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Después de varias semanas de agasajos*, las comidas que duraban horas, los placenteros baños de vapor y los paseos por la bella ciudad de Qurtuba, don Sancho comenzó a impacientarse.

Había recibido la visita del príncipe regente Mohamed Al-Naser al día siguiente de su llegada. Tras calurosas palabras de bienvenida y buenos deseos, el príncipe almohade le informó de que su hermano, el gran Yaqub al-Mansur, había fallecido en el último mes del invierno, poco después de que el caballero Otazu hubiera abandonado el reino. El nuevo califa era su sobrino, un niño aún de corta edad. El rey navarro escuchaba en silencio tratando de pensar con rapidez sobre la nueva situación. La corte se hallaba de luto y no era aquel momento adecuado para hablar de festejos matrimoniales. Don Sancho insistió en que una cosa era festejar y otra hablar. Además, aún quedaban temas por tratar en lo concerniente al compromiso matrimonial. También preguntó cuánto tiempo más duraría el luto y pidió ver a su prometida, pero sólo consiguió una amable sonrisa como respuesta y la vaga promesa de que pronto, muy pronto sería satisfecho.

Las semanas habían transcurrido, sin embargo, y no había vuelto a ver al príncipe regente. Cuando enviaba al intérprete con un mensaje solicitando una entrevista, éste regresaba acompañado de un alto funcionario que se deshacía en explicaciones sobre lo muy ocupado que mantenían a su señor los asuntos de Estado, solicitaba su comprensión y paciencia y le hacía entrega de algún valioso regalo. Ofendido por la espera, estaba a punto de ordenar la vuelta a Navarra, cuando un día, por fin, el intérprete le comunicó que el joven monarca solicitaba verlo en su palacio de Ishbiliya*.

El lujo y la belleza del palacio califal dejaron estupefactos a don Sancho y a sus doce acompañantes, aunque ninguno de ellos dejó asomar su asombro y entraron en la sala de audiencias con paso firme y gesto arrogante. El rey se había vestido para la ocasión con sus mejores galas, incluidas una capa de color rojo con cuello de piel de armiño sobre una túnica verde de terciopelo, una corona estrecha de oro macizo y la espada de ceremonia, cuya empuñadura era también de oro. Los caballeros navarros hicieron caso omiso de los gestos del jefe del protocolo para que se arrodillaran ante el emir, limitándose a hacer una reverencia. Don Sancho miraba a todos desde su altura, provocando un murmullo de desaprobación entre los consejeros y cortesanos, que dio paso a una risa divertida cuando el emir niño se puso de pie sobre su trono para estar a la altura de su invitado.

La entrevista fue cordial, llena de promesas y buenas palabras, pero algo quedó bien claro: no habría boda hasta que los rebeldes de los reinos de Túnez y Tremecén hubieran sido sometidos. Don Sancho debía cumplir su parte del compromiso antes de que las cosas fueran a peor al otro lado del estrecho.

Pocos días más tarde, el rey y sus caballeros embarcaron hacia la costa de África a bordo de un bajel atracado en el puerto de Yazira al-Hadra*. Ninguno de ellos había subido jamás a bordo de una nave y no pudieron evitar un ligero temor cuando sintieron moverse el suelo bajo sus pies. Sin embargo, nada, ni en sus semblantes ni sus ademanes, dejó entrever su incertidumbre a los marinos de Al-Ándalus, que los señalaban con el dedo y dejaban oír sus risas saltarinas. La travesía fue tranquila, aunque los navarros llegaron a creer que nunca acabaría, tan larga se les hizo. Algo mareados y con las piernas flojas, descendieron a su llegada al puerto de Tánger, en donde los esperaba una delegación oficial, casi tan colorida, elegante y obsequiosa como la que los había recibido al llegar a Qurtuba.

Mientras se dirigía hacia su nuevo destino, los pensamientos de don Sancho giraban en torno a la delicada figura envuelta en velos, sentada al lado de su hermano pequeño. Únicamente había podido ver sus ojos oscuros, enormes, llenos de promesas de amor. Sonrió ensoñador. Samira le daría el ansiado heredero y Navarra tendría los refuerzos necesarios para hacer frente a sus enemigos.