Guillermo estaba tumbado en el suelo del cobertizo, enfrascado en la lectura de un libro. Esto resultaba una cosa rara para él. Tenía la botella de gaseosa a su lado, sin tocar y hasta había olvidado la manzana medio comida que tenía en la mano. Había parado en seco las mandíbulas en el acto de mascar.
«Nuestro héroe —leyó— despertó a medianoche al oír el ruido de cadenas. Incorporándose, clavó la mirada en la oscuridad. A cosa de un pie de su cama distinguió una figura alta, blanca, levemente luminosa y un brazo espectral le llamó, con un gesto».
A Guillermo se le pusieron los pelos de punta.
—¡Atiza! —exclamó.
«Impertérrito —siguió leyendo—, nuestro héroe se levantó y siguió al espectro por los serpenteantes corredores del castillo. Cada vez que vacilaba, un brazo blanco, luminoso, cargado de cadenas, le hacía una seña para que siguiera».
—¡Caramba! —murmuró Guillermo, emocionado—. ¡Me he asustado!
«Al llegar a un entrepaño de la pared, el fantasma se detuvo y el entrepaño se abrió, silenciosamente, descubriendo una escalerilla de piedra. La aparición bajó por ella, seguida por nuestro intrépido héroe. Había una cámara pequeña, de piedra, en el fondo. Los rayos de la Luna la iluminaron y viose un esqueleto sentado al lado de un cofre repleto de libras esterlinas de oro».
—¡Zumba! —exclamó Guillermo, rojo de emoción.
—¡Guillermo!
El grito vino del jardín. El niño frunció el entrecejo, dio otro mordisco a la manzana y siguió leyendo:
«Nuestro héroe dio un grito de asombro».
—Sí; yo hubiera hecho lo mismo —murmuró Guillermo.
—«¡Guillermo!».
—¡Oh, «cállate»! —contestó, irritado, descubriendo así, su escondite.
Su hermana mayor Ethel apareció en la puerta.
—Mamá te llama —anunció.
—Bueno, pues no puedo ir. Estoy ocupado —dijo Guillermo con frialdad, bebiendo un trago de gaseosa y volviendo al libro.
—Prima Mildred ha llegado —dijo su hermana.
Guillermo alzó la mirada del libro.
—Bueno y ¿qué quieres que le haga? Yo no tengo la culpa —dijo como quien discute, pacientemente, con un enajenado.
Ethel se encogió de hombros y se marchó.
—Está leyendo un libraco en el cobertizo —la oyó decir— y dice…
El niño previó complicaciones y se apresuró a seguirla.
—Ya «voy», ¿no? —murmuró—. No puedo ir más aprisa.
Prima Mildred estaba sentada en el pequeño prado que había en el centro del jardín. Era una señora de edad, muy delgada y muy alta, y llevaba un vestido curioso, sin forma, de seda verde, sujeto con un cinturón de oro.
—¡Querido niño! —murmuró, estrechando la mugrienta mano que Guillermo le tendía en silencio.
Se animó un poco el muchacho al ver té y pasteles recién hechos.
Prima Mildred comía poco; pero hablaba mucho.
—Vivo con la esperanza de tener alguna revelación psíquica, querida —le dijo a la mamá de Guillermo—. «¡Con la esperanza!». He oído contar cosas maravillosas, pero, hasta la fecha, no he tenido la suerte de que me ocurra a mí ninguna. He probado la escritura automática; pero las comunicaciones que hayan podido mandarme los espíritus así, han resultado ininteligibles… completamente ininteligibles.
Suspiró.
Guillermo la miró con desprecio mientras consumía pasteles a todo pasto.
—Me «encantaría» tener revelaciones psíquicas —suspiró otra vez.
—Sí, querida —murmuró la señora Brown, intrigada—. Guillermo, ya has comido bastante.
—«¿Bastante?» —contestó Guillermo, con sorpresa—. Pero si sólo he tenido…
Decidió, de pronto, no meterse en estadísticas demasiado exactas, optando por generalidades.
—Sólo he comido apenas ninguno —dijo, ofendido.
—Sea como fuere, ya has comido bastante —aseguró la señora Brown con firmeza.
El mártir se puso en pie, pálido pero orgulloso.
—Bueno pues… ¿puedo marcharme ya, si no puedo tomar más té?
—Hay pan y mantequilla de sobra.
—Yo no quiero pan y mantequilla.
—¡Querido niño! —murmuró prima Mildred, distraída, al marcharse el muchacho.
Volvió al libro, la gaseosa y la manzana y se tendió, cuan largo era, en el umbrío cobertizo.
«Pero el espectro parecía estarse desvaneciendo y, de pronto, exhalando un dulce suspiro, desapareció. Nuestro héroe, con un sobresalto de sorpresa, se dio cuenta de que estaba solo con el oro y con el esqueleto. Por primera vez experimentó un escalofrío de terror y retrocedió, lentamente, escalera arriba, ante lo que se le antojó mirada vengativa del esqueleto, cuyas mandíbulas parecían contraídas en macabra sonrisa».
—¿De qué se reiría? —preguntó Guillermo.
«Pero, con gran horror suyo, halló la salida cerrada. El entrepaño había vuelto a correrse. No tenía medio alguno de abrirlo. Se encontraba prisionero en un extremo remoto del castillo, al que la servidumbre rara vez se acercaba».
«¿Sufriría la suerte del hombre cuyos huesos brillaban a la luz de la Luna?».
—¡Caramba! —exclamó Guillermo.
Entonces se proyectó una sombra sobre el suelo del cobertizo y le saludó la voz de prima Mildred.
—¡Conque estás aquí, querido! Estaba explorando vuestro jardín y entregándome, al propio tiempo, a la meditación. Me gusta estar sola. Veo que tú eres lo mismo, querido niño.
—Estoy leyendo —respondió Guillermo, con frialdad glacial.
—¡Querido niño! ¿No quieres venir conmigo y enseñarme el jardín, y tus rincones favoritos?
Guillermo echó una mirada a su rostro anguloso y amable y cerró el libro con un suspiro de resignación.
—Bueno —contestó, lacónicamente.
La condujo pacientemente y en silencio, al huerto que había detrás de la casa y a los matorrales. Ella contempló con tristeza el edificio, y su aspecto moderno a más no poder.
—Guillermo, lástima que tu casa no sea «vieja» —dijo, con tristeza.
A Guillermo le molestaba que personas extrañas hablaran mal de su casa. Él, personalmente, consideraba atracción en una casa el que fuera nueva, pero si alguien quería algo que fuera viejo, vieja sería su casa.
—«¡Vieja!» —exclamó—. ¡Huh! ¡Me parece que ya es «vieja» de sobra!
—¡Ah, sí! —murmuró la señora, encantada—. La habrán restaurado recientemente, ¿no?
—Sí —asintió Guillermo.
—¡Oh! ¡Cuánto me alegro! Así, pues, podría tener una revelación psíquica aquí, ¿verdad?
—Sí —contestó el muchacho—; nada me extrañaría que la tuviese.
—Guillermo, ¿has tenido tú alguna, alguna vez?
—La verdad —replicó el niño, sin comprometerse—, no lo sé.
El tono de misterio que supo dar a su contestación despertó la curiosidad de prima Mildred.
—Claro, a cualquier persona no. Pero a «mí»… ¡soy simpatizante! Conmigo puedes hablar claramente, Guillermo.
El niño, comprendiendo que le sería imposible ya seguir ocultando su ignorancia con palabras, guardó un discreto silencio.
—Para mí será sagrado, Guillermo. A nadie se lo diré… ni a tus propios padres. Creo que los niños ven… nimbos y nubes de gloria y todo eso… Tú, con tu inmaculada visión infantil…
—Tengo once años —la interrumpió Guillermo indignado.
—… ves cosas que a los sabios les están vedadas. Alguna manifestación, algún espíritu, algún visitante espectral.
—¡Ah! —exclamó Guillermo, comprendiendo, de pronto, de qué se trataba—, ¿hablaba usted de fantasmas?
—Sí; de fantasmas, Guillermo.
La deferencia con que le trataba le halagó. Evidentemente, esperaba grandes cosas de él. Y no permitiría que sufriese un desencanto. Aún en el mejor de los momentos, la imaginación de Guillermo era más fuerte que la realidad.
Rio.
—¡Oh, «fantasmas»! Sí; he visto algunos. ¡«Vaya» si he visto!
El semblante de la buena señora se iluminó.
—¿Quieres contarme algunas de las cosas que hayas visto, Guillermo? —le suplicó, con humildad.
—Bueno —respondió el niño, dándose importancia—; pero no se lo «dirá» usted a nadie, ¿verdad?
—¡Oh, «no»!
—Pues los he visto, ¿sabe? Cadenas y todo. Y esqueleto. Y brazos espectrales, llamando.
Guillermo se estaba divirtiendo. Se contoneaba al andar. La señora se quedó boquiabierta.
—¡Oh! ¡continúa! —dijo—. ¡Cuéntamelo todo!
Continuó. Se dejó llevar en alas de la imaginación, con las manos metidas en los bolsillos y el rostro contraído por los esfuerzos mentales que estaba haciendo. Se estaba divirtiendo de lo lindo.
—¡Si alguna de esas cosas me ocurriera a «mí»! —suspiró prima Mildred—. ¿Te ocurre eso «de noche», Guillermo?
—Sí; de noche generalmente.
—Yo… vigilaré esta noche. Y… ¿dices que la casa es vieja?
—Muy vieja —le aseguró Guillermo.
La actitud de prima Mildred fue un verdadero alivio para la familia. Estaba acostumbrada a que las visitas no pudieran tragar al niño.
—Casi parece haberse enamorado de Guillermo —dijo la madre con incredulidad.
Guillermo estaba contento, pero un poco cohibido por las atenciones de que prima Mildred le hacía objeto. Era para él cosa desacostumbrada que una persona mayor le tratara como igual. Le hablaba con interés y con cierta humildad; le compraba caramelos y parecía encantada de que el muchacho los aceptara, salía de paseo con él y, evidentemente, tornaba su silencio como prueba de profunda sabiduría.
A pesar de su embarazo, estaba decididamente contento y se sentía halagado en su amor propio.
Parecía preferir su compañía a la de Ethel. Pero tenía el convencimiento de que, a cambio de toda aquella bondad y todas aquellas atenciones, se esperaba algo de él. Guillermo era un caballero. Decidió suministrar lo que faltaba. Sacó un libro de cuentos de aparecidos de la biblioteca del colegio y se la leyó en su cuarto a solas, por la noche. A la mañana siguiente tuvo muchas aventuras emocionantes que contarle a prima Mildred. Las tragaderas de la buena señora eran fenomenales. Le suministraba caramelos en gran escala. Le escuchaba maravillada y con reverencia.
—Guillermo… eres uno de los elegidos, de los escogidos —dijo— uno de aquellos cuyo espíritu puede franquear la barrera entre el mundo invisible y el nuestro, con facilidad. —Y siempre suspiraba y se acariciaba la escasa cabellera con tristeza—. ¡Oh! ¡cuánto me gustaría experimentar una cosa de esas!
Una mañana, después de recibir el regalo de una caja de caramelos excepcionalmente grande, se despertaron los sentimientos más nobles de Guillermo. Decidió que «había» de ocurrirle algo.
Prima Mildred dormía en el cuarto que había encima de la habitación de Guillermo.
El descenso de una ventana a otra era fácil; pero el ascenso difícil. Aquella noche se despertó prima Mildred, de pronto, al dar las doce. No había Luna y sólo distinguió a medias la blanca figura que se hallaba de pie ante la ventana. Se incorporó, temblando de emoción. Se le puso de punta la corta y delgada coleta. Tenía la boca abierta de par en par.
—¡Oh! —exclamó.
La figura blanca avanzó un paso y tosió, nerviosa.
Prima Mildred entrelazó las manos.
—¡Habla! —dijo en un susurro—. ¡Oh, habla! ¡Un mensaje! ¡Una revelación!
Guillermo se quedó un poco confuso. Ninguno de los fantasmas de que había leído hablaban. Habían hecho sonar sus cadenas, gemido, hecho señas con las manos; pero no habían hablado. Intentó gemir y emitió un sonido que recordaba el de un viajero mareado en alta mar.
—¡Oh, «habla»! —suplicó prima Mildred.
Evidentemente, el hablar era una parte necesaria de la función. Guillermo se preguntó si los fantasmas hablarían inglés o algún idioma especial. Decidió que debía ser esto último, y se lanzó.
—¡Honk! ¡Yonk! ¡Ponk! —exclamó, con firmeza.
Prima Mildred se quedó maravillada.
—¡Oh, explícate! —suplicó—. Explícate en nuestro pobre lenguaje humano. Algún mensaje…
Guillermo se asustó. La cosa estaba resultando mucho más complicada de lo que él se había esperado. Cruzó, apresuradamente, el cuatro, y salió por la puerta cerrándola, ruidosamente. Al correr por el pasillo se oyó un ruido como el reverberar del trueno. Fuera, en el pasillo, estaban los zapatos de prima Mildred, los zapatos del papá de Guillermo, y los zapatos del hermano de Guillermo y contra ellos fue a estrellarse Guillermo en su huida. Patinó el calzado por la superficie pulimentada del suelo, haciendo carambola unos con otros. Empezaron a abrirse, bruscamente, las puertas y el papá de Guillermo chocó, violentamente, con el hermano de Guillermo en la oscuridad del pasillo, donde ambos lucharon con ferocidad antes de darse cuenta de su identidad.
—Oí ese maldito ruido y salí…
—Igual me pasó a mí.
—Bueno, pues, entonces, ¿«quién» lo hizo?
—Si es ese maldito muchacho que anda gastando una de sus bromas de mal gusto otra vez…
El papá de Guillermo no acabó la frase; pero se dirigió, con paso firme, al cuarto de su hijo menor. Descubrió a Guillermo extendiendo, cuidadosamente, una sábana sobre su cama y alisándola.
El señor Brown, arrancado de su plácido sueño, tenía una cara como para hacer temblar a un hombre valiente; pero la mirada que le dirigió Guillermo no podía ser más ingenua ni más dulce.
—¿Fuiste tú el que hizo ese ruido dando puntapiés a los zapatos por el pasillo? —preguntó el papá, casi ahogado por la ira.
—No, papá —respondió Guillermo, con dulzura—; no he dado puntapiés a ningún zapato.
—¿Estuviste en el descansillo de abajo hace un momento? —inquirió el señor Brown, conteniendo, a duras penas, su ira.
Guillermo meditó, en silencio, unos segundos; luego habló serena e ingenuamente.
—No lo sé, papá. ¿Sabes? Hay gente que anda en sueños y, cuando se despierta, no sabe dónde ha estado. Hasta he oído hablar de un hombre que bajó por una escalera de escape dormido y, al despertarse, no supo explicarse cómo había llegado al lugar en que se encontraba. Y es que, ¿sabes?, no sabía que había bajado toda aquella escalera dormido y…
—«¡Silencio!» —tronó su padre—. ¿Qué mil diablos significa eso de que estés haciendo la cama a medianoche? ¿Estás mal de la cabeza?
, Guillermo, completamente sereno, metió, por debajo del colchón, un extremo de la sábana.
—No, papá; no estoy loco. Se me cayó la sábana durante la noche y me he levantado para recogerla. Supongo que es que he tenido el sueño agitado. Las sábanas se caen con facilidad cuando uno tiene el sueño agitado y uno no se entera hasta que se despierta, igual que ocurre cuando anda uno en sueños. Si hasta he oído hablar de gente…
—«¡Silencio!».
En aquel momento llegó la mamá de Guillermo, tan plácida como siempre, envuelta en un salto de cama y con una vela en la mano.
—¡Mírale! —dijo el señor Brown, señalando al humilde Guillermo—. Juega al fútbol por el pasillo, con los zapatos, toda la noche y luego empieza a hacerse la cama. Está loco. Está…
Guillermo dirigió hacia él su mirada serena.
—«Yo» no estuve jugando al fútbol con los zapatos, papá —dijo, con paciencia.
La señora Brown posó una mano, en el brazo de su esposo, para calmarle.
—Ya sabes tú, querido —dijo, con dulzura—, que una casa está llena siempre de ruidos por la noche. Los sillones de mimbre crujen…
El rostro del señor Brown, súbitamente se congestionó.
—«¡Sillones de mimbre…!» —estalló, violentamente.
Pero se dejó sacar del cuarto sin ofrecer resistencia.
Guillermo acabó de hacer la cama con su expresión normal de concentración. Luego, acostándose, se sumió, inmediatamente, en el sueño profundo de los justos.
Pero prima Mildred estaba despierta y una sonrisa de dicha revoloteaba por sus labios. También ella era ya uno de los elegidos. Sus oídos algo sordos habían recogido el sonido de trueno sobrenatural al marcharse el fantasma y la buena señora no cabía en sí de alegría.
—Honk —murmuró, soñolienta—. Honk, Yonk, Ponk.
* * *
Guillermo se sentía algo cansado al atardecer siguiente. Prima Mildred se había marchado, dejándole una enorme caja de bombones. Guillermo se los había comido con demasiado apresuramiento, temiendo una posible intervención de su madre. La mala noche anterior empezaba a hacerle sentir sus efectos. Sentía una depresión bastante grande. Se sentó entre los arbustos con la barbilla apoyada en la palma de la mano, mirando, con melancolía al perro, que le contemplaba con expresión de admiración.
—Este mundo es una porquería —murmuró—. Voy yo y me molesto la mar por ella y ella va y me pone malo a fuerza de bombones.
El perro meneó la cola, como simpatizando con él.