V

El palacio real y sus aledaños hervía de animación mucho antes de que los vecinos de Pamplona quitaran las tablas de las ventanas que los protegían del frío y de los ladrones; orearan los colchones y cobertores de sus lechos, sacudiéndolos o colgándolos en tenderetes; vaciaran los orinales sobre las calles embarradas; instalaran sus puestos de verduras, legumbres, carnes, cueros, ropas, utensilios y todo tipo de mercaderías. Pocos eran los servidores reales que habían podido conciliar el sueño en los últimos días, tan ajetreados como estaban preparando el viaje de la corte. Se habían dispuesto decenas de carros llenos de cofres, repletos a su vez de ropajes de gala, vituallas, tiendas, vajillas, armas, pieles e incontables objetos considerados necesarios para hacer el trayecto lo más cómodo posible. Un ejército de mil hombres de a pie y más de doscientos de a caballo, pertrechados* de pies a cabeza, otros cien escuderos y muchos más criados, músicos, cocineros, palafraneros y barberos, un número importante de nobles, sus esposas, damas de compañía y sirvientas, varios sacerdotes y dos decenas de frailes acompañarían al rey en su viaje.

Los pamploneses contemplaron con indiferencia el desfile de la comitiva real por las calles de la ciudad. Estaban acostumbrados a ver partir a la corte cada dos por tres. Era raro que el rey permaneciera mucho tiempo en un mismo lugar. Muchas veces porque la guerra contra sus vecinos le obligaba a acudir a las zonas fronterizas, y otras porque su presencia era continuamente requerida en otras villas del reino. Así que, después de haberse guarecido en los portales para dejar pasar el largo cortejo, volvieron a sus quehaceres habituales, más preocupados en ganarse la vida que en conocer el destino del rey y de sus acompañantes. La caravana de hombres, animales y carros tomó la dirección hacia el sur y se perdió de vista. A su paso levantaba una espesa polvareda debido al barro reseco que las lluvias de primavera habían depositado en el camino.

La corte llegó a Tudela al anochecer. El rey y los acompañantes principales se aposentaron en el castillo mientras el resto de los miembros de la comitiva real lo hacían en las casas nobiliarias, en las de los burgueses, comerciantes o campesinos según su rango e importancia. La llegada del rey a una población era un gran honor, pero también un contratiempo que acababa resultando muy oneroso* a los beneficiados de tal placer. Durante el tiempo que la corte permanecía en dicho lugar, a veces muchos meses, sus habitantes estaban obligados a ocuparse del alojamiento y manutención de los visitantes, subían los impuestos y se alteraba la vida diaria. Los subditos agradecían la presencia de su rey, pero agradecían aún más su marcha.

Un par de jornadas más tarde, al amparo de la noche y encabezados por el propio rey, doscientos jinetes iluminados por la luz de la luna llena salieron de Tudela en dirección a Calatayud. Allí tomaron el camino que llevaba al señorío de Albarracín, cuyo señor, leal al rey de Navarra, les abrió las puertas de su castillo. Tras una noche de descanso, los jinetes prosiguieron su viaje adentrándose en los dominios del futuro suegro de don Sancho.

El rey marchaba confiado, a pesar de las muchas advertencias recibidas de las zonas alavesas fronterizas, desde las cuales podían apreciarse con toda claridad los movimientos de tropas y el reforzamiento de los dispositivos bélicos de los castellanos. Estaba seguro de que Alfonso mantendría la promesa de velar por su reino durante su ausencia. En su último encuentro, su primo le había incluso recomendado el viaje por tierra, en lugar de por mar, como él había pensado hacer en un principio. La bula* del santo padre, pensó el rey, en la que se negaba a Castilla y Aragón el derecho a inmiscuirse en los asuntos de Navarra, era por sí sola suficiente garantía para la salvaguardia* de su reino.