VI

Otxoa no podía creer lo que le estaba ocurriendo. A pesar de su intención inicial de salir cuanto antes del palacio, se dejó guiar por la joven sirvienta a un cuarto en donde tuvo que compartir espacio con media docena de escuderos. Tumbado en un delgado colchón relleno de paja sobre el mismo suelo, se juró a sí mismo emprender el regreso a su casa en cuanto amaneciera. Estaba tan cansado que no sólo amaneció sin que él abriera los ojos, sino que a media mañana iba camino del monasterio de Leire, andando detrás de la burra de Johan de Isaba.

Tal y como le había advertido doña Elvira, nada más llegar al monasterio, un monje con cara de pocos amigos le obligó a desprenderse de sus ropas, le echó unos cuantos cubos de agua fría por encima y le rapó la cabeza hasta la altura de las sienes. Después, le entregó un áspero hábito negro de lana y le indicó que se dirigiera a la capilla. Allí, apelotonado entre un gran número de novicios que presentaban su mismo aspecto, escuchó preces y cantos durante un tiempo que se le hizo interminable. Cansado por el viaje a pie desde Pamplona, humillado por la ducha y la rapada y hambriento a más no poder, tuvo aún que esperar un buen rato hasta que sonó la campana llamando al refectorio. Estuvo a punto de marcharse de allí de inmediato cuando se encontró al fondo de la sala, sentado en un banco de piedra con un cuenco de verduras y un pedazo de pan reseco en las manos. Decidió, no obstante, esperar hasta el día siguiente cuando oyó los aullidos de los lobos que vivían en la sierra.

Pasaron varias semanas sin ver de nuevo a Johan de Isaba. Al igual que los otros novicios, tuvo que acarrear leña y agua, fregar suelos, limpiar los establos y darle a la azada con las manos llenas de ampollas, además de asistir a las clases de doctrina y a las interminables horas de rezos dichos en una lengua que no entendía, y recibir más de un pescozón por haberse distraído. Cada noche se preguntaba cuál era la razón por la que continuaba en el monasterio y juraba no permanecer ni un día más en aquel lugar. Luego recordaba que la tía del rey le había prometido una recompensa si lograba averiguar la fuente de conocimiento del viejo monje, aunque difícil lo iba a tener pues parecía que a éste se lo hubiera tragado la tierra.

Tampoco perdía de vista a los peregrinos llegados por el camino de Aragón en dirección a Compostela. Los había de todos los tipos: nobles y ricoshombres* a caballo, acompañados de sirvientes y escuderos, que eran albergados en el propio monasterio; burgueses y campesinos que se alojaban en el albergue de peregrinos; y gran número de mendigos, criminales condenados a ir a Santiago para redimir sus faltas, mujeres de mala vida, aventureros cochambrosos y otras gentes que se apiñaban en la cripta* del monasterio. Todas las mañanas, cuando los peregrinos partían hacia su siguiente etapa, él y otros novicios tenían que bajar a la cripta a retirar el cadáver de algún infortunado, llevar a la enfermería a los más débiles, fregar el suelo y purificar la densa atmósfera quemando incienso y hierbas olorosas en los grandes calderos que igualmente servían para cocinar la sopa de caridad* que para calentar el lugar en las heladas noches de invierno. Tal vez, pensó Otxoa, podría marcharse de Leire mezclado con ellos, pero antes debería conseguir una túnica, una capa o algo con lo que ocultar su hábito y su cabeza rapada. A pesar de su repugnancia, en un descuido del monje que dirigía las operaciones de limpieza y velaba para que las ropas de los muertos pobres fueran rápidamente quemadas, se hizo con una capa larga con capucha, roída y llena de piojos, de un mendigo fallecido la víspera, ocultándola luego debajo del estrecho colchón de hojas secas sobre el que dormía.

Como si hubiera conocido sus intenciones, Johan de Isaba fue a buscarlo la víspera del día en que había planeado su fuga. Sin una palabra, el monje hizo un gesto con la cabeza indicándole que lo siguiese. Una vez en la farmacia del monasterio, le indicó que limpiara con agua y jabón de cenizas* unos tarros de cerámica y también le ordenó desmenuzar las hojas de un sinfín de plantas alineadas por clases encima de una tabla sostenida por dos caballetes. Interesado, Otxoa observó con atención las maniobras del monje. Le vio hervir hierbas y cortezas de árbol, colarlas y verter el líquido en tarros; también contempló asombrado cómo trituraba y machacaba frutos silvestres y raíces tiernas, mezclándolos con vino, agua o grasa para elaborar pomadas; o cómo se entretenía con infinita paciencia separando semillas, algunas de ellas minúsculas, que luego introducía en pequeños recipientes de vidrio. Aquel día, por primera vez desde su llegada al monasterio, disfrutó con su trabajo y se aplicó en imitar al viejo monje, que sin una palabra se limitó a hacer un gesto de aprobación y lo dejó hacer. Los planes de fuga quedaron olvidados por el momento. Tal vez aquél era el comienzo de la misión encomendada por la tía del rey.

A medida que transcurrían los días, Otxoa pasaba cada vez más tiempo con su maestro. Aparte de las clases de doctrina y los rezos que compartía con los demás novicios, ocupaba el resto de las horas en la farmacia del hospital. Johan de Isaba no se encargaba de curar a los heridos y a los enfermos. Su labor consistía en elaborar las medicinas, pero algunas veces acudía al hospital para examinar por sí mismo el mal para el cual tenía que buscar una cura y Otxoa lo acompañaba. El joven aprendió que las cataplasmas de corteza de aliso curaban las mordeduras de culebra, siempre que el veneno hubiera sido extraído a tiempo; que las telarañas atajaban las hemorragias; que la infusión de cardo combatía las inflamaciones e infinidad de otros remedios.

Su nueva actividad lo mantenía tan absorbido que llegó a olvidar el motivo de su presencia en el monasterio. Incluso olvidó sus proyectos de ser soldado y llevar a cabo él solo una proeza sin igual para convertirse en caballero. Estaba a gusto en aquel ambiente sosegado, tan lejano del riesgo que hombres y mujeres corrían por el hecho de haber nacido, de las luchas entre los reinos, del hambre y las epidemias.

Un atardecer, semanas más tarde, cuando se hallaba entretenido jugando a la pelota con otros novicios, Johan le hizo una seña. No se dirigieron a la farmacia, como él esperaba, sino que se adentraron por el claustro, pasando de allí a un pequeño patio en cuya extremidad se abría la puerta de una habitación bastante amplia y desordenada. A Otxoa le costó darse cuenta de que se hallaban en la propia celda del monje. Más que una celda monástica, aquello parecía un laboratorio lleno de redomas, potes*, tarros y libros. Había incluso un alambique*, que, según supo más tarde, había sido fabricado por el propio Johan. Un minúsculo catre en un rincón mostraba que el habitáculo también servía de dormitorio.

A la luz de las velas, constató consternado que el viejo maestro a quien había acabado por apreciar parecía mucho más viejo de lo que ya era. Sus pómulos huesudos sobresalían en su cara como dos aristas afiladas; tenía los ojos hundidos, sin brillo y las manos le temblaban imperceptiblemente. Johan puso a hervir agua en el pucherillo de barro sobre unas brasas avivadas con unas cuantas ramas jóvenes de avellano y echó un puñado de hierbas dentro en cuanto el agua comenzó a burbujear, luego retiró el recipiente del fuego y esperó en silencio. Finalmente vertió el líquido en dos cuencos y tendió uno a Otxoa.

—Esto nos mantendrá calientes y despejados —se limitó a señalar al observar la mirada extrañada de su discípulo—. Tengo mucho que explicarte. Nos llevará toda la noche, así que siéntate a mi lado y bebe.

El joven hizo como le ordenaba, se sentó en un taburete de tres patas al lado del monje y sorbió el contenido del cuenco.

—Me queda poco tiempo de vida —comenzó diciendo el anciano—. Me he pasado toda la vida buscando a alguien a quien poder transmitir un gran secreto. Parece que el destino ha decidido por mí y tú has aparecido cuando yo ya desesperaba de encontrar a la persona idónea.

Al muchacho le temblaban las rodillas y hacía esfuerzos para controlar la excitación que sentía en aquel momento. ¡Por fin! El hombre estaba a punto de revelarle el secreto de su conocimiento.

—Siento no haberte conocido antes —prosiguió el monje—, porque no creo que Dios me permita vivir lo suficiente para enseñarte una mínima parte de lo que he aprendido en mi larga vida. Tendrás que trabajar y aprender solo, como hice yo.

Tampoco esta vez dejó el joven que su rostro mostrase la decepción que sentía. El gran secreto eran años de estudio, no había una piedra filosofal ni un medio extraordinario para alcanzar el conocimiento. Doña Elvira estaba equivocada. El viejo monje era un hombre sabio como tantos otros, ni más ni menos, y él no estaba en absoluto dispuesto a pasar su vida entre los muros del monasterio. No quería ser sabio y tampoco quería ser monje.

—Voy a confiarte un tesoro por el que tendrás que velar el resto de tu existencia. Hace años lo encontré en una de las cuevas de la sierra. No permitirás que lo vean otros ojos hasta que decidas entregárselo a otra persona como voy a hacer yo contigo —Johan de Isaba parecía apagarse a igual velocidad que la vela se consumía—, pero antes deberás aprender a leer en la antigua lengua de los navarros porque, de lo contrario, de nada te serviría poseerlo.

La decepción de Otxoa había dejado paso al interés al oír mencionar la palabra tesoro, pero ahora volvía a quedarse atónito. ¿Qué significaba aquello de que debería aprender a leer en la vieja lengua navarra? ¡Bastante esfuerzo le había costado aprender a leer en romance* y algo en latín! Nadie escribía en la lengua del pueblo. Todos los documentos, los decretos, los contratos, los testamentos se redactaban en latín, la lengua de la Iglesia, y muchas menos veces en romance navarro. Miró con atención al monje. El pobre viejo debía estar delirando. Iba a hacer un comentario, pero permaneció callado al observar que los ojillos de su maestro adquirían de pronto un nuevo brillo. Johan de Isaba habló durante muchas horas. Las brasas se apagaron, la vela se consumió y la noche llenó la celda. En la penumbra, Otxoa le escuchó hablar del camino de las estrellas, la voz de los vientos, la antigua sabiduría olvidada, los agoreros vascones, las señales de la naturaleza, el conocimiento perdido.

Durante muchos días con sus noches, los dos permanecieron encerrados en la celda. En algún momento, durante el encierro, Otxoa se preguntó extrañado por qué nadie en el monasterio se preocupaba por saber lo que los mantenía ausentes de la vida comunal, las comidas y las oraciones. Llegó a la conclusión de que o no los echaban en falta o los otros monjes estaban ya acostumbrados a las rarezas del anciano y las disculpaban. De vez en cuando, se escapaba hasta la cocina para conseguir algo para comer. El monje encargado lo miraba con mala cara, alzaba las cejas y parecía que iba a negarse, pero siempre acababa alargándole un gran pedazo de pan, un pequeño puchero de barro lleno de potaje y una jarra de vino. Cuando Johan se sentía muy fatigado y se tumbaba sobre el catre para descansar un rato, él hacía lo mismo en el suelo o se sentaba en un rincón, con la espalda apoyada en el muro y la cabeza entre los brazos cruzados sobre las rodillas. A medida que iba adentrándose en el extraordinario mundo que se abría ante él, más ansioso se sentía. También aprendió a descifrar las palabras escritas con mano temblorosa por su maestro. Conociendo la lengua de sus padres y sabiendo leer en romance, se trataba de un ejercicio cuyo dominio iría adquiriendo mediante la práctica, según le explicaba el anciano.

A pesar de la intimidad existente entre ellos y de sus enseñanzas, Johan en ningún momento había mostrado a su alumno el tesoro del cual hablaba tan a menudo. A Otxoa le daba la impresión de que el viejo sabio a veces dudaba si estaba haciendo bien o mal. Él mismo sentía cierta aprensión. A fin de cuentas, había sido enviado por doña Elvira con la misión de averiguar la fuente del conocimiento del monje. De alguna manera, estaba traicionando la confianza de su maestro. Aún estaba a tiempo de abandonarlo todo y salir escapado del monasterio, pero la curiosidad era más fuerte y también lo era su deseo de aprender todo lo que el monje pudiera enseñarle mientras siguiera vivo.

Johan dejó de hablar una noche en la que la tormenta arreciaba con fuerza y el agua se colaba por el estrecho ventanuco de la celda.

—El tesoro se halla oculto debajo de mi catre —le oyó decir, antes de comenzar a recitar las letanías que no finalizó.

Otxoa tardó en percatarse de que el hombre con quien había compartido todas sus horas durante las últimas semanas había dejado de existir. Permaneció quieto durante un rato largo, tratando de oír la respiración acompasada del anciano, esperando oír su tos ronca, pero sólo oyó el ruido de la lluvia golpeando el barro del suelo en el exterior. Encendió una vela y examinó el rostro del monje sabio. Parecía dormido, a punto de despertar en cualquier momento. Luego recordó sus últimas palabras. Presuroso, movió el catre con el cuerpo del difunto encima para poder, por fin, contemplar el famoso tesoro, pero allí no había nada. Por mucho que miró y remiró, no encontró nada y se llamó tonto por haber creído en las palabras de un viejo demente que le había hecho perder el tiempo, relatándole un montón de fantasías sin fundamento. Salió de la celda y fue a dar aviso al monje portero para que tocase las campanas llamando a muerto. Él se dirigió al dormitorio de los novicios para comprobar que nadie había dormido en su catre durante su ausencia y que la capa del viejo mendigo seguía donde él la había dejado. Ya nada lo retenía en el monasterio y no tenía intención de permanecer en él ni un solo día más.

Las cosas volvieron a complicarse una vez más. Cuando el cadáver fue llevado a la capilla para ser velado por los demás monjes, el abad lo envió a limpiar la celda y a poner en orden el batiburrillo* de objetos extraños, potes, plantas, anotaciones y demás objetos.

—Tú eras su alumno —le dijo el abad—. De ahora en adelante te encargarás de los preparados medicinales.

A Otxoa aquellas palabras le sonaron a amenaza.

Estuvo ocupado casi todo el día clasificando las pertenencias de su maestro, separando las cosas que le parecían interesantes. Todo aquello que, a su entender, carecía de importancia o cuyo uso ignoraba, fue a parar al tonel utilizado para los desperdicios. Al examinar las redomas que se alineaban sobre una repisa, justo encima de donde había estado colocado el catre que él había movido y no había vuelto a colocar en su sitio, uno de los recipientes cayó haciéndose añicos. Un olor a rata muerta se extendió por la celda. Soltó un juramento y se apresuró a recoger los trozos. Al ir a secar el suelo con un trapo, observó que el líquido de la redoma había desaparecido sin dejar rastro. En aquel preciso lugar, las losas de piedra que recubrían el piso parecían estar más separadas unas de otras que el resto. Estuvo a punto de gritar de alegría al comprobar que podían levantarse y que, además, había un escondite secreto bajo una de ellas. Con el alma en vilo y el corazón palpitante, el joven introdujo la mano por el boquete y sacó de él un rollo de pergaminos atado con un cordel de cuero y una bolsita de tela. Por la forma y el contenido, creyó sería el anhelado tesoro formado por piezas o monedas de plata. Descubrió, sin embargo, que contenía una docena de piedras planas de río con extraños signos en una de sus caras y una vez más pensó que había sido engañado como un tonto.

Iba a poner el rollo de pergaminos y la bolsita entre los objetos de interés cuando recordó las palabras de Johan de Isaba.

«Deberás aprender a leer en la antigua lengua de los navarros porque, de lo contrario, de nada te serviría poseerlo», había dicho el monje, refiriéndose al tesoro.

Soltó el cordel de cuero y desenrolló los pergaminos. Su sorpresa no tuvo límites cuando reconoció algunas de las cosas que le había contado su maestro durante sus días de encierro. A pesar de lo dicho por el anciano, no le resultó fácil leer a primera vista las anotaciones redactadas en una lengua navarra escrita casi dos siglos atrás. Supo, no obstante, que aquellos pergaminos eran el tesoro guardado con ahínco por el monje a lo largo de más de cincuenta años. Ellos eran la clave del conocimiento de Johan, lo que había ido a buscar, por lo que sería recompensado por la tía del rey. Los ocultó bajo el hábito, se guardó la bolsita de las piedras en el bolsillo y acabó de ordenar la celda.

Una semana más tarde, doña Elvira se presentó en el monasterio. El abad en persona le había comunicado la muerte de su confesor y consejero por medio de la paloma mensajera de la cinta roja. Pidió ver la celda de Johan de Isaba y ella misma se encargó de examinar los objetos que aún seguían en ella. No encontró nada de su interés y solicitó ver al muchacho enviado para ser aleccionado por el monje. No supo qué responder cuando le comunicaron que el joven había desaparecido el mismo día del entierro de su maestro.