UN DÍA LABORIOSO

Guillermo se despertó y se frotó los ojos. Era el día de Navidad, el día que había estado aguardando, con encontrados sentimientos, desde hacía dos meses. Era un día muy alegre, naturalmente, día de regalos, de pavos, de sorpresas, de acostarse tarde… pero también era día en que se reunían demasiados parientes y le exigían a uno demasiado. Eso sin contar con que el singular gusto de que daban muestras los que daban los regalos, servía, con frecuencia, para aguar la fiesta.

Miró a su alrededor con expectación. En la pared, enfrente mismo de su cama, vio un cartel grande, iluminado, cuya leyenda decía: «Un día laborioso es un día feliz». Aquel cartel no había estado allí el día anterior. Rosas de brillante colorido, nomeolvides y madreselva aparecían entrelazadas a las palabras. Guillermo pasó revista, mentalmente, a las tres tías que estaban pasando las fiestas en su casa y se lo achacó a tía Lucía. Frunció el entrecejo y miró el cartelito con aire dubitativo. Desconfiaba del sentimiento expresado en el cartel en cuestión.

Echó a un lado como indigno, incluso, de su desdén un ejemplar de «Retratos de nuestros Reyes». «Cosas que un niño puede hacer», sin embargo, resultaba un título más prometedor. Después de examinar una navaja, una brújula y una caja de lápices (que sufrieron la misma suerte que «Retratos de nuestros Reyes»), volvió a coger «Cosas que un niño puede hacer». Al ojearlo, se animó su semblante.

Saltó de la cama y se vistió. Luego se puso a preparar los regalos que él iba a hacer a su familia. Había comprado, para su padre un frasco de caramelos de colorido chillón; para su hermano Roberto (que tenía diecinueve años), se había gastado una crecida cantidad en la adquisición de un ejemplar de «Los piratas de la mano sangrienta». Aquellos regalos eran fruto de madura reflexión. Como sabía que su padre nunca comía caramelos y que a Roberto le inspiraban un profundo desprecio las novelas de piratas, tenía la esperanza de que ninguno de ellos armaría jaleo si el que les había hecho semejantes regalos se los robaba, disimuladamente, unos cuantos días más tarde. Para su hermana mayor Ethel, había comprado una caja de tizas de color. Eso también podría resultarle útil más adelante. Después de estas adquisiciones se había quedado casi sin dinero; pero aún había podido conseguir para su madre una jarrita para leche que, tras gran regateo, logró que se la vendiesen a mitad de precio porque estaba agrietada.

Salió al corredor cantando: «¡Cristianos, despertad!», con toda la fuerza de sus pulmones y fue depositando sus regalos a la puerta de sus familiares, deteniéndose en cada una de ellas a gritar: «¡Felices Pascuas!». Su felicitación fue contestada, en todos los casos por sordos gruñidos.

Bajó la escalera sin dejar de cantar. Era mucho más temprano de lo que él se había figurado: las cinco en punto. La servidumbre aún no se había levantado. Encendió las luces y descubrió que no se hallaba solo en el vestíbulo. Jaimito, su primo de cuatro años, estaba sentado en el último escalón, muy desanimado al parecer, con una lata vacía en la mano.

La mamá de Jaimito se había quedado en su casa, enferma, y Jaimito y su hermana Bárbara se hallaban en la feliz situación de poder pasar la Navidad en casa de sus parientes y libres de toda intervención paternal.

—Se han escapado —dijo Jaimito, con tristeza—. Los cogí ayer para regalos y se han escapado. Los he estado buscando a tientas en la oscuridad; pero no los encuentro.

—¿Qué? —preguntó Guillermo.

—Caracoles. Caracoles muy, muy enormes con cáscaras muy, muy enormes. Los metí en la lata para regalos y se han escapado y no tengo regalos para nadie.

Volvió a sumirse en tristes meditaciones.

Guillermo echó una mirada al vestíbulo.

—¡Vaya si se han escapado! —dijo con severidad—. ¡Ya lo «creo» que se han escapado! ¡Fíjate en nuestro vestíbulo! ¡Fíjate en nuestra ropa! ¡Ya lo «creo» que se han escapado!

Brillaban innumerables huellas viscosas e iridiscentes en los sombreros, los gabanes, los paraguas y la pared.

—¡Huh! —gruñó Guillermo, que tenía tendencia a repetir demasiado sus frases—. ¡Ya lo «creo» que se han escapado!

Volvió a mirar las huellas y se animó. Jaimito estaba, francamente, encantado.

—¡Uuu! ¡Mira! —exclamó—. ¡Uuu! ¡Qué «gracia»!

Guillermo recordó, de pronto, el letrerito que colgaba en su cuarto: «Un día laborioso es un día feliz».

—¡Vamos a limpiarlo! —dijo—. Vamos a dejarlo todo bien limpio para cuando bajen los demás. Seremos laboriosos. Tú dime si te sientes feliz cuando hayamos acabado. Quizá sea verdad lo que dice el cartel; pero no me gustan todas esas flores que tiene.

Luego de investigar por la cocina, salieron armados de dos cubos grandes, llenos de agua, y dos cepillos de fregar pisos.

Durante un buen rato trabajaron en silencio. Emplearon agua en abundancia. Cuando acabaron, no quedaba ni una de las huellas viscosas. Cada una de las prendas colgadas de la percha, destilaba un goteo continuo sobre el inundado suelo. El papel de la pared estaba chorreando y se dieron cuenta, con gran sentimiento, de que ya no quedaba nada por limpiar.

Fue Jaimito quien concibió la exquisita idea de mojar su cepillo en el cubo y rociar a Guillermo de agua. Un cepillo de fregar pisos casi vale tanto, en muchos sentidos, como una manguera. Cada uno de ellos tenía un cubo de municiones. Cada uno de ellos tenía un cepillo de fregar pisos. Durante los minutos siguientes experimentaron la más pura alegría. Luego Guillermo oyó movimiento arriba y decidió, apresuradamente, que la batalla debía cesar.

—¡A la escalera de atrás! —dijo—. ¡Vamos!

Señalando su paso con un reguero de agua, se deslizaron escaleras arriba.

Pero dos niños, calados hasta los huesos, mal podían fingir no saber nada del inundado vestíbulo.

Guillermo estaba sereno cuando se vio confrontado con una madre exasperada.

—Estábamos probando hacer la limpieza —explicó—. Encontramos muchas manchas de caracoles y queríamos limpiarlas. Queríamos ayudar. Me lo dijiste tú misma anoche, ¿sabes?, cuando hablabas conmigo. Dijiste que «ayudara». Bueno, pues yo creí que era ayudar el querer limpiar. No se puede limpiar con agua sin mojarse… por lo menos si se hace bien. Dijiste que procurara hacer el día de Navidad feliz para los demás y que entonces sería yo feliz. Bueno, pues no creo que sea muy feliz —dijo, con amargura—; pero he estado trabajando como un negro desde primera hora esta mañana. He estado trabajando —prosiguió en tono patético. Su mirada erró hacia el cartelito que colgaba de la pared de su cuarto—. He sido «laborioso», ¡vaya si lo he sido!, ¡pero no me ha hecho «feliz»… por lo menos ahora! —agregó, recordando la delicia de la batalla. Era preciso repetir aquello alguna otra vez. Cubos de agua y cepillos de fregar. ¿Por qué no se le habría ocurrido aquella combinación antes?

La mamá de Guillermo contempló la chorreante figura de su hijo.

—¿Te mojaste así limpiando manchas de caracol nada más? —preguntó.

Guillermo tosió y carraspeó:

—Verás… la mayor parte sí. Creo que la mayor parte.

—Si hoy no fuera Navidad… —murmuró la madre.

Guillermo se animó otra vez. Las Navidades tenían sus compensaciones.

Se decidió ocultar, en lo posible, todas las huellas del crimen para que no se enterara el papá de Guillermo. Se temía, y no sin motivo, que la ira paternal pudiera más en él, que el respeto que la santidad del día de Navidad pudiera inspirarle.

Media hora más tarde, secado, vestido, cepillado y algo cohibido, Guillermo bajó la escalera en el preciso momento que sonaba el gong, llamando al desayuno, en un vestíbulo desprovisto de sombreros y gabanes y cuyo suelo estaba más limpio y brillante que una patena.

—Y pensar —dijo Guillermo, abatido—, que aún no es más que la hora de desayunar…

El papá de Guillermo estaba al pie de la escalera. El día de Navidad le era, francamente, antipático.

—Buenos días, Guillermo —dijo—. Felices Pascuas. Espero que no será demasiado pedir que, en este día infestado de parientes, procurarás herir, lo menos posible, nuestras susceptibilidades. Y… ¡por qué rayos creen necesario fregar el suelo del vestíbulo antes del desayuno, es cosa que no logro comprender!

Guillermo tosió. Su tos quería ser una mezcla cortés de saludo y de deferencia. Su semblante reflejaba una inocencia angelical. Su padre le miró con desconfianza. Ciertas expresiones de Guillermo no lograban despertarle otro sentimiento.

Guillermo entró en el comedor malhumorado. La hermana de Jaimito, Bárbara —un manojito de rizos y plisados— había empezado ya a desayunar.

—Buenos días —murmuró, cortés—, ¿me oíste limpiarme los dientes?

El muchacho le dirigió una mirada aplastante.

Comió en silencio hasta que hubo bajado todo el mundo y tías Juana, Evangelina y Lucía se pusieron a consumir su desayuno con esa mezcla de festividad y solemnidad que, en su concepto, exigía la ocasión.

Entonces, entró Jaimito, radiante, con una lata en la mano.

—Tengo regalos —anunció, orgulloso—. Tengo regalos, regalos a montones.

Depositó en el plato de Bárbara su gusano que esta le tiró a la cara inmediatamente. Jaimito le dirigió una mirada de reproche y se acercó a tía Evangelina. El regalo de esta consistía en un ciempiés, un ciempiés vivo, que corrió, alegremente, del mantel a las rodillas de tía Evangelina antes de que pudiera impedirlo nadie. Con un aullido que hizo que el papá de Guillermo se retirara a la biblioteca tapándose los oídos, tía Evangelina se subió a la silla de un brinco y se alzó las faldas hasta las rodillas.

—¡Auxilio! ¡Socorro! —gritó—. ¡Qué niño más horrible! ¡Cogedlo! ¡Matadlo!

Jaimito la miró asombrado y Bárbara contempló, con interés, las largas espinillas de tía Evangelina.

—Las piernas mías no son como las piernas «tuyas» —murmuró agradablemente, como quien sostiene una apacible conversación—. Mis piernas son rollizas.

Paso algún tiempo antes de que quedara restablecido el orden, se matara el ciempiés y se tiraran los restantes regalos de Jaimito por la ventana. Guillermo miró al niño con cierta admiración. Jaimito, a pesar de su tierna edad, era una amistad que valía la pena cultivar. Este estaba comiendo como si tal cosa.

Tía Evangelina había salido corriendo del cuarto al dejar el paso libre a la matanza del ciempiés y se negaba a volver; sostuvo la conversación desde arriba de la escalera.

—Cuando se haya marchado ese horrible niño, volveré. A lo mejor tiene escondidos más insectos. Y alguien ha estado tirando agua por la escalera. ¡Está húmeda!

—¡Ay Dios mío, Dios mío! —murmuró tía Juana, melancólicamente.

Jaimito dejó de comer y alzó la vista.

—¿Cómo iba a saber yo que a ella no le gustaban los insectos? —dijo, herido—. A «mí» me gustan.

Sólo templaba la desesperación de la mamá de Guillermo el hecho de que, aquella vez, no era Guillermo el culpable. Para este también resultaba aquello una experiencia nueva. Se dio cuenta de la ventaja que suponía el tener un compañero en el crimen.

Después del desayuno reinó la paz. El papá de Guillermo salió a dar una vuelta con Roberto. Las tías se sentaron al amor del fuego, en la sala, y se pusieron a hablar y a hacer ganchillo. En esto consiste todo el arte y todas las obligaciones de una tía. «Todas» las tías hacen ganchillo.

Se habían preocupado de averiguar exactamente a qué hora empezaba el servicio.

—No os preocupéis —había dicho la mamá de Guillermo—. Empieza a las diez y media y, si vais a prepararos cuando den las diez en el reloj de la biblioteca, tendréis tiempo de sobra.

Paz… calma… tranquilidad. La señora Brown y Ethel estaban en la cocina supervisando los preparativos para el día. Las tías discutían, en la sala, mientras hacían ganchillo, la terrible forma en que sus hermanas habían criado a sus hijos. Esto es una parte necesaria, también, para cumplir con las obligaciones de tía.

El tiempo transcurría feliz y apaciblemente. De pronto entró la mamá de Guillermo en la sala.

—Creí que ibais a la iglesia —dijo.

—Claro que vamos. El reloj no ha dado la hora aún.

—Pero… ¡si son las once!

Hubo una exclamación de asombro, coreada.

—¡No ha dado la hora el reloj!

Indignadas, se dirigieron a la biblioteca. También allí reinaban la paz y la tranquilidad. Guillermo y Jaimito estaban sentados en el suelo, concentrados en una página del libro «Cosas que un niño puede hacer». A su alrededor yacían los intestinos del reloj de la biblioteca.

—¡Guillermo! ¡Qué «malo» eres!

Guillermo alzó la cabeza. Tenía fruncido el entrecejo.

—No está armado bien —dijo—; no ha estado armado bien nunca. Lo estamos arreglando ahora. Debe de hacer mucho tiempo que hace falta que lo arreglen, lo que «yo» no sé es cómo ha podido funcionar todo este tiempo. Es una suerte que lo hayamos descubierto. Está armado mal. Supongo que es que está mal «hecho». Nos va a costar mucho trabajo arreglarlo y no podemos hacer gran cosa mientras estéis todas ahí delante de la luz. Estamos muy ocupados… probando a arreglaros este reloj.

—¡Inteligente! —exclamó Jaimito, con admiración—. ¡Arreglar el reloj! ¡«Muy» inteligente!

—¡Guillermo! —gimió la madre— ¡has echado a perder el reloj! ¿«Qué» dirá tu padre?

—Bueno, pero es que los engranajes estaban mal —insistió el muchacho—. ¿Lo ves? Y este volante no estaba bien en su sitio… no donde el libro dice que debía de estar. Me parece que tendremos que desarmarlo del todo para arreglarlo. Me parece que la persona que hizo este reloj no sabía gran cosa de relojería. Me parece…

—¡«Cállate», Guillermo!

—Estábamos callados antes de que entrarais vosotras —aseguró Jaimito, con severidad—. Nos habéis interrumpido.

—Déjalo tal como está, Guillermo —ordenó la madre.

—No «comprendo» —exclamó Guillermo, con la exaltación de un fanático—. Hay que colocar la rueda dentada y la espiral de otra manera. Mira; esta es la rueda dentada. Pues no tiene que estar como estaba. Estaba puesta «mal». Bueno, pues estábamos arreglándolo. Y lo estábamos haciendo por ti —acabó diciendo, con amargura—, para ayudarte y para… para hacer felices a los demás. La gente es feliz cuando le va bien el reloj, me «parece». Pero si tú «quieres» que tu reloj esté armado mal, lo mismo me da a «mí».

Recogió el libro y salió, con orgullo, del cuarto, seguido de Jaimito, que no dejaba de mirarle con admiración.

—Guillermo —dijo tía Lucía con paciencia, al pasar el muchacho junto a ella—, no quiero decirte nada que pueda dolerte y espero que no recordarás toda tu vida que me has echado a perder por completo este día de Navidad.

—¡Ay, Dios mío, Dios mío! —murmuró tía Juana, melancólicamente.

Guillermo, con una mirada que debiera de haberla hundido en tierra, contestó, secamente, que no esperaba recordarlo.

Durante la comida, las personas mayores, como tienen por costumbre, perdieron mucho tiempo discutiendo tales futilezas como el tiempo y el estado político de la nación. Tía Lucía aún estaba sufriendo, resentida.

—Puedo ir esta tarde, naturalmente —dijo—; pero no es lo mismo. El servicio de por la mañana es distinto. Sí, querida, gracias… y relleno también. Sí; comeré un poco más de pavo. Y, claro está, a lo mejor no echa sermón el vicario esta noche. ¡Eso lo cambia tanto…! La salsa y las patatas, haz el favor. Es casi el primer día de Navidad que no he ido por la mañana. Parece haberme estropeado el día por completo.

Posó en Guillermo una mirada de dulce reproche. Guillermo era muy capaz de contestar adecuadamente a aquella mirada o a cualquier otra; pero, de momento, estaba demasiado ocupado para entretenerse en hostilidades de menor cuantía. Estaba «extremadamente» ocupado. Ponía de su parte cuanto le era posible para hacer justicia a una comida de las que sólo se presentan una vez al año.

—Guillermo —dijo Bárbara, agradablemente—; yo puedo soñar. ¿Y tú?

Él no contestó.

—Contéstale a tu prima, Guillermo —le instó su madre.

El muchacho tragó; luego dijo, quejumbroso:

—Siempre dices que no se debe hablar con la boca llena.

—Podías hablar cuando hubieras comido el bocado.

—No; porque entonces quiero comer otro —contestó el muchacho, con determinación.

—¡Ay Dios mío, Dios mío! —murmuró tía Juana.

Esto era con lo único que, por regla general, contribuía tía Juana, siempre en toda conversación.

Guillermo miró, con frialdad, a los tres pares de ojos que le contemplaban, horrorizados y luego siguió, plácidamente, su comida.

La señora Brown se apresuró a cambiar de conversación. El arte de combinar los deberes de madre y de anfitrión es, a veces, difícil.

La tarde del día de Navidad es hora de reposo. Las tres tías se retiraron de la vida en común. Tía Lucía halló un libro de sermones en la biblioteca y se fue a su cuarto con él.

—Es lo siguiente mejor, creo yo —dijo, dirigiendo una melancólica mirada a Guillermo.

Este empezaba a sentir antipatía hacia tía Lucía.

—Perdone, señora —dijo la cocinera una hora más tarde—, la máquina de picar carne ha desaparecido.

—¿Desaparecido? —exclamó la mamá de Guillermo, llevándose la mano a la cabeza.

—Por completo. ¿Cómo preparo yo la cena ahora, señora? Me dijo usted que podía prepararla esta tarde para que pudiera ir a la iglesia esta noche. No puedo hacer nada habiendo desaparecido la máquina de picar carne.

—La ayudaré a buscarla.

Registraron todos los rincones de la cocina; luego la mamá de Guillermo tuvo una idea… La mamá de Guillermo no había sido la mamá de Guillermo once años sin aprender muchas cosas. Subió, nerviosa, al cuarto de Guillermo.

El niño estaba sentado en el suelo. Abierto a su lado, veíase el libro de «Cosas que un niño puede hacer». A su alrededor había varias piezas de la máquina de picar carne. En su rostro se leía que estaba haciendo un enorme esfuerzo mental y físico. Alzó la cabeza al entrar ella.

—Es una máquina de picar carne la mar de rara —exclamó en tono aplastante—. No tiene suficientes piezas. Está «hecha» mal…

—¿Sabes tú —dijo su madre, lentamente— que todos hemos estado buscando esa máquina desde hace media hora?

—No —contestó, sin evidenciar interés alguno—; no lo sabía. Te hubiera dicho que la estaba arreglando si me hubieras dicho que la buscabas. Está «mal». No puedo hacer nada con ella. ¡Mira! Dice en mi libro: «Cómo hacer un semáforo de ferrocarril de juguete con las piezas de una máquina de picar carne». Dice: «Conseguid que vuestra mamá os preste una máquina de picar carne…».

—¿Lo conseguiste? —inquirió la señora Brown.

—Sí; ¿no ves que la tengo aquí? Bajé a la cocina a buscarla.

—¿Quién te la prestó?

—Nadie me la «prestó». La «conseguí» yo. Creí que te gustaría ver un semáforo de ferrocarril. Creí que te interesaría. Cualquiera hubiera creído que a cualquiera le interesaría ver un semáforo de ferrocarril hecho de una máquina de picar carne.

Su tono implicaba que no lograba comprender la falta de inteligencia de la gente en general.

—Y no tienes la clase de máquina de picar carne que hacía falta. Está mal. Las piezas no tienen la forma que debieran tener. Les he estado dando con el martillo, intentando ponerlas bien; pero están «hechas» mal.

La señora Brown ya no tenía fuerzas ni para protestar.

—Bájalas todas a la cocina y dáselas a la cocinera —dijo—. Las está esperando.

En la escalera, Guillermo se cruzó con tía Lucía que llevaba el tomo de sermones.

—No es exactamente igual que la palabra hablada, querido Guillermo —dijo—. No tiene la misma «fuerza». La palabra escrita no llega al «corazón» como la palabra hablada; pero no quiero que te preocupes por eso.

Guillermo siguió andando, como si no la hubiera oído.

Fue tía Juana quien insistió en que hubiera un poco de diversión después del té.

—Me «encanta» oír recitar a los niños —aseguró—. Estoy segura de que todos saben algo que recitar.

Bárbara se levantó, tímida y gozosa a la vez, para recitar:

«Semillita morena, semillita divina,

¿qué has de ser, mi amor, mi bien?

Amapola blanca y fina.

¡Sé amapola tú también!

¿Girasol? Alto has de andar;

siempre irás del sol en pos.

Y pues me has de abandonar,

semilla morena, ¡adiós!».

Se sentó, ruborizándose, en medio de grandes aplausos.

Luego sacaron a Jaimito de su rincón. Se puso en pie con resignación, cerró los ojos y…

«Unpocodecariñoyunpocodeamor

acercanaIhombreasucreadorynosémás».

dijo de un tirón y se sentó otra vez, jadeando.

Este esfuerzo fue recibido con menos aplausos.

—Ahora… ¡Guillermo!

—No sé nada —contestó él.

—Sí que sabes —dijo su madre—. Recita lo que aprendiste en el colegio durante el último curso. Levántate, querido, y habla con claridad.

Guillermo se puso, lentamente, en pie.

«Cuando la goleta “Hesperus”.

navegaba en alta mar…».

empezó a decir.

Se interrumpió, tosió, carraspeó y volvió a empezar:

«Cuando la goleta “Hesperus”.

navegaba en alta mar…».

—¡«Acaba» de una vez! —murmuró su hermano, irritado.

—No puedo acabar si os empeñáis en hablarme —contestó Guillermo, con severidad—. ¿Cómo puedo acabar si no hacéis más que «decir» que acabe? No puedo acabar si no hacéis más que «decir» que acabe. No puedo acabar si estáis hablando, ¿no os parece?

«Cuando el Hesper goletus

mareaba en alta mar…».

y no pienso seguir si Ethel se empeña en reír. No es una poesía cómica y si sigue riéndose así no pienso acabarla.

—¡Ethel, querida! —murmuró, en son de reproche, la señora Brown.

Ethel volvió su silla del todo y dio la espalda a Guillermo. Este la miró con desconfianza.

—Ahora, Guillermo —continuó la madre—, empieza otra vez y nadie te interrumpirá.

Guillermo volvió a toser y a carraspear.

«Cuando la goleta Hesperus

navegaba en alta mar…».

Volvió a interrumpirse y, lenta y cuidadosamente, se arregló el cuello y se echó hacia atrás un mechón de pelo que le caía sobre la frente.

—«Su capitán llevaba…» —le apuntó tía Juana, dadivosa.

Guillermo se volvió hacia ella:

—Iba a «decir» eso, precisamente, si me hubieras dejado en paz —dijo—. Estaba pensando. Tengo que pensar, a veces. No puedo recitar un poema tan largo sin pararme a pensar a veces, ¿no te parece? Os… os haré un juego de manos en lugar de recitar —estalló desesperado—. He aprendido uno en mi libro. Iré a prepararme.

Salió del cuarto: El señor Brown sacó un pañuelo y se lo pasó por la frente.

—¿Me es lícito preguntar —inquirió, con paciencia—, cuánto tiempo se va a permitir que continúe esta exhibición?

En aquel momento regresó Guillermo con los bolsillos abultados. Llevaba un pañuelo grande en la mano.

—Este es un pañuelo —anunció—. Si alguno quiere tocarlo para asegurarse de que se trata de un pañuelo —miró a su alrededor, pero nadie se movió—, o un penique serviría —agregó con aire de disgusto. Roberto le echó uno—. Bueno; meto el penique en el pañuelo. Podéis ver cómo lo hago, ¿no? Si quiere alguno acercarse y tocar para ver si está aquí el penique, puede hacerlo. Bueno —les dio la espalda y se sacó algo del bolsillo. Después de unas cuantas contorsiones, se volvió otra vez, sujetando fuertemente el pañuelo—. Ahora fijaos bien —se acercó a ellos— y veréis que el che… el penique quiero decir —miró, desdeñosamente, a Roberto— se ha convertido en un huevo. Es un huevo de verdad. Si alguno cree que no es un huevo de verdad…

Pero «era» un huevo de verdad. Quedó confirmada su aseveración al estallar con un audible chasquido y proyectar un chorro de líquido contra la alfombra y la rodilla de tía Evangelina por partes iguales. Empezaron a llover las quejas.

—Primero, aquel horrible insecto —casi lloró tía Evangelina— y, luego esta porquería. Menos mal que no vivo en esta casa. Un día al año es más que suficiente ¡Ay mis nervios…!

—¡Ay Dios mío! —murmuró tía Juana.

—¡Mira que escoger un huevo fresco para «eso…»! —exclamó Ethel, con severidad.

Guillermo estaba pálido e indignado.

—Yo hice lo que decía el libro. Míralo. Dice: «Coged un huevo. Ocultadlo en el bolsillo». Bueno, pues yo cogí un huevo y me lo oculté en el bolsillo. Me parece a mí —dijo, con amargura—, me parece a mí que este libro no trata de «Cosas que un niño puede hacer». Trata de «Cosas que un niño no debe hacer».

El señor Brown se levantó, lentamente, de su asiento.

—Tienes muchísima razón, hijo mío. «Gracias» —dijo con estudiaba cortesía, al tomar de manos de Guillermo el libro y dirigirse con él a un armario pequeño. En aquel armario reposaban una escopeta de aire comprimido, una corneta, un tirador y una armónica. Al abrirlo para meter el libro, la amargura de Guillermo aumentó al ver, durante un segundo, sus tesoros confiscados.

¡Y en el día de Navidad precisamente!

Mientras aún ardía su indignación, tía Lucía regresó de la iglesia.

—El vicario «no» predicó —dijo—. Dicen que su sermón de esta mañana fue maravilloso. Como dije, no quiero que Guillermo se dirija reproches; pero siento que me ha privado de algo que me hubiera deleitado.

—¡Simpático «Guillermo»! —murmuró Jaimito, soñoliento, desde su rincón.

Al desnudarse Guillermo aquella noche, su mirada tropezó con el lema: «Un día laborioso es un día feliz».

—¡Es una mentira! —dijo, con indignación—. ¡Es una mentira horrible!