A Otxoa, el viaje a pie hasta Pamplona se le hubiera hecho interminable si no llega a encontrarse con un ollero* de la población alavesa de Legutiano que se dirigía hacia la capital episcopal con el carro lleno de platos, pucheros, fuentes, potes y jarras de barro para venderlos en el mercado semanal.
—Mi mujer dice que estoy loco —le explicó el ollero— por hacer un viaje tan largo, pero, mira, en dos días vendo toda la mercancía. En esa ciudad hay mucha gente importante con buenos dineros y mis productos son muy apreciados.
—¿Y no temes que te asalten? —inquirió Otxoa curioso. Todo el mundo conocía lo peligroso que era andar solo por los caminos.
—Los bandidos quieren oro y plata, monedas o tejidos —rió el hombre—. ¡No quieren pucheros!
—Pero ¿y a la vuelta?
—Regreso con el carro lleno de sacos de tierra roja para hacer más ollas y mis ganancias bien escondidas…
El ollero continuó hablando durante todo el viaje, explicándole las artes de su oficio, la producción anual, la demanda, la carestía de la vida, la temperatura del horno y otras cosas que a Otxoa le traían sin cuidado. Pero, entre escuchar la verborrea* del hombre o seguir a pie, decidió poner buena cara y continuar sentado en el pescante del carro.
Nada más llegar a Pamplona, el joven se dirigió a la catedral y pidió ver al obispo aduciendo que traía un mensaje muy importante para él. Un canónigo sonriente le pidió el mensaje, diciendo que él se encargaría de hacerlo llegar a don García, pero Otxoa se negó en redondo. Tenía orden de entregárselo al propio obispo y a nadie más.
—Ve al palacio y solicita una audiencia —le dijo el canónigo un poco molesto por la falta de confianza.
—Vos veréis… —le respondió Otxoa tratando de que su voz sonase lo más grave posible—. Monseñor espera este mensaje. No se sentirá muy satisfecho cuando sepa que no me habéis ayudado.
La sonrisa desapareció del rostro del canónigo. Había tenido un par de encuentros desafortunados con don García y no deseaba tener ninguno más, no fuera que lo desterrara como párroco a una iglesia perdida de la zona montañosa. Le indicó que esperara y salió presuroso en busca del obispo. Otxoa respiró aliviado. Ni por todo el oro del mundo estaba dispuesto a poner los pies en el palacio y correr el riesgo de toparse cara a cara con doña Elvira, quien, a buen seguro, ya habría ordenado su búsqueda. No quería ni pensar lo que le ocurriría en caso de que la tía del rey diera con él.
Don García y el canónigo aparecieron al cabo de un buen rato. En la cara del prelado podía leerse la curiosidad, pero también el enfado por haber sido arrancado de sus rezos vespertinos.
—Bien —dijo nada más llegar, dirigiéndose a Otxoa—, ¿qué es eso tan importante que traes?
—El mensaje es sólo para vos —respondió el joven mirando al acompañante.
Don García despidió al canónigo, encarándose con Otxoa en cuanto el hombre abandonó el lugar.
—Espero que sea importante —amenazó—. No tengo tiempo que perder y tampoco estoy de humor para aguantar bromas.
Otxoa le entregó el mensaje y esperó, inmóvil, sin tan siquiera pestañear, mientras el prelado lo leía.
—¿Es esto cierto? —preguntó el obispo con el ceño fruncido por la preocupación.
—Así es, monseñor. La villa de Vitoria lleva ya cinco meses asediada. Los víveres comienzan a escasear y, si no llueve, también faltará el agua. La gente empieza a debilitarse y cada día se pregunta cuándo llegarán los refuerzos.
—¿Resistirán?
—Resistirán hasta la muerte —afirmó Otxoa orgulloso, pensando en Buruandi y en los demás.
El obispo meditó durante unos instantes antes de hablar de nuevo.
—¿Hasta cuándo tienen provisiones?
—Bien racionadas, para unos dos o tres meses, más menos que más.
Don García se sentó y cerró los ojos. Permaneció en aquella postura durante tanto tiempo que Otxoa llegó a creer que se había quedado dormido. Súbitamente, el obispo se alzó del asiento y le pasó la mano por los rizos, que habían vuelto a crecer, abundantes y revueltos.
—¿Estarías dispuesto a contarle todo eso al propio rey?
—Sí, monseñor.
—Bien. Esta noche dormirás aquí, en la catedral. Partiremos mañana antes de que salga el sol.
Otxoa no supo qué decir y se limitó a afirmar con la cabeza. El canónigo lo llevó a un pequeño cuarto en el que sólo había un catre estrecho cubierto con una manta vieja de lana y un crucifijo, marchándose después y cerrando la puerta por fuera con un pasador. Lo habían encerrado y ¡sin comer! Desde la víspera no había probado bocado y la liebre compartida con Buruandi apenas si había saciado el hambre que llevaba a cuestas desde hacía semanas. Estaba a punto de emprenderla a golpes con la puerta y organizar un buen escándalo, cuando oyó levantar el pasador y el canónigo entró trayendo un hermoso cuenco repleto de potaje de lentejas, un pedazo de morcilla y una jarra de leche templada.
—Come y duerme —le indicó con amabilidad antes de salir de nuevo y cerrar la puerta con el pasador—. Tienes aspecto de caerte en cualquier momento.
Nada más acabar la comida, Otxoa se tumbó en el catre y se quedó profundamente dormido. Ni siquiera se quitó las botas. En su sueño se vio a sí mismo armado caballero, vistiendo cota de malla de pies a cabeza, con un yelmo* de visera puntiaguda, una espada y un escudo casi más alto que él mismo, galopando a lomos de un caballo blanco más veloz que ninguno. Justo cuando estaba a punto de lanzarse él solo contra todo un ejército, sintió que lo sacudían con fuerza. Sus ojos se negaban a abrirse, pero las sacudidas eran cada vez más fuertes.
—¡Venga, muchacho! ¡Despierta! ¡Monseñor te está esperando!
Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para abrir los ojos y, cuando al fin lo hizo, se encontró con el canónigo de la víspera. Le dio la impresión de que el hombre se estaba desquitando con él por no haberle hecho partícipe del importante mensaje del cual había sido portador.
La mañana estaba clara y la ciudad dormida cuando salieron de Pamplona. Apenas se cruzaron con media docena de personas y el portal del Río se abrió sólo para ellos. Otxoa no acababa de salir de su asombro. Montado sobre una burra, seguía dócilmente los pasos del caballo de don García, que caminaba delante de él. ¿Cómo era posible que el personaje más importante del reino después del rey se echara al camino sin llevar escolta, ni pajes, ni carros con provisiones, ni armas? Observó con atención al prelado. Se había despojado de la túnica y de la dalmática* roja de terciopelo que vestía la víspera y tampoco llevaba la gruesa cadena con la cruz de oro sobre el pecho. En su lugar, vestía como un caballero y no precisamente rico: túnica y capa marrones de lana, botas de montar, guantes de piel y un gorro negro de fieltro acabado en punta. Vestido así, parecía más joven, más amistoso.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó al cabo de un tiempo, después de haberle hecho una seña para que pusiese la burra al paso con el caballo.
—Otxoa Izurra, monseñor.
—No me llames monseñor en lo que dure nuestro viaje, llámame don García a secas —le ordenó—. Y dime, Otxoa Izurra, ¿qué haces cuando no estás metido en un asedio?
—Intento llegar a ser un soldado.
Por un momento se le pasó por la cabeza contarle la historia del monje de Leire y de los pergaminos enrollados en la caña colgada del cinto. A fin de cuentas, era un sacerdote y los sacerdotes estaban obligados a guardar las confidencias en secreto. Pero, una vez más, recordó las palabras de su maestro haciéndole jurar que jamás diría nada a nadie sobre el asunto. Romper un juramento también era un pecado. Eludió las preguntas personales y se inventó una nueva identidad sin relación con doña Elvira ni con Johan de Isaba.
El viaje que él esperaba duraría unas pocas horas, duró casi un mes. A medida que avanzaban, sus ojos asombrados se abrían como platos. Atravesaron regiones cubiertas de bosques profundos, tierras llanas como la palma de la mano, algunas con agua abundante y otras áridas como higos secos. La tierra se volvía rojiza y amarilla cuanto más se aproximaban al sur; las gentes hablaban lenguas incomprensibles para él, vestían de forma distinta y se alimentaban con comidas que no había visto ni probado en toda su vida. A don García le divertían sus exclamaciones de asombro y le informaba sobre el nombre de los lugares por los que pasaban, las costumbres de sus pobladores, su historia.
Sorprendentemente, apenas tuvieron malos encuentros. En una ocasión, cerca del castillo de Torrefuerte, les salieron al paso unos salteadores amenazándolos con sendos cuchillos y exigiéndoles la entrega de la bolsa del dinero. Don García se limitó a quitarse el guante de la mano derecha y a mostrar el anillo episcopal.
—Quítamelo tú si te atreves —dijo al jefe de los bandidos con toda tranquilidad.
Algo en la voz del viajero, en su mirada, detuvo al hombre. Experto en joyas, sabía distinguir muy bien entre el anillo de un noble y el de un príncipe de la Iglesia. Robar a un cura, y más si éste era un obispo, llevaba consigo la pena de excomunión y la de descuartizamiento si le pillaban. Podía ganarse la vida robando a los caminantes, pensó, pero a la Iglesia, ¡ni tocarla! Él era un ladrón honrado que asistía a los oficios religiosos todos los domingos. La mala fortuna, las guerras, las desavenencias entre los nobles, la sequía, habían llevado la ruina a la región y los habían obligado, a él y a otros muchos, a echarse al camino, pero no arriesgaría ni su alma ni su pellejo por un anillo. No contentos con dejarlos pasar, los bandidos los acompañaron a modo de escolta durante un largo trecho.
Se hospedaban en los monasterios de la ruta y, cuando no encontraban ninguno, en las casas de labranza que se abrían acogedoras al viajero necesitado. Otxoa llegó a la conclusión de que los labradores cristianos o musulmanes, navarros, aragoneses o castellanos, eran iguales en todas partes. Pobres por lo general, dependiendo del sol y de la lluvia, aferrados a los terruños que eran su medio de vida, oprimidos por sus señores, obligados a entregar un tercio, y a veces más, de sus cosechas, un tercio de sus animales, un tercio de la leche de sus vacas, si es que tenían la suerte de poseer alguna… Siempre dispuestos, sin embargo, a compartir sus pocos bienes. En los casos más extremos, don García sacaba alguna pieza de plata y la depositaba en las manos de aquellos que les habían dado cobijo y comida. Por mucho empeño que puso, Otxoa no consiguió averiguar durante todo el viaje de dónde sacaba el obispo el dinero.
De vez en cuando, el joven miraba hacia atrás o escrutaba los rostros de las personas que se cruzaban en su camino. Tenía la molesta sensación de estar siendo espiado. Pensó primero que era una idea sin fundamento, fruto de su imaginación, pero a partir de Cuenca la sensación se fue haciendo más y más intensa. Estaba seguro de haber visto al espía en un par de ocasiones. Primero fue en la propia Cuenca, población protegida por una enorme fortaleza conquistada tan sólo veintidós años atrás a los musulmanes, que la habían llamado Quwanqa o Kunka. Era día de mercado y don García y él se entretuvieron un buen rato observando los puestos de mercancías y adquiriendo unas calabazas de agua, algo de queso y pan blanco de trigo para el viaje. Mientras el obispo abonaba lo adquirido, él echaba una mirada a su alrededor. Le llamó la atención el vuelo de una capa negra desapareciendo por un extremo de un puesto de alfombras cercano y, más aún, que no apareciera por el otro extremo. Estuvo a punto de ir él mismo a mirar, pero don García había ya pagado y le instó a partir. La segunda vez tuvo una visión parecida. Estando próximos a Almodóvar, se giró a tiempo de ver la silueta de un jinete, montado a lomos de un espléndido caballo, desapareciendo rápidamente tras un recodo del camino. El sol le daba de lleno y no pudo distinguir el color de sus ropas, pero hubiera jurado sobre la tumba de su abuelo que el jinete iba vestido de negro.
—Nos siguen —le susurró a don García como si alguien pudiera oírlos en pleno campo.
—Sería alguna alimaña —respondió el obispo, girándose a su vez y constatando que en el camino sólo había matas y piedras.
—Os aseguro que nos siguen —insistió Otxoa.
—Nadie, salvo doña Elvira y los consejeros reales, conoce nuestra misión —trató de tranquilizarlo don García.
La mención de la tía del rey no hizo sino aumentar la preocupación del joven, que no dejó de mirar hacia atrás durante el resto del trayecto hasta la siguiente parada.
Al llegar a Almodóvar, la al-Mudewar musulmana antes de su conquista por los castellanos, se alojaron en una posada bastante destartalada, pero acogedora, cuyos dueños se deshicieron en reverencias y saludos de bienvenida ante unos huéspedes inesperados. Como luego les explicó el posadero mientras les servía unas espesas migas con tocino, el lugar no era muy transitado y el negocio sobrevivía gracias a una piara de cerdos y a los soldados que bajaban a menudo a comer y beber para olvidar el aburrimiento en aquella fortaleza aislada.
En efecto, no habían aún acabado de dar cuenta de las migas cuando hicieron su aparición media docena de soldados ruidosos. Después de bromear un rato con la posadera y exigir al marido que les sirviera el doble de lo acostumbrado, se sentaron a una mesa en donde fueron prontamente atendidos. Otxoa los miraba fascinado. Era la primera vez que se encontraba tan cerca de soldados castellanos. Recordó a Buruandi y a los demás y se preguntó si aún continuarían sitiados en Vitoria o si ya se habrían rendido.
La llegada de un nuevo huésped distrajo su atención. Primero lo miró descuidado, pero una segunda mirada más atenta descubrió un rostro preocupante con unos ojos fríos clavados en él. En el antro iluminado por varias velas y alguna que otra lámpara de aceite, el pálido rostro del hombre semejaba un espectro envuelto en la negritud del infierno. Fue tal su susto que a poco se cae de la banqueta.
—Es él… —susurró.
—¿Quién? —preguntó don García, más interesado en las migas que en cualquier otra cosa.
—El hombre que nos sigue.
Antes de que el obispo hubiera tenido tiempo de sacarse la cuchara de la boca, Tom Kilpeck había asido una banqueta a voleo, se había aproximado al rincón en donde ellos se hallaban y se había sentado a su lado.
—¿Qué diablos…? —comenzó a decir don García, escandalizado por los malos modos del recién llegado.
—Calla, saco de mierda —dijo Kilpeck sin perder de vista a Otxoa—. Tú no me interesas, es él a quien vengo a buscar.
—¿A mí? —preguntó el joven tratando de aparentar una seguridad que no sentía—. ¿Por qué?
—Tienes algo que no te pertenece.
—No tengo nada.
—Tú sabes que sí lo tienes, te lo entregó el monje moribundo de Leire —en la mano de Kilpeck apareció de pronto una daga afilada que colocó debajo del mentón de Otxoa—. Haz memoria o yo te haré un bonito agujero por donde se te escapará la sangre.
Don García había empalidecido al oír el insulto a él dirigido y tardó unos instantes en reaccionar. Lo hizo de la manera más inesperada, dando un empujón al inglés y tirándolo al suelo.
—¡Un ladrón! ¡Un ladrón! —gritó a continuación.
La sorpresa de Kilpeck fue parecida a la de los soldados, que llevaban varios meses inactivos. La oportunidad de tener algo de acción avivó la euforia sentida tras haberse comido un hermoso cordero asado y haberse bebido unas cuantas jarras de vino. Todos se lanzaron al unísono contra el inglés, quien a su vez se defendió repartiendo puñetazos y patadas a diestro y siniestro. El obispo y Otxoa aprovecharon la ocasión para salir disparados de la posada, no sin antes haber depositado una pieza de plata en la mano del horrorizado posadero, que veía cómo el negocio se le venía abajo en menos de un santiamén.
—¿Quién era ese hombre? —preguntó don García después de recorrer a galope tendido casi veinte millas sin detenerse.
—No lo sé —respondió Otxoa—. No lo había visto en toda mi vida.
—¿Y qué era eso de que un monje te había dado algo?
—Ni idea, don García.
El obispo pareció conformarse con las respuestas del joven, pero ninguno de los dos dejó de mirar hacia atrás durante el resto del viaje.
El aire trajo olores desconocidos para el muchacho al llegar a las proximidades del mar. Las flores brotaban* espontáneas incluso entre las rocas, pequeñas aldeas encaladas de blanco jalonaban los caminos, ventanas y puertas estaban adornadas con macetas floridas, los niños jugaban en las calles bajo la atenta mirada de sus madres, que, vestidas con túnicas y velos vaporosos de muchos colores, se entretenían charlando alrededor de las fuentes. Hombres y mujeres eran muy distintos a los navarros, eran más morenos aunque también los había rubios e incluso algún que otro pelirrojo. Eran más charlatanes, más risueños.
—Estas tierras han sido pobladas a lo largo de los siglos por tantas gentes diferentes que sus habitantes nunca se sorprenden ante los recién llegados —explicó don García a Otxoa, después de que una mujer se hubiera acercado a ellos ofreciéndoles agua de un cántaro sin habérsela pedido—. Son generosos y acogedores. Es una lástima que, en su mayoría, sigan las enseñanzas religiosas de Mahoma en lugar de las de Jesucristo.
El joven no sabía quién era Mahoma y prefirió no preguntar por si acaso el obispo intentaba adoctrinarle. ¡Ya le habían adoctrinado suficiente en el monasterio!
—¿Y el rey? —preguntó para desviar la conversación.
—Aquí, como en todo el norte de África y más de la mitad musulmana peninsular, gobierna Mohamed ben Ya-qub ben Yusuf. Su padre, al-Mansur, murió hace unos meses y su tío…
—Quería decir el nuestro, nuestro rey don Sancho —le interrumpió Otxoa.
—Lo verás dentro de un par de días.
A Otxoa lo único que se le ocurrió pensar en aquel momento fue que no era extraño que los refuerzos esperados por los defensores de Vitoria tardaran tanto en llegar. ¡Su rey se había ido al fin del mundo!
Tres días después, en efecto, fue presentado con toda solemnidad a don Sancho de Navarra, séptimo de su nombre. La primera impresión del joven fue que el rey le estaba tomando el pelo y se había subido encima de otro hombre, oculto bajo la túnica mora que vestía. Era imposible para un hombre normal ser tan alto como aquél. Estuvo esperando en todo momento, durante la breve entrevista de presentación, a que el hombre que él suponía estaba debajo perdiese el equilibrio y ambos rodasen por el suelo.
El viaje por mar desde Tarifa a Tánger le había sentado muy mal. Había vomitado al menos cuatro veces, tenía las tripas revueltas y le pesaba la cabeza como si tuviera una enorme roca encima. Don García había hecho uso tanto de buenas palabras como de amenazas para obligarlo a subir a la pequeña embarcación de vela amarrada a un poste del muelle. La presencia a bordo de Ahmad, un chaval de su misma edad, de tez morena, grandes dientes blancos y cabello sorprendentemente rojizo, que le sonreía y jaleaba animándolo, fue mucho más convincente que la actitud del obispo. De todos modos, maldijo durante todo el trayecto su debilidad al haber accedido tan fácilmente y no quiso ni pensar en el hecho de que tendría que hacer el mismo trayecto a su regreso.