IX

Doña Elvira no tuvo que meditar mucho sobre la cuestión. El abad de Leire le había informado de que el novicio enviado por ella para ser aleccionado por Johan de Isaba, había pasado muchas jornadas encerrado con el monje antes del fallecimiento de éste. También le dijo que el muchacho parecía aplicarse con ahínco en aprender todo sobre la elaboración de los preparados medicinales. Estaba seguro de que Johan le había tomado aprecio y le había confiado cosas de las que nunca había hablado con los otros monjes. El buen abad estaba verdaderamente sorprendido por la desaparición del novicio, pues había esperado que supliera la falta de su maestro y se ocupara de suministrar los preparados para el hospital del monasterio.

Para doña Elvira, la explicación estaba más que clara. El joven había obtenido la información deseada. Johan de Isaba le había confiado el misterio de su conocimiento, tal vez de palabra o tal vez entregándole algo que lo hacía posible. Era necesario, por tanto, hallarlo y hacerle confesar el secreto.

Olvidó el asunto durante algún tiempo. Las noticias que llegaban a Pamplona eran muy preocupantes. El marido de su sobrina Berenguela y aliado de Sancho, el rey Ricardo de Inglaterra, había sido muerto por una saeta durante un asedio en tierras francesas. Alfonso de Castilla, en nombre de su esposa, hermana del rey inglés, reclamaba Aquitania. Si el castellano lograba que su mujer heredase las tierras de su madre, la gran Leonor, Navarra se vería aún más comprometida de lo que ya lo estaba, puesto que entonces también podría ser atacada por el norte. Había que llegar cuanto antes a un acuerdo con el nuevo rey de Inglaterra, llamado Juan Sin Tierra, reconocerlo como duque de Aquitania y de Gascuña y proponerle nuevos pactos. El avance de las tropas castellanas hacia Álava y Guipúzcoa era ya una realidad.

En ésas estaba, cuando un sirviente le comunicó la llegada de un inglés, de nombre Tom Kilpeck, que deseaba entrevistarse con ella. Hizo memoria y tardó un rato en recordar al hombre vestido completamente de negro que había conocido en Angulema durante la visita a su sobrina. Su aspecto le había causado una honda impresión. Era un hombre a primera vista bastante atractivo, aunque sus finos labios raramente sonrieran y su mirada fría impidiera cualquier intento de familiaridad. Al principio creyó que se trataba de un noble del séquito del rey Ricardo, pero pronto apreció que los demás lo evitaban o saludaban con claro temor. Berenguela acabó informándole sobre el tal Kilpeck. Era, en realidad, un sicario*, encargado de eliminar con toda limpieza a cualquier persona incómoda para quien pagara sus servicios. También era un «busca recompensas» y nadie, que se supiera, había logrado evadirse de su gran habilidad para rastrear pistas.

—Si algún día os faltan medios para ganaros la vida —le había dicho ella medio en broma, medio en serio en una ocasión en la que ambos habían coincidido—, venid a verme. Ya os buscaré yo uno.

Al parecer, ese día había llegado. Como si hubiera oído sus deseos, el inglés se presentaba ante ella justo cuando precisaba cualquier tipo de ayuda. Incluso visto a cierta distancia, el hombre no hubiera podido pasar desapercibido. De estatura normal, ni gordo ni flaco, físicamente no era muy diferente a tantos otros, pero allí acababa la similitud. Vestía, tal y como doña Elvira recordaba, de negro riguroso, con una túnica cerrada a la altura del cuello, sujeta con un cinturón ancho del que colgaba una espada enfundada en una vaina también negra, calzas, botas bajas con espuelas y una capa que casi rozaba el suelo sujeta por un broche al hombro izquierdo. El negro era el color de los pobres, campesinos y burgueses humildes. Las telas bordadas y teñidas eran costosas, únicamente al alcance de las personas adineradas. Un segundo examen más detallado, sin embargo, mostraba ciertos aspectos que desdecían la primera impresión. Las espuelas eran de plata labrada, también lo eran la empuñadura de la espada y el broche de la capa, en el que, además, se hallaba engarzado un rubí de una calidad y tamaño dignos de un príncipe. Otros detalles, como el bordillo de piel de visón de la túnica y de las mangas, las manos blancas de uñas impolutas, algo poco habitual incluso entre los miembros de la nobleza, el cabello de color pajizo, que le cubría las orejas sin llegarle a los hombros, y un bigote y barba algo más oscuros, recortados y cuidados, sus ademanes corteses, aunque distantes, y un perfecto dominio del occitano*, también llamado lengua de Oc, demostraban claramente que Kilpeck no era un cualquiera. Y esto intrigaba aún más a doña Elvira.

—Bienvenido seáis, señor —le saludó en romance occitano con una sonrisa acogedora—. Os recuerdo muy bien.

El inglés hizo una ligera inclinación, mirándola directamente a los ojos.

—Señora, honráis a vuestro humilde siervo —respondió él en romance navarro con un ligero deje extranjero.

—No sois fácil de olvidar —doña Elvira estaba sorprendida de que el hombre conociera igualmente una de las lenguas de Navarra—. Por lo que veo domináis el habla de esta tierra…

—De ésta y de otras. He viajado mucho y es bueno poder entenderse con todo tipo de gentes.

—¿Y a qué debemos vuestra visita?

—La cortesía obliga —Kilpeck esbozó una mueca parecida a una sonrisa—, y también la posibilidad de seros útil.

—¿Compartiréis conmigo el almuerzo?

—Me honráis.

El inglés hizo una nueva reverencia, un poco más profunda que la anterior. Poco después ambos estaban sentados a una mesa dispuesta cerca de una de las ventanas, desde la cual podían contemplar sin ser vistos el trajín de viajeros que entraban y salían por la puerta del Abrevadero, dando cuenta de un plato de gorrín* asado, aderezado con verduras.

Doña Elvira no dejaba de pensar cómo podría utilizar los servicios del extraño personaje. En algún momento, durante la comida, se le pasó por la cabeza la idea de enviarlo a la corte castellana con el encargo de ayudar a Alfonso a pasar a mejor vida. Los problemas de su querido Sancho desaparecerían y Navarra podría respirar tranquila. No sería la primera vez que un rey era asesinado. A fin de cuentas, la muerte era el destino de todos los seres de Dios. Luego, la imagen nítida del mozalbete enviado en busca del secreto de Johan de Isaba ocupó su mente. Habían ya transcurrido varios meses desde su desaparición. Cuanto más se tardara en seguir su pista, más difícil sería encontrarlo. Tal vez Kilpeck fuera capaz de hallarlo y traerlo a su presencia.

La fuente del conocimiento del viejo monje era algo muy valioso. Si ella estuviera en su posesión, podría predecir el futuro, manejar los hilos del poder, prever los movimientos de sus enemigos y ocupar el lugar que le correspondía.

—Hay algo que deseo hagáis por mí —le dijo a Kilpeck, alargándole una copa de plata llena hasta los bordes de sorbete de moras.

A grandes rasgos y sin dar demasiados detalles, le explicó la existencia del joven Otxoa, cómo lo había enviado en una misión especial al monasterio de Leire y cómo había desaparecido sin dejar ni rastro. Le urgía conocer su paradero y, sobre todo, averiguar si Johan de Isaba le había confiado su secreto.

—¿Qué secreto? —preguntó el inglés, interesado por primera vez en la conversación.

—Ahí está el quid de la cuestión —respondió doña Elvira con franqueza—. No lo sé. El viejo monje sabía algo que nunca me dijo y por esa razón envié al mozalbete a Leire. Su desaparición tras la muerte del monje me hace pensar que a él sí se lo dijo.

—No os preocupéis, señora, yo lo encontraré —afirmó Kilpeck con tanta seguridad en su tono de voz que doña Elvira no dudó que sería así.

¿Y si después de averiguar el famoso secreto, también él desaparecía?

—No temáis —el hombre sonrió antes de responder con cierta ironía—. Jamás he traicionado la confianza puesta en mí y algo me dice que vos y yo estamos hechos del mismo material. No me gustaría teneros por enemiga. Horas después Tom Kilpeck salía en dirección a Olaitz. Doña Elvira sólo había podido darle una escueta información acerca del personaje al cual debía buscar. Sólo conocía de él su nombre, Otxoa Izurra, el de su padre, Iaunso Arzaiz, y su lugar de origen. Con tan magros datos, la única remota posibilidad de encontrar al joven era que éste se hubiera puesto en contacto con su familia. Sería una suerte increíble si hubiera decidido buscar refugio en su propia casa.

«Nadie puede ser tan estúpido», se dijo el buscador de recompensas.

Si el muchacho poseía un secreto tan importante como para no haber regresado a Pamplona después de abandonar el monasterio, no iba a esconderse en su aldea, donde cualquiera podía hallarlo con facilidad. Pero por algún sitio era necesario empezar.

Nada más llegar a Olaitz, preguntó por la casa del tal Arzaiz. Los miembros de la familia estaban a punto de sentarse a la mesa cuando apareció el inglés, dándoles un susto de muerte. En el valle de Olaibar, como en todas las tierras vascas se creía a pies juntillas que los espíritus de los muertos pasaban cierto tiempo en el mundo perturbando a los vivos hasta que decidían marcharse definitivamente. La figura del hombre de negro, de pelo amarillento y tez blanca recortada en el umbral de la puerta les hizo creer en un aparecido y todos se santiguaron casi a la vez. El entendimiento entre el recién llegado y los moradores de la vivienda fue imposible, puesto que éstos sólo hablaban la vieja lengua de los navarros y aquél la desconocía.

—Otxoa Izurra —se limitó a repetir Kilpeck una y otra vez, visto lo difícil que resultaba hacerse entender.

De la discusión entablada entre los miembros de la familia, que no dejaban de mirarlo con recelo mientras hablaban entre sí, unos afirmando, otros negando, el inglés sólo pudo entender dos palabras: Nova Victoria. Salió de la casa tan silenciosamente como había entrado y desapareció de la vista sin que nadie se diera cuenta.

—Vayamos pues a Vitoria —dijo, dando unas palmaditas en el cuello de su caballo, negro como él mismo, antes de ponerlo al trote.