—Flan de arroz —dijo la niña de al lado, con amargura—. ¡Flan de arroz! ¡Flan de arroz todos los días! Lo «detesto». ¿Tú no?
Posó sus ojos, azules y melancólicos, en Guillermo, que estaba montado, precariamente, en el muro cubierto de yedra. El muchacho reflexionó unos instantes.
—No sé —contestó por fin—; yo me lo como. Nunca me he parado a pensar en eso.
—Es «odioso, odioso» a más no poder. ¡Uf!, me lo han dado para comer y apuesto a que me lo darán para cenar también. Oye, dais una fiesta en tu casa esta noche, ¿verdad?
Guillermo afirmó con la cabeza.
—¿Vas a estar tú en ella?
—¡Yo! —exclamó el niño en tono de divertida sorpresa—. ¡Claro que sí! Pero ¿crees tú que podrían dar una fiesta sin «mí»? ¡Huh! ¡Qué iban a poder!
Ella le miró con envidia.
—¡«Sí» que tienes suerte! Supongo que tendréis una cena estupenda… no flan de arroz.
—¡Ya lo creo! —contestó Guillermo con aire de superioridad.
—¿Qué vais a comer?
—Oh… de todo.
—¿Dulce de crema?
—A montones… a «cubos».
La niña de al lado entrelazó las manos.
—¡Hay que ver! Imagínate… tú comiendo dulce de crema y yo… «¡flan de arroz!».
Resulta imposible dar una idea, en letras de molde, del intenso desprecio y profundo odio que la niña logró imprimir a las tres palabras.
Entonces se le ocurrió una idea a Guillermo.
—¿A qué hora cenáis vosotros?
—A las siete.
—Bueno, pues —dijo con magnanimidad— si estás en el invernadero a la media, te tendré un poco de dulce de crema. ¡De veras!
El rostro de la chica se inundó de alegría.
—¿De veras? ¿De veras que lo «harás»? ¿No te olvidarás?
—¡Quiá! Me escaparé un momento sin que me vean.
—¡Oh! ¡Qué «bien»!, estaré pensando en eso continuamente. No te olvides. ¡Adiós!
Le echó un beso y corrió a meterse en su casa.
Guillermo se ruborizó al ver que le echaban un beso y bajó del muro.
Entró en la biblioteca donde sus hermanos mayores Ethel y Roberto estaban subidos a escaleras, en extremos opuestos del cuarto, ocupados en colgar cadenas de yedra y acebo a lo largo de la pared. Iba a celebrarse un baile en aquella habitación después de la cena. La mamá de Guillermo les contemplaba desde el centro del cuarto.
—Oye, mamá —empezó a decir el muchacho— ¿voy a venir yo a la fiesta esta noche o no?
La madre suspiró.
—Por lo que más quieras, Guillermo, no empieces esa discusión otra vez. Te repito por décima vez que «no».
—Pero… ¿«por qué» no? —insistió el niño—. Sólo quiero saber. Es un poco raro, ¿no te parece?, eso de dar una fiesta y que falte a ella tu único hijo o, por lo menos —rectificó, mirando a Roberto y haciendo una concesión—, uno de tus dos únicos hijos. Parecerá un poco raro. Eso es lo único en que estaba pensando: lo que parecerá.
—Un poco más alto por tu lado —dijo Ethel.
—Sí; así está mejor —asintió la madre.
—Es una fiesta para «jóvenes» —prosiguió Guillermo, calentándose—. Te oí decirle a tía Juana que era una fiesta para «jóvenes». Bueno, pues yo soy joven, ¿no? Tengo once años. ¿Quieres que sea más joven aún? Supongo que no te avergonzarás de que me vea la gente, ¿verdad? No soy contrahecho ni nada así.
—¡Eso es! ¡Pon el clavo ahí, Ethel! Un poco más alto… ¡así!
—Quizá tengáis miedo de lo que vaya a «comer» —prosiguió Guillermo, con amargura—. Bueno, pues todo el mundo come, ¿no? Hay que… que vivir. Y tienes cosas para que comamos… para que coman ellos, esta noche. Supongo que no te sabrá mal que coma yo un poco. Se diría que sería mucho menos molesto que comiera yo un poco con todos vosotros a que comiera en una habitación aparte. Sólo estoy pensando en eso… en la molestia…
La hermana de Guillermo se volvió, en la escalera, y miró hacia el centro del cuarto.
—¿No hay quien pueda —preguntó con desesperación— taparle la boca a ese niño?
El hermano de Guillermo empezó a bajar la escalera.
—Me parece que podré yo —dijo, sombrío.
Pero Guillermo, olvidando su dignidad, había puesto ya los pies en polvorosa.
Cruzó el vestíbulo en dirección a la cocina, donde la cocinera se apresuró a ponerse entre él y la mesa, que estaba cubierta de pasteles, dulces y otras cosas exquisitas.
—Señorito Guillermo —dijo, con voz incisiva— ¡márchese de aquí!
—No quiero ninguna de sus cosas —contestó el muchacho con magnanimidad pero faltando, por completo, a la verdad—. Sólo vine a ver cómo le iba. Eso es lo único que vine a ver.
—Nos va divinamente, gracias, señorito Guillermo —dijo ella con sarcástica cortesía— pero aquí no hay nada para usted hasta mañana, que veremos lo que queda.
Volvió a ponerse a cortar emparedados. Guillermo, desde una distancia respetuosa, contempló la cargada mesa.
—¡Huh! —exclamó con amargura—. ¡Mira que pasarse «esos» sentados y cebándose con «nuestra» comida toda la noche…! No supongo que dejen gran cosa… ¡conozco demasiado a la gente que vive en este barrio!
—No crea que todos son como usted, señorito Guillermo —dijo la cocinera, sin perderle de vista—. Oye, Emilia, mete ese flan de arroz en la despensa. Es para la comida de mañana.
¡Flan de arroz! Aquello le hizo recordar.
—Cocinera —dijo, procurando congraciarse con ella— ¿va usted a hacer dulce de crema?
—«No», señorito Guillermo.
—¡Hombre! —exclamó este, con una risa extraña— ¡pues vaya fiesta si no hay dulce de crema! Es la primera vez que veo una fiesta en la que no hay dulce de crema. Les parecerá la mar de raro a todos. ¡Nadie da una fiesta por aquí sin hacer dulce de crema!
—Conque no, ¿eh? —repuso la cocinera, con irónico interés.
—No. Pero quizá vaya usted a hacer uno, más tarde… uno pequeñito, ¿verdad?
—¿Por qué?
—Porque me gustaría saber que habrán podido comer dulce de crema. Yo creo que les encantaría. Sólo pensaba en eso.
—¿Ah, sí? Pues mire, es su mamá la que me dice la que tengo que hacer y la que me paga por hacerlo, no usted.
Aquella resultaba una idea nueva para Guillermo.
Reflexionó.
—¡Escuche! —dijo por fin—; si yo le diera… —hizo una pausa para causar más efecto; luego largó el asombroso ofrecimiento—… seis peniques, ¿haría usted un dulce de crema?
—Quisiera ver esos seis peniques primero —contestó la cocinera guiñándole un ojo a Emilia.
Guillermo se retiró a su cuarto y se puso a contar su dinero: no poseía más que dos peniques. Se había gastado la enorme cantidad de un chelín, el día anterior, en la compra de una culebra. Se le había muerto durante la noche. «Tenía» que conseguir un dulce de crema a toda costa.
La niña de al lado le consideraba omnipotente y si no lograba encontrarlo, perdería esa fama que tanto apreciaba. Y, si la cocinera estaba dispuesta a hacer el dulce por seis peniques, tendría que encontrar seis peniques. Por las buenas o por las malas los conseguiría. Había probado por las buenas; ya no le quedaba más recurso que las malas. Bajó, de puntillas, al comedor, donde, sobre la repisa de la chimenea, reposaba el cepillo de las misiones. Se lo diría a alguien al día siguiente, o lo repondría o algo. De todas formas, la gente hacía cosas peores que aquella en las películas. Cogió un cuchillo de la mesa e, introduciendo la hoja en la ranura del cepillo, extrajo su contenido… ¡Penique y medio! Miró la cantidad con rabia.
—¡Penique y medio! —exclamó en alta voz, con justa indignación—. ¡Esta pasa por ser una casa cristiana y penique y medio es lo único que pueden dar para los pobres paganos! Se gastan libras y libras en —miró a su alrededor y vio una pirámide de peras en el aparador—… toneladas de peras y en… en ramas para adornar las paredes… y ¡sólo dan penique y medio para los pobres paganos…!, ¡uh!
Abrió la puerta y oyó la voz de su hermana en la biblioteca.
—Con toda seguridad estará haciendo una de las suyas por ahí. Va a ser un estorbo toda la noche. Mamá, ¿no podrías hacerle acostar una hora más temprano?
A Guillermo no le cabía la menor duda acerca de quién era el tópico de la conversación. «¡Obligarle a acostarse temprano!». ¡Quisiera verles intentarlo! ¡Vaya si quisiera verles! Y, ya les escarmentaría él. Aún no estaba muy seguro de cómo ni cuándo les daría el escarmiento. Volvió a mirar a su alrededor. No había comestible alguno en el cuarto aún, excepción hecha de la pirámide de enormes peras que ya hemos mencionado.
Las miró con codicia. Con toda seguridad las habían contado y sabrían, exactamente, cuántas había. Eran así de miserables. Y las estarían contando cada dos por tres para ver si se había llevado alguna. Bueno, pues alguien tenía que pagársela de una forma o de otra. Conque hacerle acostarse temprano, ¿eh? Frunció el entrecejo y se puso a meditar profundamente. Luego se animó su semblante y sonrió. ¡Ya estaba! Durante los siguientes cinco minutos estuvo comiendo peras deliciosas; pero, transcurrido ese tiempo, la pirámide se hallaba, al parecer, exactamente igual que antes. No faltaba ni una pera, sólo que… en la parte interior de cada una, el lado que no se veía, había un mordisco semicircular. Guillermo se limpió la boca con la manga. Eran unas peras estupendas. Y le pareció ver la cara de los invitados cuando cogieran las peras… la cara de su padre, de su madre, de Roberto y de Ethel. ¡Qué espectáculo! Rio para sí al dirigirse a la cocina otra vez.
—Oiga, cocinera, ¿podría usted hacer uno… uno muy pequeño, por tres peniques y medio?
La cocinera se echó a reír.
—Le estaba tomando el pelo, señorito Guillermo. Tengo uno hecho ya y está encerrado en la despensa.
—Es igual —dijo Guillermo—; yo sólo quería que no les faltase el dulce de crema.
—Pues no les faltará, no se preocupe; pero no dejarán gran cosa para usted. ¡Sólo hice «uno»!
—¿Dijo usted que estaba encerrado en la despensa? —inquirió Guillermo, como si no le interesara mucho la cosa—. Debe de ser una molestia muy grande para usted «cerrar» la puerta con llave cada vez que entra y sale.
—No es molestia, señorito Guillermo, se lo aseguro, gracias —dijo la cocinera, con sarcasmo—. Hay algo más que el dulce de crema ahí dentro. Hay pastas, pasteles y otras cosas. ¡Aún me acuerdo de la última fiesta que dio su mamá!
Guillermo tuvo la delicadeza de ruborizarse. En dicha ocasión él y un amigo suyo se habían pasado la hora antes de la cena metidos en la despensa y fue preciso aplazar la cena mientras se buscaban nuevas provisiones. Guillermo había pasado muy mala noche y se había tenido que quedar en la cama al día siguiente.
—¡Ah!, «¡entonces!». Eso fue hace mucho tiempo. Era un chiquillo entonces.
—¡Hum! —gruñó la cocinera. Luego, deponiendo un poco su dureza—: Bueno, si sobra algo de dulce de crema se lo subiré a la cama. Se lo prometo. Toma, Emilia, mete estos emparedados en la despensa. ¡Aquí tienes la llave! No te olvides de cerrarla otra vez cuando salgas.
—¡Cocinera! ¡Haga el favor de venir un momento!
Era la voz de la mamá de Guillermo, procedente de la biblioteca. El niño se animó. Desapareciendo la cocinera de escena, podían ocurrir muchas cosas. Emilia cogió la fuente de emparedados, abrió la despensa y entró. Se oyó ruido de platos rotos en el fregadero. Emilia salió corriendo, dejando la puerta abierta. Después de haber recogido los pedazos de varios platos que se habían caído, inexplicablemente, de su sitio, volvió y cerró con llave la puerta de la despensa.
Guillermo, dentro, en la oscuridad, exhaló un suspiro de alivio. Estaba dentro, por lo menos. No tenía la menor idea de cómo se las iba a componer para salir. Permaneció unos momentos admirando su propio ingenio. ¡Había logrado burlar a la cocinera! ¡Caramba! ¡Había logrado burlar a la cocinera! Hasta aquel momento, por lo menos. Lo primero que tenía que hacer era encontrar el dulce de crema. Lo encontró, por fin y se sentó en la cesta del pan para reflexionar acerca de lo que debía hacer después.
De pronto se dio cuenta de que dos ojos verdes le miraban en la oscuridad. ¡El gato estaba dentro también! ¡Atiza! ¡El gato estaba dentro también! El gato, reconociendo a su inveterado enemigo, lanzó un aullido de venganza. Guillermo se heló de miedo. ¡El maldito gato le iba a echar todo a perder!
—¡Psi, psi, psi! —chistó, en voz ronca—. ¡Guapo gatito! ¡Ven aquí, gatín!
El gato lo miró, con sorpresa. Aquella forma de dirigirse a él resultaba desacostumbrada e increíble en Guillermo.
—¡Gato monín! —prosiguió el niño, febril—. ¡Cállate, guapo! ¡Aquí tienes un poco de dulce, precioso! ¡Un poquitín nada más! Anda, come un poco y cállate.
Depositó la fuente en el suelo, delante del gato y este, después de lamerlo un poco, decidió que estaba bueno. Guillermo le estuvo mirando unos instantes. Luego llegó a la conclusión de que era tonto perder tiempo y empezó a probar el contenido de todos los platos que había a su alrededor. Se comió un flan entero y luego cogió cuatro emparedados de cada plato y cuatro pasteles y cuatro pastas de cada plato. Había aprendido a ser prudente desde la última fiesta. Entretanto, el gato seguía lamiendo el dulce de crema con muestras de evidente satisfacción. Hasta empezó a ronronear y, a medida que aumentaba su satisfacción, aumentaba, también, el ronroneo. Y tenía un ronroneo singularmente penetrante.
—¡Cocinera! —gritó Emilia, desde la cocina.
La cocinera salió de la biblioteca, donde había estado ayudando a colgar las cadenetas de ramas.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Se oye un zumbido muy raro dentro de la despensa.
—Bueno, pues entra a ver qué es. Seguramente se tratará de una avispa.
Emilia se acercó con la llave y Guillermo se metió el dulce de crema debajo de la chaqueta y se escondió detrás de la puerta, quitándose los zapatos para estar preparado a obrar.
—¡Pobre gatito! —exclamó Emilia, abriendo la puerta y viendo los fosforescentes ojos del animal—. ¿Te quedaste encerrado en la despensa, monín? ¿Quién tuvo la culpa?
Se había agachado a acariciar al gato y estaba de espaldas a Guillermo. Este aprovechó la ocasión. Pasó por su lado y subió la escalera, descalzo, como una exhalación. Pero Emilia, a pesar de estar agachada, había visto una figura oscura por el rabillo del ojo.
Soltó un fuerte grito. De la biblioteca salieron la mamá de Guillermo, la hermana de Guillermo, el hermano de Guillermo y la cocinera.
—¡Un ladrón en la despensa! —jadeó Emilia—. ¡Le vi con mis propios ojos! Por el rabillo del ojo, mejor dicho. Y, cuando miré de lleno, ya no estaba. Cruzó el vestíbulo como una sombra. ¡Ay, Dios mío! ¡Qué susto me he llevado, Señor!
—¡Qué disparate! —exclamó la mamá de Guillermo—. Emilia, tienes que dominarte un poco.
—Entré yo misma en la despensa, señora —dijo, indignada, la cocinera— un poco antes de que fuera a ayudarle a usted, y estaba tan vacía como… como aire. ¡Es esa estúpida de Emilia! Siempre anda nerviosa y…
—¿Dónde está Guillermo? —preguntó la madre, concibiendo súbitas sospechas—. ¡Guillermo!
El niño salió de su cuarto y se asomó a la escalera.
—¿Qué, mamá? —contestó con aquel acento intrigado e inocente y aquella mirada ingenua que resultaba una de sus mejores armas en momentos de apuro y de tensión.
—¿Qué estás haciendo?
—Leyendo tranquilamente en mi cuarto, mamá.
—Entonces, no le molestes, por lo que más quieras —dijo la hermana de Guillermo.
—Son esas novelas estúpidas que lee usted, Emilia. Siempre anda viendo visiones. Si leyera los libros que yo le recomiendo en lugar de las tonterías que usted compra…
Aquel era el tópico favorito de la mamá de Guillermo. El niño se retiró a su cuarto y escondió, cuidadosamente, el dulce de crema, debajo de su cama. Luego aguardó la llegada de los Invitados y escuchó los saludos en el vestíbulo. Escuchando, con la puerta abierta, se aprendió de memoria la voz y la manera en que su hermana Ethel saludaba a sus amistades. Probablemente aquello le resultaría de utilidad más adelante. Ningún arma contra el mundo en general y contra su familia en particular resultaba despreciable. Hizo un ensayo en su cuarto cuando estuvieron todos los invitados reunidos en la sala.
—Oh, ¿«cómo» está usted, señora Green? —dijo con voz atiplada—. Y, ¿cómo está su «preciosísimo» nene? ¡Es más mono! ¡Tengo unas ganas de volverle a ver…! ¡Oh, Delia, querida! ¡Estás aquí! ¡Me alegro «más» de que hayas podido venir…! ¡Qué vestido más encantador, hija mía! ¡Ya sé yo a quién vas a poner loquito perdido con eso! ¡Oh, señor Thompson! —aquí Guillermo languideció, hizo aspavientos e hizo girar sus ojos de una manera que sólo podía verse en sus imitaciones de su hermana cuando conversaba con alguien del sexo masculino. SI hacía semejante imitación en el momento propicio, no fallaba nunca: Ethel acababa tirándose de los pelos—. ¡«Cuánto» me alegro de verle! ¡Claro que me alegro! ¡No lo diría si no fuese verdad!
Se abrió la puerta de la sala y llegó a sus oídos, desde el vestíbulo, rumor de voces. ¡Caramba! ¡Iban a entrar en el comedor! Sí; la puerta del comedor se cerró; quedaba libre el camino. Guillermo sacó el maltratado dulce de debajo de la cama y lo miró, pensativo. La fuente era grande y tenía una forma un poco difícil. Era preciso encontrar algo que le fuera posible esconder debajo de la chaqueta mejor que aquello. Mal podía cruzar el vestíbulo y dirigirse a la puerta con el dulce destapado, en la mano. Y no había manera de salir por la puerta de atrás, la de la cocina. Con infinito cuidado, pero muy poco éxito en cuanto a la forma del dulce se refiere, lo quitó de la fuente y lo puso encima de su jabonera. Olvidó, en su excitación, sacar el jabón; pero, después de todo no era más que un trabajo pequeño. La jabonera era, decididamente, demasiado pequeña para el dulce; pero metida debajo de la chaqueta, podría sujetarlo por fuera, con el brazo. Bajó la escalera cautelosamente. Pasó, de puntillas, por delante de la puerta del comedor (que estaba levemente entornada), en cuyo interior se oía la conversación chillona, ruidosa y sin sentido de las personas mayores. Estaba a punto de abrir la puerta de la calle cuando se oyó girar una llave en la cerradura.
Le dio un vuelco el corazón. Había olvidado que su padre regresaba, generalmente, del despacho, a aquella hora.
El papá de Guillermo entró en el vestíbulo y miró a su hijo menor con desconfianza.
—¡Hola! —dijo—. ¿Dónde vas?
Guillermo carraspeó, nervioso:
—¿Yo? —contestó—. Oh, no iba más que a dar un paseíto. Eso es lo único que iba a hacer, papá.
¡Flop! Un segmento grande del dulce de crema se había desintegrado de la masa principal, que se estaba fundiendo rápidamente y, esquivando el brazo de Guillermo, había caído al suelo, a sus pies. Con una serenidad digna de encomio, el muchacho se puso encima, tapándolo con los pies. El papá de Guillermo se volvió rápidamente del perchero, donde había estado colgando su sombrero y bastón.
—¿Qué ha sido eso?
Guillermo miró a su alrededor, distraído:
—¿De qué hablas, papá?
El padre le miró.
—¿Qué llevas debajo de la chaqueta?
—¿Dónde? —preguntó Guillermo, con aparente sorpresa.
Luego, fijándose en la húmeda excrecencia de su chaqueta, como si la viera por primera vez, agregó, sonriendo:
—¡Ah! ¿esto? ¿Te refieres a «esto»? Oh, esto no es más que… que una cosa que voy a sacar a la calle; nada más.
El papá de Guillermo soltó un gruñido.
—Bueno —dijo— y si vas a darte ese paseo por la calle, ¿por qué diablos no te vas en lugar de estar ahí de plantón, como si tuvieras paralizados los pies?
En aquel momento colgaba el abrigo, de espaldas a Guillermo y la puerta estaba abierta. El niño no esperó a que se lo repitieran. Salió por la puerta como una centella y cruzó el jardín; pero aún tuvo tiempo de oír el golpe de un cuerpo al caer y una maldición al entrar el cabeza de familia en el comedor, patinando, tumbado, sobre una substancia blanca y glutinosa.
—¡Atiza! —jadeó Guillermo, sin dejar de correr.
La niña de al lado estaba sentada en el invernadero armada de una cuchara cuando llegó Guillermo. Su preciosa carga le había ya pasado a este la camisa y sentía la fría humedad en el pecho. Sacó el dulce de debajo de su chaqueta y se lo enseñó con orgullo. Había perdido su prístina blancura y su forma redondeada. Se veían muy bien las huellas de la lengua del gato; se adhería a su superficie suciedad de la chaqueta de Guillermo; temblaba, exangüe, en la jabonera; pero los ojos de la niña brillaron al verlo.
—¡Oh, Guillermo! ¡Nunca creí que lo traerías! ¡Oh! ¡Eres maravilloso! Y… ¡me dieron «eso»!
—¿Qué?
—Flan de arroz para cenar; pero no me importó, porque creía, porque esperaba que me traerías esto.
¡Oh, Guillermo! ¡Qué niño «más simpatiquísimo» eres!
—¡Guillermo! —aulló una voz iracunda desde casa de Guillermo.
El muchacho conocía aquella voz. Era la de un padre que ha aguantado a su hijo todo cuanto piensa aguantarle y que tiene intenciones de vengarse. ¡Habían llegado a las peras! ¡Atiza! ¡Habían llegado a las peras! Y ni la seguridad de la retribución que le esperaba pudo amortiguar el goce que la evocación del momento del postre le proporcionaba.
—¡Oh, Guillermo! —dijo la niña con tristeza—; te están llamando. ¿Tendrás que marcharte?
—¡Quiá! —contestó Guillermo, de corazón—. Yo no pienso irme… hasta que me salgan a buscar. ¡Anda! ¡empieza! Yo no quiero. Ya he comido muchas cosas. Cómetelo tú todo.
Con rostro radiante por el anticipado gozo, la niña cogió su cuchara.
Guillermo se echó hacia atrás en su asiento con gesto benévolo de superioridad y vio helarse la sonrisa en el rostro de la niña y convertirse su expresión de alegría en una de furia. Despertándose una horrible sospecha en su pecho, recogió la cuchara que había dejado caer ella y probó una cucharada.
¡Se había llevado de la despensa el flan de arroz por equivocación!