Guillermo era explorador. Esto era ya muy sabido. No había persona en cinco millas a la redonda de la casa de Guillermo que no lo supiera. Las ancianas delicadas se habían apartado, estremeciéndose, de las ventanas, al marchar Guillermo calle abajo cantando (esto es un eufemismo) sus canciones de explorador con toda la fuerza (que no era poca) de sus pulmones. Del fondo del jardín, donde Guillermo llevaba a cabo misteriosas operaciones culinarias, emanaban olores curiosos. Una señora, a la que le había desaparecido el gato, miraba a Guillermo con desconfianza cada vez que le veía pasar. Ni el regreso de su gato unas cuantas semanas después bastó para eliminar la hostilidad de su mirada cada vez que esta se posaba sobre Guillermo.
La familia de Guillermo había quedado encantada, al ser propuesto que Guillermo se hiciera explorador.
—Impedirá que dé tanto que hacer —habían dicho.
Eran notoriamente optimistas en cuanto a Guillermo se refería.
El único que tenía sus dudas era el hermano mayor de Guillermo.
—Ya sabéis lo que es Guillermo —dijo.
Y tales palabras eran expresivas a más no poder.
Las cosas fueron bastante bien una temporada. Guillermo interpretó la ley del explorador de hacer una buena acción al día, al pie de la letra. Había de hacer una (y sólo una) buena acción al día. Veces había en que obligaba a extraños, con gran embarazo suyo, a ser recipientes (a pesar suyo) de sus buenas acciones. Otras veces respondía a cualquier petición de ayuda con frialdad, diciendo: «Ya he hecho una buena acción hoy».
Aguantó, con paciencia de santo, la elocuencia de su hermana mayor cuando esta encontró su pañuelo de seda lleno de nudos.
—Bueno, pues son nudos la mar de «bien» hechos —fue lo único que contestó.
Había estado esperando las vacaciones con ansiedad. Al final de la primera semana iba a hacer vida de campamento.
El primer día de las vacaciones empezó mal. Guillermo, que ocupaba el cuarto de encima del de su padre, se había pasado la mayor parte de la noche haciendo gimnasia de acuerdo con las instrucciones del jefe de su grupo, y no había dejado dormir a su padre.
—No; no «dijo» que la hiciera de noche; pero dijo que la hiciera. Dijo que nos haría crecer y ser hombres fuertes. ¿No «quieres» que sea yo un hombre fuerte? Él es la mar de fuerte y «él» hizo gimnasia. ¿Por qué no había de hacerla yo?
Su madre encontró una cacerola con todo el fondo quemado y agujereado y, en seguida, acusó a Guillermo de aquel crimen. El niño no podía negar su culpabilidad.
—Bueno, es que estaba haciendo algo, algo que nos dijo pero me olvidé. «Tengo» que hacer cosas si soy explorador. Yo no «tenía» intenciones de olvidarme. No me olvidaré otra vez. Sea como fuere, valiente cacerola era, cuando se ha agujereado por tan poca cosa.
En aquel momento el papá de Guillermo recibió una nota del vecino cuyo jardín lindaba con el de los Brown y a quien Guillermo hacía la vida imposible con sus ensayos de corneta.
Fue confiscada la corneta.
El niño se sumió en la más profunda melancolía.
—Bueno —murmuró—, voy a hacer vida de campamento la semana que viene y me «alegro» una barbaridad. Quizá lo sintáis cuando me haya marchado.
Salió al jardín y se quedó pensativo, con la mirada clavada en el espacio y las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones de explorador, porque Guillermo usaba el uniforme en todo momento.
—Ni siquiera me dejan la corneta —se quejó, en alta voz—. Ni siquiera puedo usar sus cacerolas. No me dejan hacer nudos en ninguna de sus cosas… ¿De qué «sirve» ser explorador?
Su indignación subió de punto y, con ella, su deseo de venganza de su familia.
—Me gustaría «hacer» algo —murmuró, mirando un rosal con ferocidad—. Algo, para que aprendieran.
De pronto se iluminó su semblante. Tenía una idea.
Se perdería. Se perdería de verdad. Entonces sí que lo sentirían. Quizá lo creyeran muerto y ¡vaya si lo sentirían! Se imaginó su alivio y cómo le pedirían, llorosos, mil perdones cuando, por fin, volviera al seno de su familia. Valía la pena probarlo.
Echó a andar alegremente, hada la puerta del jardín. Decidió no presentarse a almorzar, ni al té, ni a la comida y regresar, al anochecer, para encontrarse a su familia penitente y con remordimiento de conciencia.
Primero se dirigió a un bosque cercano, donde amontonó unas cuantas ramas para hacer fuego; pero estas se negaron a encenderse, a pesar de la ayuda que le prestó una cerilla que encontró adherida, a un trozo de masilla que tenía en el bolsillo.
Algo desanimado, consagró toda su atención al pañuelo, en el que hizo nudos hasta que este se hizo trizas. Los pañuelos de Guillermo, siendo usados regularmente para hacer veces de papel secante entre otra serie de cosas a las que no acostumbran dedicarse los pañuelos, se hallaban, siempre, en las últimas.
Se sentía bastante aburrido y empezó a preguntarse si sería hora de comer o no.
Luego «exploró» el bosque, siguiendo las huellas de tres tribus distintas y hallando el rastro de varios elefantes. Luchó a muerte con media docena de leones, más o menos. Después se cansó. Debía de ser, aproximadamente, la hora de almorzar. Se imaginó a su hermana Ethel buscándole por todas partes con creciente remordimiento. Le pesaría haber armado tanto jaleo por un pañuelo de nada. Su madre recordaría la escena de la cacerola y le dolería el corazón. Su padre se avergonzaría de su forma de obrar en el asunto de la corneta.
—¡Pobre Guillermo! ¡Qué crueles fuimos! ¡Cuán diferentes seremos sí vuelve a casa…!
Casi le parecía estar escuchando estas palabras. Quizá su madre estuviese llorando en aquellos momentos. Su padre, con la mirada extraviada y pálido, estaría paseando de un lado a otro de su despacho aguardando noticias, apesadumbrado por lo poco bondadoso que había sido para con su hijo. Tal vez tuviera la corneta sobre la mesa, preparada para devolvérsela. Tal vez, incluso, le había comprado otra.
Se imaginaba la escena que se desarrollaría en el momento de su regreso. Sería noble y perdonaría. Aceptaría el regalo de la corneta nueva sin emitir una sola palabra de reproche. Se emocionó pensándolo.
Empezaba a sentir un apetito muy grande. Debía de ser mucho más de la hora de almorzar. Pero lo echaría todo a perder si volvía a casa demasiado temprano.
En aquel momento se fijó en una diminuta figura que le miraba fijamente y que tenía una bolsa de papel en una mano.
Guillermo le miró.
—¿Por qué estás vestido así? —preguntó el desconocido, con desdén.
Guillermo se miró el sagrado uniforme y frunció el entrecejo.
—Soy explorador —replicó, con aire de superioridad.
—¿«Plorador»? —repitió el otro—. ¿Cómo te llamas?
—Guillermo.
—Yo, Tomás. ¿Teres cogerme una «vispa»? ¡Mira qué «vispas»!
Abrió un poco la bolsa y Guillermo vio un grupo de avispas que zumbaban dentro.
—Tero más —exigió el niño—. Tero muchas más. ¡Mira! ¡Caracoles!
Sacó un puñado de caracoles de un minúsculo bolsillo y los puso en el suelo.
—¡Mira cómo sacan los cuernoos! ¡Mira cómo anan! ¡Mira! ¡Están «anando»! ¡Están «anando»!
Su voz era un chillido de gozo. Los cogió y volvió a metérselos en el bolsillo. De otro, sacó una masa que se retorcía y parecía hervir.
—¡Pojos de bosque! —explicó—. Y teno gusanos en otro bolsillo.
Volvió a guardarse los piojos de bosque en el bolsillo; todos menos uno que, cogido entre pulgar e índice, se llevó, pensativo, a los labios.
—Tero vispas ahora. Tú cógemelas.
Guillermo salió de su aturdimiento.
—¿Cómo… cómo se cogen? —preguntó.
—Alas —replicó Tomás—; las coges por las alas y no pican. Pero a veces sí pican. Tonces se ponen grandes las manos.
Una avispa se posó cerca de él y el infantil naturalista la cogió con mucha habilidad y la metió en la bolsa.
—Ahora, coge tú una —le ordenó a Guillermo.
Guillermo decidió no dejarse ganar por aquel desconocido diminuto pero sin miedo. Al posarse una avispa en una flor cerca de él, extendió la mano y volvió a retirarla con un grito de dolor, llevándosela a la boca.
—¡Uuuu! —exclamó—. ¡Caramba!
Tomás soltó una carcajada.
—¿Te picó? —dijo—. ¡Qué «gracia»!
La expresión de rabia y de dolor de Guillermo le resultaba exquisita al niño.
—¡Vamos, niño! —ordenó Tomás, por fin—. ¡Vámonos a otro sitio!
Guillermo, aturdido y humillado, hizo otro esfuerzo por conservar su dignidad.
—Puedes irte «tú» —contestó—. Yo voy a jugar solo.
—Bueno —asintió Tomás—; tú juega solo y yo jugaré solo y estaremos juntos jugando los dos solos.
Echó a andar por un camino y Guillermo le siguió humildemente.
Debía de ser la mar de tarde, casi la hora del té con toda seguridad.
—Teno hambre —dijo Tomás, de pronto—. Dame sayuno.
—No tengo —contestó Guillermo, irritado.
—Bueno, pues búscalo —insistió el niño.
—No puedo; no lo hay para buscar.
—Bueno, pues… ¡cómpralo!
—No tengo dinero.
—Bueno, pues… compra dinero.
Exasperado, Guillermo se volvió.
—¡Largo de aquí! —bramó.
Los ojos azules de Tomás se clavaron en los suyos, con frialdad.
—No hables tan alto —dijo con severidad—. Hay moras ahí. Puedes cogerme unas moras.
Guillermo empezó a alejarse, pero Tomás corrió tras él.
—¡Ahí! —insistió—. Donde estoy señalando. Mu mu grandes. Las tero para sayunar.
De mala gana, el explorador se dispuso a hacer su buena acción.
Tomas consumía las moras más aprisa de lo que Guillermo podía cogerlas.
—Ahí arriba —ordenó—. No; la que tero es la que está ahí arriba. La tero «pronto». Me he comido todas las otras.
Guillermo estaba cubierto de arañazos y sin aliento y tenía la camisa rasgada cuando por fin quedó satisfecho el glotón Tomás. Luego recogió unas cuantas para sí mientras Tomás se vaciaba los grandes bolsillos.
—Los dejaré escapar ahora —dijo.
Uno de los piojos del bosque, sin embargo, se quedó inmóvil donde lo puso.
—¿Qué le pasa? —preguntó Guillermo, con curiosidad.
—Supongo que soy yo lo que le pasa —contestó Tomás con sequedad—. Ahora, cógeme unos peces chicos, y nacuajos y cosas de agua.
Guillermo se apartó de las zarzamoras.
—¡Quiá! —contestó con determinación—. ¡Ya estoy harto!
—Ya has comido bastante —dijo Tomás con severidad—. He encontrado una lata para meterlos, conque «¡date prisa!». ¡Uuu! ¡Una bélula! Se me ha sentado en el dedo. ¿Me tiere porque se ha sentado en mi dedo?
—No —contestó Guillermo, volviendo la cara, manchada de Jugo de moras, con desdén.
Debía de ser cerca del anochecer. No quería ser demasiado duro con ellos, hacer que su madre se pusiera enferma ni nada así. Quería ser lo más bondadoso posible. Los perdonaría en seguida en cuanto llegase a casa. Pediría unas cuantas cosas que deseaba, aparte de la corneta nueva. Una navaja y una locomotora con una caldera de verdad.
—¿Por qué no me tiere? —insistió Tomás.
Guillermo guardó silencio. Ni la pregunta ni el que lo hacía eran dignos, siquiera, de su desdén.
—¿Por qué no me tiere? —gritó otra vez el niño, con voz aguda.
—A las moscas no les gusta la gente, tonto.
—¿Por qué no?
—No saben una palabra de ella.
—Bueno, pues yo le «enseñaré» de mí. Me llamo Tomás —le dijo, cortésmente, a la libélula—. ¿Me tiere ahora?
Guillermo se impacientaba. Pero la libélula se había marchado ya y Tomás volvió a pedirle:
—«¡Vamos!» —dijo—. ¡Ana y búscame cosas!
Guillermo tenía ya tan quebrantado el espíritu que siguió al otro hasta un charco vecino, gruñendo amenazador, pero impotente.
—Ahora —ordenó el minúsculo tirano—, quítate las botas y los calcetines y entra y búscame cosas.
—Quítate tú los tuyos —gruñó Guillermo—, y búscate tú las cosas.
—No; a lo mejor hay codrilos y me muerden los pieses. Y a lo mejor hay popotamoses. Si no entras, chillaré, chillaré y «chillaré».
Guillermo entró.
Anduvo, con cuidado, por el charco. Tomás le contempló desde tierra.
—No me gusta tu «pelo» —le confió.
Guillermo gruñó.
Pescó varios bichos con la lata y se acercó a la orilla para que los viera el niño.
—Tero más —dijo Tomás, tranquilamente.
—Pues estás fresco —contestó Guillermo—; no pienso coger más.
Empezó a ponerse los calcetines y las botas, preguntándose, desesperadamente, cómo podría deshacerse de su compañero. El Destino se encargó de resolver el problema. Con un grito, bajó, corriendo, por el sendero, una mujer.
—¡Tomasín! —exclamó—. ¡Tomasín querido! ¡Creí que te habías perdido!
Se volvió, furiosa, hacia Guillermo.
—¡Vergüenza debiera darte! —dijo—. ¡Un grandullón como tú, llevarse a una criaturita como esta! Si su padre estuviera aquí, te escarmentaría. Debieras de tener más sentido común. ¡Y tú explorador!
Guillermo se quedó boquiabierto.
—¡Hombre! —exclamó—. ¡Y yo que me he pasado la mañana haciéndole buenas acciones!
La señora cogió a Tomás de la mano y dio la espalda a Guillermo.
—No quiero que vuelvas a ir con ese niño tan malo y tan bruto, querido —dijo.
—Tengo la mar de vispas y peces —murmuró Tomás, con satisfacción.
Desaparecieron sendero abajo. Abatido y desilusionado, Guillermo se dispuso a volver a su casa.
De pronto se animó. Después de todo, se había quitado de encima a Tomás y volvía a reunirse con su contrita familia. Debía de ser hora de cenar ya. Pronto anochecería. Pero los días eran muy largos en aquella época del año. No importaría que llegase justamente a la hora de cenar. Habrían tenido tiempo de reflexionar. Se imaginó ver a su padre, hablando con voz entrecortada y tendiéndole la mano.
—Hijo mío… olvidemos lo pasado… Si algo quieres…
Su padre jamás había dicho nada semejante; pero, mediante un violento esfuerzo de imaginación, lograba concebir (aunque a duras penas) la posibilidad.
Su madre, naturalmente, le abrazaría y se echaría a llorar. Ethel haría lo propio.
—Querido Guillermo… perdónanos… ¡Hemos estado tan entristecidos desde que te fuiste…! No volveremos a tratarte así.
Esto tampoco se parecía, ni por el forro, a la Ethel que él conocía; pero el dolor refina todos los caracteres.
Franqueó la entrada del jardín. Ethel estaba en la puerta principal de la casa. Le miró la camisa rota y las rodillas cubiertas de barro.
—Más vale que te des prisa si quieres llegar a tiempo para almorzar —dijo, con frialdad.
—¿Almorzar? —exclamó Guillermo—. ¿Qué hora es?
—La una menos diez. Papá está en casa ya, conque te aviso —agregó.
El niño entró en casa, como aturdido. Encontró a su madre en el vestíbulo.
—«¡Guillermo!» —dijo, con impaciencia—. ¡Otra camisa rota! Eres muy descuidado. Tendrás que dejar de ser explorador si así vas a tratar la ropa. Y… ¡hay que «ver» qué rodillas!
Pálido y mudo, subió la escalera. Su padre salía, en aquel momento, de la biblioteca, fumando en pipa. Miró a su hijo con hosquedad.
—Si no estás en el comedor y «limpio» cuando suene la llamada para comer, hijo mío —dijo—, no verás tu corneta hasta después de Nochebuena.
Guillermo tragó saliva.
—Sí, papá —contestó, humildemente.
Subió, lentamente, al cuarto de baño.
Valiente porquería era la vida.