Mayo de 1200.
Otxoa no miró hacia atrás cuando abandonó Leire mezclado en el grupo de peregrinos que había salido del monasterio a primeras horas de la mañana. Cubierto con la piojosa capa del mendigo, con la capucha ocultándole la cara, pasó sin despertar sospechas ante los ojos escudriñadores de los dos monjes encargados de abrir y cerrar la puerta de la encinta* que rodeaba el santo lugar. Continuó con los peregrinos hasta Pamplona, pero, una vez allí, se separó de ellos. Robó unas calzas, una camisa y un chaleco de un colgador de ropa, se encasquetó un gorro de fieltro que el viento llevó volando hasta sus pies y continuó su viaje.
Su primera intención al abandonar el monasterio fue acudir presto al palacio real de la ciudad episcopal y hacer entrega a doña Elvira del rollo de pergaminos, pero luego se lo pensó mejor. Johan de Isaba había confiado en él, le había hecho partícipe de su secreto, un secreto guardado durante toda su vida. No sería digno de un futuro caballero traicionar la fe que el viejo maestro había puesto en él y, por otra parte, sentía curiosidad por conocer lo escrito en ellos. Johan de Isaba había dicho que la sabiduría del eremita Xemeno podría ser mal utilizada si caía en las manos de una persona perversa. No se consideraba una mala persona, así que no había nada malo en guardar los pergaminos por el momento, al menos.
Procuró andar por los barrios más alejados del palacio real durante los dos días que permaneció en Pamplona. Temblaba cuando sus pasos se cruzaban con un grupo de soldados, imaginando en todo momento que doña Elvira había ordenado su búsqueda. Probablemente, la dama ya conocía su desaparición. Tal vez pensaba, y acertaba, que él poseía la fuente del conocimiento de Johan de Isaba. Era peligroso oponerse a los deseos de los poderosos. A fin de cuentas, él sólo era el hijo de un campesino. No tenía derecho a guardarse algo tan valioso y nadie daría ni un ochavo de sueldo sanchete* por su vida. Decidió, por tanto, marcharse cuanto antes de la ciudad y dirigió sus pasos hacia Olaitz. Contó a sus padres y hermanos en tono confidencial que se dirigía a Vitoria con un mensaje secreto de una persona muy importante, pero nada dijo de los pergaminos ni de su aventura en el monasterio. A la pregunta sobre su cabeza rapada como los monjes, respondió que era la moda de los caballeros de la corte. Sus hermanos se echaron a reír y agitaron las pelambreras*, que les llegaban hasta los hombros, pero ninguno pareció interesarse más por el asunto. Al día siguiente abandonó con cierto pesar el seguro abrigo de su hogar, dispuesto a buscarse la vida. Llevaba un zurrón repleto de comida y había envuelto el rollo de pergaminos en una caña hueca que ensució con barro y cuyo aspecto, esperaba, no llamaría la atención de los muchos bandidos que controlaban los caminos. Se colgó la caña del cinto y la cubrió con el vuelo del kapusai, una especie de capa corta con capucha y mangas anchas que su madre lo obligó a vestir para defenderse del frío.
No se topó con ningún bandido y llegó a su destino unas jornadas más tarde. Desde el camino podía verse la villa-fortaleza fundada sobre la vieja población de Gazteiz con el nombre de Nueva Victoria tan sólo veinte años atrás por el padre de don Sancho. Hacía parte de la línea de defensa fronteriza con Castilla que los navarros habían fortalecido para hacer frente a las ambiciones de su vecino, ansioso por disponer de una salida al mar y dispuesto a todo con tal de conseguirla.
Le asombró la facilidad con la cual pudo penetrar en el recinto amurallado, sin abonar el peaje debido y sin ser interrogado sobre los motivos de su llegada. Tardó muy poco en entender la razón. Nada más atravesar la segunda encinta, le detuvo un hombretón al que apenas se le veía la cara bajo un casco de metal con refuerzos para proteger las mejillas y la nariz.
—¿De dónde vienes? —le preguntó con una voz que a Otxoa le recordó el mugido de un toro bravo.
—De Pamplona.
—¿Nombre?
—Otxoa Izurra.
—No parece que te queden muchos rizos —ironizó el soldado, señalando la cabeza rapada del joven.
—Así estoy más cómodo —se limitó a responder éste.
—¿Edad?
—Unos catorce o quince años, no lo sé muy bien.
—Una cría aún sin destetar y encima flaca, ¡estamos listos! —exclamó el hombretón, examinándolo de arriba abajo—. En fin, más vale poco que nada.
Asiéndolo por un brazo y sin apenas darle tiempo para reaccionar, el hombretón arrastró a Otxoa hacia el interior de una de las torres de defensa de la plaza*. En el patio había hombres y muchachos, todos con la misma cara de inexpertos que él, probándose corazas*, chalecos de cuero, mallas, cascos, y tratando de asir de la forma menos rudimentaria posible algunas de las picas*, lanzas, hachas, mazas o cuchillos apilados en desorden en el suelo.
—¿No hay espadas? —preguntó un hombrecillo aún más flaco que Otxoa a quien le venía grande el uniforme de soldado.
—¿Para qué quieres tú una espada, manojo de huesos? —le increpó el hombretón—. Dentro de poco, te abrirán en canal* sin que te des ni cuenta.
Las palabras del soldado en lugar de atemorizarlos enardecieron a los hombres del patio, que prorrumpieron en gritos y amenazas bravuconas dirigidas a aquellos castellanos de los que tanto se hablaba desde hacía semanas, pero que no aparecían por ningún lado.
—Busca algo que te vaya bien —ordenó el hombretón a Otxoa— y alinéate luego con los demás.
No había mucho donde elegir y el joven optó por un peto de cuero y un casco también de cuero que, una vez colocado sobre la cabeza, le cubría hasta las cejas. Como armas eligió una lanza y una pequeña maza de combate de cuyo mástil de madera colgaba una cadena con una bola en el extremo. Al igual que el hombrecillo flaco, hubiera preferido una espada, aunque jamás en su vida hubiera tenido una en las manos, pues creía firmemente que un soldado sin espada era como un viejo sin dientes.
Los milites* de la villa, llamados de forma tan pomposa para ocultar su triste aspecto y falta de experiencia, eran un centenar de hombres con oficios tan dispares como herreros, carpinteros, zapateros o labradores. Los soldados de profesión miraban con escepticismo y algunas sonrisas irónicas a los «refuerzos» prometidos por el tenente* de la plaza, Martín, apodado Txipia, El Pequeño, por su baja estatura. A pesar de los numerosos mensajes despachados al obispo don García, regente de Navarra durante la ausencia del rey, solicitando ayuda ante el inminente ataque de las tropas castellanas, únicamente habían recibido promesas ambiguas y frases alentadoras para que resistiesen cuanto pudieran. El tenente, entonces, había decidido echar mano de todo hombre, ya fuese joven o viejo, que pudiera sostener un arma en las manos, ordenando a Hernando Ferrándiz, el hombretón, que los aleccionase un poco para que no salieran corriendo como gallinas asustadas a la vista del enemigo.
Ferrándiz había sido soldado desde antes de nacer —eso era al menos lo que él siempre decía— y le encantaba mostrar sus cicatrices y contar la historia de cada una de ellas. Sus compañeros lo habían apodado Buruandi, Cabezón, algo que, a pesar de la connotación peyorativa, a él parecía gustarle. Buruandi se encariñó con Otxoa porque le recordaba a un sobrino que tenía en Egino y le buscó acomodo en casa de una viuda para que no tuviera que compartir el suelo y la paja de los soldados sin familia. La viuda tenía un pequeño puesto de huevos y pollos en el portal de su casa y aceptó aposentar al joven a cambio de que acudiera todos los días al reparto de la leña comunal que el gobernador disponía para los habitantes, preparara los cepos para las ratas y realizara algunos otros trabajillos. Como contrapartida, recibiría una comida al día y podría dormir junto al hogar, mientras ella y una hija que tenía lo hacían en la única cama de la vivienda, también en la cocina.
Otxoa estaba encantado con su nueva vida. El día se le iba entre los ejercicios de adiestramiento en la milicia, los trabajos de ayuda en casa de su patrona y el tiempo que pasaba tratando de descifrar los escritos cuando la viuda y su hija se habían dormido. Sorprendido, constató que Johan de Isaba apenas había tenido tiempo de explicarle una mínima parte del Libro de la sabiduría. No era capaz de entender las predicciones contenidas en los versículos. Sin embargo, las recetas medicinales, el uso de las plantas, la forma de construir un astrolabio* o de leer las piedras de la bolsita de tela eran acicates* suficientes para mantener su interés y, poco a poco, iba adquiriendo unos conocimientos que sólo estaban al alcance de unos pocos mortales.
El ataque del ejército castellano se produjo el quinto día del mes de junio. Los habitantes de la villa-fortaleza se vieron rodeados por miles de soldados, mucho mejor pertrechados que ellos. Máquinas de guerra tiradas por reatas* de mulas, catapultas* y otros ingenios bélicos que no habían visto jamás comenzaron a lanzar todo tipo de proyectiles, en especial bolaños*, rocas y haces de paja ardientes. Estos últimos fueron a caer encima de los techos de madera de las casas, prendiéndoles fuego y causando el natural terror entre los habitantes, que corrieron de un lado para otro sin saber dónde refugiarse. Tras los lanzamientos, llegaron los infantes con escalas de madera para trepar por las murallas y pesados arietes* fueron lanzados contra las puertas de la fortaleza. A pesar de sus esfuerzos, al finalizar el día las cosas estaban más o menos igual que al comienzo del mismo. Los defensores de la plaza habían resistido el embate con bravura, disparando miles de flechas, lanzando agua hirviendo sobre los atacantes y no dejando que ninguna escala llegara hasta las almenas. Los ataques se sucedieron durante las semanas posteriores con idéntico resultado hasta que, obedeciendo las órdenes del rey Alfonso de Castilla, el señor de Vizcaya, don Diego López de Haro, caballero navarro pasado a la obediencia castellana, decidió sitiar la ciudad y rendirla por hambre ya que no podían rendirla por las armas.
A partir de entonces, Vitoria quedó aislada del exterior. Los castellanos patrullaban todos los caminos que llevaban a la villa e impedían la llegada de carretas con alimentos enviados desde las aldeas próximas. Únicamente permitían la entrada a mujeres, niños o clérigos que aducían tener a algún familiar dentro de la fortaleza sitiada, aunque primero eran minuciosamente registrados para evitar que pudieran llevar algún tipo de comida oculta entre las ropas.
Los vitorianos respiraron aliviados. Tenían los graneros llenos, numerosos animales domésticos, como gallinas, patos y cerdos e, incluso, alguna vaca, y había agua suficiente para resistir durante mucho tiempo. Esperarían tranquilamente a que el ejército acampado abajo de la colina se cansara y se marchara como había llegado o a que su rey, don Sancho, acudiera por fin al mando de sus caballeros para sacarlos de aquel apuro.
Como no había ataques y la guarnición era suficiente para vigilar los movimientos enemigos, los milites de la villa pudieron regresar tranquilamente a sus quehaceres.
—¡Aunque os quiero aquí de vuelta en cuanto suenen los cuernos! —les advirtió Buruandi, por si acaso alguno había pensado que el asunto había finalizado.
Otxoa, sin embargo, continuó acudiendo a la torre todos los días porque prefería hacer guardia con los profesionales a acarrear agua y leña para la viuda. Buruandi apreció su gesto y le tomó aún más cariño.
—¿Qué pasa si no se van? —le preguntó el joven un día en un momento de confidencias, señalando a las tropas acampadas en el llano.
—Que las cosas se pondrán muy feas para nosotros —le confió el hombretón—. No será la primera vez que un ejército rinde una plaza por hambre. Con el estómago lleno se puede aguantar casi todo, ¿sabes? Los ataques, las piedras, el fuego… Pero es difícil resistir cuando las tripas aúllan pidiendo comida.
—¿Y las tropas del rey?
—¡Vete tú a saber! —Ferrándiz se mordió el labio inferior y soltó un juramento.
No volvieron a hablar del asunto, pero las predicciones del soldado parecían tomar cuerpo a medida que las semanas pasaban. Habían transcurrido ya cinco meses desde el comienzo del asedio y las gentes se preguntaban angustiadas por qué no llegaban los refuerzos. Todo el mundo fue obligado a entregar cualquier provisión o animal que tuviese a la intendencia de la torre, que se encargaría de distribuir los víveres entre la población, lo cual causó una serie de disturbios y obligó a los soldados a ir casa por casa exigiendo la entrega. El gobernador, Alfonso de Guendulain, y Martín Txipia arengaban a los vitorianos, animándolos a resistir, pero el mordisco del hambre era cada día más fuerte y la debilidad empezaba a hacer estragos en los cuerpos y en las mentes de los sitiados, cuyo sentido del olfato se había agudizado con la privación. El viento llevaba hasta ellos desde el campamento enemigo el olor a asado y a comida caliente, juntamente con alguna que otra pata descarnada de ternero que los sitiadores catapultaban de vez en cuando por diversión.
—Tenemos que enviar un mensajero a Pamplona que explique la situación en la que nos encontramos. ¡No podremos resistir mucho más tiempo!
Martín Txipia se enfrentó con el gobernador por tercera vez en el mismo día. Él era un soldado, preparado para la lucha, para dirigir ejércitos, para enfrentarse a cualquier enemigo, pero le sacaba de quicio contemplar cómo, día a día, iban cayendo sus hombres sin fuerzas ni para mantenerse en pie.
—En los últimos días nadie ha podido entrar ni salir de Vitoria, el cerco se ha estrechado aún más —afirmó Guendulain pesaroso.
—¡Pues algo habrá que hacer!
—Podemos parlamentar con los castellanos —insinuó el gobernador.
—¡De eso nada! —exclamó el teniente furioso—. Ya han dejado bien claro que sólo aceptarán la rendición y ni mis hombres ni yo nos rendiremos sin pelear o sin la orden expresa de nuestro rey, don Sancho.
—Don Sancho está en África.
—¡Que vuelva o envíe una orden para que nos rindamos! —insistió Martín Txipia.
—Ya te he dicho que nadie puede entrar ni salir y que…
Las palabras del gobernador se vieron interrumpidas por la súbita llegada de Ferrándiz, que llevaba media docena de liebres muertas asidas por las patas, tres en cada mano.
—¡No es mucho! —exclamó el hombretón exultante—, pero ¡menos es nada!
—¿Dónde las has conseguido? —le interrogó el tenente.
—¡Cazado! Las ha cazado mi protegido —rió Buruandi satisfecho—. Se ha descolgado por el muro de la iglesia y ha vuelto por el mismo camino. Dice que apenas hay controles por ese lado y ha prometido traer más mañana.
El gobernador y Martín Txipia se miraron.
—Dile a tu protegido que venga —le ordenó éste.
—Está aquí mismo. ¡Izurra!
Otxoa entró en la habitación un tanto cohibido pues era la primera vez que estaba delante de los dos hombres más importantes de la villa y no sabía si iban a felicitarle por la captura de las liebres o a armarle una buena bronca por haber atravesado las líneas enemigas para ir de caza.
—¿Estás seguro de que puedes volver a descolgarte por el mismo sitio sin que nadie te vea? —le instó Txipia, cuya voz y ademanes autoritarios, y a pesar de su tamaño, infundían respeto e incluso temor en sus hombres.
Otxoa afirmó con la cabeza, incapaz de decir nada.
El tenente miró al gobernador y éste hizo un gesto afirmativo.
—Bien, preséntate ante mí esta misma noche, en cuanto se haya ocultado el sol. Ferrándiz, que se coma una liebre de ésas —y añadió con una sonrisa al ver la cara de sorpresa del soldado y de su protegido—: Ha de tener el estómago lleno para llevar a buen fin la misión que vamos a encomendarle.
Nada más ocultarse el sol, mientras la fortaleza y el campo de los sitiadores se hallaban envueltos en un claroscuro, Otxoa se deslizó hacia abajo del muro atando una soga a una de las argollas utilizadas para atar las caballerías y desapareció entre los arbustos. El joven rodeó con sigilo la muralla, se aproximó al camino de Navarra, se escondió hasta que pasó la patrulla castellana que vigilaba él mismo y después salió corriendo tan veloz como se lo permitieron sus piernas. Llevaba un mensaje para el obispo de Pamplona de parte de la desesperada y hambrienta villa de Vitoria sujeto a la cintura, junto al rollo de pergaminos, del cual no se separaba ni de día ni de noche.