos deseaba vérselas con su terrible jefe, famoso por sus muy malas pulgas cuando algún subordinado desobedecía. Delante iban el gobernador y Martín Txipia a caballo; detrás los demás, a pie. Desfilaban en desorden con la cabeza alta, orgullosos de haber tenido en jaque a un ejército tan importante. Algunos eran sostenidos por sus compañeros, otros eran portados en carros tirados por mulas o por hombres, seguidos de las mujeres, niños e, incluso, ancianos.
A Otxoa le temblaba todo el cuerpo. Buruandi había tenido una idea estupenda que ahora no le parecía tanto. Fueron a casa de la viuda y revolvieron en el arcón de la ropa. La mujer puso el grito en el cielo, los llamó ladrones y los amenazó con el atizador del fuego, pero lograron llevarse una falda, una camisa, una capa vieja de lana y también una toca, la única de la viuda, guardada como oro en paño para los días festivos. El joven salió de Vitoria entre los últimos, haciéndose pasar por una anciana encorvada, con la cara cubierta por el velo de la toca y sostenido por su amigo, que le agarraba con fuerza del brazo.
—No te preocupes, madre, enseguida podrás descansar —dijo el veterano en voz suficientemente alta como para ser oído al pasar por delante de Tom Kilpeck. El inglés examinaba con ojos inquisidores, uno a uno, a todos los que iban atravesando el puente.
Otxoa no respiró tranquilo hasta verse fuera de peligro. Entonces, miró hacia atrás y pudo ver cómo el hombre de negro era uno de los primeros en entrar en la población. No se quitó, por si acaso, las ropas de la viuda, pero se arremangó las faldas y echó a correr, seguido por un asombrado Buruandi y las risas de los derrotados. La imagen del feo hombretón persiguiendo a una pobre vieja desvalida que corría mucho más deprisa que él, provocó una estruendosa carcajada que rompió la tensión del momento, haciendo olvidar a los vencidos su situación real e incierto futuro.