Guillermo experimentó cierta aprensión al enterarse de que Juanita Clive, la niñita que vivía en la casa de al lado, iba a recibir la visita de un primo desconocido que se pasaría tres semanas en su casa. Toda su vida, Guillermo había aceptado la adoración y el homenaje de Juanita con condescendiente indiferencia; pero no le gustaba pensar en un posible rival.
—¿A qué «viene»? —preguntó, frunciendo el entrecejo, encaramado incómoda y peligrosamente a la alta pared que separaba los dos jardines, y mirando a Juanita con rabia—. ¿A «qué» viene pregunto yo?
—Le ha invitado mamá —explicó Juanita, sacudiendo sus dorados rizos con un movimiento de cabeza—. Se llama Cutberto. Dice que es un niño muy bueno y muy mono.
—¡Muy «mono»! —repitió Guillermo, en tono de exagerado horror—. ¡Huh!
—Mira —dijo Juanita con leve dejo de indignación—, no necesitas jugar con él si no quieres.
—¿Yo? ¿Jugar? ¿Con «él»? —exclamó el niño, como si no pudiera dar crédito a lo que oía—. ¡No es fácil que me ponga yo a jugar con un chico como «él» debe ser!
Juanita alzó la mirada, condolida.
—Eres un niño «horrible» a veces, Guillermo —dijo—. Sea como fuere, pronto le tendré aquí para jugar con él.
Era la primera vez que recibía de ella cosa que no fuera admiración.
Frunció el entrecejo, en silencio.
Cutberto llegó a la mañana siguiente.
Guillermo estaba inquieto y subió, varias veces, a una escalera para intentar ver al invitado; pero lo único que vio fue el jardín, habitado tan sólo por un jardinero y un gato. Se distrajo tirándole piedras al gato, hasta que dio al jardinero por equivocación y entonces huyó precipitadamente, seguido de una lluvia de improperios. Guillermo y el jardinero eran enemigos de antiguo. Después de comer volvió a salir al jardín y miró por una grieta de la pared.
Cutberto estaba en el jardín.
Aunque tenía la misma edad y estatura que Guillermo, vestía una túnica bordada, pantaloncito muy corto y calcetines blancos. Por encima de sus ojos azules tenía el ensortijado cabello peinado de forma que parecía una aureola dorada.
Era un niño pintoresco.
—¿Qué hacemos? —preguntaba Juanita—. ¿Te gustaría jugar al escondite?
—No; no quiero jugar a ezoz juegoz tan brutoz —contestó Cutberto.
Con verdadera alegría, Guillermo se dio cuenta de que su enemigo ceceaba. Siempre es bueno tener algo por donde atacar a un enemigo.
—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Juanita con cierto hastío.
—Centémonoz y te contaré cuentoz de hadaz —propuso el niño.
Un resoplido que sonó a través de la pared, muy cerca de su oído, sobresaltó a Cutberto, que asió el brazo de Juanita.
—¿Qué ez ezo? —preguntó.
Se oyó ruido de pies contra el otro lado de la pared. Luego asomó la mugrienta cara de Guillermo.
—¡Hola, Juanita! —dijo, haciendo caso omiso del forastero.
La mirada de la niña se animó.
—Ven a jugar con nosotros, Guillermo —le suplicó.
—No noz hace falta la compañía de niñoz sucioz —murmuró Cutberto.
Guillermo, en justicia, no podía ofenderse porque le llamaran sucio. Se había pasado media hora encaramándose a las vigas de la desierta cochera y tenía la cara y el pelo llenos de telarañas.
—«Siempre» está así —explicó Juanita, sin darle importancia.
Para entonces ya se le había ocurrido a Guillermo una respuesta apropiada.
—Bueno —contestó, burlón—, pues no me mires. Sigue contando «cuentoz de hadaz».
Cutberto se puso colorado.
—Erez un niño muy malo —dijo—; ze lo contaré a mi mamá.
Así se declaró la guerra.
Fue a tomar el té a casa de los Brown al día siguiente. No bastaron las súplicas de Guillermo para persuadir a la madre de que anulara la invitación.
—Bueno —dijo Guillermo—; esperad a que le «veáis», no os digo más. Aguardad a que le hayáis oído «hablar». Ni siquiera sabe hablar. No sabe «jugar». Cuenta cuentos de hadas. Tiene el pelo largo y una chaqueta la mar de rara. Te digo que es «horrible». Yo no «quiero» que tome el té conmigo. No quiero que me laven y todo eso, nada más que porque viene él a tomar el té.
Pero, como de costumbre, la elocuencia a Guillermo de nada le sirvió.
Fueron varias personas a tomar el té allí aquella tarde y se hizo un buen silencio al entrar la señora Clive, Juanita y Cutberto. Este último llevaba una túnica blanca, de seda, bordada en azul, zapatos blancos y calcetines del mismo color. Sus áureos rizos brillaban. Tenía aspecto angelical.
—¡Oh! ¡Qué monada!
—¡Es adorable!
—¡Qué «preciosidad»!
—Ven aquí, guapo.
Cutberto estaba acostumbrado ya a que le recibieran así.
Quedaron más encantados de él aun cuando se dieron cuenta de que ceceaba.
Sus modales eran perfectos. Alzó la cara, con encantadora sonrisa, para que le besaran. Luego se sentó en el sofá entre Juanita y la señora Clive, columpiando los pies.
Guillermo, sentado, muy a pesar suyo, en una silla pequeña en un rincón, lavado y cepillado hasta brillar como un sol, experimentó una ira enorme, aparte del sentimiento de ultraje que siempre sentía en semejantes ocasiones. Malo era que le lavaran a uno hasta meterle el jabón en los ojos y en los oídos a pesar de las protestas. Malo era que le hubiesen cepillado el pelo hasta hacerle escocer la cabeza. Malo era que le obligaron a quitarse el cómodo jersey y le pusieran el traje estilo Eton que detestaba. Pero al ver a Juanita, a «su». Juanita, sentada junto a aquel niño forastero, vestido de punta en blanco, que ceceaba y ver cómo la niña le sonreía y le hablaba, resultaba casi demasiado para que lo soportara sin perder la serenidad. Anteriormente, como ya hemos dicho, había recibido la adoración de Juanita con frialdad; pero, entonces, no había tenido ningún rival.
—Guillermo —le dijo a su mamá— llévate a Juanita y a Cutberto y enséñales tu locomotora, tus libros y tus cosas.
—Y no olvides que tú eres el «anfitrión», querido —agregó, cuando el niño pasó por su lado—. Procura hacerlos felices.
El niño le dirigió una mirada que hubiera hecho temblar a una mujer más fuerte que ella.
Los condujo, en silencio, al cuarto donde tenía sus juguetes.
—Ahí está mi locomotora y aquí mis libros. Puedes jugar con todo —le dijo, con frialdad, a Cutberto—. Vamos tú y yo a jugar al jardín, Juanita.
Pero la niña movió, negativamente, la cabeza.
—Zupongo que no querrá zalir cin mí —dijo Cutberto—. «Iré» yo contigo, Juanita. Ezte niño puede quedarce a jugar aquí ci quiere.
Y a Guillermo, a pesar de que era un artista en cuestión de insultos, no se le ocurrió contestación ninguna.
Les siguió al jardín y allí tomó la determinación de demostrar, a toda costa, su superioridad.
—Tú no puedes gatear ese árbol —empezó.
—Zi que puedo —contestó Cutberto, con dulzura.
—Pues «gatéalo» entonces.
—No; no quiero enzuciarme la ropa. Yo puedo «gatearlo», pero tú no. No puede gatearlo, Juanita; quiere hacer creer que puede, pero ez mentira. Y zabe que yo puedo gatearlo, pero que no quiero ensuciarme la ropa.
Juanita le sonrió, con admiración.
—Ahora «verás» —dijo Guillermo, con desesperación—. Te lo voy a «demostrar».
Se lo demostró.
Gateó hasta que la copa del árbol osciló bajo su peso. Luego descendió, sudoroso pero triunfante. El árbol estaba cubierto de liquen verde, gran parte del cual quedó adherido al traje de Guillermo. Sus esfuerzos habían hecho también, que se le torciera el cuello, hasta quedar el pasador debajo de su oreja. Su congestionado rostro brillaba de orgullo.
Durante un instante Cutberto quedó parado. Luego dijo, con desdén:
—¿Haz vizto qué cara «tiene», Juanita?
La niña se echó a reír.
Pero Guillermo estaba completamente enfrascado en su tarea de demostrarles lo que era capaz de hacer. Les condujo hasta el fondo del jardín, donde un arroyo, casi seco a la sazón, desaparecía por un túnel estrecho, cruzaba por debajo de la carretera y salía al prado que había al otro lado.
—Tú no puedes arrastrarte por ahí —le desafió Guillermo—. No «puedes» hacerlo. Yo he «pasado» muchas veces. Apuesto a que tú no puedes. Apuesto a que no llegas ni a la mitad del camino. Yo…
—Puez ¡«hazlo» entonces! —dijo Cutberto, burlón.
Guillermo se introdujo, a gatas, por el agujero, pequeño y redondo, que estaba lleno de barro. Juanita batió las palmas e, interiormente, hasta Cutberto se impresionó una barbaridad. Aguardaron en silencio. A intervalos salía la voz de Guillermo del túnel.
—Está lleno de barro, os lo «aseguro».
—¡He cogido una rana! ¡Oíd! ¡He cogido una rana!
—¡Atiza! ¡Se ha escapado!
—Es casi pantano aquí.
Por fin, a través del seto, le vieron salir por el prado del otro lado de la carretera. Se acercó a ellos contoneándose, orgulloso de su propio heroísmo. Al entrar en el jardín, tuvo el placer de ver bullir, en los ojos de Juanita la antigua mirada de admiración; pero, en cuanto la niña le vio bien, su rostro reflejó la más honda consternación. Su aspecto desafiaba toda descripción. Una maliciosa sonrisa iluminaba el rostro de Cutberto.
—Haz alguna otra coza —le instó—. Anda, haz alguna otra coza.
—Oh, Guillermo —dijo Juanita, con ansiedad—, más vale que no hagas nada más.
Pero los dioses habían enloquecido a Guillermo. Sus propias proezas le habían embriagado. Le tenían sin cuidado ya las consecuencias.
Señaló la ventanilla que había, cerca del tejado, en el cobertizo destinado a almacenar carbón.
—Puedo gatear hasta allí arriba y bajar, resbalando, por el carbón. Eso es lo que puedo hacer. No hay «nada» que yo no pueda hacer. Yo…
—Bueno —dijo Cutberto—; ci puedez hacer ezo, hazlo y entonces creeré que erez capaz de hacerlo todo.
Porque Cutberto, con interior regocijo, preveía ya lo que le esperaba a Guillermo.
—¡Oh, Guillermo! —suplicó Juanita—. Ya «sé» que eres valiente; pero no…
Pero Guillermo había echado ya manos a la obra. Le vieron desaparecer por la ventanita, oyeron, claramente, su descenso por el carbón y, en menos de un minuto, apareció en la puerta. Casi resultaba imposible reconocerle. El polvo de carbón se había pegado al barro y al liquen que ya llevaba adherido al traje, al pelo y a la cabeza. Casi se había arrancado el cuello del pasador. El niño, sin embargo, sonreía orgulloso, sin darse cuenta de su aspecto. Juanita vacilaba entre el horror y la admiración. Entonces llegó el momento que Cutberto había estado esperando.
—¡Niños! ¡Entrad!
Cutberto, limpio y ordenado, fue el primero en entrar en la sala y señaló, con dedo acusador, a la extraña figura que le seguía:
—Ha eztado zubiéndoce a loz árbolez, arraztrándoce por el barro y revolcándoce en el carbón. Ez un niño muy malo y muy bruto.
Hubo varias exclamaciones al entrar Guillermo.
—«¡Guillermo!».
—¡Qué niño más «malo»!
—Juanita, quítate de su lado. Ven aquí.
—¿Qué «dirá» tu papá?
—Guillermo, ¡la «alfombra»!
Porque aún llevaba el niño la mayor parte del barro del arroyo pegado a los zapatos.
Guillermo se defendió con tesón:
—Les estaba enseñando a hacer cosas. Estaba siendo «anfitón». Intentaba hacerles «felices». Les…
—Guillermo, no estés hablando. Sube, ahora mismo al baño.
Era el final de la primera batalla y no cabía la menor duda de que Guillermo la había perdido. Pero había visto la sonrisa de Cutberto y decidido que aquella sonrisa era cosa que no había más remedio que vengar.
La suerte, sin embargo, no le favoreció. Peor aún, pareció hacer todo lo contrario.
La idea de hacer una función infantil no emanó de la mamá de Guillermo, ni de la de Juanita. Ambas estaban libres de toda culpa en cuanto a ese punto se refiere. Emanó de la señora de Vere Carter. La señora de Vere Carter era una vecina que tenía la manía de organizar. Pocas cosas había que no organizara hasta el punto de que se perdiera de vista todo aspecto o fin que no fuera el de «organización».
Fue el ver a Juanita y a Cutberto pasear, de la mano, por la carretera, mientras el sol arrancaba áureos reflejos a sus doradas cabelleras, lo que le inspiró la idea de «organizar» una función infantil. Y Juanita tendría que ser la Princesa y Cutberto el Príncipe Encantador.
La señora de Vere Carter había de escribir, personalmente, la obra. Al principio había escogido la Cenicienta. Por desgracia, había escasez de niñas en la vecindad y, por lo tanto, se decidió en una reunión celebrada por la señora de Vere Carter, la señora Clive, la señora Brown (mamá de Guillermo) y Ethel (la hermana de Guillermo), que Guillermo podría, sin dificultad, caracterizarse para representar el papel de una de las hermanas feas. Se decidió, sin embargo, en una reunión posterior a la que asistieron Guillermo, su madre y su hermana, que Guillermo no podría aceptar el papel. Fue Guillermo el que tomó semejante determinación. Y fueron inútiles las amenazas y las súplicas. Sin hacerse ilusión alguna acerca de su aspecto personal, se negó rotundamente a desempeñar el papel de hermana fea. Dieron la noticia, con mil excusas, a la señora de Vere Carter, que ya tenía hecho medio acto. Su opinión de Guillermo, que ya era muy baja, descendió a cero. Escogieron, entonces, Caperucita Roja, y a Guillermo se le indujo mediante brillante descripciones de un disfraz muy original, a que aceptara el papel de Lobo. Todos los días le tenía que arrastrar algún miembro responsable de la familia al ensayo. El odio que profesaba a Cutberto sólo era igualado por el que experimentaba hacia la señora de Vere Carter.
—Desempeña su papel con tan poca «naturalidad…» —gimió la señora de Vere Carter—. Haz lo posible por «pensar» que eres un lobo de verdad, querido. Pon algo de alma en el papel. Sé… «animado».
Guillermo le dirigió una mirada feroz y volvió a recitar, monótonamente, las primeras líneas:
«Yo soy un lobo voraz y fiero.
Y a esta doncella comerme quiero».
—Haz una pausa y respira después de «fiero», querido. Ahora, di lo otra vez.
Guillermo obedeció, introduciendo un resoplido, como respiración, al hacer la pausa. La señora de Vere Carter suspiró.
—Ahora, Cutberto, guapo, saca tu espada y rodea a Juanita con tu brazo. Así.
Cutberto obedeció y su voz clara se alzó en monótono sonsonete:
«Lobo voraz, largo de aquí. ¡A correr!
Ezta doncella, tuya no ha de cer».
—Muy bien, querido. Ahora, Guillermo, lárgate con el rabo entre las piernas. «Con el rabo entre las piernas», querido. No te quedes mirándole a Cutberto así. Vete como te he dicho. Yo te enseñaré. Fíjate cómo hay que hacer para marcharse con el rabo entre las piernas.
La señora de Vere Carter dio una representación real que, momentáneamente, regocijó al hastiado Guillermo. Aparte de eso, los ensayos resultaban algo muy parecido a un tormento para él. El pensamiento de hacer de lobo le había atraído al principio; pero un lobo que tenía que repetir las rimas exentas de sentido común que había compuesto la señora de Vere Carter, al que vencía continuamente el sonriente Cutberto, y que se veía obligado a presenciar los cariñosos abrazos de Cutberto y de Juanita, resultaba demasiado para un espíritu orgulloso como el suyo. Además, Cutberto la monopolizaba antes y después de los ensayos también.
—No te acerquez a él, Juanita. A lo mejor eztá lleno de carbón y zucio a máz no poder.
La continua presencia de personas mayores que le tenían muy poca simpatía, impedía que vengara, debidamente, aquellos insultos.
El día de la función se avecinó y surgió cierta dificultad en el asunto de disfraz para Guillermo. Si le hubieran prohibido el uso de la piel que hacía de alfombra en el comedor, Guillermo se hubiera empeñado en ponérsela a toda costa; pero, porque se había decretado que dicha piel fuera el disfraz oficial de Guillermo en su carácter de lobo, el niño empezó a encontrar, en seguida, dificultades insuperables.
—Es una porquería. Me llena de polvo y de pelos negros. A mí no me parece que se «parezca» a un lobo. Bueno, pues si tengo que hacer de lobo, yo creo que la gente debe «saber» lo que soy. Esto parece la piel de una oveja negra o algo así. Supongo que no querréis que la gente me tome por una «oveja» en lugar de por un «lobo», ¿verdad? No querréis que haga el ridículo delante de toda la gente, ¿eh?
Se apaciguó un poco cuando le prometieron que alquilarían una cabeza de lobo para que se la pusiese. Ensayó aullidos de lobo (aunque estos no figuraban en el libreto de la señora de Vere Carter), en su cuarto, de noche, hasta casi volver loca a toda su familia.
La señora de Vere Carter había alquilado el teatro local para la función y se acordó que la recaudación se destinaba a beneficencia.
La noche de la función el local estaba lleno de bote en bote y la señora de Vere Carter estaba emocionadísima y se daba una importancia enorme.
—Sí; los niños trabajan divinamente y… ¡están más «hermosos»! Hemos trabajado todos «tanto…». Sí; es obra mía de principio a fin. Sólo le pido a Dios una cosa: que Guillermo Brown no «asesine» mi poesía como lo hace en los ensayos.
Se alzó el telón.
La escena era un bosque y así se deducía por unas cuantas ramas colocadas, a intervalos, en el escenario.
Juanita, con vestido blanco y capa encarnada, entró y empezó a hablar aprisa y sin pararse a tomar aliento, dando énfasis a cada palabra con imparcial regularidad.
«Caperucita Roja soy que el bosque va a cruzar
y un gran cesto de dulces a su abuela llevar».
Luego entró Cutberto, vestido de satén blanco, con una faja azul. Se oyó un murmullo de admiración entre los espectadores.
Guillermo aguardaba impaciente e inquieto entre bastidores. La cabeza de lobo le daba mucho calor. Uno de los agujeros de los ojos estaba fuera de su alcance; por el otro veía, a medias, algo de lo que ocurría a su alrededor. Le habían envuelto fuertemente en la alfombra del comedor, sujetándole los brazos contra el cuerpo. Estaba incómodo a más no poder.
Por fin le llegó la vez.
Caperucita Roja y el Príncipe se separaron después de un breve coloquio en el transcurso del cual su amistad hizo agigantados progresos, al final del cual, dijo el Príncipe, cuando se disponía a marchar:
«Nunca vi doncella tan hermoza
pronto cerá mi reina y mi ezpoza».
Caperucita Roja le vio alejarse, murmurando (todo en el mismo tono y de un tirón):
«¡Qué bueno es, qué amable y bondadoso…!
¿Qué bicho viene ahí? ¡Cuán horroroso!».
Entonces entró Guillermo en escena, siendo ovacionado. Una vez en el escenario, el niño descubrió que el único agujero asequible, le proporcionaba una excelente vista del auditorio. Sus padres estaban en la segunda fila. Volviendo, lentamente, la cabeza, descubrió a su hermana Ethel, sentada, con una amiga, en el fondo.
—Guillermo —exclamó el apuntador, con sibilante susurro— ¡sigue! «Yo soy un lobo…».
Pero Guillermo estaba enfrascado en la contemplación del público. La señora Clive se hallaba, aproximadamente, en el centro del local.
—«Yo soy un lobo», «habla», Guillermo.
Guillermo acababa de ver a la cocinera y a la doncella en la última fila y estaba volviendo la cabeza de lobo en busca de nuevos descubrimientos.
El apuntador se desesperó.
—«Yo soy un lobo voraz y feroz». “Dilo”, Guillermo.
El muchacho volvió su cabeza de lobo.
—Ya iba a decirlo —aseguró, irritado—, si me hubiera dejado en paz.
Los espectadores rieron.
—Pues dilo ahora —insistió el apuntador.
—Lo voy a decir. Pero no lo que acaba usted de decir, porque eso ya lo ha oído todo el mundo. Seguiré desde ahí.
Los espectadores se rieron, regocijados. Entre bastidores, la señora de Vere Carter se retorció las manos y se acercó un pomito a las narices, para no desmayarse.
—¡Ese niño…! —gimió.
Entonces Guillermo, abandonando el tono; claro e indignado que había empleado para dirigirse al apuntador, bajó la voz y continuó ininteligiblemente:
… y a esta doncella comerme quiero».
Volvió a entrar de un brinco, en escena la radiante figura, blanca y azul, del Príncipe, agitando su espada de madera.
«Lobo voraz, largo de aquí, ¡a correr!
Ezta doncella tuya no ha de cer».
Guillermo se hubiera marchado con el rabo entre las piernas; pero al ver, por el único agujero que tenía disponible la cabeza postiza, al príncipe, en actitud amenazadora, rodeando a Juanita con el brazo, se molestó repentina e inexplicablemente. Avanzó con lentitud y combatividad hacia el Príncipe y este, que no había trabajado aún con Guillermo disfrazado de aquella manera (la cabeza había sido alquilada para un noche solamente), huyó de escena con un grito de miedo. Cayó el telón, apresuradamente.
Reinó la consternación entre bastidores. Guillermo, mirando por el ojo y negándose a quitarse la cabeza de lobo, se defendió lo mejor que pudo.
—Bueno, pero ¿le dije yo que saliera corriendo? Yo no tenía «intención» de que saliera corriendo. No hice más que «mirarle». Me iba a largar con el rabo entre las piernas, en seguida. Sólo quería mirarle. Me iba a «largar».
—Dejemos eso ya. Que continúe la obra —gimió la señora de Vere Carter—. Pero has echado a perder el «ambiente» por completo, Guillermo. Has estropeado la hermosa leyenda. Date prisa. Ya es hora de hacer la escena de la cabaña de la abuela. No se oyó ni una palabra de lo que dijo Guillermo en la escena siguiente; pero el ataque y el engullido de la abuela fue una de las partes reales de la obra, sobre todo teniendo en cuenta que el niño tenía sujetos los brazos.
—¡No seas tan bruto, Guillermo! —le dijo el apuntador en sibilante susurro—. No hagas tanto ruido. No es posible oír una palabra de lo que dice nadie.
Por fin quedó Guillermo envuelto en el camisón con el gorro de dormir puesto y metido en la cama, preparado para la llegada de Caperucita Roja. El efecto combinado de la piel, de la cabeza y del pensar en Cutberto, le habían dejado más sudoroso y enfadado de lo que recordaba haber estado nunca. Experimentaba una indignación feroz e irrazonable contra el mundo en general. De pronto entró Juanita y empezó a recitar, monótonamente:
«Querida abuela, vine aprisa, de verdad,
para consolarte en tu enfermedad.
Aquí en el cesto dulces te he traído
para que veas que yo nunca te olvido».
En aquel punto Guillermo se alzó con hastío y dio un salto, muy poco real, hacia ella.
Pero Cutberto apareció en escena de nuevo, con su espada en la mano.
«¡Oh, maligno bicho…».
Guillermo no pudo soportar más. El calor y la incomodidad de su vestimenta, el ver al odiado Cutberto a punto ya de abrazar a «su». Juanita, le enloquecieron momentáneamente. Con un movimiento furioso hizo saltar los alfileres que sujetaban la piel del comedor y se soltó los brazos. Se arrancó el blanco camisón. Se abalanzó sobre el petrificado Cutberto, sin más caracterización que la cabeza de lobo.
La señora de Vere Carter había llenado la cesta de Caperucita Roja con paquetes de comestibles corrientes, entre los que figuraban una bolsa de harina y un tarro de mermelada.
Guillermo los sacó y lanzó puñados de harina a Cutberto que, caído en el suelo, no hacía más que dar alaridos. La escena se convirtió en un campo de batalla, porque los demás actores decidieron tomar parte en la lucha. El apuntador estaba demasiado asustado para bajar el telón. El aire estaba lleno de nubes de harina. La víctima se puso en pie y huyó, corriendo alrededor de la mesa.
—¡Paradle! —aulló—. ¡Paradle! ¡No dejeiz que me toque Guillermo!
Un segundo después rodaba por tierra con Guillermo encima. Este varió algo el procedimiento seguido hasta entonces: le vació el tarro de mermelada a Cutberto por encima de la cabeza y de la cara.
Por fin lograron separarles el apuntador y el director de escena, mientras el público se ponía en pie y tributaba a los actores ovación tras ovación. Pero, aún más alto que las ovaciones, oíase el lamento de Cutberto.
—¡Ez un niño muy malo y muy bruto! ¡Me tiró al zuelo! Me eztropeó la ropa. ¡Boooo!
La señora de Vere Carter apenas podía hablar.
—¡Ese niño… ese «niño»… «ese niño»! —era lo único que podía decir.
A Guillermo se lo llevó su familia antes de que la buena señora recobrara el uso de la palabra.
—Nos has deshonrado en público —dijo la señora Brown, quejumbrosa—. Creí que te habrías vuelto «loco». La gente no lo olvidará nunca. Debí de comprender que ocurriría algo así…
Cuando le instaron a que diera una explicación de su conducta, Guillermo no quiso decir más que:
—Tenía calor… tenía mucho calor y Cutberto me era antipático.
Esto le parecía, evidentemente, suficiente explicación, aun cuando no le pillaba de sorpresa el que su familia no simpatizara con él.
—Bueno —dijo—, me gustaría veros a vosotros hacerlo; me gustaría veros con esa cabeza y con la alfombra y que tuvierais que decir estupideces y… y ver a gente que os era antipática y apuesto a que «haríais» algo.
Pero se dio cuenta de que todos estaban contra él y guardó silencio. Delante de ellos, en la oscuridad, se oían los gemidos de Cutberto, que regresaba a casa con Juanita y la señora Clive.
—¡«Pobre». Cutberto! —exclamó la señora Brown—. Si yo fuese Juanita, creo que no te volvería a dirigir la palabra mientras viviese.
—¡Huh! —murmuró Guillermo, con desdén.
Pero a la puerta del jardín de Guillermo, una figurita surgió de la oscuridad y dos brazos le rodearon el cuello al niño.
—¡Oh, «Guillermo»! —susurró Juanita—. Se marcha mañana y yo me alegro. ¿Verdad que es tonto? ¡Oh, Guillermo, cómo te «quiero»! ¡Haces unas cosas más «mocionantes»…!