—El caballero —dijo la señorita Drew, que hacía esfuerzo por despertar el entusiasmo y el interés de la clase en «Idilios del Rey», del poeta Tennyson—; el caballero era un hombre que dedicaba su vida a socorrer a los oprimidos.
—¿Soco… qué? —inquirió Guillermo, aturdido.
—Socorrer significa ayudar. Se pasaba el tiempo ayudando a todos los que se hallaban en dificultades.
—¿Cuánto le pagaban por eso? —preguntó Guillermo.
—Nada, naturalmente —la señorita Drew contestó, aterrada por el bajo comercialismo del siglo XX—. Ayudaba a los pobres porque los «amaba», Guillermo. Corría muchas aventuras y luchaba y ayudaba a hermosas doncellas que eran objeto de persecución.
A Guillermo empezaron a inspirarle respeto los caballeros.
—Claro está —se apresuró a agregar la señorita Drew—; no habían de ser, necesariamente, hermosas. Pero, a juzgar por las leyendas que han llegado hasta nosotros, la mayoría lo eran.
A continuación contó a la clase algunas aventuras de los caballeros de antaño y describió la forma en que habían salvado a tal o cual dama. La idea empezó a echar raíces en la imaginación de Guillermo.
—Oye —le dijo a su amigo Pelirrojo, al salir del colegio—, eso de los caballeros suena la mar de bien. El soco… soco… el ayudar a la gente, luchar y todo eso. A mí no me importaría hacerlo y tú podías ser mi escudero.
—Sí —contestó Pelirrojo, lentamente—; ya había pensado yo en hacerlo; pero había pensado que «tú» serías el escudero.
—Bueno —dijo Guillermo después de una pausa—; somos escuderos por turnos. Tú primero —agregó, apresuradamente.
—¿Qué me das si soy yo primero? —preguntó Pelirrojo, dando una nueva muestra del vil comercialismo de la época.
Guillermo reflexionó.
—Te dejaré echar el primer trago de la gaseosa que voy a comprar cuando tenga dinero… No será hasta dentro de tres semanas, porque me van a descontar dos semanas por una ventana contra la que dio mi pelota por equivocación.
Hablaba con la amargura que siempre caracterizaba sus comentarios acerca de la injusticia de las personas mayores.
—Bueno —contestó Pelirrojo.
—No olvidaré lo del primer trago de gaseosa.
—No te olvidarás; no. Ya me encargaré yo de recordártelo. Bueno, vamos.
—Claro está —dijo Guillermo—, que resultaría más «bonito» con armadura, caballos y trompetas; pero supongo que la gente tomaría por medio loco al que fuera por la calle con armadura ahora, porque los tiempos son distintos. Ella lo dijo. Sea como fuere, ella dijo que aún podíamos ser caballeros y ayudar a la gente, ¿no? Bueno, pues iré por mi corneta. Eso será «algo».
La corneta de Guillermo había vuelto a la vida pública tras uno de los períodos de retiro que le había impuesto su padre.
Guillermo cogió su corneta, orgullosamente, con una mano y su pistola en la otra y, renunciando a los placeres del colegio aquella tarde, los dos muchachos emprendieron el camino del romanticismo y de la aventura.
—Yo llevaré la corneta —dijo Pelirrojo—; para eso soy el escudero.
Guillermo se resistía a entregar su tesoro.
—Mira, yo la llevaré ahora —dijo—; pero cuando empiece a luchar con alguien, te la entregaré.
Recorrieron cosa de una milla sin haberse encontrado con nadie. Guillermo empezó a sentir un vacío en el estómago.
—¿Qué «comerían»? —dijo, por fin—. Empiezo a sentirme de una manera que no me iría mal comer algo.
—No debimos de salir antes de comer —dijo el escudero—. Debíamos de haber esperado hasta «después» de comer.
—Debiste tú de «traer» algo —dijo Guillermo, con severidad—. Eres tú el escudero. Valiente escudero estás hecho cuando no has traído algo para que coma yo…
—Y yo —le interrumpió Pelirrojo—. Si hubiese traído algo, lo hubiera traído más para mí que para ti.
Guillermo agitó su minúscula pistola.
—Si nos tropezamos con alguna fiera… —murmuró, amenazador.
Una vaca le miró, melancólica, por encima del seto.
—Ya podías ir a ordeñarla —sugirió Guillermo—. La leche iría mejor que nada.
—Ve «tú» y ordéñala.
—No; yo no soy escudero. Apuesto a que eran los escuderos los que ordeñaban. Los caballeros andantes no hubieran ordeñado.
—Me acordaré —dijo Pelirrojo, con amargura—, cuando tú seas escudero, de todas las cosas que dices que debía hacer un escudero.
Entraron en el prado y contemplaron a la vaca desde una distancia respetuosa. El animal les miró con tristeza.
—¡Anda! —le dijo el caballero a su escudero.
—No entiendo una palabra de vacas —dijo este.
—Bueno, pues lo haré yo —dijo Guillermo con temeridad.
Y se dirigió, osadamente, hacia el animal. Este bajó los cuernos levemente (tal vez como saludo) y emitió un sonoro mugido. La valiente pareja corrió hacia la carretera como una exhalación.
—De todas formas —aseguró Guillermo, melancólico—, no teníamos nada en qué meterla, conque, a lo mejor, sólo hubiéramos conseguido que nos diera una cornada para no sacar nada en limpio.
Siguieron carretera abajo hasta que llegaron a una verja, al otro lado de la cual se veía una avenida que, cruzando parque y jardín, conducía a una casa grande. Guillermo se animó. Olvidó las ganas de comer.
—¡Vamos! —dijo—. A lo mejor encontramos aquí a alguien a quien salvar. Parece sitio en que pudiera haber alguien a quien salvar.
Nadie había en el jardín para impedir la entrada a dos niños armados de una corneta y una pistola de juguete. Llegaron a la casa sin que nadie les molestara. Mientras el caballero se preguntaba si debía hacer sonar la corneta ante la puerta principal o delante de la ventana, vieron, de pronto, por esta, que estaba abierta, una escena que les llamó la atención. Dentro del cuarto había una doncella tan rubia, tan esbelta y tan hermosa como pudiera desear un caballero andante. Y hablaba apresurada y apasionadamente.
Guillermo, preparado para todo, reunió sus fuerzas.
—¡Sígueme! —susurró, acercándose a la ventana, a gatas.
Vieron entonces a un hombre de edad, de cabello y barba blanca.
—Y, ¿cuánto tiempo me tendréis encerrada en esta vil prisión? —estaba diciendo la muchacha, en voz que temblaba de ira—, ¡sois un vil gusano!
—¡Zumba! —exclamó Guillermo.
—¡Ah! —contestó el hombre, con voz burlona—. Os tengo en mi poder. Os tendré aquí prisionera hasta que firméis el papel que me hará dueño de toda vuestra fortuna. Y… os lo advierto, si no firmáis, vuestra negativa os costará la vida.
—¡Atiza! —murmuró Guillermo.
Luego se metió por entre los matorrales seguido de su escudero.
—Bueno —dijo, con el rostro congestionado de excitación—, pues ya hemos encontrado a alguien que salvar. Sí que es un vil gusano como dice ella.
—¿Le matarás? —preguntó el escudero, impresionado.
—¿Cómo era de grande? ¿Le viste bien? —preguntó Guillermo, el discreto.
—Era muy grande. Y tenía una cara muy grande también, con barba.
—Entonces no probaré matarle… por lo menos de momento. Haré un plan… algo que resulte muy astuto.
Se sentó, apoyó la barbilla en la palma de la mano y se quedó pensativo. Les sorprendió que se abriera, de pronto, la puerta principal y que saliera un hombre alto, de anchas espaldas, y ya de edad. Guillermo tembló de excitación. El hombre siguió por el sendero que serpenteaba entre los matorrales. Guillermo y Pelirrojo le siguieron, a gatas, con toda suerte de precauciones.
A cada sonido, casi inaudible, de Pelirrojo, Guillermo volvía hacia él su rostro congestionado y le imponía silencio, con un resonante «¡chitón!». El sendero conducía a un cobertizo pequeño que tenía la puerta cerrada con llave. El desconocido abrió la puerta, dejó la llave en la cerradura y entró.
Guillermo, lanzando un aullido con el que quiso expresar astucia y triunfo, se abalanzó contra la puerta y echó la llave.
—¡Eh! —gritó una voz iracunda desde dentro—. ¿Quién es? ¿Qué diablos…?
—¡Malandrín!, ¡follón!, ¡villano! —contestó Guillermo por el ojo de la cerradura.
—¿Quién rayos…? —estalló la voz.
—¡Vil gusano, como dice ella que es! —bramó Guillermo, con la boca contra la cerradura.
—¡Soltadme inmediatamente, o…!
—¡Miserable opresor!
—¿Quién diablos es usted? ¿Qué significa esta broma estúpida? ¡Abra la puerta! ¿Me oye?
Un violento puntapié hizo que se estremeciera la puerta.
—Tengo pistola —advirtió el niño con severidad—. ¡Le dejo seco de un tiro como eche abajo la puerta, bestia sarnosa!
Pararon los puntapiés y se oyó ruido como si rasparan en el interior, acompañado de maldiciones.
—Yo me quedaré vigilando —dijo Guillermo, como soldado que está dispuesto a no moverse de su puesto—; tú ve a ponerla en libertad. Ve y toca la corneta a la puerta; así sabrán que ha ocurrido algo.
***
La señorita Priscilla Greene estaba sirviendo el té. Dos jóvenes y una damisela eran sus invitados.
—Papá estará de vuelta dentro de unos instantes —dijo—. Se acaba de ir al cuarto oscuro para ver unas fotografías que había dejado dentro del fijador o no sé qué. Seguiremos con el ensayo en cuanto vuelva. Acabábamos de ensayar la escena que hemos de hacer él y yo juntos, conque estamos preparados para las otras en que salimos todos.
—¿Qué tal salió?
—Bastante bien. Nos sabemos los papeles por lo menos.
—Yo creo que le gustará al pueblo.
—Nunca ha sido muy dado a la crítica, por lo menos. Y le gustan los melodramas.
—Sí; estaba pensando si sabría papá que están ustedes aquí. Dijo que volvería en seguida. Quizá sea mejor que vaya yo a buscarle.
—Permítame que vaya yo, señorita Greene —suplicó uno de los jóvenes.
—No sé si sabría usted encontrar el sitio que usa. Es un cobertizo que hay en el jardín. Usamos la mitad de él como cuarto oscuro y la otra mitad como carbonera.
—Iré…
Se interrumpió. Un ruido de pesadilla, tan discordante como capaz de reventar los tímpanos, llenó la habitación. La señorita Greene se dejó caer en su asiento, palideciendo. Uno de los jóvenes dejó caer su taza, que se hizo añicos al tocar el suelo. La damisela emitió un grito que hubiera hecho la competencia a la sirena de una fábrica. Entonces apareció, ante el ventanal abierto, un niño pequeño, con una corneta en la mano y el rostro congestionado por el esfuerzo que había hecho.
Uno de los jóvenes fue el primero en recobrar el uso de la palabra. Se alejó de los trozos de taza que cubrían el suelo, como si rechazara toda responsabilidad en el asunto y dijo, con severidad:
—¿Hiciste tú ese ruido tan horrible? .
La señorita Greene empezó a reír histéricamente.
—Toma un poco de té, ya que has venido —le dijo a Pelirrojo.
El muchacho recordó el apetito que la excitación le había hecho olvidar de momento y, decidiendo que lo mejor era aprovechar la ocasión, cogió un pastel y empezó a consumirlo en silencio.
—Más vale que tenga usted cuidado —le dijo la damisela a la señorita de la casa—; a lo mejor se ha escapado de un manicomio. Tiene cara de loco. Y me pareció que su expresión era de loco también.
—Sea como fuere, es evidente que tiene hambre. No comprendo por qué no vuelve papá.
En aquel momento, Pelirrojo, fortalecido por otro bollo, se acordó de su misión.
—Todo está arreglado ya —dijo—. Puede usted marcharse a casa. Está encerrado. Yo y Guillermo le encerramos.
—¿Lo ven ustedes? —exclamó la damisela, echando una mirada expresiva a su alrededor—. Ya «dije» que se había escapado del manicomio. Parecía loco. Más vale que le sigamos la corriente y que telefoneemos al manicomio.
—Cómete otro pastel, encanto —agregó en voz que, de puro dulce, resultaba empalagosa.
No esperando a que se lo repitieran, Pelirrojo escogió una complicada pirámide azucarada.
En aquel momento se oyeron bramidos, golpes y pasos en el exterior y el padre de la señorita Priscilla, rugiendo de rabia y profiriendo amenazas de venganza, entró, precipitadamente, en el cuarto. Se había escapado por la ventanita del otro extremo del cobertizo. Para hacerlo, había tenido que andar por entre el carbón en la oscuridad. Su rostro, sus manos, su ropa y su barba blanca estaban cubiertos de polvo de carbón. Sus ojos brillaban.
—Un ataque abominable… sin provocación alguna… ¡criminales!
Se detuvo a escupir, porque tenía la boca llena de carbón. Mientras tanto, Guillermo, que acababa de darse cuenta de que había volado el pájaro, apareció en la ventana.
—¡Se ha escapado! —dijo, en son de reproche—. Mírale. Se ha escapado. Hemos trabajado en balde. ¿Por qué no le «paró» alguien para que no se escapara?
Guillermo y Pelirrojo estaban sentados en la verja que separaba sus casas.
—En realidad, no es muy «divertido» ser caballero —dijo Guillermo, lentamente.
—No —asintió Pelirrojo—; uno nunca sabe cuándo está oprimida la gente. Y, además, ¿qué es una tarde sin ir al colegio para que armen todo ese jaleo?
—Me parece a mí, por lo que dijo papá —prosiguió Guillermo, melancólico—, que tendrás que esperar la mar de tiempo para poderte echar ese trago de gaseosa.
El rostro de Pelirrojo reflejó el más profundo abatimiento.
—Y… ¡ni siquiera fuiste escudero! —exclamó.
Luego se animó otra vez.
—Eran estupendos esos pasteles, ¿verdad? —dijo.
Una sonrisa reminiscente se dibujó en los labios de Guillermo.
—«¡Estupendísimos!» —asintió.