IV

De regreso a su casa de Pamplona, un edificio contiguo al palacio real, doña Elvira se dirigió directamente al palomar de la azotea. Entre los muchos palomos y palomas que zureaban* en él, cogió a una con una cinta roja al cuello y soltó el pequeño rollo atado a una de sus patas; leyó el contenido y después rompió el mensaje en pequeños trocitos que esparció entre las pajas, granos y excrementos que cubrían el suelo. Bajó luego a la gran recámara que le servía de alcoba y de escritorio con la paloma asida delicadamente, pero con firmeza, entre sus manos y se la entregó a un criado. Escribió unas líneas en un pedazo de pergamino, lo enrolló, lo ató a la pata del ave e hizo al criado una seña afirmativa con la cabeza. El hombre se aproximó a una de las ventanas abiertas encima de la muralla y soltó el ave. La paloma dio un par de vueltas por encima del palacio y luego se perdió en dirección este.

Pocos días después la tía del rey y el monje de Leire se reunían en los aposentos de la primera.

—¿Cómo has sabido que Sancho está pensando en ir a tierra de infieles? —preguntó doña Elvira tras los saludos de rigor—. Yo apenas lo he sabido a mi vuelta de Aquitania.

—El rey no debe abandonar Navarra —afirmó Johan sin responder a la pregunta—. Está escrito que sus enemigos aprovecharán su ausencia para atacar el reino.

—¿Dónde está escrito?

—No importa dónde, lo que importa es que no vaya.

Doña Elvira hizo un gesto de contrariedad. No le agradaba el tono del anciano. A pesar de que sus consejos siempre habían sido acertados, no dejaba de ser un oscuro monje mientras que ella estaba emparentada con todas las casas reales cristianas y también musulmanas de la península. Sin embargo, se mordió el labio inferior y le indicó con un gesto que continuara hablando.

—El rey corre un grave peligro —prosiguió Johan de Isaba—. Su primo Alfonso de Castilla, a pesar de todas sus promesas, de los tratados firmados y de las treguas, no cumplirá su palabra y se lanzará sobre Navarra como el milano sobre la presa.

—A cambio de su ayuda contra los rebeldes, el emir Yaqub ha prometido a mi sobrino la mano de su hija y el vasallaje de todos los reinos musulmanes de la península.

—Don Sancho no debe dejar sus tierras desamparadas —insistió el monje con el ceño fruncido por la determinación.

—Alfonso ha prometido velar por ellas en su ausencia.

—¡Nuestro señor es un simple si cree en las promesas del castellano!

—¡Cuidado! —la voz de doña Elvira subió de tono—. ¡Estás hablando del rey!

—Un rey sin reino deja de serlo.

Los dos permanecieron en silencio durante un buen rato. Doña Elvira sabía que las palabras del monje no iban del todo desencaminadas. No era la primera vez que su otro sobrino, Alfonso, había roto su palabra. Tan sólo un año antes sus espías le habían informado sobre un pacto, firmado en Calatayud, entre él y el rey de Aragón, jurándose ayuda mutua, especialmente contra el rey de Navarra y sus descendientes. Ambos habían puesto en práctica dicho tratado con gran celeridad, penetrando por dos frentes opuestos y devastando el reino. A pesar de la tregua pactada poco después, estaba segura de que los dos volverían a las andadas en cuanto Sancho se hubiera marchado. Pero ¿cómo sabía el monje todo aquello? ¿Quién le informaba o dónde obtenía la información? En algún momento, durante un breve instante de cavilación, se prometió averiguar el secreto que el monje guardaba tan celosamente. Lo conocía desde hacía muchos años. En otras ocasiones también le había hablado de hechos que luego se habían hecho realidad, como la muerte de su medio hermano o la boda de su sobrina Berenguela con el rey Ricardo de Inglaterra, llamado Corazón de León por su bravura. Si entonces había acertado con sus predicciones, también podría ser cierto que tuviera razón en esta ocasión. Pero ¿cómo impedir el viaje de su sobrino a tierras africanas?

—No sé cómo podría evitarse la marcha de Sancho —meditó en voz alta.

—Pedid ayuda al obispo.

No sería la primera vez. Tan sólo un año antes, con motivo de los ataques por parte de Castilla y de Aragón, don García Fernández, obispo de Pamplona, había prestado a Sancho una considerable suma de dinero y había recibido a cambio el palacio real de Pamplona, el mismo en el que se encontraban en aquel instante. Era un hombre sabio y respetado, tanto por el pueblo como por el propio rey. Si él intervenía, si él hablaba con su sobrino… Tal vez el monje tenía razón de nuevo, pensó doña Elvira. Hablaría con el obispo y entre los dos tratarían de convencer a Sancho para que no emprendiera el viaje.

—Quédate en mi casa —casi ordenó—. Hoy mismo hablaré con don García. Mañana podrás regresar descansado al monasterio.

El monje iba a añadir algo más, pero doña Elvira dio una palmada y un sirviente apareció en el acto indicándole que lo siguiera.

La entrevista con el obispo no fue como ella esperaba. Don García no estaba de acuerdo con los proyectos del rey. No le agradaba que abandonara el reino y, además, el santo padre, Inocencio III, había apremiado a los reyes cristianos para que se unieran en contra de los sarracenos. Por otra parte, no veía mal los beneficios que podría aportar la alianza con el miramamolín del Magreb. Tanto éste como sus súbditos eran musulmanes, e igualmente lo era la princesa prometida, pero no había nada que un buen bautismo cristiano no pudiera solucionar y los convenios entre cristianos y musulmanes estaban a la orden del día. A pesar de sus protestas, Alfonso de Castilla mantenía acuerdos con ellos, y su abuelo también había matrimoniado con una princesa musulmana, hija de Al-Motamid, rey de Sevilla, que antes del bautismo se llamaba Zaida y después Isabel. Navarras habían sido la abuela y la madre del gran Abd-Rahmán III y también la madre de otro califa, Hixem II. No era, pues, extraño que hubiera lazos de unión y de parentesco entre ambos pueblos. El vasallaje de los reinos hispano-musulmanes traería consigo el necesitado desahogo que Navarra precisaba para recuperarse del fuerte acoso de sus vecinos y, tal vez, podría ayudar a la cristianización de toda la península.

—No es la primera vez que el rey se ausenta —concluyó el obispo con una sonrisa— y sólo será durante unos meses.

—Alfonso aprovechará su ausencia para conquistar las tierras de Álava y Guipúzcoa que codicia desde hace tiempo.

—No lo hará —respondió don García—. Ha firmado unas treguas que lo obligan y ha jurado no intentar ninguna incursión. El santo padre ha ratificado dicho juramento.

—Ya…

—¿Acaso dudáis del santo padre? —preguntó el obispo escandalizado.

—Dudo de Alfonso. Que yo sepa, el Tratado de Calatayud sigue en vigor y, aunque Aragón ha prometido no inmiscuirse, Castilla sola ya supone una amenaza terrible.

—Confiemos en Dios, Nuestro Señor, y reguemos para que don Sancho regrese pronto, sano y salvo.

«Habrá que hacer algo más que rogar», pensó doña Elvira, pero se limitó a despedirse del prelado haciendo una pequeña reverencia.

No dejó de pensar en su conversación con el obispo mientras se dirigía de nuevo hacia sus aposentos. Don García era un buen hombre, no conocía los entresijos de la política, las intrigas y la capacidad que tenían los poderosos para jurar sobre los Evangelios y seguidamente romper sus compromisos si ello colmaba sus ambiciones. Ella lo sabía muy bien porque era uno de ellos. A pesar de ser una de las personas más respetadas de la corte, no podía olvidar en ningún momento su nacimiento ilegítimo. De haber sido hija de la reina y no de una de sus camareras, la hubieran casado con un rey al igual que a sus medio hermanas: Blanca, esposa de Sancho III de Castilla, padres de Alfonso, y Margarita, casada con el rey de Sicilia. En su lugar, la habían entregado a un oscuro señor bearnés*, más ocupado en hacer la guerra que en hacerle hijos. Lo único bueno de su matrimonio había sido su corta duración, ya que su marido había muerto en una emboscada. Además, le había dejado como única beneficiaría de una fortuna considerable, lo cual hacía su vida más agradable y, sobre todo, libre, pues no dependía de su sobrino y mantenía su propia casa. Pensó por enésima vez que, en ausencia del rey, ella debería haber sido la regente del reino y no el obispo.

Unas voces distrajeron sus pensamientos. Una gran discusión en una de las puertas de entrada al patio de armas había congregado a varios soldados y a algunos sirvientes.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó, aproximándose.

Su presencia y su voz autoritaria tuvieron el efecto de un chaparrón en un día caluroso y los ánimos se calmaron como por ensalmo*.

—Hay ahí un campesino que insiste en veros —le informó uno de los soldados.

—¿A mí?

—¡No me moveré de aquí hasta que no vea a la tía del rey! —gritó una voz al otro lado del muro.

—Dice que vos le invitasteis a venir aquí —continuó diciendo el informador.

—Dejadlo entrar —ordenó la dama un tanto divertida.

Había aprendido en sus muchos años de ejercicio como representante de su medio hermano y también de su sobrino que no costaba nada mostrarse magnánima con los vasallos de vez en cuando, permitirles un acercamiento, intercambiar algunas palabras con ellos. Pequeños gestos como ésos hacían a los nobles más humanos a los ojos de la plebe.

Reconoció, en el mismo momento que lo tuvo delante, al mozalbete con cara de susto aparecido mientras ella descansaba, al abrigo de la lluvia, durante su viaje desde Aquitania de regreso a Pamplona por el camino de Belate. Era un buen refugio, que había utilizado en varias ocasiones. Conocía de sobra las leyendas narradas en la región sobre los genios maléficos que habitaban en las cuevas, lo cual las hacía aún más seguras puesto que nadie en su sano juicio osaba acercarse a ellas.

—¡Vaya! ¡Te has decidido a venir! —exclamó con una sonrisa, sorprendiendo a soldados y sirvientes, que rápidamente volvieron a sus quehaceres—. No has tardado mucho en hacerlo…

—Mejor pronto que tarde —respondió Otxoa con desparpajo, no sabiendo si debía inclinarse o arrodillarse ante una alteza y decidiendo permanecer en pie.

—¿Y mi anillo?

El joven se sacó la cinta con el anillo que llevaba colgada al cuello y se la tendió.

—Tendrás muchos anillos como éste si me sirves bien —le informó ella sonriente al constatar la desgana con la que el muchacho le devolvía su prenda—. ¡Sígueme!

Doña Elvira echó a andar, seguida por el joven. A pesar de su aplomo aparente, Otxoa no podía evitar que le temblasen las piernas y apretaba las mandíbulas con fuerza para impedir que se le abriese la boca, asombrado como estaba de poder ver una fortaleza por dentro. El ajetreo en el patio de armas era enorme. Gran número de soldados se ejercitaba con las armas, criados y escuderos iban de un lado para otro acarreando leñas y enseres. También observó corrillos de señores y damas esperando para ser recibidos y que se inclinaron hasta el suelo al paso de doña Elvira. El silencio en el interior del edificio contrastaba con el bullicio que reinaba en su exterior.

—Come algo.

Habían entrado en la habitación de doña Elvira y ésta se había sentado ante un pequeño escritorio, disponiéndose a leer unos documentos. Él, por su parte, siguió la indicación de la sirvienta, la misma que había visto en la cueva, quien le señaló con una sonrisa un escabel situado junto a una gran chimenea apagada. Comió con desgana el pedazo de pan con tocino asado que la joven colocó en un plato sobre sus rodillas. No se atrevió a decir que no tenía hambre. Su madre había llenado su zurrón con un pan de trigo, chorizo, manzanas y queso. Era mejor no contradecir a la importante dama, que podía hacer que su vida cambiara con un simple chasqueo de sus dedos.

—Bien —comenzó diciendo doña Elvira, sin moverse de su lugar, bastante rato después de que él hubiera acabado de comerse el pan con tocino—, ya te dije que los jóvenes valerosos son importantes y necesarios en estos tiempos. Me alegra que hayas venido a mí, no te arrepentirás. Hay algo que deseo hagas de inmediato. Mañana saldrá un monje para el monasterio de Leire. Quiero que lo acompañes, te hagas su amigo y averigües el secreto de su conocimiento. Pasarás con él todo el tiempo necesario y no regresarás hasta tener en tu poder la información que te pido. Llegarás a caballero si me sirves bien, te lo prometo.

Otxoa se quedó tan sorprendido como decepcionado al escuchar estas palabras. Esperaba algo más importante para su primera misión: recuperar un tesoro, llevar un mensaje a un país extranjero, acudir a una batalla… y en su lugar, ¡le encargaban acompañar a un monje y averiguar no sabía qué de un conocimiento! No tuvo tiempo de mostrar su contrariedad porque doña Elvira continuó hablando.

—Él no sabrá que perteneces a mi casa. Le diré que eres el hijo de un viejo vasallo a quien aprecio. Te raparán la cabeza y te darán un hábito, haz todo lo que te ordenen y regresa aquí en cuanto te hayas hecho con la información.

La decepción había dejado paso al estupor. ¡Jamás en su vida lo habían engañado de aquella forma! ¿Monje? ¿Él, un monje? ¡Antes muerto! Por su mente pasaron las imágenes de sí mismo explicando a su familia que quería probar suerte en la capital del reino, que alguien importante podría echarle una mano; presumiendo ante sus amigos sobre el brillante futuro que le esperaba en la corte; las promesas hechas a todos de que regresaría montado en su propio caballo y con sus propias armas… Miró a su alrededor buscando una escapatoria, pero sólo encontró a la joven sirvienta sonriéndole e indicándole con la mano que la siguiese. Doña Elvira había vuelto a enfrascarse en los documentos de su escritorio.