EL REY DE MAYO

Guillermo estaba francamente aburrido. El colegio le aburría siempre. Le disgustaban los hechos, le disgustaba que le sujetasen a detalles y le disgustaba tener que contestar preguntas. Como político, le hubiere esperado un gran porvenir. Guillermo asistía a una escuela mixta porque sus padres esperaban que la influencia femenina lograra dulcificar un poco su carácter. Hasta la fecha, sin embargo, la dulcificación no se veía por parte alguna. Le sacó de su abstracción el cambio de tono de la voz de la señorita Dewhurst, su maestra. Era evidente que no hablaba ya de las exportaciones inglesas (asunto que le interesaba muy poco a Guillermo).

—Niños —dijo, con animación—, quiero tener una Reina de Mayo para el primero de Mayo. Los demás seréis su corte. Quiero que votéis todos mañana. Escribid en un papel el nombre de la niña que, en vuestra opinión, resultaría la Reina más simpática y, los demás, seréis sus zagales y doncellas.

—Vamos a tener una Reina de Mayo —le dijo Guillermo a su familia a la hora de comer— y yo voy a ser un zagal.

Perdió casi todo su interés, sin embargo, al enterarse de lo que significaba zagal.

—¿No es una especie de animal? —preguntó, indignado—. Bueno, pues entonces, yo no voy a serlo —agregó, cuando supo que no se trataba de un animal.

A la mañana siguiente, Evangelina Fish empezó a buscar votos metódicamente. Evangelina Fish era muy rubia e iba vestida siempre con ese tono de azul que chilla a voz en grito y que hace palidecer al propio firmamento. Se la consideraba la belleza de la clase.

—Te doy dos caramelos si votas por mí —le dijo a Guillermo.

—«¡Dos!» —exclamó el niño, con desprecio.

—Seis —ofreció ella.

—Bueno; puedes darme seis caramelos si quieres. ¿Hay algo que te quite de que me des seis caramelos si tú quieres hacerlo? Nada que yo sepa.

—Pero tendrás que prometerme que pondrás mi nombre en el papel si te doy seis caramelos —contestó la niña, con desconfianza.

—Bueno; no me cuesta ningún trabajo prometerlo.

Entonces le entregó ella los seis caramelos. Guillermo le devolvió uno que le pareció corto de peso y aguardó, frunciendo el entrecejo, hasta que se lo cambió por otro mayor.

—Ahora ya has prometido —le advirtió Evangelina—. Te pondrán enfermo y te matarán esos caramelos si no cumples tu promesa.

Guillermo cumplió su promesa, con habilidad verdaderamente política. Escribió: «E. Fish. ¡Que te “crees” tú eso!» en su boleto y fue descalificado el voto. Pero Evangelina Fish fue elegida Reina de Mayo por una mayoría abrumadora. Era, después de todo, la belleza de la clase y siempre iba de azul. Y ahora había de ser Reina de Mayo. Su prestigio estaba establecido para siempre. «¡Angelita!», murmuraban las muchachas mayores. Los niños se peleaban por conseguir sus favores. Guillermo empezó a tomarle una violenta antipatía. Su voz, su sonrisa, sus tirabuzones y su vestido azul empezaron a molestarle. Y cuando una cosa empezaba a molestarle a Guillermo, algo tenía que ocurrir.

No se fijó en Betina Franklin hasta una semana más tarde. Betina era pequeñita y morena. Su aspecto nada de angelical tenía. Guillermo la había visto en la escuela en otras ocasiones, pero apenas había pensado en ella como personalidad aparte. Pero un día, durante la hora de recreo, se quedó apoyado contra la pared, solo, mirando a Evangelina Fish con el entrecejo fruncido. Estaba rodeada de un grupo de admiradores y hablaba con ellos con su angélica voz.

—Voy a ir vestida de muselina blanca y faja azul. El azul me sienta muy bien, ¿sabéis? ¡Soy tan rubia…! Uno de vosotros tendrá que sostenerme la cola y los demás tendréis que bailar a mi alrededor. Voy a llevar corona y…

Se volvió para esquivar la malévola mirada que Guillermo le dirigió a distancia. Guillermo había descubierto que aquella mirada suya le molestaba y, desde entonces, había abusado de ella. Pero no se derivaba satisfacción alguna de mirarle la nuca, conque abandonó su distracción y dejó que su mirada errara por el patio. Y esta fue a posarse sobre Betina. Betina también estaba sola, mirando a Evangelina Fish. Pero no tenía el entrecejo fruncido. La miraba con envidia. Porque Evangelina era «angelical» y Reina de Mayo y ella no era ninguna de estas dos cosas. Guillermo se acercó y se apoyó en la pared, a su lado.

—¡Hola! —dijo, sin mirarla, porque aquel cambio de sitio le había colocado, de nuevo, dentro del campo visual de Evangelina y, por consiguiente, había vuelto a concentrar en ella.

—¡Hola! —contestó Betina, tímida y cortésmente.

—¿Te gustan las barras de caramelo sonrosado? —preguntó el niño, después.

—Um —asintió Betina, moviendo, al propio tiempo, la cabeza, en señal de aprobación.

—Te daré un pedazo cuando vuelva a comprar —dijo Guillermo, con magnanimidad—; pero no compraré hasta dentro de mucho tiempo —agregó con amargura—, porque se me escapó una pelota de la mano y dio en la ventana de nuestro comedor ayer, antes de que pudiera evitarlo.

Ella movió la cabeza, comprensiva.

—¡Lo mismo me da! —contestó, con dulzura—. Me serás igual de simpático aunque nunca me des caramelo.

Guillermo se ruborizó.

—No sabía que te fuera yo simpático —dijo.

—Pues sí que me lo eres —afirmó ella, con fervor—. Me gusta tu cara y me gustan las cosas que dices.

Guillermo se había olvidado de fruncir el entrecejo ya. Se sentía cohibido y encantado a la vez. Se metió las manos en los bolsillos y sacó dos bolas, un pedazo de barro y una pistola de juguete, rota.

—Te puedes quedar con todo —dijo, en un arranque de generosidad.

—Guárdamelo tú —dijo Betina, dulcemente—. Espero que bailarás a mi lado cuando Evangelina haga de Reina. ¿Verdad que será bonito?

Y suspiró.

—¿Bonito? —estalló Guillermo—. ¡Huh!

—¿No te gustará? —preguntó Betina, maravillada.

—¿A «mí»? —estalló el niño otra vez—. ¡Bailar alrededor de un poste! ¿Alrededor de esa niña?

—Es muy bonita.

—¡Qué ha de ser! —negó Guillermo—. ¡Qué ha de ser bonita! ¡Ni «pizca»! No me gusta su pelo brillante, y no me gusta su vestido azul, y no me gusta su cara, y no me gustan sus zapatos blancos, ni sus collares, ni su voz chillona…

Hizo una pausa.

Betina respiró hondamente.

—Sigue —dijo—; me «gusta» escucharte.

—¿Te gusta a «ti»? —preguntó el niño.

—No; es muy «glotona». ¿Sabías tú que era muy «glotona»?

—Lo «creo». Puedo creer «cualquier» cosa de una persona que parece chirriar en vez de hablar.

—Fíjate en ella cuando esté comiendo dulces…, no se cansa nunca de comer.

—Se reventará y se morirá el día menos pensado entonces —vaticinó Guillermo, solemnemente—, y no seré yo quien lo sienta.

—Pero estará la mar de bonita cuando haga de Reina de Mayo.

—Estarías tú mucho mejor.

El diminuto y pálido rostro de Betina se tiñó de un vivo carmín.

—¡Oh, «no»! —dijo.

—¿Te gustaría ser Reina de Mayo?

—¡Oh, «sí»!

—¡Hum! —murmuró Guillermo.

Y volvió a dedicarse a molestar a Evangelina Fish con la mirada.

Al día siguiente tuvo ocasión de verla comer dulces. Se encontraron en la fiesta que daba un compañero de colegio para celebrar su cumpleaños y Evangelina Fish se colocó al lado de la mesa y consumió dulces con una perseverancia y una determinación dignas de más noble causa. Guillermo la miró no sin cierta admiración. Ni un solo momento vaciló. Pasteles azucarados, pasteles de crema, pastas secas, todo iba desapareciendo, sin que la muchacha perdiera su aspecto angelical. Los tirabuzones dorados, los ojos azules, las mejillas levemente coloreadas y el vestido de un vívido azul pálido, seguían inmaculados y aún tragaba pasteles. Guillermo la miró con asombro, olvidándose, incluso, de concentrar en ella su habitual mirada malévola. Tenía una capacidad superior, incluso, a la de Guillermo que, por cierto, la tenía bastante considerable.

Al día siguiente ensayaron la coronación y la danza en torno al Poste de Mayo.

—Quiero que Guillermo Brown lleve la cola de la reina —dijo la señorita Dewhurst.

—¿Quién? «¿Yo?» —exclamó el niño, horrorizado—. ¿«Yo» ha dicho usted?

—Sí, querido. Es un gran honor que le pidan a uno que lleve la cola de la Reina Evangelina. Estoy segura de que te sentirás orgulloso. Has de ser su pequeño cortesano.

—¡Huh! —murmuró Guillermo, transfiriendo la malévola mirada a la señorita Dewhurst.

Evangelina le dirigió una mirada encantadora. Deseaba la admiración de Guillermo. Guillermo era el único niño de la clase que no era su esclavo. Le sonrió, dulcemente.

—Yo no «sirvo» para llevar colas —dijo Guillermo—. No me gusta llevar colas. Nunca me han «enseñado» a llevar colas. A lo mejor lo hago mal ese día y lo echo todo a perder.

—¡Oh!, lo ensayaremos bien primero —aseguró la señorita Dewhurst.

Cuando se marchaba, Betina le metió una manzana pequeña en la mano.

—Un regalo para ti —dijo—. Me la guardé de la comida.

Guillermo se emocionó.

—Ya te daré yo algo mañana —dijo. Y se apresuró a agregar—: …si encuentro algo que darte.

Guardaron silencio hasta que hubo acabado de comerse la manzana.

—He dejado bastante en el centro —dijo, con, para él, poco acostumbrada cortesía, entregándosela—. ¿Te gustaría acabarla?

—No, gracias. Guillermo, ¡estarás más bien llevándole la cola…!

—No quiero hacerlo y apuesto a que «no» lo haré. Tú no «sabes» las cosas que puedo yo hacer.

—¡Oh, Guillermo! —exclamó la niña, con reverencia y admiración.

—Llevaría tu cola si fueras tú la reina —prosiguió el niño.

—Yo no querría, entonces, que me llevaras tú la cola —aseguró ella, con sinceridad—. Que… querría que fueras tú Rey de Mayo conmigo.

—Sí; ¿por qué no eligen reyes de Mayo? —exclamó Guillermo, picado por el insulto que ello implicaba contra su sexo—. ¿Por qué no había de haber un Rey de Mayo?

—Supongo que sí los «habrá», en realidad, sólo que tal vez, la señorita Dewhurst no sabe si los hay.

—Bueno, pues no parece ser de sentido común que no haya Reyes de Mayo, ¿no te parece? A mí no me importaría ser Rey de Mayo si tú fueras reina.

El ensayo fue, en general, un fracaso.

—Guillermo Brown, no levantes tanto la cola del vestido… No; no tan bajo… No te acerques tanto a la Reina, Guillermo Brown. No; no tan lejos… le arrancarás la cola al traje. Anda cuando ande la reina, Guillermo Brown. No te estés quieto. Canta un poco más alto. No; no tan alto. Eso resulta ensordecedor y nada tiene de melodioso.

A última hora, se le degradó, quitándose el cargo de llevar la cola y dejándole en simple zagal. Los zagales habían de ir vestidos de blusa y, las doncellas, con trajes estampados. La danza de Mayo había de hacerse alrededor de Evangelina Fish, que estaría, con sus galas de reina, en el centro del carro, junto al poste. Había de invitarse a todo el pueblo a que asistiese.

Al acabar el ensayo, Guillermo se encontró con Betina, que miraba, melancólica, a Evangelina Fish, que coqueteaba ante un grupo de admiradores.

—¿Verdad que es muy bonito para ella ser Reina de Mayo? —dijo Betina.

—Es una reina de pacotilla —contestó Guillermo—; me alegro que «yo» no tenga que llevarle la cola y escuchar su voz chirriona de cerca. Te daré un regalo mañana.

Cumplió. Encontró un ciempiés en el jardín y se lo metió en la mano, camino del colegio.

—Son la mar de interesantes —aseguró—. Mételo en una caja de cerillas y haz agujeros para que pueda respirar y vivirá la mar de tiempo. No te morderá si lo agarras como es debido.

Y, porque quería a Guillermo, lo aceptó sin estremecerse siquiera.

Evangelina Fish empezó a perseguir a Guillermo. Envidiaba a Betina. Hacía piruetas a su alrededor con sus vestidos azul celeste, permitía que sus tirabuzones le acariciaran. Le dirigía miradas incendiarias con sus ojos azul pálido.

Y, en las largas horas de clase durante las cuales soñaba sentado a su pupitre o jugaba con sus amigos mientras profesores muy bien pagados derramaban su sabiduría, Guillermo concibió un plan. Por desgracia, como la mayoría de los planes, requería capital para llevarse a la práctica. Guillermo no tenía capital. Ocasionalmente, Roberto, hermano mayor de Guillermo, suministraba unos cuantos chelines sin hacer preguntas inconvenientes; pero daba la casualidad de que, por entonces, Roberto estaba haciendo como si Guillermo no existiera. Porque Roberto había descubierto (y no por primera vez), su ideal, y había invitado a comer a dicho ideal la semana anterior. Durante muchos días antes, Roberto le había hecho imposible la vida a Guillermo. Había protestado de su pelo sin peinar, de sus manos descuidadas, del desorden de sus ropas y de sus ruidosas costumbres. Había preguntado, con amargura, qué pensaría ella al ser invitada a una casa donde podría encontrarse con un individuo como Guillermo. Había insistido en que a Guillermo se le inculcaran costumbres de limpieza y de silencio antes de que fuera ella. Había insinuado que el hombre que tuviera a Guillermo por hermano había de tener enormes dificultades en sus amores porque Ella pensaría que muy rara había de ser la familia para que se le permitiera crecer y desarrollarse a un tipo como Guillermo. Reservó, sin embargo, algo de su fervor para la cocinera. Era preciso que preparara un almuerzo como era debido. No los guisos ni las cosas que les ponía con frecuencia. Era necesario que figurasen en el menú tres platos de verdura y buñuelos de queso. Y Guillermo, habiendo tragado insultos tres días consecutivos, decidió vengarse. Era una venganza de la especie que sólo podía habérsele ocurrido a Guillermo y que sólo él podía llevar a la práctica. Porque sólo Guillermo podía haber escogido un momento antes del almuerzo, cuando la comida estaba ya puesta en fuentes y la cocinera había tenido que ausentarse unos minutos de la cocina, para llevarse los principales platos a los sótanos y esconderlos allí.

Bueno será correr un velo sobre lo que ocurrió durante la media hora siguiente. Tanto Guillermo como la comida habían desaparecido. Roberto se tiró de los pelos e invocó, en vano, al cielo. Habló, incluso, de suicidarse. Porque, ¿qué comida es lengua fría y café que ofrecer a un Ideal? Fue descubierta la comida durante la tarde y entregada al perro de Guillermo, que se pasó unos cuantos días padeciendo de indigestión como consecuencia del banquete que se dio. Roberto le había preguntado, amargamente, a Guillermo, por qué iba por el mundo estropeándoles la vida a sus semejantes y acabando con su felicidad. Dio a entender que cuando Guillermo conociera al Único Amor de su Vida, que no contara con ayuda alguna suya (de Roberto), porque él (Guillermo) había derramado por tierra su (de Roberto) copa de felicidad; porque en su vida no había conocido a persona alguna como la señorita Laing, ni volvería a conocer a persona que se le pareciera y él (Guillermo) lo había condenado a una vejez solitaria y miserable, porque ¿quién iba a quererse casar con nadie que le invitara a comer y le diese luego lengua fría y café? y él nunca quería casarse con ninguna otra persona, porque era el Único Amor verdadero que había sentido en su vida y esperaba que él (Guillermo) se diera cuenta, cuando fuera lo bastante grande para ello, de lo que significaba que se echara a perder la felicidad de uno nada más que por lengua fría y café, y todo porque una persona a la que no volvería a dirigir la palabra había escondido la comida.

He ahí el porqué de que Guillermo, a pesar de ser un optimista, sentía que el apelar a Roberto resultaría inoportuno, por no decir otra cosa.

Pero, por una vez, la Providencia se puso de parte de Guillermo. Un tío anciano estuvo a tomar el té con ellos y le regaló a Guillermo cinco chelines.

—Tengo entendido que vas a bailar alrededor del poste de Mayo, ¿eh? —rio.

—Quizá —fue lo único que contestó el niño.

Su familia sintió un gran alivio al ver la humildad de su actitud en relación con el festival de Mayo. ¡Había veces que Guillermo armaba tanto jaleo cuando tenía que disfrazarse y presentarse en público…!

—¿Sabes, querido? —dijo su madre—; es una fiesta muy antigua y muy simpática y es un verdadero honor tomar parte en ella. Y la blusa es una prenda muy viril.

—Sí, mamá —respondió Guillermo.

El día era hermoso, un verdadero primero de Mayo.

El poste de Mayo se había alzado en un campo vecino al colegio y los que tomaran parte en la fiesta habían de mudarse en la escuela.

Guillermo salió con su paquete de cosas debajo del brazo y se quedó mirando por la carretera por la que había de bajar Evangelina para dirigirse a la escuela. Porque la niña tendría que pasar por delante de su casa. No tardó en verla, con su radiante vestido azul pálido.

—¡Hola! —la saludó.

Ella se estremeció de alegría. Le había conquistado, por fin.

—¿Me esperabas para acompañarme hasta el colegio, Guillermo? —dijo.

El niño hizo caso omiso de la pregunta.

—Vienes la mar de temprano —dijo.

—¿De veras? Yo creí que era tarde. Quería llegar tarde. No quiero llegar demasiado temprano. Soy la persona más importante y quiero llegar después que los demás, así me mirarán todos.

Sacudió sus tirabuzones, con gesto de orgullo.

—Entra en nuestro cobertizo un momento —dijo Guillermo—. Tengo un regalo para ti.

La niña se ruborizó.

—¡Oh, «Guillermo»! —murmuró, siguiéndole hasta el cobertizo.

—¡Mira! —le dijo este.

Había empleado bien los cinco chelines de su tío. Todo alrededor del cobertizo había hileras de pasteles, pastas, pasteles de crema, de pasas, azucaradas…

—Come mucho —dijo el niño—. Son todos para ti. ¡Anda! Comételos todos. Puedes comer, y comer, y comer. Hay tiempo de sobra y, además, no pueden empezar sin ti, ¿verdad?

—¡Oh, «Guillermo»!

Miró los pasteles con glotonería.

—¡Oh!, ¿de veras que son todos para mí?

—Hay tiempo de sobra. ¡Anda! ¡Cómetelos todos!

Sus ojos codiciosos parecieron desorbitárseles.

—¡Oh! —exclamó, en éxtasis.

Se sentó en el suelo y empezó a comer, olvidándolo todo, salvo los pasteles que tenía delante. Guillermo se dirigió a la puerta. Luego se detuvo, echó una mirada de deseo al festín, retrocedió y, cogiendo un dulce en cada mano, se marchó, silenciosamente.

Betina, con su vestido estampado, aguardaba a la puerta de la escuela.

—¡Date prisa! —exclamó, con ansiedad—. Vas a llegar tarde. Los demás están ya todos fuera. Están aguardando para empezar. La señorita Dewhurst está ahí fuera. Han salido ya todos menos tú y la Reina de Mayo. Yo me quedé porque tú me dijiste que me quedara y te ayudase.

Entró y cerró la puerta.

—Tú vas a ser Reina de Mayo —anunció, con determinación.

—«¿Yo?» —exclamó ella, asombrada.

—Sí; y yo voy a ser Rey.

Abrió el paquete.

—¡Mira! —dijo.

Había saqueado el cuarto de su hermana. En cierta ocasión Ethel había asistido a un baile de máscaras, disfrazada de hada. Por encima del vestido de percal de Betina, el niño colocó otro arrugado, de gasa, con alas y roto por varios sitios. En su cabeza depositó una corona de oropel, colocándola un poco ladeada. Y ella se estremeció de felicidad.

—¡Oh! ¡Qué bien! —exclamó—. ¡Qué delicioso!

Los preparativos de Guillermo fueron más sencillos. Se puso por el hombro derecho una faja encarnada que había arrancado del sombrero de su hermana y se la ató por debajo del brazo izquierdo, encima del blusón que le habían dado. Alguien le había regalado, en cierta ocasión, una gorra pequeña de cobrador de autobús, junto con unos billetes de juguete. Se puso la gorra, echándose la visera sobre un ojo. Era la única cosa de aspecto oficial que había podido procurarse. Luego sacó un corcho quemado del paquete y, con toda solemnidad, se dibujó en el labio y las mejillas un enorme bigote. Para Guillermo, ninguna caracterización resultaba completa si no formaba parte de ella un bigote pintado con corcho quemado.

Luego cogió a Betina de la mano y la condujo a donde se hallaba el poste de Mayo.

Los bailarines estaban todos aguardando, teniendo cada uno de ellos la extremidad de una de las cintas que colgaban de la parte superior del poste. Los espectadores estaban todos reunidos y se oía un murmullo de conversación. Cesó, bruscamente, al aparecer Guillermo y Betina. El padre, la madre y la hermana de Guillermo ocupaban asientos en primera fila. Roberto no se hallaba presente. Se había negado a presenciar espectáculo alguno en el que el bribón de su hermano tomara parte. Estaba ya del muy sinvergüenza hasta la coronilla.

Guillermo y Betina subieron, solemnemente y de la mano, a la minúscula plataforma que había sido preparada para la Reina de Mayo.

La señorita Dewhurst, que estaba charlando, animadamente, con los padres, hasta que se presentaron los niños que faltaban, pareció, de pronto, quedarse de piedra, boquiabierta y con los ojos como platos. El anciano violinista, que era bastante corto de vista, empezó a tocar y los niños a bailar. El público se arrellanó en los asientos, dispuesto a gozar del espectáculo. La señorita Dewhurst seguía helada. Se oyeron comentarios en voz baja. «¡Qué raro que esté ese niño allí! Supongo que representará una especie de ayudante».

—Sí; quizá sea algo alegórico. Una especie de figura alegórica. Representará la Buena Suerte o algo así. Confieso, sin embargo, que no era esto, precisamente, lo que yo esperaba ver.

—¿Qué le parece a usted el vestido de la Reina? Siempre creí que la señorita Dewhurst tenía mejor gusto. Eso es un poco charro, en mi imparcial opinión.

—Yo creo que el bigote es una equivocación. Da cierto aire de vulgaridad a la escena. ¿Qué representará? ¿Cree usted que se tratará de Pan?

—¡Oh, no!; espero que no se tratará de una cosa tan «pagana», todo eso —murmuró una matrona, entrada en años, horrorizada—. Es el niño de los Brown, ¿sabe? Siempre parece haber algo raro en todo aquello en que él figura. Lo he observado con frecuencia. Pero «espero» que representa algo más cristiano que Pan, aunque cualquiera sabe en estos tiempos.

La hermana de Guillermo había reconocido sus cosas y no cabía en sí de indignación.

El papá de Guillermo, que conocía a Guillermo, sonreía, sardónico.

La mamá de Guillermo sonreía con orgullo.

—Siempre estáis hablando mal de Guillermo —dijo, dirigiéndose al mundo en general—: Pero, miradle ahora. Desempeña un papel muy importante y nada dijo de ello en casa. A mí me parece una prueba de modestia de su parte. Y… ¡qué niña más mona!

Betina, de pie en la plataforma, agarrada aún de la mano a Guillermo, y con los zagales y las doncellas bailando a su alrededor, estaba radiante de orgullo y de felicidad.

* * *

Y Evangelina Fish, allá en el cobertizo, empezaba a comerse, en aquel momento, el último bollo de pasas.