GUILLERMO Y LAS ALMAS ANTIGUAS

La casa vecina a la de Guillermo había estado desocupada desde hacía varios meses y Guillermo hacía uso de su jardín. Este hacía veces, por turno, de selva virgen de desierto, de océano y de isla encantada. Guillermo invitaba a grupos selectos de sus amigos a visitarlo. Había llegado a considerarlo como propiedad suya. Cazaba animales feroces en él, acompañado de su fiel perro; seguía las huellas de pieles rojas en él, también con la ayuda de su fiel perro; y atacaba y echaba barcos a pique en él, haciendo tirarse al agua a sus víctimas, con ayuda de su fiel perro. A veces, para romper la monotonía, hacía que su fiel perro recorriera un tablón de madera y cayera dentro de un cacharro lleno de agua. Esta era una de las muchas cosas desagradables que Guillermo introducía en la vida de su mencionado fiel perro. Lo único que le reconciliaba a este con su existencia, era el profundo cariño que le profesaba al muchacho. Aquel perro era uno de los pocos seres que apreciaban a Guillermo.

La casa que había al otro lado era mucho más pequeña y estaba ocupada por el señor Gregorio Lambkin. El señor Gregorio Lambkin era un solterón muy tímido y algo entrado en años. Salía de su casa todas las mañanas a las ocho y media con su maletín en su enguantada mano. Se pasaba el día en el despacho de una casa de seguros y regresaba, tan pacífico e inmaculado como saliera, a eso de las seis y media de la tarde. La mayoría de la gente le consideraba aburrido y sin importancia; pero poseía la suprema virtud, desde el punto de vista de Guillermo, de no serle antipático el muchacho ni estorbarle. Guillermo había sufrido mucho a manos de los vecinos poco simpatizantes con él, que se habían empeñado en sentirse molestados por objetos tan inocentes y artísticos como los tiradores, canutos y pelotas de jugar al cricket. Guillermo le profesaba cierto cariño al señor Lambkin. Se pasaba la mar de tiempo en su jardín durante su ausencia y el señor Lambkin no parecía molestarse por ello. Los jardines ajenos le parecían a Guillermo más atrayentes que el suyo, sobre todo cuando se le prohibía la entrada en ellos.

Hubo algo de expectación en la vecindad cuando se alquiló la casa desocupada. Corrían rumores de que la nueva inquilina era todo un Personaje. Era la presidenta de la Sociedad de Almas Antiguas. La Sociedad de Almas Antiguas se componía de gente que recordaba su existencia anterior. El recuerdo acudía, generalmente, de golpe y porrazo. Por ejemplo, podía uno recordar de improviso, al mirar una caja de cerillas, que uno había sido Guy Fawkes[2]. O podía uno mirar a una vaca y acordarse de sopetón, que había sido Nabucodonosor. Entonces se hacía uno socio de la Sociedad de Almas Antiguas, pagaba una crecida cuota y asistía a las reuniones celebradas en casa de la presidenta con el traje de época correspondiente. Y la presidenta iba a vivir en la casa de al lado de Guillermo. Dio la curiosa coincidencia de que se llamara Gregorio, la señorita Gregorio Mush. Guillermo aguardó su llegada con ansiedad. Había descubierto que los vecinos ejercen bastante influencia en la vida de uno. Pueden ser amables y no tener nada que objetar contra armónicas, silbidos y alguna que otra pedrada, o todo lo contrario. A veces (los peores), llegaban al extremo de escribirle notas a su padre quejándose y entonces, naturalmente, no le quedaba a uno más que un recurso: la venganza. Pero Guillermo cifraba grandes esperanzas en la señorita Gregorio Mush. Su nombre tenía un sonido amistoso. El atardecer del día de su llegada, se subió al rodillo apisonador del jardín y dirigió una mirada de nostalgia, por encima de la valla, al territorio que había sido suyo pero que, ahora, le estaba vedado. Se sentía igual que Moisés al explorar la Tierra de Promisión.

La señorita Gregorio Mush estaba paseando por el jardín, Guillermo la observó, conteniendo el aliento. Era muy alta, muy delgada y muy angulosa y estaba leyendo sola, poesía, en alta voz, arrastrando su largo vestido.

—«¡Oh, luna de mi encanto…!» —exclamó.

En aquel momento su mirada se encontró con la de Guillermo. Los ojos que brillaron tras sus «pince-nez», tenían una mirada agria.

—¿Cómo te atreves a mirarme de esa manera, niño impertinente? —dijo.

Guillermo se quedó boquiabierto.

—Le escribiré a tu papá —agregó con ferocidad. Luego prosiguió, recitando— «… ¡que nunca menguas!».

—¡Atiza! —murmuró Guillermo, descendiendo, lentamente, de su otero.

Escribió, efectivamente, al padre de Guillermo. Y aquella nota fue la primera de una larga serie. Le molestaba que el niño cantase; le molestaba que gritara; le molestaba que la mirase por encima de la valla, y le molestaba que le tirara palos a su gato. Protestó verbal mente y por escrito. Esta persecución sólo quedaba compensada en parte por las escasas ocasiones en que le era posible ver alguna reunión de las Almas Antiguas. Porque las Almas Antiguas se reunían con traje de época y, a veces, Guillermo lograba meterse por un hueco de la valla y ver a las Almas Antiguas reunirse en el comedor. La señorita Gregorio Mush, vestida de María Estuardo (una de sus existencias anteriores) valía la pena de ser contemplada. Y siempre le quedaba el jardín del otro lado. El señor Gregorio Lambkin ni protestaba ni escribía notas. Pero el Destino le tenía reservada una sorpresa al señor Lambkin. La primera noticia que tuvo Guillermo de ello fue a la hora de comer.

—Vi a esa trastornada hablándole al pobre Lambkin hoy —dijo Roberto, hermano mayor de Guillermo.

Así llamaba Roberto a la augusta presidenta de la Sociedad de Almas Antiguas.

Y la siguiente noticia que Roberto llevó a su casa fue que el «pobre Lambkin» había ingresado en la Sociedad de Almas Antiguas, pero que no parecía tener el menor deseo de hablar del asunto. Parecía algo confuso acerca de su existencia anterior, pero decía que la señorita Gregorio Mush estaba segura de que él había sido Julio César. Se había dado cuenta, de sopetón, cuando él se había quitado el sombrero para saludarla y ella se había fijado en su calva.

Hubo una reunión de Almas Antiguas aquella noche y Guillermo se deslizó por el agujero de la valla y llegó la ventana del comedor. Vio una escena magnífica. Noé charlaba animadamente con Cleopatra en el asiento de la ventana y, junto al piano, Napoleón discutía la cuestión de Irlanda con Lobengula[3]. Mientras miraba Guillermo con la nariz aplastada contra el cristal de la ventana, llegaron Nerón y el Dante, que habían usado el mismo taxi para trasladarse, desde la estación. La señorita Gregorio Mush, alta, delgada y angulosa, presidía la reunión vestida de María Estuardo, que era su existencia anterior favorita. Entonces llegó el señor Gregorio Lambkin. Tenía una cara de infeliz y de desgraciado que no había por dónde cogerle. Llevaba toga y una corona de laurel. El calor y la nerviosidad habían hecho que sus encerados bigotes se quedaran lacios. La toga le estaba demasiado larga y llevaba la corona de laurel torcida. La señorita Gregorio Mush le recibió efusivamente. Le condujo a un asiento próximo a la ventana y allí charlaron o, para hablar con mayor exactitud, ella habló y él escuchó. La ventana estaba abierta y a Guillermo le fue posible oír algunas de las cosas que decía.

—Ahora que es usted socio… debe venir por aquí con frecuencia… usted y yo, las únicas Almas Antiguas de los alrededores… trabajaremos juntos y viviremos en el Pasado… ¿Ha recordado usted alguna otra existencia anterior…? ¿No…? Ah, pruébelo; lo recordará usted de sopetón de un momento a otro… He de ir a visitar su jardín… Tengo el presentimiento de que usted y yo tenemos mucho en común… Tenemos mucho de qué hablar…

Y el señor Lambkin seguía sentado, la mar de melancólico y abatido, pero con cierta patética resignación. Porque… ¿qué puede hacer uno contra el Destino? De pronto la presidenta vio a Guillermo y se acercó a la ventana.

—¡Largo de aquí, niño malo y entrometido!

El señor Lambkin dirigió una mirada melancólica a Guillermo, como excusándose. El niño, sin embargo, arrimó la boca a la rendija de la ventanita y gritó:

—¡Bueno, Tonta de la Pandereta!

Y luego salió huyendo.

Guillermo se encontró con el señor Lambkin a la semana siguiente, cuando este se dirigía a la estación.

—Siento que te echara, Guillermo —dijo—. Debía de ser la mar de interesante observar aquella escena… la mar de interesante. Yo hubiera preferido observar a… pero, vaya, después de todo es muy amable esa señorita con molestarse tanto por mí. «Muy» amable. Pero yo… bueno, sea como fuere, es muy bondadosa… «muy» bondadosa. Tuvo la amabilidad de regalarme el traje. No muy apropiado, quizá, pero «muy» bondadosa. Y, naturalmente, bien puede ser que haya algo de verdad en el asunto. Cualquiera sabe. Tal vez «haya» sido Julio César; pero apenas creo… ¿Sabes algo de latín, Guillermo?

—Un poquito —afirmó Guillermo, con cautela—; he «aprendido» mucho; pero no sé gran cosa.

—Dime algo en latín. Quizá me recuerde algo.

Cualquiera sabe. Ella parece muy segura. Háblame en latín, Guillermo.

Hic, hac, hoc —dijo el niño.

La reencarnación de Julio César movió, negativamente, la cabeza.

—No —dijo—; no parece decirme absolutamente nada eso.

Hunc, hanc, hoc —prosiguió Guillermo.

—Me temo que es inútil —dijo el señor Lambkin—. Me temo que eso demuestra que no soy… Sin embargo, a lo mejor uno no recuerda su idioma anterior.

Moviendo la cabeza tristemente, el hombrecillo se metió en la estación.

Aquel atardecer le oyó Guillermo decir a su padre, cuando hablaba con su madre:

—Bajó a esperarle a la estación esta tarde. Me temo que está perdido. No tiene residencia y ella le tiene echado el ojo.

—¿Quién le tiene echado el ojo? —preguntó Guillermo, con interés.

—¡Silencio! —ordenó el señor Brown con brusquedad de padre.

Pero Guillermo empezó a comprender cómo estaban las cosas. Y el señor Lambkin le era muy simpático.

Una noche vio, desde su ventana, que el señor Lambkin se paseaba con la señorita Mush por el jardín de esta última. El señor Lambkin no parecía muy feliz.

Guillermo bajó al jardín, se acercó al agujero de la valla y aguzó el oído.

—Gregorio —estaba diciendo la presidenta de la Sociedad de Almas Antiguas—, cuando descubrí que llevábamos el mismo nombre, comprendí que nuestros destinos estaban entrelazados.

—Sí —murmuró el señor Lambkin—; es usted muy bondadosa… mucho. Pero… me temo que la estoy molestando demasiado. He de…

—No; he de decir lo que llevo en el corazón, Gregorio. Usted vive en el Pasado. Yo vivo en el Pasado. Tenemos la misma misión: la de hacer que los que no piensan y los que no están iniciados, adquieran la memoria de sus vidas anteriores. Gregorio, nuestro trabajo sería mucho más valioso si pudiéramos hacerlo juntos, el destino común que ha unido nuestros nombres, pudiera unir también nuestras vidas.

—Es usted muy «amable» —murmuró su víctima—, «muy» amable. Soy tan indigno, tan…

—No, amigo —respondió ella, bondadosa—; yo tengo poder suficiente para los dos. El lenguaje humano es un agente tan pobre… ¿no le parece?

Se oyó un timbre en la casa.

—¡Ah! ¡El Comité de las Almas Antiguas! Iban a venir de la ciudad esta noche. Venga usted aquí mañana por la noche a la misma hora, Gregorio y le diré lo que encierra mi corazón. Véame aquí… a esta hora… mañana por la noche.

Guillermo vio, en aquel momento, un gato extraviado al otro extremo del jardín. Haciendo el papel de jefe antropófago, salió a la caza del hombre blanco (el gato), lanzando alaridos capaz de helarle la sangre a cualquiera; pero no sentía verdadero interés en la caza. Se vendó los arañazos automáticamente con un pañuelo manchado de tinta. Luego entró en casa. Roberto hablaba animadamente con un amigo en la biblioteca.

—Bueno —decía su amigo— casi se ha acabado el mes. ¿Le ha pescado ya?

—¡Caramba! —exclamó Roberto— es 1.° de abril mañana[4]. —Miró a Guillermo con desconfianza—. Y si tú intentas hacerme alguna inocentada, ya verás.

—No estaba pensando en ti —contestó Guillermo con desprecio—. No pienso perder el tiempo «contigo».

—¿No le ha pescado aún? —dijo el amigo.

—Aún no, y le oí decir en el tren que se marchaba al extranjero, de vacaciones, el día dos.

—Bueno, pues aún es posible que lo logre. Tiene todo el día primero por delante.

—Es hora de acostarse, Guillermo —llamó la madre.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Roberto.

Guillermo se quedó con la mirada fija en el espacio, sin ver ni oír.

—«¡Guillermo!» —gritó la madre.

—Bueno —contestó el niño, irritado—; estaba pensando una cosa.

* * *

La familia de Guillermo anduvo con pies de plomo a la mañana siguiente. No perdieron a Guillermo de vista. Roberto, incluso, se negó a comer huevo en el desayuno, por si acaso. Pero nada ocurrió.

—¡Mira que pasarte tú el 1.° de abril sin hacerle una inocentada a alguien! —dijo Roberto a la hora de comer.

—Aún no ha pasado el día, me parece a mí —contestó Guillermo, con expresión de esfinge.

—Pero, después de las doce, no vale —dijo Roberto.

Guillermo reflexionó profundamente antes de hablar. Luego dijo, lentamente:

—Lo que yo voy a hacer valdrá a la hora que sea.

* * *

De mala gana, pero como atraído por un imán, el señor Lambkin se dirigió a casa de la señorita Mush… Guillermo le esperaba en mitad de la calle.

—Me dijo que le dijera —aseguró Guillermo sin parpadear—, que estaba muy ocupada esta noche y que si le sería a usted igual no ir.

La expresión de sufrimiento desapareció del rostro del señor Lambkin como por ensalmo.

—¡Oh, Guillermo! —exclamó—. ¡Eso es un gran alivio para mí! Me marcho mañana a primera hora; pero temí que esta noche… —el alivio que sentía casi le hacía histérico—. Es tan buena… pero temí que… bueno, bueno; no puedo decir lo que siento…

Se volvió a su casa apresuradamente.

—Gracias por dejarme la ropa —dijo Guillermo.

—No hay de qué darlas, Guillermo. Será cosa muy apropiada para que se disfrace un niño, sin duda. No puedo decir que yo… pero ella es «muy» buena. No dejes que te vea ella jugar con esa ropa, Guillermo.

Guillermo soltó un gruñido y volvió a su jardín.

Durante un buen rato reinó el silencio en los tres jardines. Luego salió de su casa la señorita Mush y se dirigió al asiento próximo a la valla. Había ya sentada allí una figura, en la semioscuridad, una figura envuelta en una toga, con la que se tapaba, también, la agachada cabeza.

—¡Gregorio! —exclamó la dama—. ¡Qué idea más encantadora la tuya, de venir en traje de época!

La figura no hizo el menor movimiento.

—Tienes el corazón demasiado emocionado para poder hablar —murmuró ella, cariñosamente—. El pensar que tu Destino pueda entretejerse con el mío te priva de la palabra. Pero ten valor, querido Gregorio. Trabajarás para mí. Haremos grandes cosas juntos. Nos casaremos en la iglesia pequeña.

Silencio aún.

—¡Gregorio! —murmuró la presidenta con ternura.

Se apoyó contra él, de pronto, y él cedió a la presión. Dos cojines cayeron al suelo; la toga se descorrió, dejando al descubierto el mango de una escoba, con un rábano en la punta. Llevaba la leyenda:

[5]

Y, desde el otro lado de la valla, surgió un profundo suspiro de satisfacción procedente del artista que se ocultaba entre bastidores.