La familia de Guillermo se iba a la playa en febrero. No era un mes ideal para irse a la playa; pero el médico del papá de Guillermo le había ordenado que reposara y que cambiara, por completo, de aires.
—Tendremos que llevarnos a Guillermo, ¿sabes? —dijo su esposa, cuando discutían planes.
—¡Santo Dios! —gimió el señor Brown—. Creí que esto iba a ser una cura de «reposo».
—Sí; pero ya sabes tú lo que es. No me atrevo a dejarle con nadie. Con Ethel no, desde luego. Tendrán que acompañarnos los dos. Ethel nos ayudará con él.
—Bueno —dijo su esposo, con firmeza—; tú puedes cargar con toda la responsabilidad. Reniego de él, oficialmente, desde este momento hasta que regresemos. Me tiene sin cuidado en qué apuros te meta a «ti». Le conoces demasiado y, sin embargo, ¡te empeñas en llevarle conmigo cuando el médico me ordena una cura de reposo!
—No queda otro remedio, querido. —Contestó su esposa.
Guillermo se emocionó al conocer la noticia. Hacía varios años que no veía el mar.
—¿Podría ir a nadar? ¡«No» hará demasiado frío! Bueno, pues si me abrigo bien, ¿podré ir a nadar? ¿Puedo coger peces? ¿Hay muchos contrabandistas «contrabandeando» por allí? Bueno; si no hago más que «preguntar». No veo por qué os enfadáis así.
Una tarde la señora Brown echó de menos la mejor bandeja de plata que tenían. La buscó por toda la casa, desconfiando por turnos de cada criada, ella, que de desconfiada nunca había tenido nada.
Por fin la encontró en el jardín, Guillermo había hecho un agujero muy grande en uno de los cuadros de flores. En el fondo había puesto la bandeja y había orillado los lados con ladrillos. Luego lo había llenado de agua y, quitándose zapatos y medias, se había metido en el estrecho estanque. Se sintió la mar de herido por los reproches de la señora Brown.
—Sólo estaba ensayando para cuando llegara al mar. No «tenía» la intención de echarte a perder la bandeja. Hablas como si «hubiera» tenido la intención de echarte a perder la bandeja. No hacía más que ensayar.
Por fin llegó el día de la partida. Guillermo recibió instrucciones de colocar todas sus cosas, preparadas, sobre la cama y luego iría su mamá a empaquetárselas. La llamó, con orgullo, asomado a la balaustrada, unos veinte minutos más tarde.
—Ya lo tengo todo preparado, mamá.
La señora Brown subió a su cuarto.
Encima de la cama tenía una escopeta grande, de juguete, de las que disparan corchos, un balón, un ratón en una jaula, un «punchball» con su soporte, una caja grande, llena de «curiosidades» y una piel de gamo que era su más preciada posesión y que le había sido regalado por un tío suyo de África del Sur.
La señora Brown se dejó caer en una silla.
—No puedes llevar ninguna de estas cosas —dijo, con voz desfallecida, pero con firmeza.
—Tú me «dijiste» que pusiese mis cosas en la cama para que las metieses tú en la maleta y ya las he puesto en la cama y ahora dices…
—Me refería a tu ropa.
—¡Ah! «¡Ropa!» —exclamó con desdén—. Ni había pensado en «ropa».
—Bueno pues, sea como fuere, no puedes llevar ninguna de estas cosas.
Guillermo se apresuró a defender sus tesoros.
—«Tengo» que llevar la escopeta, porque uno nunca sabe… Puede haber piratas y contrabandistas allí y se puede «matar» a un hombre con una escopeta como esta… si se acerca uno lo bastante y sabe dónde darle y a lo mejor la necesito. Y «tengo» que llevarme el balón para jugar en la playa, y el «punch-ball» para practicar boxeo y «necesito» el ratón, porque… porque… para darle de comer y «tengo» que llevar esta caja de cosas y la piel para enseñárselas a los que estén en la playa, pues son interesantes.
Pero la señora Brown se mantuvo firme y Guillermo cedió, de mala gana.
En un momento de debilidad, viendo que el baúl del niño sólo estaba tres cuartas partes lleno, metió su preciada piel, mientras que el propio Guillermo metió la escopeta dentro cuando nadie le veía.
Les había sido imposible conseguir una casa amueblada, conque tuvieron que conformarse con una casa de huéspedes. El señor Brown se mostró bastante elocuente sobre el particular.
—Si vas a soltar, deliberadamente, a ese niño en una casa de huéspedes llena, seguramente, de gente tranquila e inofensiva, bien merecido te tendrás cuanto pueda ocurrirte. Eso nada tiene que ver conmigo. Yo voy a hacer una cura de reposo. He renegado de él. Puede hacer lo que se le antoje.
—No queda otro remedio, querido —contestó la señora Brown.
El señor Brown había alquilado una de las casetas de la playa principalmente para uso de Guillermo y este cubrió el suelo, orgullosamente, con la piel de gamo.
—Lo mató mi tío —anunció, dirigiéndose al grupo de niños que se habían acercado a la puerta para ver, con interés, cómo medía, ruidosamente, el suelo, para colocar la piel exactamente en el centro—. Lo mató muerto, así como lo veis.
Guillermo nunca había oído contar cómo había muerto el animal y, por lo tanto, había inventado un relato en el que, gradualmente, había llegado a confundirse a sí mismo en el papel de héroe.
—Andaba por ahí y yo… él… se tropezó con él. Yo no llevaba escopeta y se abalanzó sobre mí y le cogí por el cuello con una mano y le rompí los cuernos con la otra y lo tiré al suelo. Y se levantó y volvió a embestirme… a embestirle… otra vez y yo le eché la zancadilla y volvió a caerse y entonces le di un puñetazo muy fuerte con la derecha de lleno en la cabeza y lo mató y se murió.
Hubo una exclamación general de incredulidad.
Entonces se oyó una voz clara y alta, procedente del otro lado del grupo.
—Niño, no estás diciendo la verdad.
Guillermo alzó la mirada y se encontró con un hombre de cara delgada y con lentes.
—No se lo estaba contando a usted —contestó, sin inmutarse.
Una niña de rizos morenos salió, innecesariamente, en la ayuda de Guillermo.
—Tiene que ser un niño muy «valiente» para haber hecho todo eso —dijo, indignada—. Conque no le diga usted nada.
—Bueno —dijo Guillermo, halagado pero modesto—; ¿dije yo acaso que lo había hecho yo? Dije que mi tío… es decir, mi tío en parte.
El señor Percival Jones le miró con ira.
—Eres un niño muy malo. Se lo diré a tu padre… ah… se lo diré a tu hermana.
Porque vio a Ethel acercarse y el señor Percival Jones tenía ganas de entablar conversación con ella.
El señor Percival Jones era un hombre delgado, pálido, asceta, aspirante a poeta, que vivía y medraba a costa de la admiración de las señoras de edad que eran compañeras suyas de hospedaje. Había vivido así durante los últimos diez años. Una vez había publicado un tomo de versos por su cuenta. Se alojaba en la misma pensión que los Brown y había visto a Ethel, a distancia, en el comedor. Había admirado los rojos reflejos de su oscura cabellera y el azul de sus ojos y hasta había llegado a preguntarse si poseería las sólidas y duraderas cualidades que necesitaría él en lo que, mentalmente, llamaba su «futura esposa».
Empezó a caminar playa abajo a su lado.
—Quisiera hablarle… ah… de su hermano, señorita Brown —empezó—, si puede usted dedicarme unos momentos, naturalmente. Espero que no me tomará por un intruso ni lo considerará presunción por mi parte… Es un niño encantador, pero… ah… me temo… no muy veraz. ¿Me permite que la acompañe un poco? Me siento muy… ah… muy atraído hacia su… ah… familia. Me… ah… gustaría conocer a todos mejor. Siento… ah… un profundo cariño por su… ah… su hermanito; pero sentí enormemente comprobar que… ah… no se adhiere a la verdad en sus afirmaciones. Yo… ah…
Los ojos azules de la señorita Brown bailaban de alegría.
—Oh, no se preocupe de Guillermo —dijo—. Es «terrible». Es mucho mejor dejarle en paz. ¿Verdad que está muy hermoso el mar hoy?
Pasearon por la playa.
Entretanto, Guillermo había invitado a su pequeña defensora a que entrara en la caseta.
—Puedes mirarlo todo —dijo, con magnanimidad—. Has visto mi piel, que yo… que él mató, ¿verdad? Esta es mi escopeta. Se mete un corcho aquí, y sale con fuerza cuando se dispara. Mataría a cualquiera si se acercara uno bastante y supiera en qué punto darle. Y tengo un ratón, y un «punch-ball» y una caja de cosas, y un balón; pero no me quisieron dejar traerlos —acabó, con amargura.
—Es una piel muy «hermosa» —dijo la niña—. ¿Cómo «te» llamas?
—Guillermo. ¿Y tú?
—Peggy.
—Bueno, pues hagamos como si estuviéramos en una isla desierta, ¿quieres? y como si no tuviéramos nada que comer, ¿eh? Vamos.
Ella movió afirmativamente, la cabeza.
—¡Qué «bien»!
Salieron al paseo y, por entre la multitud de transeúntes, se quejaron de lo solitaria de la isla y escudriñaron el horizonte en busca de una vela. En la distancia, arriba en el acantilado, veíanse las figuras del señor Percival Jones y de la hermana de Guillermo, alejándose, lentamente, de los límites de la población.
Por fin emprendieron el camino de regreso a la caseta.
—Hemos de encontrar algo que comer —dijo Guillermo, con firmeza—. No podemos morirnos de hambre.
—¿Quisquillas? —propuso Peggy, alegremente.
—No tenemos redes. No pudimos salvarlas del naufragio.
—¿Caracoles?
—No los hay en esta isla. ¡Ya sé! ¡Algas! Y las guisaremos.
—¡Oh! ¡qué «bien»!
Recogió un puñado de algas y entraron en la caseta dejando un pañuelo blanco atado a la puerta para llamar la atención de cualquier barco que pasara. En la caseta había un fogón de gas y Guillermo, haciendo caso omiso de la prohibición de su padre, lo encendió y puso sobre él una cacerola llena de agua y algas.
—Nos haremos la ilusión de que es un fuego de leña —dijo—. No podríamos hacer un fuego de leña de verdad en el paseo, porque no nos dejarían. Conque nos haremos la ilusión de que este lo es. Y fingiremos que hemos salvado una cacerola del naufragio.
Después de unos minutos, retiró la cacerola del fuego y sacó una larga tira de algo verde.
—Come tú primero —dijo, con cortesía.
Su olor no era agradable. Peggy retrocedió.
—¡Oh, no! ¡tú primero!
—No, tú —insistió el niño—; tienes más cara de hambre que yo.
Mordió ella un trozo, lo mascó, cerró los ojos y se lo tragó.
—Ahora, tú —dijo con cierto dejo vengativo—; no te quedarás tú sin probarlo.
Guillermo probó un bocado y se estremeció.
—Creo que está un poco pasada —anunció.
El coloreado rostro de Peggy había palidecido.
—Me marcho a casa —dijo, de pronto.
—No puedes irte a casa en una isla desierta —aseguró, con severidad, Guillermo.
—Bueno, pues voy a hacer que me salven entonces —respondió la niña.
—Creo que yo haré lo mismo.
Era la hora del almuerzo cuando llegó, Guillermo, a la pensión. El señor Percival Jones había cambiado de sitio para estar más cerca de Ethel. Estaba convencido ya de que la joven poseía todas las virtudes que podría necesitar su «futura esposa». Conversó animada e incesantemente durante la comida. El señor Brown empezó a agitarse.
—Ese hombre acabará por volverme loco —dijo, luego—. ¡Venga a balar! ¿De qué bala después de todo? ¿No puedes impedir que bale tanto, Ethel? Pareces ejercer alguna influencia sobre él. ¡Bala!, ¡bala!, ¡bala! ¡Santo Dios! ¡Y yo que he venido a «descansar»!
En aquel momento le llamaron al teléfono y regresó completamente desesperado.
—Es una mujer desconocida —dijo—. Dice que un niño llamado Guillermo, que vive en esta pensión, ha puesto mala a su hijita obligándola a comer algas. Dice que es una animalada. ¿«Sabe» alguien que estoy aquí en plan de cura de reposo? ¿Dónde está ese niño? ¡Santo Dios! ¿Dónde está ese niño?
Pero Guillermo, como Peggy, se había retirado del mundo para un rato. Regresó más avanzada la tarde, pálido y sumiso. Soportó los reproches de su familia con majestuoso silencio.
El señor Percival Jones procuraba destacarse lo más posible en la sala.
—Y pronto… ah… pronto la… ah… Primavera volverá a estar con nosotros —estaba diciendo en su voz aguda, retrepado en su asiento, juntando las puntas de los dedos—. La Primavera… ah… ¡la Primavera! Tengo… ah… una cosita que… ah… compuse sobre… ah… la llegada de la Primavera… que… ah… les leeré a ustedes algún rato si quieren ustedes tener… ah… la amabilidad de… ah… hacer una crítica… ah… imparcial.
—¡Una «crítica»! —contestaron todos a coro—. Estará muy por encima de toda crítica. ¡Oh, léanosla!
—Lo haré… ah… esta tarde.
Su mirada vagó hacia la puerta con la esperanza de ver a su bienamada. Pero Ethel estaba en aquellos momentos con su padre asistiendo a una función que daban en los Jardines de Invierno, y la buscó en vano. A pesar de esto, el manantial de su elocuencia no se secó y siguió hablando, sin parar, ante su pequeño círculo de admiradoras.
—Los sencillos… ah… placeres de la Naturaleza. ¡Cuán pocos de nosotros…! ¡ay…! ¡tienen… ah… justo valor… Esta… ah… pequeña aldea con su… ah… mar y su… ah… paseo marítimo, y sus… ah… Jardines de Invierno! ¡Cuán hermoso es! ¡Cuán pocos de nosotros saben apreciarla en su justo valor!
Entonces entró Guillermo y el señor Percival Jones se interrumpió bruscamente. Guillermo le era antipático.
—¡Ah! ¡Aquí viene nuestro amiguito! Está pálido. ¿Es el remordimiento, mi pequeño amigo? ¡Ah! ¡Cuidado con faltar a la verdad! ¡Cuidado con empezar una vida de mentiras y de engaños! —Pasó una mano sobre la cabeza de Guillermo y este sintió un escalofrío—. «Sé bueno, dulce criatura y deja que sea listo quien quiera», como dice el poeta.
Guillermo se sintió asesino.
En aquel momento entró Ethel.
—No —exclamó con brusquedad—, estaba sentada junto a un hombre que apestaba a tabaco malo. «Detesto» a los hombres que fuman tabaco malo.
El señor Jones asumió una expresión de intensa beatitud:
—Puedo vanagloriarme —dijo— de que nunca me he manchado los labios bebiendo ni fumando…
Surgió un rumor de aprobación de entre los reunidos en la sala.
Guillermo se había encontrado con su padre en el pasillo, fuera de la sala. El señor Brown tenía cara de espantado.
—¿Puedo entrar en la sala? —preguntó, con amargura— o… ¿sigue balando ahí adentro?
Escucharon. De la sala salía una voz agitada.
El señor Brown soltó un gemido.
—¡Cielos! —exclamó—. ¡Yo que estoy aquí para hacer una cura de reposo y ese que se empeña en balar por todas las habitaciones de la casa! ¿Se puede estar seguro algún tiempo en la sala de fumar? ¿Fuma?
El señor Percival Jones sentía que le remordía levemente la conciencia. Podía afirmar, sin mentir, que jamás había fumado. Podía asegurar, sin atentar contra la verdad, que nunca había bebido. Pero, en su cuarto, descansaban dos botellas de coñac, compradas por consejo de una tía «para un caso de necesidad». También tenía en el cuarto una caja de puros que había comprado para el cumpleaños de un primo suyo; para lo que su conciencia no le había permitido, a última hora, regalar. Decidió consignar aquellos dos emblemas del vicio a las olas aquella misma noche.
Entretanto, Guillermo había regresado a la caseta y componía un cuento de contrabandistas a la luz de la vela. Le interesaba, enormemente, el asunto. Escribió, quizás, en letra ininteligible, frunciendo el entrecejo y con la lengua fuera, como le ocurría siempre que hacía algún esfuerzo mental.
Sus simpatías oscilaban entre los contrabandistas y los representantes de la ley. Su ortografía era la desesperación de sus maestros.
«—¡Oh! —dice Ricardo Salvaje, escribió—. ¡Ho! ¡Bibe Dios! ¡Rueda las votellas de cerbeza plalla arriva! ¡Yénate los bolsiyos de tavaco del vareo! ¡Aprisa! ¡Boto a tal! ¡Bibe Dios que nos an bisto!
»Miró a su alrededor en la oscuridá. En menos tienpo del que ace falta para escrivir esto, se bio rodeado de guardias y miró, sovervio y desafiador, a la luz de las antorchas elektricas que abían sacado, rápidos como el rallo, del pecho.
»—¡Entrégate! —gritó uno de eyos apuntándole a los sesos con una pistola y con la espada desnuda al corazón—. ¡Entrégate o muere!
»—¡Jamás! —contestó Ricardo Salvaje, echando atrás la cabeza, orguyoso y retador—. ¡Jamás! ¡Acedme lo que qeráis, viyanos! ¡No me entregaré! Prefiero morir.
»Un bestia cruel le pegó un tortazo en los lavios y él pegó un salto atrás, rujiendo de ravia. En menos tienpo del que ace falta para escrivir esto, se avalanzó a la garganta de su atormentador y juntó los dientes en enorme mordisco. Su atormentador cayó muerto y sin bida a sus pies.
»—¡Ho! —exclamó Ricardo Salvaje, echando atrás la caveza, orguyoso y retador otra bez—. Así morirá cualquiera de bosotros que insulte mi orguyosa omvría. Aré que mis dientes se encuentren en buestra garganta.
»Durante un minuto todos tenvlaron. Luego uno, más batiente que los otros, se adelantó de un salto y le ató a Ricardo Salvaje las manos a la espalda. Otro le sacó de los volsiyos voteyas de serbeza y tavaco en grandes cantidades.
»—¡Ho! —gritaron, triunfantes—. ¡Ho! ¡Ricardo Salvaje, el contravandista a sido cojido por fin!
»Ricardo Salvaje soltó una carcajada orguyosa y desafiadora y, pasándose las manos atadas por encima de la caveza, mordió la cuerda con un gran mordisco.
—¡Ho, oh! —exclamó, echando acia atrás su orguyosa caveza—. ¡Ho! ¡Ho! ¡malandrines!
»Luego, apurando asta las eces la enorme votella de beneno que yebaba escondida en el pecho, calló muerto y sin bida a sus pies».
Sonó un golpe tímido en la puerta y, frunciendo el entrecejo, Guillermo se levantó a abrir.
—¿Qué quieres? —preguntó, con impaciencia.
Una vocecita le contestó, desde la oscuridad.
—Soy yo… Peggy. He venido a ver cómo estás, Guillermo. No saben que he venido. Me puse la mar de mala después de comer esas algas esta mañana, Guillermo.
El niño la miró, con gesto de superioridad.
—Vete —dijo—; estoy muy ocupado.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella, asomando su rizada cabecita.
—Estoy escribiendo un cuento.
La niña palmoteó.
—¡Oh! ¡qué bien! ¡Oh, Guillermo! ¡Léemelo! ¡Me «encantará»!
Aplacado, el niño abrió de par en par la puerta. Peggy se sentó en el suelo, encima de la piel y Guillermo se sentó al lado de la vela, carraspeando un buen rato antes de empezar. Durante la lectura, ella no le quitó la vista de encima ni un segundo. Cuando acabó, la niña respiró hondamente.
—¡Oh, Guillermo! ¡Qué bien está! Guillermo, ¿hay contrabandistas ahora?
—Oh, sí. A millones.
—«¿Aquí?».
—¡Claro que sí!
Peggy se asomó a la puerta y escudriñó la oscuridad.
—Me gustaría ver uno. ¿Qué «contrabandean», Guillermo?
Se reunió con ella junto a la puerta, pavoneándose como correspondía a un famoso literato como él.
—Pues cerveza, y cigarros, y cosas. A «millones».
En aquel momento pasaba por delante de la puerta una figura furtiva, que dirigía miradas desconfiadas a derecha e izquierda. Llevaba muy apretado el abrigo, sujetando algo por debajo.
—Supongo que ese es uno —dijo Guillermo.
Vieron desaparecer la figura.
De pronto le brillaron los ojos al niño.
—¡Vamos a seguirle y cogerle! —dijo, excitada—. Vamos. Cojamos armas.
Tomó su escopeta de un rincón.
—Tú coge… —miró a su alrededor—. Coge la cesta de los papeles para metérsela por la cabeza y… y algo para atarle… ¡Ya sé…! La piel que yo… que él mató en África. Puedes atar las patas por delante. ¡Vamos a pillarle «contrabandeando»!
Salió de la caseta con su escopeta, seguido de Peggy que, obedeciéndole ciegamente, llevaba la cesta de los papeles en una mano y la piel en la otra.
El señor Percival Jones estaba convirtiendo en verdadera ceremonia el acto de tirar el coñac y los puros al mar. Había escrito una poesía sobre el asunto, que empezaba:
«Recibe esta ofrenda, mar,
que yo nunca he de probar».
Se acercó a la orilla del mar y, asiendo una botella en cada mano, las alzó, mientras empezaba a recitar, con su atiplada voz:
«Recibe esta ofrenda, mar…».
Se interrumpió. Un niño se hallaba a su lado apuntándole con lo que, en la oscuridad, el señor Jones creyó un rifle cargado. Guillermo interpretó mal su acción de levantar las botellas.
—Es inútil que intente bebérsela —dijo, con severidad—. Le hemos pillado a usted haciendo contrabando.
El señor Percival Jones soltó una risa nerviosa.
—¡Mi querido hombrecito! —dijo—. ¡Es muy peligroso… ah… llevar un arma! ¿Por qué… ah… no me la… ah… entregas, querido… ah… niño?
Guillermo reconoció la voz.
—¡Mira que resultar usted contrabandista…! —exclamó, con justa indignación.
—Aparta… ah… esa escopeta, niño —suplicó su cautivo, quejumbroso—. No la… ah… entiendes… Pudiera… ah… dispararse.
Guillermo no era niño que hiciese las cosas a medias.
—Le dejaré seco de un tiro —dijo, dramáticamente— si no hace usted lo que le diga.
El señor Percival Jones se enjugó el sudor que le perlaba la frente.
—¿De dónde sacaste ese rifle, niño? —preguntó en voz que, en vano, intentó hacer alegre—. ¿Está… ah… está cargado? No es… ah… prudente, niño. Nada prudente… ah… dámela… para que… ah… te lo guarde yo. Pudiera… ah… dispararse, ¿sabes?
Guillermo movió el cañón de la escopeta y el señor Percival Jones se estremeció de pies a cabeza. Guillermo era valiente; pero había experimentado un momento de terror al acercarse, primeramente, a su cautivo. Al oír la voz atiplada, sin embargo, se había tranquilizado. Comprendió, instantáneamente, que él era el más valiente de los dos. El evidente terror que experimentaba su cautivo ante la escopeta de juguete, casi le persuadió de que tenía en la mano un arma formidable. En realidad, el señor Percival Jones era, por temperamento, un completo cobarde.
—Ande hacia los asientos —ordenó Guillermo—. Le he hecho prisionero por ser contrabandista y… y… bueno, acérquese a los asientos.
El señor Percival Jones se aproximó a obedecer.
—No… ah… no «aprietes» nada, niño —suplicó por el camino—. Pudiera… ah… dispararse por equivocación. Pudieras hacer… ah… un daño incalculable.
Peggy, con la cesta de los papeles y la piel, les siguió boquiabierta.
Guillermo se detuvo al llegar a las sillas.
—Peggy, ponle la cesta en la cabeza y sujétale las brazos, por si se le ocurre luchar… y ata la piel que yo maté, a su alrededor, por si se le ocurre luchar.
Peggy se subió a una silla y obedeció. Su víctima ni protestó siquiera. Le parecía estar viviendo una pesadilla. De la única cosa que se daba perfecta cuenta era del arma con que Guillermo le apuntaba en la oscuridad. Apenas se dio cuenta de que le encasquetaban el cesto de los papeles en la cabeza. Miró a Guillermo, con ansiedad, por entre los mimbres.
—¡Ten cuidado! —murmuró—. ¡Ten cuidado, niño!
Apenas sintió la piel que Peggy le sujetó fuertemente alrededor del cuerpo, atando el rabo a una de las patas delanteras. Inconscientemente, seguía con una botella de coñac debajo de cada brazo.
De pronto se oyó la voz iracunda del aya de Peggy, llamándola.
—¡Oh, Guillermo! —exclamó la niña, jadeando de excitación—. No quiero dejarte solo. ¡Oh, Guillermo! ¡Pudiera «matarte»!
—Tú vete. A mí no me pasará nada —aseguró el niño con consciente valor—. No puede hacer nada porque tengo una escopeta y puedo matarle de un tiro. —El señor Percival Jones volvió a estremecerse—. Y está atado, y le he hecho prisionero y voy a llevarle a casa.
—¡Oh, Guillermo! ¡«Qué» valiente eres! —susurró la niña, al marcharse.
Guillermo se ruborizó de orgullo y embarazo.
El señor Percival Jones estaba convencido de que tenía que habérselas con un niño loco, armado de una escopeta peligrosa, y tenía vivos deseos de seguirle la corriente hasta que hubiera pasado el peligro y pudiera entregarse al niño a algún loquero.
Sin darse cuenta de su singular aspecto, caminó delante de Guillermo, volviendo la cabeza, de vez en cuando para dirigirle miradas propiciatorias.
—No tengas cuidado, niño —dijo, aplacador—; no tengas cuidado. Yo soy tu… ah… amigo. No te… ah… enfades. ¿No quieres soltar… ah… tu escopeta, niño? ¿No quieres dejar que te la lleve yo?
Guillermo siguió detrás, sin soltar su escopeta.
—Le he hecho prisionero por contrabandista —repitió—. Le llevo a usted a casa. Es usted mi prisionero. Le he pillado.
A nadie se encontraron por el camino, aun cuando el señor Percival Jones no hacía más que mirar, con ansiedad, a su alrededor, dispuesto a pedir socorro a cualquier transeúnte. Temía alzar la voz por miedo que al niño se le ocurriera asesinarle. Vio, con alegría, la puerta del jardín de la pensión y cruzó apresuradamente hacia la puerta y subió la escalera. La puerta de la sala estaba abierta. Ahí había socorro y ayuda, ahí había protección contra aquella extraña persecución. Entró, seguido de cerca por Guillermo. Era aproximadamente, la hora a la que había prometido leer su poesía sobre la llegada de la primavera, a su círculo de admiradores. Un grupo de señoras de edad estaba reunido en tomo al fuego, esperándole. Ethel escribía. Se volvieron al entrar él y se oyó una exclamación general de horror. Fue aquella exclamación la que le hizo darse cuenta de que llevaba un cesto encasquetado en la cabeza hasta los hombros y que sujetaba sus brazos una roída alfombra de piel.
—¡Señor «Jones»! —exclamaron las señoras.
Hizo un gesto con los hombros y la piel cayó al suelo, dejando al descubierto la botella de coñac que llevaba debajo de cada brazo.
—¡Señor «Jones»! —repitieron.
—Le cogí haciendo de contrabandista —dijo Guillermo, con orgullo—. Le pillé «contrabandeando» cerveza junto al mar y se estaba bebiendo esas dos botellas que había «contrabandeado» y tenía miles y «miles» de cigarros en los bolsillos y yo le cogí, y es un contrabandista, y le traje aquí con mi escopeta. Es contrabandista y yo le hice prisionero.
El señor Jones, congestionado y furioso, con el cabello desgreñado, miró, con centelleantes ojos, por entre los mimbres de la cesta. Se humedeció los labios.
—¡Esto es un ultraje! —exclamó.
Ojos horrorizados clavaron su mirada en las comprometedoras botellas.
—Se las estaba bebiendo en la playa —dijo Guillermo.
—¡Señor «Jones»! —volvieron a corear.
Se quitó el cesto de los papeles y se volvió hacia la propietaria de la casa de huéspedes, que estaba junto a la puerta:
—No estoy dispuesto a soportar semejante tratamiento —balbuceó en su furia—. Abandono esta casa esta misma noche. Se me ha ultrajado… humillado… No me digno dar explicaciones. Dejo… esta casa esta misma noche.
—¡Señor «Jones»! —repitieron.
El señor Jones, sin soltar sus botellas, se fue, deteniéndose tan sólo a dirigir una mirada preñada de odio a Guillermo.
—¡Muchacho «maligno»! —dijo—. ¡Niño «embustero» y «malvado»!
Guillermo le vio desaparecer.
—Es mi prisionero le han soltado —dijo, quejoso.
Diez minutos más tarde entró en el salón de fumar. El señor Brown estaba sentado, con cara de hastío, junto a un fuego moribundo, iluminado por mortecina luz.
—¿Está balando ahí dentro aún? —preguntó—. ¿Es este el único rincón donde puedo estar seguro de conservar mi sano juicio? ¿Está leyendo sus malditas poesías ahí arriba? ¿Está…?
—Se marcha —murmuró Guillermo, con melancolía—. Se marcha antes de comer. Han mandado llamar un coche para él. Está furioso porque yo dije que era contrabandista. Era contrabandista porque yo le vi y le hice prisionero y se ha puesto furioso y se va. Y están furiosas conmigo porque le hice prisionero. Se diría que me estarían agradecidas por coger contrabandistas; pero ocurre todo lo contrario. Y, mamá dice que te lo contará y que tú también te pondrás furioso y…
El señor Brown alzó la mano.
—Un momento, hijo mío —dijo—. Tu relato es un poco confuso. ¿He de entender que el señor Jones se va y que tú eres la causa de su partida?
—Sí, porque se enfureció, porque dije que era contrabandista, y sí que era contrabandista, y ahora están furiosos conmigo y…
El señor Brown posó una mano sobre el hombro de su hijo:
—Hay momentos, Guillermo —aseguró—, en que casi te tengo cariño.