GUILLERMO SE REDIME

Para Guillermo, la idea de cambiar de vida era nueva, asombrosa y no exenta de atractivos. Tuvo su origen en la doncella, cuyo hermano era un ladrón redimido, que trabajaba, en aquellos momentos, en una tienda de ultramarinos.

—Se ha convertido —le dijo la doncella a Guillermo—. Se convirtió de golpe y porrazo y renunció a todas sus malas costumbres en seguida. Ha sido como un santo celestial desde entonces.

Guillermo se sintió profundamente interesado. Sin saberlo, la profesora de la escuela dominical remachó el clavo más tarde. La familia de Guillermo no tenía la menor fe en la escuela dominical como correctivo para la inherente maldad del niño; pero sabían que no era humanamente posible reposo dominical alguno mientras estuviese Guillermo en casa. Conque le cepillaban, le limpiaban y le arreglaban a las dos cuarenta y cinco y le enviaban, dolido y protestando, a la escuela dominical todos los domingos por la tarde.

Afortunadamente para Guillermo, los padres de la mayoría de sus amigos se sentían inspirados del mismo celo, de forma que se encontraba con sus compañeros de a diario: Enrique, Pelirrojo, Douglas y los demás, y, juntos, procuraban romper la monotonía del domingo.

Pero aquel domingo, la señora alta y pálida que, por sus pecados, intentaba encauzar a Guillermo y a sus amigos por el sendero del bien, casi estaba inspirada. Parecía una de aquellas profetisas de antaño. Hablaba con tanto énfasis, que las cerezas rojas que adornaban su sombrero repiqueteaban contra él, como aplaudiéndola.

—Hemos de empezar todos de «nuevo» —dijo—. Todos hemos de «cambiar». Eso es lo que significa la «conversión».

La mirada fascinada de Guillermo erró desde las cerezas hasta el lejano paisaje que se veía por la ventana. Se acordó, de pronto, del noble ladrón que había dado la espalda a los instrumentos de su profesión y que, ahora, vendía margarina a sus víctimas de antaño.

Frente a él se hallaba sentada una niña con un vestido blanco y rosa a cuadros. Se distraía con frecuencia los domingos sacándole la lengua o tirándole bolitas de papel (fabricadas anteriormente con tal fin). Pero aquel día, encontrándose con su mirada seria, apartó, apresuradamente, la suya.

—Y todos hemos de «ayudar a alguien» —prosiguió la voz de la maestra—. Si nosotros nos hemos «convertido», es preciso que ayudemos a alguna otra persona a «convertirse…».

La mirada que la niña dirigió a Guillermo expresaba avidez y determinación y Guillermo se dio cuenta de que le había llegado el día. Se iban a convertir. Casi se emocionó al pensarlo. Tan emocionado estaba, que recibió, distraído y sin agradecimiento, la enorme bola de caramelo que le dio Pelirrojo y sólo sonrió a medias cuando una bolita certera, disparada por Enrique, alzó una de las cerezas del sombrero de la profesora.

Después de la escuela, la muchacha de blanco y rosa (que se llamaba, apropiadamente, Debora), siguió a Guillermo unos cuantos metros y, por fin, le acorraló.

—Guillermo —le preguntó—, ¿vas a «convertirte»?

—Lo pensaré —contestó el niño, con cautela.

—Guillermo, yo creo que debes cambiar. Yo te ayudaré —agregó, con dulzura.

Guillermo respiró con fuerza.

—Bueno, lo haré —contestó.

La niña exhaló un suspiro de alivio.

—Empezarás «ahora mismo», ¿verdad?

Guillermo reflexionó. Había varias cosas que quería hacer desde hacía mucho tiempo; pero que aún no había podido hacer. No había probado cortar el agua desde la tubería de entrada; ni esconder la llave a ver qué pasaba; ni probado encerrar al gato en el gallinero; ni pintar a su pobre perro con la pintura verde que había en el cobertizo usado para almacenar las herramientas, ni echar agua en el auricular del teléfono; ni encerrar a la cocinera en la despensa. En resumen, que le quedaban campos enteros por explorar. Tenía que hacer todas estas cosas, y otras, antes de la conversión.

—No puedo empezar aún —contestó—. Empezaré pasado mañana.

La niña pensó unos momentos.

—Bueno —dijo por fin, de mala gana—; pasado mañana.

* * *

El día siguiente amaneció hermosísimo. Guillermo se levantó con la sensación bien definida de que había ocurrido algo importante. Luego se acordó de la conversión. Se vio a sí mismo llevando una existencia tranquila sin tacha; dirigiéndose, apaciblemente, a la escuela; haciendo sus deberes, concienzudamente, por la noche; siendo exquisitamente cortés con su familia, sus maestros y con los numerosos imbéciles que visitaban su casa con el único fin (al parecer), de dirigirle palabras necias. Vio todo esto, y el cuadro dejaba de tener sus atractivos, a distancia. De momento, sin embargo, tenía varias cosas importantes que hacer. Era preciso que metiera, en un solo día, toda una vida normal de travesuras. Asomándose a la ventana, vio al jardinero inclinado sobre unas flores. El jardinero tenía la cabeza completamente calva. Guillermo se había imaginado, más de una vez, el impacto de un guisante proyectado violentamente, por medio de un canuto, contra la calva del jardinero. Anteriormente, tenía por delante toda una vida de experimentos y había ido dejando este para hacer otro que fuera más urgente. Ahora, sin embargo, no le quedaba más que un día.

Cogió un canuto y apuntó cuidadosamente. El guisante no se incrustó profundamente en la cabeza del jardinero, como había creído Guillermo a veces que ocurriría. Rebotó. Rebotó con bastante fuerza. El jardinero rebotó también, soltando un grito de ira y agitando el puño, amenazador, en dirección a la ventana de Guillermo. Pero Guillermo se había retirado discretamente. Escondió el canuto, asumió su famosa expresión de inocencia y se sintió enormemente animado. La cuestión de lo que ocurriría cuando el guisante topara con la cabeza, quedaba resuelta de una vez para siempre. El jardinero se retiró, gruñendo, al cobertizo; conque, de momento, todo iba bien. Más tarde, durante el día, el jardinero podría presentar una queja a sus padres; pero más tarde era más tarde. No le preocupaba a Guillermo. Se vistió aprisa y bajó a desayunar pensativo. Era el último día de su antigua vida.

No había nadie en el comedor. Fue obra de unos momentos retirar el tocino de debajo de la campana de metal que cubría la fuente y poner en su lugar el gatito, meter una cucharada de sal en el café y poner un periódico de dos días antes en lugar del de aquel día. Todas ellas eran cosas que había pensado hacer alguna vez, pero que no parecía haber tenido tiempo ni ocasión de poner en práctica hasta entonces. Entusiasmado retiró el huevo de debajo de la cubierta que había sobre el plato de su hermana y colocó en su lugar un gusano de tierra que acababa de asomar en la maceta de la ventana.

Contempló la escena con un profundo suspiro de satisfacción. El único inconveniente era que no le parecía seguro quedarse a presenciar el resultado. Guillermo poseía el instinto estratégico de saber cuándo había llegado el momento de batirse en retirada. Oyendo, por lo tanto, pasos en la escalera, echó mano a varias tostadas y huyó. Al huir, oyó, por la abierta ventana, violento ruido procedente del enfurecido gato debajo de la campana y, a continuación, los sonidos aún más violentos de la persona que lo destapó. El gatito, hecho una furia y sediento de venganza, salió, disparado, por la ventana. Guillermo se escondió detrás de un laurel hasta que hubo pasado; luego echó a andar carretera abajo. No había ni que pensar en la escuela, naturalmente. Las horas preciosas de un día como aquel no podían desperdiciarse en la escuela. Bajó por la carretera lleno de su noble propósito. Tenía que meter, de una forma o de otra, todas las travesuras de una vida entera en aquel día. Al día siguiente todo aquello sería imposible. Al día siguiente empezaría su nueva vida. Tendría que hacerlo todo aquel día. Dio la vuelta al colegio tirando por un atajo, por si se encontraba en la carretera a alguna de aquellas personas de estrechas miras que cobraban para obligarle a emplear tan estúpidamente las horas preciosas de su infancia. No cabía la menor duda de que tendrían la poca diplomacia de interrogarle si se le ocurría pasar por delante de la puerta. Luego volvió a salir a la carretera. Esta estaba desierta, salvo por una caravana pintada de rojo y gualda. Tenía cortinas de encaje en las ventanas. Era una caravana fascinadora. No parecía haber persona alguna cerca de ella. Guillermo se asomó a las ventanas. Había una especie de aparador con loza, una mesita y un fogón de petróleo. La parte extrema estaba separada del resto por una cortina y no emanaba sonido alguno de ella, conque era de suponer que estaba desierta también. Guillermo se acercó a inspeccionar al cuadrúpedo que había delante. Parecía ser una mula, una mula hastiada de la vida. Miró a Guillermo con ojos melancólicos; luego, con un profundo suspiro, siguió contemplando el paisaje. El niño contempló caravana y mula, fascinado. Jamás en su apacible vida futura, podría incautarse de una caravana. Era aquella la última ocasión que se le presentaba. No había nadie en la vecindad. Podía hacer ver más tarde que había confundido aquella caravana con la suya, o que se había subido a ella por equivocación, o cualquier cosa. La conciencia le hizo sentir alguna leve punzada; pero él la acalló con severidad. La conciencia había de seguirle durante el resto de su vida y bien podía dejarle en paz «aquel» día. Con cierta dificultad se subió al pescante, asió las riendas, dijo: «arre» a la melancólica mula y el vehículo se puso en movimiento. Guillermo no sabía conducir; pero eso no pareció importar. La mula andaba por su cuenta y Guillermo, en el pescante, sujetas las riendas en una mano, con aire despreocupado, y con el látigo en la otra, se hallaba en la gloria. Estaba conduciendo una caravana. Hasta los postes del telégrafo parecían quedarse boquiabiertos de envidia y de admiración al verle pasar. No tenía la menor idea de lo que, a última hora, haría de la caravana. Ni le importaba. Lo único que importaba en aquel momento era que la mañana era muy soleada, que todos los demás niños estaban en el colegio y que él estaba conduciendo una caravana rojo y gualda por la carretera. Las aves parecían estar cantando sus alabanzas. Estaba intoxicado de orgullo. Era «su» caravana, «su» carretera, «su» mundo. Con un gesto despreocupado, tocó a la mula con el látigo. Lo que ocurrió entonces es susceptible de varias explicaciones. La mula tal vez no estuviese acostumbrada al látigo; quizá le picara una avispa en aquel preciso momento; un diablillo errante se posesionó, a lo mejor, de ella. Las mulas son notoriamente accesibles a los diablillos errantes. Sea cual fuere la explicación, lo cierto es que la mula arrancó de pronto y salió a todo galope cuesta abajo. Las riendas se le escaparon a Guillermo de las manos. Se agarró con fuerza al asiento. La caravana, balanceándose y dando saltos por la desigual carretera, parecía estar haciendo todo lo posible por hacerle salir despedido del pescante, se oyó ruido de platos dentro. Luego, bruscamente, se oyó otro sonido, un chillido agudo y angustiado. Era un grito de mujer. Alguien que se había hallado dormido detrás de la cortina acababa de despertarse.

A Guillermo se le pusieron los pelos de punta. Casi se olvidó de agarrarse al asiento. Porque el chillido se repitió numerosas veces. Rasgó el aire apacible y se mezcló con el ruido de platos y vidrios rotos. La mula continuó su loca carrera cuesta abajo, arrastrando las riendas por el polvo. En la distancia había un carrito de gitano, tirado por un burro. Estaba cargado de potes, cacerolas y sartenes. Guillermo recobró, repentinamente, el uso de la voz y empezó a avisar a la mula.

—¡Cuidado, estúpida! —aulló—. ¡Cuidado con el borrico, imbécil!

Pero la mula no quiso hacerle caso. Logró impedir que su cuerpo tocara el carro; pero estrelló la caravana contra él con tal fuerza, que se le rompió una lanza a la caravana y se volcó por completo sobre el carrito, proyectando cacerolas y sartenes a los cuatro vientos. Del interior de la caravana surgían aullidos femeninos inhumanos, que expresaban terror e ira. Guillermo había caído sobre un terraplén cubierto de hierba. Estaba descubriendo, con gran asombro suyo, que aún estaba vivo e ileso por añadidura. La mula se hallaba parada cerca, sumisa y sonriendo para sí. Luego, por una de las ventanas de la caravana salió una mujer, una mujer obesa y furiosa, que amenazaba al mundo en general con el puño cerrado. Tenía el cabello y la cara cubiertos de azúcar, y un tenedor incrustado en el vestido. Por lo demás, ella también había salido ilesa.

El dueño del carrito se alzó de entre las ruinas y se volvió hacia ella con ferocidad. Ella le aulló, furiosa, en contestación. Luego se vio, por la carretera, un hombre grueso que llevaba una caña de pescar. Empezó a correr a toda marcha hacia la caravana.

—«Ach! Gott in Himmel[1] —gritaba al correr—. ¡Mi hermosa caravana! ¿Quién a ella ha esto hecho?

Tomó parte en el frenético altercado que se había suscitado entre el dueño del carrito y la mujer. Sus gritos de ira hendían el aire. Un grupo de naturales del país se reunió a su alrededor. De pronto, uno de ellos señaló a Guillermo que estaba sentado, algo alterado aún, en el terraplén.

—Fue él quien lo hizo —dijo—; era él quien conducía la caravana cuesta abajo.

Tras echar una mirada a la escena de devastación e ira, Guillermo dio media vuelta y se internó en el bosque, corriendo.

—«Ach! Gott in Himmel!» —aulló el hombre gordo, saliendo en su persecución.

La mujer y el gitano le secundaron. A Guillermo se le antojaba aquello una terrible pesadilla, después de una noche de «cine».

Entretanto, el burro y la mula fraternizaron sobre los escombros, mientras los del pueblo se llevaban cuando podían rescatar. Pero el hombre gordo era muy gordo, y la mujer gorda era muy gorda, y el gitano era muy viejo, y Guillermo era joven y muy veloz, conque, en menos de diez minutos, abandonaron la persecución y regresaron, jadeando y regañando, a la carretera. Guillermo se paró a descansar al otro lado del bosque. La aventura no le desagradaba del todo. Era una aventura apropiada para el último día de su vida de travesuras. Pero sentía también la necesidad de alimento con que se compró una gaseosa y un bollo en una tienda vecina y se sentó a la orilla de la carretera a reponer fuerzas. No se veía ni rastro de sus perseguidores.

No tenía muchas ganas de volver a casa. Siempre es bueno, después de una mañana de no ir al colegio, completarlo con no ir al colegio por la tarde. El volver por la tarde resulta ignominioso y humillante.

Guillermo vagó por la vecindad, experimentando toda la emoción de un proscrito. Seguramente a aquellas horas el jardinero se había quejado ya al padre de Guillermo; probablemente la maestra le había mandado una nota… y, además, el gato había arañado a alguien.

Guillermo decidió que, teniendo todas estas cosas en cuenta, era mucho mejor hacer fiesta completa aquel día.

Se pasó parte de la tarde tirándole piedras a un espantapájaros. Tenía bastante buena puntería y logró quitarle el sombrero y, por último, derrumbar todo el bastidor. A continuación, se vio perseguido por un labrador iracundo.

No volvió a casa hasta después de la hora del té, y lo hizo andando con despreocupación y chulería, como criminal que, habiendo apurado el crimen hasta las heces, hace alarde de ello en público. Perdió un poco de su alegría al acercarse a su casa. Vio, por entre los árboles, al obeso dueño de la caravana gesticular ante la puerta. Ayudado por los del pueblo, había logrado dar con la casa de Guillermo. Llegaron a sus oídos algunas frases.

—¡Mi hermosa caravana…! «Ach… Gott in Himmel!».

Vio al jardinero, que sonreía en la distancia. Tenía un cardenal en la brillante calva. Guillermo juzgó, por la sonrisa, que ya había formulado su queja. Observó, también, que su padre parecía pálido y mareado. Se fijó, igualmente, con un escalofrío de horror, que tenía la mano vendada y un arañazo muy largo en la mejilla. Sabía que el gato había arañado a alguien, pero… ¡rediez!

Un niño bajó la calle y vio a Guillermo vacilar a la puerta del jardín.

—¡Te la vas a cargar! —dijo, alegremente—. Han escrito diciendo que no has ido al colegio.

Guillermo se arrastró por entre los matorrales hasta la parte de atrás de la casa. Sentía que había llegado el momento de entregarse a la justicia; pero quería sacarle todo el producto posible al día. La lata medio llena de pintura verde estaba en el cobertizo.

Hacía tiempo que le tenía echada la vista encima. Se dirigió, silenciosamente, al cobertizo. No tardó en estar contemplando, con sonrisa de satisfacción, un gato verde y enfurecido y una gallina en idéntico estado. Luego, haciendo de tripas corazón, se entregó a la justicia. Después de todo, por muy grande que fuera el castigo, no podía serlo lo bastante para un día como aquel.

* * *

Anochecía. Guillermo miraba, pensativo, por la ventana de su alcoba. Estaba pasando revista al día. Casi había olvidado la entrevista tempestuosa y verdaderamente desagradable que había tenido con su padre. La retórica del señor Brown había resultado un alarde innecesario, porque Guillermo no sabía comprender el sarcasmo. Y Guillermo no había tenido inconveniente alguno en retirarse, inmediatamente a la cama. Después de todo, había sido un día de mucho ajetreo para él.

Ahora estaba reviviendo mentalmente algunos de sus más exquisitos momentos, los momentos en que el guisante y la calva del jardinero se encontraron y rebotaron con tan satisfactoria fuerza; el momento en que tiró carretera abajo, rey de una caravana, de una mula y del mundo entero; el momento en que el espantapájaros se deshizo; el gato pintado de verde… Después de todo, aquel era el último día. Se vio a sí mismo, del día siguiente en adelante, llevando una existencia tranquila; dirigiéndose, apacible, al colegio; trabajando a toda presión en clase; haciendo sus deberes concienzudamente por la noche; siendo exquisitamente cortés para con su familia y sus maestros, y la visión le resultó muy poco atractiva. Además, aún no había probado cortar el agua, ni encerrar a la cocinera en la despensa ni… ni centenares de cosas.

Se oyó una voz dulce, procedente del jardín.

—Guillermo, ¿dónde estás?

Guillermo bajó la cabeza y se encontró con la mirada de Debora.

—¡Hola! —dijo.

—Guillermo; no te olvidarás de que has de empezar mañana, ¿verdad?

Guillermo la miró con determinación.

—No puedo mañana —contestó—. Lo voy a aplazar. Lo voy a aplazar hasta dentro de un año o dos.