XII

Dos semanas después de que don García y Otxoa hubieran embarcado hacia África, Tom Kilpeck vestido a la usanza árabe, con pantalones abombados, túnica larga abierta por los costados, capa, botas de fina badana* y el amama, un paño enroscado a modo de turbante, se alojaba en La Espada de Tarik, la única posada de Tarifa. Su propietario, Ornar ibn Said, un orondo posadero que se preciaba de alojar en su casa a lo más granado de la nobleza andalusí, le proporcionó la mejor habitación de su casa. El inglés iba vestido de negro de pies a cabeza. Su llegada a la población había causado una conmoción parecida a la provocada por los barcos repletos de guerreros que desde el otro lado del estrecho habían hecho su aparición en varias ocasiones durante los últimos doscientos años.

Los primeros árabes y berberiscos* desembarcados en Al-Yazirat Tarif casi cinco siglos atrás, se habían establecido y fundado familias con las mujeres de la tierra conquistada e igualmente habían hecho sus hijos y sus nietos, de forma que ya no podía decirse quiénes eran oriundos de la región y quiénes no. Sólo sus costumbres, mucho más refinadas que las de los pueblos vecinos, sus vestimentas y, sobre todo, su religión, los hacían diferentes. Bajo el dominio de los omeyas, procedentes de Siria, y en especial bajo Abd-Rahmán III y su hijo Al-Háquem, en Al-Andalus habían florecido la agricultura, la industria, el comercio, las ciencias, las artes; el sistema hidráulico había hecho fértiles las tierras más áridas, los productos de la tierra eran abundantes y baratos y la biblioteca de Córdoba contaba con no menos de cuatrocientos mil volúmenes. Pero el gran califato omeya se había desmembrado en múltiples pequeños reinos gobernados por reyezuelos de tres al cuarto. La llegada de los temibles almorávides, berberiscos procedentes del Sahara ciento cincuenta años atrás, dispuestos a someter tanto a musulmanes como a cristianos y judíos y la posterior invasión, tan sólo hacía setenta, de los almohades procedentes del Magreb habían alterado la relativa vida pacífica de los tarifeños, que de vez en cuando dirigían la vista al mar temiendo la arribada de nuevos invasores.

Al ver a aquel hombre vestido de negro, cuyo aspecto era tan diferente al suyo propio como el día y la noche, el sol y la luna, la tierra y el agua, nadie dudó que era un mensajero de mal agüero y enseguida comenzaron a llamarlo al-gurab, el pájaro negro. Tampoco les tranquilizó demasiado oírle expresarse en un árabe culto y algunos apuntaron la posibilidad de que fuera un agente enviado para preparar una nueva invasión. Otros se preguntaron, en voz muy queda, si sería un miembro de la temida secta de los assasim, asesinos a sueldo que, según se decía, se habían extendido por todo el Islam aterrorizando a las gentes honradas.

Ignorando los comentarios y las miradas recelosas, Kilpeck pasaba la mayor parte del tiempo bebiendo té verde, sentado en un balconcillo del primer piso de la posada, resguardado por una mampara de ladrillo del fuerte viento del sudeste procedente del desierto que ocultaba la luz del sol, cubría de arena roja las estrechas callejuelas y las ropas colgadas a secar en las azoteas, e impedía el sueño de los habitantes de la población. Desde allí podía observar el vuelo incesante de las gaviotas, cuyos nidos se ocultaban entre las rocas de la playa; el ajetreo del pequeño puerto de pescadores; la descarga y venta del pescado; el ir y venir de los guardas de la muralla al amparo de una torre de enorme altura desde la cual podía verse la costa africana; las atarazanas* donde se reparaban los barcos y, sobre todo, la llegada de éstos procedentes de Tánger. Ninguna nave se atrevería a cruzar el estrecho mientras durase el viento y él no tenía prisa. Nunca la tenía. Antes o después acababa cazando a su presa.

Había podido introducirse en Vitoria gracias a un disfraz de clérigo, aunque, en un primer momento, los castellanos no le habían permitido acercarse a la fortaleza.

—Nadie entra ni nadie sale de Vitoria —le informó con cierta brusquedad un soldado, cerrándole el paso.

—¿Y eso?

—Ordenes del señor de Haro. Los muy tozudos —dijo el soldado señalando la fortaleza— no quieren rendirse, pero tendrán que hacerlo o se pudrirán ahí dentro.

—Llévame ante tu comandante —le ordenó el inglés.

El soldado iba a negarse, pero la dura mirada del supuesto clérigo y el tono autoritario de su voz le hicieron cambiar de idea. Lo condujo hasta la tienda de don Lope Díaz de Haro y regresó de nuevo a su puesto.

No le fue difícil a Kilpeck convencer al jefe de los sitiadores para que diese la orden de dejarlo pasar. Le contó una historia inventada sobre un mensaje, oral por supuesto, que llevaba para el gobernador de parte del obispo de Pamplona. Dejó entrever que el prelado estaba a favor de los castellanos y denostaba los tratos que don Sancho mantenía con los almohades. Su misión era, precisamente, convencer a Guendulain para que se rindiese. Aceptó compartir con el de Haro una hermosa pata asada de ciervo cazado en el cercano bosque y escuchó, como si fuera un confesor, sus quejas* sobre lo molestos y aburridos que estaban él y sus hombres viviendo en pleno invierno en tiendas de campaña a la espera de que la villa-fortaleza acabara aceptando su destino, que no era otro que rendirse.

La entrada del inglés en Vitoria fue recibida con asombro y esperanza por parte de los sitiados, que llevaban semanas sin recibir visita alguna del exterior, pero nadie se atrevió a preguntar nada al oscuro personaje, limitándose a indicarle el camino hasta la torre de mando.

—Busco a un muchacho llamado Otxoa Izurra —dijo, respondiendo al saludo del gobernador, tan sorprendido por la extraña aparición como todos los demás.

—¿A quién?

Guendulain tardó un rato antes de recordar al joven que se había descolgado por la pared de la iglesia para llevarle un mensaje al obispo de Pamplona.

—¿Para qué le buscáis?

—Don García Fernández quiere hablar con él —afirmó rotundo.

La cara de sorpresa que puso el hombre pilló desprevenido a Kilpeck, quien, no obstante, esperó una explicación sin mover ni una pestaña. Impávido escuchó cómo, días antes, Otxoa Izurra se había descolgado por la muralla con la misión de llevar un mensaje al obispo. Las cosas se estaban poniendo muy mal, la villa esperaba refuerzos o la orden de rendirse y…

—Entonces, nos hemos cruzado en el camino —le interrumpió el inglés antes de girarse para salir.

—¿Os vais? Os ruego permanezcáis unas horas más aquí, el tiempo suficiente para escribir otro mensaje a don García que vos podéis hacerle llegar…

No se molestó en responder y salió de Vitoria sin dirigir ni una mirada a los hambrientos ciudadanos que en gran número se habían reunido ante la puerta de la torre, esperando alguna noticia alentadora. Nada más llegar a Pamplona, fue a hablar con doña Elvira. Las palabras de la tía del rey le sorprendieron aún más que la cara asombrada del gobernador.

—Querido amigo —doña Elvira soltó una risita irónica—, las cosas se complican. El joven partió hace unos días hacia África con la intención de entrevistarse con don Sancho y exponerle de viva voz la situación.

—¿Lo visteis?

—No, ¡claro! Lo hubiera interrogado yo misma. Ha ido acompañando al… a uno de los consejeros reales.

El sicario no tenía por qué saber que el tal consejero era, en realidad, el propio obispo de Pamplona, pensó doña Elvira. A fin de cuentas, era un extranjero y no era necesario ponerle al corriente más de la cuenta. Un hombre que se vendía por dinero podía ofrecerse al mejor postor. Alfonso de Castilla recompensaría con creces una información valiosa para utilizar a su Conveniencia. Podría, incluso, retener a don García. Sancho no se enteraría de lo que estaba ocurriendo en sus dominios y los vitorianos se verían obligados a claudicar. Estaba segura de que su sobrino regresaría presto para enfrentarse con su primo en cuanto conociese la apremiante situación de sus subditos. No convenía azuzar al león antes de tiempo.

—¿Qué camino han tomado?

La mujer se alzó de hombros.

—El más rápido, imagino —se limitó a responder.

El inglés habló con los guardas de las puertas que se abrían hacia el sur y tuvo la buena fortuna de encontrar a uno con buena memoria. A cambio de algunas monedas, el hombre le informó de que un par de semanas antes había abierto el portal del Río a una hora intempestiva para dejar salir a dos jinetes, un hombre y un muchacho, que habían tomado la dirección de Tafalla. Calculando las millas por jornada a velocidad de galope, siguiendo el camino más corto, tal y como había indicado doña Elvira, preguntando en posadas y ventas* y dejándose llevar por su experimentado instinto de cazador de hombres, Kilpeck fue acortando las distancias que lo separaban de la pieza codiciada. Había visto a Otxoa en Cuenca, pero el muchacho había desaparecido visto y no visto. Finalmente, lo había encontrado en Almodóvar ¡y se le había vuelto a escapar!

Sin haberlo planeado, se encontró peleando con los soldados en la posada. No sabía qué era lo que más le disgustaba: haber sido un pelele en manos de aquellos brutos ansiosos de un poco de acción, que el chico y su acompañante hubieran aprovechado la pelea para largarse o no haber previsto la situación. Lo habían llevado a rastras a un sótano y empujado dentro de una húmeda celda maloliente llena de ratas. No podía mover el brazo izquierdo y apenas podía abrir los ojos entumecidos por los golpes. Estuvo varios días allí metido sin comer ni beber y en algún momento llegó a perder la esperanza de salir con vida de aquel antro. Un atardecer apareció uno de los soldados con un cuenco de algo que parecía comida. Se hizo el dormido al oír que retiraban la tranca de la puerta y cuando el hombre se acercó para ver si estaba vivo o muerto, le asió la cabeza con las dos manos y le rompió el cuello. Fue todo muy rápido y silencioso. Se vistió con las ropas del soldado y escapó de la fortaleza después de haber degollado, con la espada de aquél, a un par de milites con quienes se topó en el camino. Su caballo, que pacía en un pequeño prado vallado, acudió a su silbido y los dos desaparecieron envueltos en las sombras.

Galopó sin detenerse hasta llegar a Qurtuba. Conocía bien la bella ciudad, no en vano había pasado en ella parte de su juventud, y se dirigió directamente a la Judería, a casa del médico Isaac ben Elía. El judío lo había comprado a un mercader de esclavos cuando era un niño; se había apiadado del pobre chiquillo famélico de mirada asustada y no solamente lo había cuidado y educado, sino que también lo había prohijado como a un verdadero hijo. Isaac era la única persona en el mundo por la que sentía respeto, si no amor, pues hacía mucho que el corazón se le había secado como la uva pasa.

—¡Hijo! —exclamó asustado el ya anciano médico al verlo en un aspecto tan lamentable.

—No preguntes, padre —dijo Kilpeck antes de caer desvanecido al suelo.

Mientras duró su convalecencia, el inglés llegó a pensar que aún estaba a tiempo de rehacer su vida, tratar de llevar una existencia normal, fundar una familia, crearse un porvenir seguro. Isaac lo cuidó con el mismo cariño que lo había hecho treinta años atrás, pero no le preguntó, o no quiso preguntarle, sobre su vida desde el día en que, joven aún, desapareció sin decir ni adiós.

—Dios me lo dio y Dios me lo quitó, bendito sea su Santo Nombre —había musitado cada vez que lo había echado en falta a lo largo de todos aquellos años.

A medida que recuperaba las fuerzas, Kilpeck olvidó su idea de llevar una vida sedentaria. No dejaba de pensar en el mozalbete que se le había escapado dos veces, en el causante de la paliza recibida. También pensaba en su acompañante, un hombre, al parecer, anodino, aunque fuera un consejero real, e imaginaba el momento en el que los tendría a los dos a su merced. Al hombre lo degollaría sin más. Al chaval le daría una somanta de palos hasta que confesara su secreto y luego lo echaría peñas abajo desde cualquier risco.

No le costó nada averiguar que don Sancho ya no estaba en Qurtuba, que había sido recibido en la corte de Ishbiliya y que hacía varios meses había emprendido viaje a África para luchar contra las tribus rebeldes al emir. Era inútil buscar a sus perseguidos en la gran ciudad; casi tan poblada como todo el reino de Navarra, porque, con buena lógica, habrían seguido los pasos de su señor. Aceptó sin remordimientos la bolsa repleta de dinares que le entregó su padre adoptivo y adquirió ropas al estilo almohade, sin olvidar una daga curva y un alfanje, cuya empuñadura de plata maciza se amoldaba a su mano como un guante hecho a medida. Al igual que la vez anterior, se marchó de la casa de Isaac sin decir ni adiós.

En Tarifa le informaron de que, en efecto, un caballero cristiano y un joven habían embarcado hacia Tánger, pero que aún no habían hecho el viaje de regreso. Renunció a embarcarse él también. El viento agitaba las aguas, lanzándolas furioso contra las rocas. No merecía la pena arriesgarse. Esperaría.

Tom Kilpeck apretó las mandíbulas y se frotó el brazo izquierdo, aún dolorido por la paliza recibida en Almodóvar.

—Muchacho —dijo entre dientes refiriéndose a Otxoa—, te has buscado el peor enemigo que un hombre pueda tener.