EL AYUDANTE

Las emociones empezaron a la hora del desayuno. Guillermo bajó algo tarde al comedor y, después de escuchar, aburrido, los reproches de sus padres, se puso a comer, abatido. Había llegado aquella mañana a la conclusión de que la vida tenía una uniformidad monótona. Uno se levantaba, desayunaba, iba al colegio, almorzaba, volvía al colegio, tomaba el té, jugaba, comía y se acostaba. Ni el hecho de que aquel día fuera fiesta disipaba su depresión. ¡«Un» día de fiesta! ¿De qué servía «un» día? Todos hemos tenido los mismos sentimientos.

Medio distraído, se puso a escuchar la conversación de sus mayores.

—Prometieron estar aquí a las «nueve» —decía su madre—. ¡Dios quiera que no lleguen tarde!

—De nada servirá que vengan, sin embargo, si la otra casa no está preparada —murmuró Ethel, hermana mayor de Guillermo—. No creo que hayan acabado de «pintar» siquiera.

—Siento que Guillermo haga fiesta hoy —suspiró la señora Brown—. No va a servirnos más que de estorbo.

Guillermo se animó considerablemente.

—¿Vienen a hacer la mudanza «esta mañana»? —preguntó alegremente.

—Sí; haz el «favor» de no estorbarles, Guillermo.

—¿Yo? —exclamó él, indignado—. ¡Voy a «ayudarles»…!

—Si Guillermo va a ayudar —comentó su papá—, gracias a Dios que no estaré aquí «yo». Tu ayuda, Guillermo, siempre parece tener resultados más catastróficos que tu oposición.

Guillermo sonrió, cortésmente. Los sarcasmos nunca le hacían efecto.

—Bueno —dijo, levantándose de la mesa—; más vale que empiece a prepararme para ayudar.

Diez minutos más tarde, cuando salía la señora Brown de la cocina de entrevistarse con la cocinera, se encontró, con gran asombro, que los escalones de la puerta estaban cubiertos de adornos pequeños. Mientras los contemplaba, salió Guillermo de la sala tambaleándose bajo el peso de una esculturita de gran valor, que había sido propiedad de su bisabuelo.

—¡GUILLERMO! —exclamó.

—Estoy dejando preparadas todas las cosas pequeñas para que puedan llevárselas en seguida. Si lo pongo todo a la puerta, no tendrán necesidad de entrar en casa. Tú «dijiste» que no querías que anduvieran por casa con los zapatos sucios.

Hizo falta un cuarto de hora para volver a poner todas las cosas en su sitio. La señora Brown exhaló un profundo suspiro al ver los fragmentos de una pieza de porcelana azul.

—Hubiera preferido que hubieses roto «cualquier» otra cosa antes que esto, Guillermo.

—Mira —se excusó Guillermo—, tú misma dijiste que siempre se rompen cosas en las mudanzas. ¡Lo dijiste «tú misma»! No lo rompí a propósito. Se rompió en la mudanza.

En aquel momento llegaron los hombres encargados de la mudanza.

Eran tres. Uno era muy grueso y jovial; otro era delgado y parecía aturdido; el tercero sonreía, con timidez, y andaba tambaleándose un poco. Se excusaron por su tardanza.

—Mejor será que empiecen ustedes por el comedor —dijo la señora Brown—. ¿Querrán embalar la porcelana primero? ¡Guillermo!, ¡quítate del paso!

Los dejó embalando, ayudados por Guillermo. Este se encargaba de llevarles las cosas del aparador.

—¿Cómo se llaman ustedes? —preguntó, tropezando con un cacharro de cristal que se había dejado, distraídamente, en la alfombra, cerca de la chimenea.

Retrasó más el trabajo deteniéndose a recoger, concienzudamente, todos los pedazos.

—«Siempre» se rompen cosas en las mudanzas —murmuró.

—Yo me llamo señor Blake, este señor Johnson y ese señor Jones.

—¿Quién es el señor Jones? ¿El que anda de esa forma tan rara?

Se retorcieron todos de risa, tanto es así que se le escapó una jarrita de porcelana al señor Blake y se hizo pedazos. Apartó los trozos de un puntapié.

—Sí —respondió, reanudando su trabajo—; el que anda de esa forma tan rara.

—¿Por qué anda así? —insistió Guillermo—. ¿Se ha hecho daño en las piernas?

—Sí —contestó el señor Blake, guiñando un ojo—; se hizo daño en ellas en la taberna de la Vaca Azul, cuando veníamos aquí.

La sonrisa del señor Jones se convirtió en franca carcajada.

—Bueno, pues descanse usted —dijo Guillermo, compadecido—; échese en el sofá a descansar. Ayudaré «yo» para que usted no tenga que hacer «nada».

La hilaridad del señor Jones fue en aumento.

—¡Vamos! —dijo—. ¡Caramba! ¡Este señorito es una «buena» persona! ¡Vaya si lo es! ¡Que me eche a descansar, dice! Pues… ¡ahí va!

Con gran regocijo de sus compañeros, se echó cuan largo era en el diván y cerró los ojos. Guillermo lo contempló, con satisfacción.

—Eso es —dijo—; le… le enseñaré mi perro cuando tenga las piernas mejor. ¡Tengo un perro «magnífico»!

—¿Qué clase de perro? —preguntó el señor Blake, interrumpiendo su trabajo.

—No es de ninguna raza en «particular» —confesó Guillermo—; pero es un perro muy bueno. ¡Sabe hacer una de cosas…!

—Bueno, pues que se vea. Tráigalo.

Guillermo, encantado, obedeció y el perro hizo cuanto sabía ante su amo y dos espectadores más (El señor Jones había sucumbido ya a la somnolencia que hacía rato había empezado a apoderarse de él y dormía como un bendito en el diván).

El perro se puso sobre dos patas y anduvo así (a la fuerza, porque Guillermo le tenía agarrado por las patas delanteras). Saltó por encima del brazo de Guillermo. Saltó de lleno sobre una pieza de cristal veneciano que había en el suelo junto al cajón y se cortó levemente la pata; pero, por fortuna, la herida carecía de importancia.

Guillermo vio reflejarse la consternación en el rostro del señor Johnson y se apresuró a recoger los pedazos y a echarlos en el cesto de los papeles.

—No se preocupen —dijo—. «Ella» misma dijo que siempre se rompen cosas en las mudanzas.

Cuando la señora Brown entró en el cuarto diez minutos más tarde, el señor Jones aún estaba dormido, el perro seguía haciendo números de circo y los señores Blake y Johnson se hallaban apoyados contra la pared, contemplando al animal con mirada experta.

—No es de raza —estaba diciendo el señor Blake—; pero es «bueno». Me gustaría verle a la caza de una rata. Apuesto a que…

Viendo a la señora Brown, cogió, apresuradamente, un jarrón de la repisa de la chimenea y lo llevó a la caja, donde fingió estar trabajando como una fiera. El señor Johnson siguió su ejemplo.

La señora Brown vio al señor Jones y se quedó boquiabierta.

—¿Qué…? —empezó a decir.

—No se encuentra muy bien, señora —explicó el señor Blake, obsequioso—. Estará del todo bien cuando haya dormido un poco.

—Se ha hecho daño en las piernas —explicó Guillermo—. Se hizo daño en las piernas en la Vaca Azul. Sólo está «descansando».

La señora Brown tragó saliva y contó hasta veinte. Era una costumbre que había adquirido en su juventud cuando las palabras acudían a sus labios en tropel.

Por fin habló, con una amargura muy poco usual en ella.

—¿Es preciso que descanse con las botas llenas de barro sobre mi diván?

En aquel instante se despertó el señor Jones, seguramente por efecto de la fría mirada de la señora.

Ofreció toda clase de excusas. Le parecía que se había desmayado. Había tenido un dolor de cabeza muy fuerte, producido, probablemente, por los rayos del sol matutino. Se sentía mucho mejor después de su desmayo. Lamentaba haberse desmayado sobre el sofá de la señora. Limpió, en parte, las huellas de sus botas sucias con una mano no menos sucia.

—No han hecho ustedes «nada» en este cuarto —dijo la señora Brown—. A este paso no acabaremos «nunca». Guillermo, vete de aquí. Estoy segura de que les estás estorbando.

—¿Yo? —exclamó el niño, indignado—. «¿Yo?». ¡«Si» estoy «ayudando»!

Después de lo que a la señora Brown se le antojó varias horas, empezaron con los muebles pesados. Sacaron el pesado aparador del comedor, llevándose parte de la escalera por delante. La señora Brown, palideciendo, vio desmembrarse su querido bargueño antiguo contra el poste de la puerta y presenció cómo su mesa plegable de tresillo se plegaba definitiva y permanentemente. Hasta al perchero del vestíbulo le faltaban algunos ganchos cuando, por fin, aterrizó en el carro de mudanzas.

—Esto me está partiendo el corazón —gimió la señora Brown.

—¿Dónde está Guillermo? —preguntó Ethel, sombría, mirando a su alrededor.

—¡Calla! No lo sé. Desapareció hace unos minutos. No sé «dónde» está; pero espero que no se mueva de donde sea.

Los hombres se dirigieron a la sala y se prepararon a sacar el piano. Lo probaron de todas formas. La primera intentona se llevó un trozo de marco de la puerta; la segunda hizo un hoyo de dos pulgadas de profundidad en el piano; la tercera tumbó el reloj grande, de péndulo, que cayó con enorme ruido, rompiéndose el cristal e, incidentalmente, deshaciendo un soporte grande, de porcelana, que tenía a un lado.

La señora Brown se sentó y se tapó el rostro con las manos.

—¡Parece una horrible «pesadilla»! —gimió.

Los señores Blake, Johnson y Jones hicieron una pausa para enjugarse el sudor de la frente.

—No sé «cómo» vamos a sacarlo —exclamó el señor Blake, desesperado.

—Entró —insistió la señora Brown—. Y, si pudo entrar, también puede salir.

—Probaremos otra vez —dijo el señor Blake, con expresión de héroe que va a intentar algo que resulta poco menos que imposible—. Vamos, compañeros.

Aquella vez tuvieron más éxito y el piano salió, sano y salvo, del vestíbulo, dejando atrás el pomo de la puerta roto y una funda de sillón rasgada, nada más. Luego pasó, lenta y devastadoramente, por el vestíbulo y cruzó el jardín.

La siguiente dificultad fue subirlo al carro. Los señores Blake, Johnson y Jones lo intentaron solos y fracasaron. Durante diez minutos sucedió lo mismo. Después de cada intentona se detenían a limpiarse el sudor y a echar miradas nostálgicas hacia la Vaca Azul, cuya muestra se veía desde allí.

El jardinero, la cocinera, la doncella y Ethel prestaron su ayuda y, por fin, con un esfuerzo sobrehumano, alzaron el piano y lo metieron en el carro.

Luego se apoyaron todos en lo que encontraron más a mano para descansar y recobrar el aliento.

—Vaya —dijo el señor Jones, dirigiendo una mirada de reproche a la dueña de la casa—; nunca he manejado un piano…

En aquel momento se oyó una voz conocida en el fondo del carro, detrás del piano, del perchero y del pesado aparador.

—¡Eh! ¡Dejadme salir! ¿Por qué habéis llenado esto así? ¡No puedo salir!

Hubo un momento de horrorizado silencio. Luego Ethel dijo, con brusquedad:

—¿Para qué te «metiste» ahí dentro?

La voz misteriosa volvió a oírse irritada:

—Pues estaba «descansando». Tengo que descansar, ¿no? He estado ayudando toda la mañana.

—Pero… ¿no «veías» que estábamos cargando el carro?

—No; no estaba mirando.

—No puedes salir, Guillermo —afirmó la señora Brown, desesperada—. No podemos sacarlo todo otra vez. Tendrás que quedarte ahí hasta que se descargue en la otra casa. Procuraremos pasarte la comida por algún hueco.

Se adivinaba una determinación irrevocable en la voz que contestó:

—¡Quiero salir! ¡«Voy» a salir!

Se oyó tumultuoso ruido, el ruido de un material rasgado, de cristal roto, y la voz de Guillermo, que exclamaba:

—¡Atiza! ¡Mira que metérseme delante ese espejo…!

—Mejor será que vuelvan ustedes a sacar el piano —murmuró la señora Brown, aplanada—. Es el único remedio.

Haciendo varios esfuerzos y algunos desperfectos y gimiendo y gruñendo, logró descargarse otra vez el piano. Luego se echaron a un lado el aparador y el perchero y, por fin, surgieron de la lucha… Guillermo y su perro. Este último estaba cubierto de crin, como si hubiera destripado un sillón. Guillermo tenía el jersey rasgado desde el hombro hasta abajo. Su rostro expresaba severidad e indignación.

—¡Muy bonito! —empezó a decir, indignado—. ¡Mira que encerrarme en el carro! ¿Cómo creíais que iba a poder respirar con todos esos muebles? Uno no puede vivir sin respirar. Hubiera estado bonito que me hubieseis encontrado «muerto», ¿eh?

La emoción había privado de la voz a todos, de momento.

Con cierta dignidad pasó por delante de ellos y se metió en la casa, seguido de su perro.

Hizo falta un cuarto de hora más para volver a colocar el piano en el carro. Cuando hacían el esfuerzo final, Guillermo salió de casa.

—¡Aguarden! ¡Les ayudaré «yo»! —dijo.

Y apoyó un dedo en el costado. Su presencia resultó más bien un estorbo que otra cosa; pero lograron cargar el piano a pesar de todo. Guillermo, sin embargo, tenía la impresión de que su fuerza sola había obrado el milagro. Se puso a contonearse.

—Yo soy la mar de fuerte —le dijo al señor Blake—. Soy más fuerte que la mayoría de la gente.

Los hombres decidieron que había llegado la hora de almorzar y se retiraron a la parte más umbría del jardín para comer. Todos menos el señor Jones, que dijo que iría al otro extremo de la calle a beberse una gaseosa. Guillermo dijo que tenían gaseosa en la despensa y ofreció ir a buscarla; pero el señor Jones se apresuró a decir que él la tomaba de una clase especial.

La señora Brown y Ethel se sentaron a comer lo mejor posible en la biblioteca. Guillermo acompañó a sus dos nuevos amigos al jardín.

—¡Guillermo! ¡Ven a comer! —llamó la señora Brown.

—Oh, déjale en paz, mamá —suplicó Ethel—; tengamos un poco de tranquilidad.

Pero Guillermo no estuvo ausente mucho rato.

—Quiero un pañuelo encarnado —dijo, en voz alta, desde el vestíbulo.

Nadie le contestó.

Apareció en la puerta.

—Digo que quiero un pañuelo encarnado. ¿Tienes tú un pañuelo encarnado, mamá?

—No, querido.

—¿Y tú, Ethel?

—¡NO!

—Bueno; no es preciso que te enfades por eso. Sólo estoy pidiendo un pañuelo encarnado. ¿Os pido acaso un pañuelo encarnado si no lo tenéis?

—Guillermo, «vete» y cierra la puerta.

El niño obedeció. Reinó la paz en toda la casa y en el jardín durante la media hora siguiente. Entonces empezó a remorderle la conciencia a la señora Brown.

—Guillermo tiene que comer algo, querida. Haz el favor de ir a buscarle.

Ethel salió al jardín de detrás de la casa. Su mirada se encontró con una escena de feliz tranquilidad. El señor Blake estaba sentado en la hierba, apoyado contra un árbol, comiendo pan y queso. Un pañuelo encarnado le cubría las rodillas. El señor Johnson estaba sentado de igual manera y haciendo lo propio, con un pañuelo encarnado sobre las rodillas. Guillermo estaba apoyado contra otro árbol, consumiendo el montoncito de sobras que había recogido en la despensa. Tenía las rodillas cubiertas por lo que, a primera vista, parecía un pañuelo encarnado.

El perro estaba entre los tres, recogiendo los trozos que, de vez en cuando, le tiraban sus admiradores.

Ethel se acercó un poco más e inspeccionó el pañuelo encarnado de Guillermo, con creciente expresión de horror. Luego dio un grito:

—«¡Guillermo!». ¡Es mi pañuelo de seda! Era para adornar un sombrero. Acabo de comprarlo. ¡Oh, mamá! ¡«Hazle» algo a Guillermo! Ha cogido mi pañuelo de seda nuevo… el que había comprado para adornarme el sombrero. Es un niño «horrible». No creo…

La señora Brown salió, apresuradamente, para pacificarla. Guillermo devolvió el pañuelo de seda a su dueña.

—Bueno, pues lo «siento». «Creí» que era un pañuelo encarnado. «Parecía» un pañuelo encarnado. ¿Cómo quieres que «supiera» yo que no era un pañuelo encarnado? Ya se lo he devuelto. No te preocupes; el perro no ha hecho más que morder una punta. Y eso no es más que un poco de mermelada que le ha caído encima. Bueno, se quitará «levándolo», ¿no? Bueno, pues ya he dicho que lo siento. Estas son las «gracias» que me dan —prosiguió el niño, amargamente—. Dedico mi día de fiesta a ayudaros en la mudanza, y me lo agradecéis así.

—Mira, Guillermo —dijo la señora Brown—, puedes irte a la casa nueva con el primer carro. Así estorbará menos —agregó, exasperada, sin dirigirse a nadie en particular.

A Guillermo le encantó la idea. En la casa nueva había otros hombres para hacer la descarga y le esperaba la emoción de conocerlos.

La puerta de entrada al jardín estaba recién pintada y tenía un letrero advirtiéndolo. Naturalmente, Guillermo creyó de su incumbencia asegurarse de que la pintura aún no se había secado. Sus pantalones fueron mudos testigos de ello hasta que se rompieron, pese a numerosas aplicaciones de trementina. El perro también lo probó y, es más, fue preciso desconectarle de la puerta con una tijera. Durante muchas semanas después, la primera cosa que veían los que iban a casa de los Brown, era un mechón de pelo de perro pegado a la puerta.

Guillermo se puso, a continuación, a «ayudar» con todas sus fuerzas. Fue desde el carro, dando traspiés, hasta la casa, tambaleándose bajo el peso de un botiquín, dejando un reguero de frascos rotos y de charcos de medicina por el camino. El perro cató muchos de estos charcos y se quedó algo pensativo.

Se descubrió que la puerta de una alcoba pequeña del último piso estaba cerrada con llave y esto (acoplado al hecho de que el señor Jones no había vuelto, aún, de tomarse la gaseosa), retrasó un poco el trabajo de los desempaquetadores.

—Forzad la puerta —propuso uno.

—Más vale no hacerlo.

—Tal vez esté la llave dentro —dijo otro.

Guillermo tuvo una de sus ideas fantásticas.

—¿Saben ustedes lo que haré? —dijo, dándose importancia—. Subiré al tejado, bajaré por la chimenea y abriré desde dentro.

Recibieron su ofrecimiento con risas.

No conocían a Guillermo.

Anochecía cuando la señora Brown, Ethel y el segundo carro se presentaron.

—¿Qué es esto que hay en la puerta del jardín? —preguntó Ethel, agachándose para examinar el mechón de pelos del perro.

—¡Es ese «perro»! —exclamó.

Entonces se oyó un grito que parecía el de un fantasma, procedente del cielo.

—¡Mamá!

La señora Brown alzó su rostro, sobresaltada, hacia el cielo. No parecía haber cosa alguna en el firmamento que pudiera haberle dirigido la palabra.

De pronto vio una carita que la miraba por encima del canalillo de desagüe del tejado, una cara muy asustada bajo su capa de hollín. Era Guillermo.

—No puedo bajar —dijo roncamente.

A la señora Brown pareció parársele el corazón.

—No te muevas de ahí, Guillermo —dijo, desfallecida—. No te «muevas».

Fueron llamados todos los empleados de la casa de mudanzas. Se pidió prestada una escalera de mano en una casa vecina, pero resultó ser demasiado corta. Se buscó otra y se empalmaron las dos. Guillermo, allá en la altura, se estaba irritando.

—No puedo quedarme aquí arriba para «siempre» —afirmó.

Por fin le salvó su amigo señor Blake, que le bajó a tierra. Sus explicaciones resultaron confusas:

—Quería «ayudar». Quería abrirles aquella puerta, conque subí por el tejado del lavadero, y la yedra y la tubería y probé bajar por la chimenea. No sabía cuál era; pero las probé todas y todas resultaron demasiado pequeñas y entonces intenté bajar otra vez por donde había subido; pero no pude, conque esperé a que llegarais y os llamé. No estaba asustado —agregó, mirándoles con severidad y fijeza—. No estaba asustado ni pizca. No quería más que bajar. Y esta porquería de la chimenea tiene muy mal sabor. No; estoy bien —contestó a las preguntas solícitas—. Seguiré ayudando.

Se le persuadió, con gran dificultad, a que se acostara un poco más temprano que de costumbre.

—Bueno —confesó—; estoy un poco cansado de estar ayudando todo el día.

Poco después de haberse retirado, llegaron el señor Brown y Roberto.

—¿Cómo han ido las cosas hoy? —preguntó, alegremente, el señor Brown.

—¡Gracias a Dios que Guillermo vuelve al colegio mañana! —contestó Ethel, con fervor.

Arriba, en su cuarto, Guillermo se estaba contemplando en el espejo el jersey roto, los pantalones manchados de pintura, el rostro ennegrecido.

—Bueno —dijo con un profundo suspiro de satisfacción—, me parece que hoy sí que he AYUDADO.