Tío Jorge era padrino de Guillermo y le interesaba mucho la crianza del muchacho. Era un interés que Guillermo le hubiera dispensado de muy buena gana.
Para él, la visita anual de tío Jorge era un purgatorio que sólo se podía soportar mediante una actitud mental, resueltamente filosófica y pensando que, tarde o temprano, tendría su fin. Tío Jorge tenía una idea formada acerca de lo que debía ser un niño y era, para él, manantial de continua pesadumbre el hecho de que Guillermo anduviera tan lejos de su ideal. Pero nunca cesaba en sus esfuerzos por conseguir que el niño se ciñera a él.
Su ideal era un niño dulce, de exquisita cortesía y gustos intelectuales. Hubiera podido amar a un niño así. Duro era el Destino que le había proporcionado un ahijado como Guillermo. Este, ni era callado, ni dulce, ni cortés, ni intelectual; pero Guillermo era humano a más no poder.
Lo prolongado de la visita de tío Jorge aquel año empezaba a rebasar los límites de la paciencia de Guillermo. Empezaba a sentir que, tarde o temprano, algo tendría que ocurrir. Durante cinco semanas ya, le había acompañado (de mala gana) a tío Jorge, en su paseo matinal; había intentado (en vano, generalmente) mantener aquel estado de absoluto silencio que requería el reposo a que se entregaba tío Jorge después de comer; y, al atardecer, había escuchado, con hastío, las cosas que tío Jorge le contaba de su juventud. El desdén que, generalmente, le inspiraba tío Jorge, empezaba a convertirse en algo más fuerte.
—Mira, Guillermo —dijo tío Jorge a la hora del desayuno—; me temo que lloverá hoy, conque haremos un poco de trabajo juntos esta mañana, ¿no te parece? No hay nada como el trabajo, ¿verdad? Estás un poco flojo en Aritmética, ¿no es cierto? Le daremos un repaso. «Amamos» el trabajo, ¿no es así?
Guillermo le miró con frialdad.
—No creo que deba andar tocando los libros —contestó—. No me gustaría estar más adelantado que los otros muchachos el curso que viene. Eso no sería justo.
Tío Jorge se frotó las manos.
—Ese sentimiento te honra, muchacho —dijo—; pero si repasamos las lecciones atrasadas, no perjudicaremos a nadie. Historia, por ejemplo. No hay nada como la Historia, ¿verdad?
Guillermo asintió, de todo corazón.
—Pues repasaremos Historia entonces. La vida de los grandes hombres. Resulta muy inspiradora. Mejor que todas esas cosas horribles en que acostumbrabas a perder el tiempo, ¿no te parece?
Las «cosas horribles» comprendían la corneta, una bocina de automóvil y un ingenioso instrumento, que Guillermo tenía en gran aprecio y que reproducía fidelísimamente, el sonido de dos gatos peleándose. Todas estas cosas, a petición de tío Jorge, le habían sido confiscadas por su padre. Tío Jorge no las había considerado educacionales. Y, además, turbaban su reposo por las tardes.
Tío Jorge se preparó a pasar, con Guillermo, una mañana tranquila en la biblioteca. Guillermo había mirado por todas partes, buscando un medio de escaparse; pero sin encontrarlo. El mundo exterior no invitaba a salir. La lluvia caía a torrentes. Además, las cinco semanas anteriores habían quebrantado el espíritu de esquivar a tío Jorge. Su propia familia no parecía simpatizar con él en absoluto. Le aguantaban demasiado durante todo el año y se alegraban de verle absorber, por completo, por el celo concienzudo de tío Jorge.
Conque este se sentó, lentamente, en una butaca al amor del fuego.
—Cuando yo era niño, Guillermo —empezó a decir, echándose hacia atrás y juntando las puntas de los dedos—, estaba enamorado del estudio. Estoy seguro de que a ti también te gusta el estudio, ¿verdad? ¿Qué es lo que más te gusta?
—¿A mí? Disparar y jugar a pieles rojas.
—Sí, sí —murmuró tío Jorge, con impaciencia—; pero esos no son «estudios». Debes aspirar a ser «dulce».
—Es inútil ser «dulce» cuando se juega a pieles rojas —contestó Guillermo—. Un piel roja «dulce» no haría gran cosa.
—¡Ah!, pero… ¿por qué jugar a pieles rojas? —murmuró tío Jorge—. Es un juego muy bruto. No; hablaremos de Historia. Has de moldear tu carácter Guillermo, de acuerdo con el de los grandes héroes. Has de ser un Clive, un Napoleón…
Guillermo, que tenía muy poca paciencia con los héroes que entraban dentro del programa de las clases del colegio, volvió a sumirse en profunda melancolía.
—¿Qué lecciones aprendemos de semejantes nombres, muchacho? —prosiguió tío Jorge.
Guillermo estaba detrás de la butaca de su tío, intentando dar una voltereta en un espacio muy reducido.
—Lecciones de historia, fechas y todo eso —contestó—. Y… ¡la de cosas que le exigen a uno que recuerde…!
—No, no —dijo tío Jorge; pero el fuego daba mucho calor y su asiento era cómodo y su celo por educar a su sobrino se iba enfriando—; aprendemos a soportar los zarandeos del Destino con ecuanimidad, a sonreír cuando nos persigue la desgracia, a aguantar cuanto nos sea deparado y así sucesivamente…
Se interrumpió bruscamente.
Guillermo había logrado dar la voltereta; pero no sin que sus pies chocaran, violentamente, contra el cuello de tío Jorge. Este cambió de posición, soñoliento.
—¡Travieso! ¡Travieso! —murmuró con desaprobación—. Debieras de combinar, en tu carácter, la dulzura de Moore con el valor de Wellington, Guillermo.
Guillermo se dio cuenta de que se le cerraban los ojos a tío Jorge y la pétrea inmovilidad repentina del niño, hubiera sorprendido a muchos de sus instructores.
El silencio y el calorcillo del cuarto surtieron su efecto. En menos de tres minutos, tío Jorge estaba dormido como un tronco y no se enteraba de nada de lo que ocurría a su alrededor.
Guillermo salió de su inmovilidad y se acercó, de puntillas, a observar el rostro de su enemigo. Decidió que le resultaba enormemente antipático. Era preciso hacer algo inmediatamente. Miró a su alrededor. No había muchas armas a mano. Sólo se veía la cesta de costura de su madre, sobre una silla, junto a la ventana y, en ella, un montón de calcetines propiedad de Roberto, el hermano mayor de Guillermo. Asomaban las puntas de la chaqueta de tío Jorge por los dos lados del sillón. El niño no tardó en marcharse, regocijado, dejando cosido un calcetín azul chillón a una de las colas de la chaqueta y, a la otra, uno anaranjado, no menos chillón. Roberto tenía un gusto muy especial en calcetines. Guillermo se sentía casi feliz. Había dejado de llover y pasó la mañana con algunos de sus amigos que encontró en la calle. Fueron a cazar osos al bosque. Y, aunque no encontraron oso alguno, sirvió para disipar un poco su desencanto el hecho de que uno de ellos viera un ratón y otro oliera un conejo. Guillermo volvió a casa a comer, silbando alegremente y tuvo la intensa satisfacción de ver a tío Jorge entrar en el comedor. Evidentemente le había despertado la llamada a la mesa y no se había dado cuenta aún de los calcetines azul y anaranjado que adornaban su persona.
—¡Qué raro! —exclamó al hacerle ver Ethel, hermana mayor de Guillermo, el calcetín azul—. ¡Rarísimo!
Guillermo tuvo la discreción de marcharse, diciendo que tenía que arreglarse un poco, afirmación que hizo soltar una exclamación de sorpresa a su hermana, que le preguntó, inmediatamente, si no se encontraba bien de salud.
—¡Curiosísimo! —exclamó tío Jorge, que acababa de descubrir el calcetín anaranjado.
Cuando volvió el niño al comedor, había pasado ya todo y tío Jorge consumía «roastbeef» con energía.
—¡Ah, Guillermo! —dijo—; hemos de completar la lección de Historia pronto. No hay cosa que pueda compararse a la Historia. No hay nada como la Historia. No hay cosa que gane a la Historia. Nos enseña a soportar los zarandeos del Destino con ecuanimidad y a sonreír cuando se ceba en nosotros la desgracia. Luego hemos de hacer un repaso de Geografía. —Guillermo gimió al oír esto—. Es un estudio que fascina. Ríos, montañas, ciudades, etc… La mañana debiera de dedicarse a trabajos intelectuales inherentes a tu edad, Guillermo, y la tarde a una diversión tranquila… a algo que sirviera para mejorar tu cultura. Entonces experimentarías la verdadera alegría de vivir.
A juzgar por el semblante de Guillermo, no estaba del todo de acuerdo; pero nada objetó. Sabía, por experiencia, que era inútil protestar y que su arma contra la elocuencia de tío Jorge, era el silencio.
Después de comer, tío Jorge siguió su costumbre inveterada y se retiró a descansar. Guillermo volvió al cobertizo que había en el jardín y continuó la construcción de una conejera que había empezado días antes. Esperaba que, si construía una conejera, la Providencia le suministraría el conejo. Silbó alegremente mientras clavaba clavos al azar.
—Guillermo, no debes hacer eso ahora.
El niño dirigió una mirada severa a su madre.
—¿Por qué no? —preguntó.
—Tío Jorge está descansando.
Dirigiéndole una mirada aplastante, salió del cobertizo. Alguien se había dejado la máquina de cortar hierba en medio del prado pequeño que había por un lado del jardín. Con uno de sus poco frecuentes impulsos virtuosos, decidió ser útil. Además, le gustaba cortar hierba.
—Guillermo, no hagas eso ahora —le gritó su hermana desde la ventana—. Tío Jorge está descansando.
El niño empujó la máquina deliberadamente, hasta el centro de un cuadro del jardín y la abandonó allí. Empezaba a desesperarse.
—¿Qué «puedo» hacer? —le preguntó, amargamente, a Ethel, que seguía asomada a la ventana.
—Más vale que te busques una diversión tranquila y que mejore tu cultura —contestó la joven, malintencionadamente, apartándose de la ventana.
Para que se comprenda hasta qué punto tenía Guillermo quebrantado el espíritu, basta que se diga que llegó a pensar en diversiones tranquilas; pero ninguna de las que se le ocurrieron le interesaba. Coleccionar sellos, prensar flores, coleccionar crestas… ¡Huh!
Echó a andar calle abajo, las manos en los bolsillos y con el entrecejo fruncido. Se entretuvo imaginándose a tío Jorge en diversos trances: perdido en una isla desierta, prisionero de piratas o secuestrado por un águila. De pronto se fijó en algo que había en la ventana de una casa y se detuvo. Era un pájaro disecado, dentro de una vitrina. ¡Aquello sí que resultaba una diversión… el disecar animales muertos! Esa diversión instructiva sí que no le disgustaría. Y era una diversión tranquila. Y podía entregarse a ella mientras descansara tío Jorge. Y tenía que ser la mar de fácil. Lo primero, naturalmente, era encontrar un animal muerto. Cualquiera serviría para empezar. Un gato o un perro muerto. Haría otros más grandes —osos y leones, por ejemplo— más adelante. Se pasó cerca de una hora buscando, en vano, un perro o un gato muertos. Registró la cuneta, a ambos lados de la carretera, y varios jardines. Empezó a sentirse resentido contra las razas felina y canina en general, porque ninguno de sus miembros había muerto en la vecindad. Al cabo de una hora encontró una rana minúscula, muerta. Estaba muy seca y arrugada; pero era una rana «muerta» y serviría para empezar. Se la llevó a casa en el bolsillo. Se preguntó qué harían primero para disecar animales muertos. Había oído decir algo de «curtir» y de «tanino». Pero ¿qué era eso y dónde podía uno conseguirlo? De pronto se acordó que había oído decir a Ethel que el té tenía mucho tanino. Conque por ese lado todo iba bien. Lo primero era conseguir un poco de té. Entró en la sala. Estaba desierta, pero en la mesa, cerca de la chimenea, había una bandeja y dos tazas. Evidentemente su madre y su hermana acababan de tomar el té allí. Colocó la rana dentro de una taza y, cogiendo la tetera, la llenó, cuidadosamente, de té. Luego lo dejó para que se empapara bien y salió al jardín.
Unos momentos más tarde, la mamá de Guillermo entró en la sala.
Tío Jorge había acabado de descansar y estaba de pie junto a la chimenea con una taza en la mano.
—Veo que me has servido té —dijo—; pero tiene un gusto un poco extraño. Seguramente es que hervís la leche ahora. Es más sano, naturalmente. Mucho más sano. Pero da al té un sabor muy curioso.
Tomó otro sorbo.
—Pero… ¡si no te serví yo el té…! —empezó a decir la señora Brown.
En aquel momento entró Guillermo. Echó una mirada hacia la mesa.
—¿Quién ha tocado mi rana? —preguntó, iracundo—. Es mi diversión instructiva, y estoy disecando ranas, y alguien ha ido y me ha quitado mi rana. La dejé encima de la mesa.
—¿Encima de la mesa? —exclamó su madre.
—Sí; en una taza de té. Para que cogiera tanino. Para disecarla, ¿comprendes? La metí en tanino primero. La…
Tío Jorge palideció. En helado silencio, metió la cucharilla en la taza e investigó su contenido. En silencio aún más helado, la señora Brown y Guillermo le contemplaron. Aquel momento contenía en sí todo el horror acumulativo de una tragedia griega. Luego tío Jorge soltó la taza y salió, silenciosamente, del cuarto. Leíase en su rostro la determinación de enterarse a qué hora salía el primer tren. El Destino le había mandado un golpe que no podía soportar con ecuanimidad, una desgracia de la que no podía reírse y el Destino había vengado a Guillermo.