II

Los nubarrones que lo habían perseguido desde el inicio de la ascensión al monte acabaron por descargar antes de que Otxoa Arzaiz, apodado Izurra, rizoso, por su abundante pelo rizado, hubiera alcanzado el saliente de la roca que daba paso a la entrada de la sima*. Calado hasta los huesos y con la ropa chorreando agua, el joven tuvo dificultad para proseguir su marcha y, en más de una ocasión, acabó cayéndose sobre la tierra embarrada. Finalmente, tras el último y más duro repecho, llegó a la entrada de la cueva, en donde se detuvo un momento para coger aire y recuperar las fuerzas. Al abrigo de la roca, contempló con satisfacción el recorrido que acababa de realizar. No podía ver el comienzo de la vereda, oculta por el follaje de cientos de encinas, que iba despejándose a medida que serpenteaba hacia arriba de la montaña. El último tramo estaba formado por rocas bordeadas de arbustos espinosos y brezos, cuyas pequeñas flores de color malva se habían cerrado para protegerse de la lluvia. Tampoco podía ver la aldea desde allí. Todo el valle de Olaibar se hallaba oculto por una densa capa de niebla, de la que únicamente sobresalían las lomas más altas y los picos de los montes vecinos.

Otxoa se pasó ambas manos por la cabeza, echando hacia atrás el cabello mojado, sacó una cinta de cuero de una bolsa que llevaba colgada al hombro y se la anudó a la frente, sacudió el agua de su chaleco de piel de lobo y trató de componer su aspecto antes de penetrar en el interior de la sima. Sus ojos tardaron un rato en acostumbrarse a la penumbra del interior de la cueva. Estaba sorprendido porque podía ver en la casi oscuridad y moverse sin tropezar con los pedruscos que marcaban el estrecho pasadizo. El aire olía a humedad, a aceite de ballena del utilizado para alumbrar los candiles y a hierbas cocidas que él era incapaz de reconocer. En algún momento durante el corto trayecto andado desde la entrada de la sima, se arrepintió de haber aceptado la apuesta, de haberse hecho el bravucón, asegurando a todos que era capaz de ganarla sin tropiezos y regresar sano y salvo. Ahora no estaba tan seguro de que las cosas fueran tan sencillas como él se las había imaginado. De todos modos, ya era tarde para volverse atrás y continuó avanzando.

Todo el mundo en la aldea hablaba de la mujer sabia para unos, bruja para otros, que habitaba en algún lugar del monte Ostiasko. Según se decía, era capaz de lanzar sortilegios y hacer que los campos se secaran, que la lluvia se transformara en granizo y que los animales enfermaran; también curaba el mal de ojo, sanaba la lepra o lograba que una mujer estéril tuviera hijos. Pero, sobre todo, lo más importante era que la mujer era agorera, podía predecir el futuro sin equivocarse.

«¡Cuentos de viejos!», se dijo para darse ánimos, mientras tanteaba los muros del pasadizo. Él no creía en todas aquellas cosas. Es más, ni siquiera creía que viviera nadie en aquel lugar. Todo lo más algún animal que había hecho su guarida en la cueva. Este pensamiento le asustó más que la historia de la bruja e, instintivamente, se llevó la mano al cinto, palpando con alivio el cuchillo de caza colgado de él.

El camino se ensanchaba un poco más adelante para, finalmente, desembocar en un espacio que le hizo detenerse y abrir la boca, asombrado. La cueva aparecía iluminada por una gran hoguera en su centro y algunas teas encendidas, sujetas en las hendiduras de las rocas. El piso era de piedra, pulida en algunos tramos por las pisadas de incontables pies, en la que se reflejaban las llamas de la hoguera formando figuras que parecían tener vida propia. Una mujer, de la que no supo decir si era vieja o joven, estaba sentada en una silla de tijera, cerca del fuego.

Otxoa tragó saliva varias veces antes de continuar avanzando. La mujer le observaba con curiosidad. Vestía una túnica de color verde oscuro y un tocado cuadrado de viuda en la cabeza, forrado de lino blanco, que cubría su cuello y parte de su pecho. Como adorno, sólo llevaba un anillo de oro en el dedo meñique de su mano derecha. El muchacho supo que estaba, en verdad, ante una dama e hizo una reverencia como la que le habían enseñado a hacer ante las personas de alcurnia.

—¿Y bien?

La mujer esbozó una ligera sonrisa para darle ánimos, pero Otxoa no encontró palabras y permaneció mudo.

—¿Has subido hasta aquí para no decir nada? —insistió ella con un deje irónico en la voz—. Te diré por qué lo has hecho —añadió—. Has hecho una apuesta con tus compañeros a que eras capaz de entrar en la sima para ver a la bruja.

Una risa alegre brotó de su garganta al constatar el azoramiento del muchacho, cuyas mejillas se habían vuelto rojas como cerezas al sentirse descubierto.

—Si te sirve de algo, no eres el primero que hace algo parecido, pero… —el tono de su voz se volvió grave— no sé si sabes que corres un grave peligro. Puedo hacer que te conviertas en un pedazo de piedra o en un cuervo negro como la noche para el resto de tu vida…

Por la mente de Otxoa pasó la idea de dar media vuelta, echar a correr y no parar hasta hallarse de nuevo a salvo en su casa.

—No te valdría de nada —dijo la mujer, leyendo sus pensamientos—. No llegarías a la salida de la cueva —la risa afloró de nuevo al ver el terror pintado en la cara del joven—. ¡Qué estúpidos son los hombres! —exclamó—. Siempre dispuestos a hacer apuestas, a demostrar quién es el más valiente, a perder la vida en un juego… No temas, no soy una bruja, no al menos del tipo que tú crees. ¿Tienes hambre?

Incapaz de decir nada y sorprendido por el giro de la conversación, Otxoa hizo un gesto afirmativo con la cabeza. La mujer dio una palmada y al instante apareció una joven que se lo quedó mirando con curiosidad. Tras ella aparecieron un par de hombres armados de pies a cabeza, dispuestos a empuñar sus espadas y a acabar con él al menor movimiento sospechoso por su parte. La dama hizo una seña a la joven, que regresó al poco con dos cuencos de madera repletos de un potaje caliente de hierbas, tendió uno a su señora y otro a Otxoa y volvió a desaparecer con la misma rapidez. Los dos hombres, sin embargo, no se movieron y permanecieron en posición alerta sin perderlo de vista. El joven se sentó en el suelo y contempló con desconfianza el contenido de la escudilla.

—Si quisiera matarte, ya lo habría hecho —le informó su anfitriona al observar sus dudas—. Come, te sentará bien.

Otxoa recordó que el monje que le había enseñado a leer y a escribir siempre decía que el destino de cada ser humano estaba trazado desde el momento del nacimiento y no había modo de cambiarlo. Así pues, decidió no preocuparse. Si tenía que morir, aquél era tan buen o mal lugar como cualquier otro. Acercó el cuenco a su boca y sorbió el contenido sin detenerse siquiera a respirar. Cuando acabó, dejó el cuenco en el suelo y miró a la mujer. Ella seguía sorbiendo su potaje a pequeños tragos, saboreando el líquido con los ojos cerrados y masticando las hierbas que él se había tragado de golpe.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó ella cuando hubo acabado su ración.

—Otxoa Izurra —respondió. Se sentía bien, sus ropas estaban casi secas y su estómago agradecía el caldo caliente.

—Otxoa Izurra, ¿qué?

—Hijo de Iaunso Arzaiz de Olaitz.

—Bien, Otxoa Izurra, hijo de Iaunso Arzaiz, ¿qué haces en la vida?

Animado por el calor y algo mareado por el humo, el joven comenzó a hablar con entusiasmo de su pequeña aldea, de su familia y de sus planes para el futuro.

—Quiero ser soldado del rey de Navarra —le confesó—. Aunque puede que antes vaya como peregrino a las tierras del fin del mundo, en las que ocurren los mayores prodigios, a decir de algunos caminantes que a veces se detienen en Olaitz camino de Santiago de Compostela. También he oído hablar de tierras inmensas, más allá de los montes, cubiertas de bosques, en los que la nieve no desaparece durante todo el año y cuyos habitantes son altos, de cabellos amarillos como el oro; y de otras, en las regiones del sur, en las que las nubes jamás ocultan el sol y sus gentes envuelven sus cuerpos morenos en sedas de colores brillantes, y…

—Me gustas, Otxoa Izurra —le interrumpió la mujer—. Has subido hasta la sima sin saber lo que ibas a encontrar o si ibas a poder regresar a tu casa. En estos tiempos tan duros que corren, no es fácil encontrar jóvenes valerosos sin temor al peligro. ¿Quieres trabajar para mí?

Otxoa creyó no haber oído bien la pregunta. ¿Le estaba proponiendo que se quedara allí, en la cueva, el resto de su vida? Siempre había sabido que él no permanecería en Olaitz. No quería ser un campesino como su padre y sus hermanos, siempre a merced de las sequías o de las lluvias; temiendo perder las cosechas cada vez que los nobles se enzarzaban en interminables peleas; viéndose atacados por grupos de bandidos llegados en busca de animales y de mujeres… Pero de eso a quedarse sepultado en una sima a sus pocos años había un trecho.

—¿No respondes?

Su mirada, perdida durante breves instantes, regresó al rostro de la mujer al oír la pregunta. Sonreía y no parecía que fuera a convertirlo en cuervo como había dicho, extrajo el anillo de oro y se lo tendió.

—Piensa en mi propuesta —le dijo— y ven a mi casa si decides aceptarla. Muestra este anillo y te traerán a mi presencia.

—Señora, ha dejado de llover.

La voz grave de uno de los hombres armados a los que casi había olvidado, sobresaltó al muchacho. La mujer se levantó de la silla, le hizo una seña de despedida y pasó delante de él rozando su rostro con el tejido de su túnica, suave como la piel de un cordero recién nacido. Otxoa tardó en reaccionar. Para cuando lo hizo, los hombres habían apagado el fuego y separado de las brasas los leños a medio quemar, habían recogido la silla y los cuencos y asían las teas sujetas entre las piedras. La cueva se había sumido en la oscuridad y sintió frío. Se levantó y siguió a los soldados, que habían tomado el camino opuesto al utilizado por él para penetrar en la cueva. Asombrado, observó que por aquel lado no había laderas escarpadas y sí una vereda que conducía a otro camino más ancho. La mujer y la sirvienta encaramadas a un carro y los dos soldados a caballo emprendieron la marcha. Antes de que llegaran al camino grande y se perdieran de su vista, el joven echó a correr hasta alcanzar el carromato.

—¿Quién es? —preguntó jadeante a la sirvienta, señalando a la mujer.

—Mi señora, doña Elvira, hermana del difunto rey —respondió ella.

—¿Dónde está su casa? —preguntó Otxoa de nuevo a punto de perder el aliento.

—En Pamplona.

Los vio alejarse y permaneció largo rato contemplando el camino vacío, lleno de charcos, en los que se reflejaban las hojas de las hayas que crecían a ambos lados. Algo muy importante acababa de ocurrirle, aunque aún era incapaz de pensar con claridad. ¡Había tomado por bruja a la tía del rey Sancho y no había perdido la cabeza! Abrió el puño. El anillo había dejado una marca en la palma de su mano. Intentó colocárselo en alguno de sus dedos, pero no entraba en ninguno de ellos. Finalmente, soltó el cordel que ataba el cuello de su camisa, pasó el anillo por él y se lo colgó del cuello. No pudo borrar la sonrisa de su cara durante todo el trayecto de vuelta a su casa.

—Allí sólo hay cabras —dijo, respondiendo a las preguntas de sus amigos.