La Reforma, Angela Morgan, Royston,
Gran Bretaña, 25-10-2012
En la pequeña localidad de Royston, a 70 km al norte de Londres, se encuentra la hacienda Royston House, palacio jacobino de color ladrillo que cuenta con cerca de 3.000 hectáreas entre bosques y jardines. Fue la residencia de verano de Isabel I, aunque desde el siglo xvi pertenece a la familia Corn, quienes lo alquilaban a la realeza. Ahora sólo cuenta con un habitante, Margaret Northill de nombre de soltera, quien en 1985 lo heredó de su marido, el duque Phillip Corn. Cuando él murió ella aún era joven, pero decidió dedicarse en cuerpo y alma a la obra que Phillip nunca pudo ver en vida, la recuperación de los jardines de Royston House. El próximo año, el Museum of Garden History de Londres le dedicará una exposición.
Partiendo de la nada en cuanto a conocimientos de jardinería, 27 años después Margaret ha conseguido dar a luz el que, según la prestigiosa publicación Gardens and Hortus, es uno de los jardines más perfectos de Inglaterra. «No tengo formación alguna, soy una aficionada —afirma Margaret—, pero tengo una aceptable cultura, buen gusto y mi bebida es la ginebra seca; creo que en ese triunvirato reside mi éxito». Nos recibe con un sencillo vestido marrón, de punto, chaquetón beis de lana escocesa y un gorro de piel vuelta que recuerda al de una zarina. Damos un paseo por las zonas menos transitadas de los jardines. Nos cuenta que en su localidad natal, lo más al norte de
Escocia que podamos imaginar, cuando era pequeña «jugaba a hacer pequeños jardines en el huerto de casa, usaba cardos, tréboles y tenaces plantas alpinas que crecen entre las rocas. Ya entonces fantaseaba con las plantas, pero no más que cualquier niña de mi edad». Hoy, a sus 85 años recién cumplidos, una famosa revista francesa de paisajismo la llama la Joven Diosa Verde porque, dentro del estilo clásico, imprime juventud a cuanto jardín toca. «Creo que todo lo que hoy hago se gestó en aquellos jardines pequeños y pedregosos de mi infancia.» Las 20 hectáreas de mejoras de Royston House incluyen topiarios barrocos puestos al día, un jardín isabelino, una cascada de inspiración bretona y parterres heráldicos, clasicismo combinado de tal manera que parece otra cosa. «Lo principal es la relación de la casa con el jardín. Antes estaban separados, era un horror, un sinsentido, parecían un matrimonio que en la cama se diera la espalda, pero no una noche, sino durante siglos», nos dice mientras señala un bloque de peonías y tulipanes del que se siente especialmente orgullo-sa. En la parte trasera del palacio sustituyó un impersonal patio de arenisca por un parterre trapezoidal en el que cada planta simboliza una parte de la historia de Royston House: hojas de roble, flores de lis, rosas Tudor —que representan a Isabel I— y tréboles, que hacen alusión a ella misma, a su Escocia natal. «Cada generación tiene su propio gusto, hay que mirar hacia delante», asegura la duquesa, que nos conduce ahora al interior del palacio; quiere que veamos un documental que la BBC le dedicó. Nos acomoda en una de las salas, enciende un televisor de tubo catódico que se halla en una mesa de centro, pantalla de no más de 16 pulgadas, introduce un DVD y nos va señalando detalles a medida que pasan imágenes. A mitad de proyección se abstrae y nos cuenta que vio el documental por primera vez en la tele, cuando fue emitido por la BBC, a finales del pasado verano, y que entonces había tenido una visión, algo que no puede dejar de calificar como raro: se trataba de una pareja, hombre y mujer, sentados en el porche de una cabaña, en un desierto que parecía ubicado en Estados Unidos. Ante este porche se abría un pequeño jardín de cactus y piedra seca, feo y absurdo, pero esta pareja observaba el jardín con detenimiento. «El jardín que esa pareja observaba no tenía nada que ver con los jardines de mi infancia, pero en esencia se trataba de lo mismo, el triunfo de una verdad en un mundo lleno de plagios. La pareja no lo sabía, pero el jardín, siquiera durante unos instantes, los mantenía unidos. Después se levantaban, se dirigían a una especie de cabaña y allí cenaban. Un televisor encajado en una chimenea emitía mi documental, el mismo que yo estaba viendo aquí, en Royston House. El chico y la chica comían en silencio y en el documental yo decía: “Los jardines más graciosos son los de hortensias, parecen moños de ancianas en la peluquería”. Y ahí mi visión terminaba, pero la recordé con insistencia durante los meses siguientes, a tal punto que decidí escribirla, compulsivamente.» Cesa su relato, se levanta para aproximarse a una cómoda, abre el cajón superior, extrae un fajo de papeles escritos a mano, nos los pone delante. «Creo que esto también lo llevaré a la exposición que el Museum of Garden History de Londres me dedicará el próximo año.»
USA Today, Stephanie Howsband, a bordo del barco Sea Dragón, costa de California, 12-11-2012
Desde la proa del Sea Dragón han avistado un trozo de barco, en el casco se distinguen letras japonesas. Se trata de un fragmento, 68 kilos de peso, de un resto del tsunami del año pasado. La expedición del Sea Dragón no la componen científicos, sino voluntarios provenientes de varios países que recogen los restos del desastre con el único fin de documentarlos e inventariarlos. Se sabe que el tsunami arrojó al mar 4,5 millones de toneladas de materia. Gran parte se hundió, pero alrededor de 1,4 millones de toneladas continúan flotando. Las corrientes conducen todo eso hacia la costa californiana. Ben Doniak, capitán del barco, lo resume así: «Digamos que en el año 2011 la costa este de Japón fue barrida por una gran ola. Un año después, otra gran ola, pero mucho más lenta, llega a las costas de California. Son los restos de aquélla, el rebote». La tarea de recogida empezó como un juego y ahora su labor es imprescindible para entender de qué manera se mueven los objetos que van a la deriva. «Nunca antes se había dispuesto de un campo de pruebas natural como éste —dice Sandra Torino, voluntaria llegada de Cerdeña—, esto podría ayudar a estudiar muchas otras cosas, por ejemplo el comportamiento de un cuerpo humano inerte en el mar, lo que sería muy valioso a la hora de rescatar cadáveres producto de naufragios, prever sus trayectorias». Ken Campbell, piragüista profesional que ha recorrido las islas de la costa del estado de Washington en busca de objetos, añade: «Los restos del tsunami son como una máquina del tiempo. Somos arqueólogos en tiempo real, manejamos mucha información perdida». Hoy mismo ha aparecido una marquesina de cemento y madera con una Harley-Davidson encadenada a un poste, hace un mes, cuatro automóviles Toyota, idénticos en modelo y color, procedentes de una fábrica que se vio arrasada, y hace dos meses, un contenedor repleto de osos de peluche entre los que ya vivían peces. Patty Wallace, directora del programa de recogida de escombros marinos de la National Oceanic and Atmospheric Administration, dice: «Esta situación es bastante insólita, nunca habíamos estudiado objetos que vagan a esta escala». Le pregunto si eso es otra manera de decir «estábamos acostumbrados a la chatarra espacial, pero no a la chatarra marina», y responde que sí, exactamente eso. Supervivientes del tsunami dijeron que el ruido creado por la ola fue tan demoledor como la propia masa de objetos arrastrados. Ahora ese sonido regresa con cuentagotas, roto pero audible, a las playas de Los Ángeles. «Es el sonido final, el último sonido del desastre —dice Sandra Torino—. Yo antes era modelo, modelo de manos en anuncios publicitarios, me ganaba bien la vida —Sandra nos enseña las manos; deterioradas por el trabajo de recogida, conservan perfectamente un estilismo de anuncio—, poca gente sabe que después de los rostros, las imágenes de manos son lo que más se ve en los spots de televisión. Es lógico, las manos son reflejo de la cara, las manos son las “segundas caras”, como se dice en mi profesión. La ventaja de ser modelo de manos es que no quemas tu imagen, puedes salir en la tele cuantas veces quieras, y es como entrar en la casa de alguien, estar allí, en la sala, con ellos, la gente no tiene miedo a las manos, hacen compañía, Ias caras sí que no, nadie quiere a un extraño en casa —alguien llama a Sandra desde la popa del barco, pero aún tiene unos minutos más para nosotros—, el anuncio que me dio más dinero fue el de un líquido aditivo para carburantes de coche, aparecía una compañera con el bote del producto, y después unas manos, que eran las mías, las metía en el líquido aditivo para carburantes y las sacaba brillantes, protegidas, como si fuera crema de manos, y decía: “Así en tus manos como en tu motor”. Nunca suelo ver los anuncios en los que aparezco, no es que me dé vergüenza, pero es como si un médico viera en su casa la grabación de todos los pacientes que al cabo de un día pasan por su consulta, ya me entiendes, pero el año pasado, era verano, estaba en un hotel de Roma, me habían llamado para filmar otro spot, y en un canal norteamericano, no recuerdo cuál, me vi, vi mi anuncio de aditivo para carburantes de motor de coche, recuerdo que la emisión se cortó durante un segundo, un instante de nada, pero comprendí que ese trabajo ya no era para mí, bien es verdad que venía arrastrando un periodo de bajón, insatisfacción general, un vaciamiento aquí dentro, en el pecho, ya sabes, pero aquello ya no era para mí, tumbada en la cama de aquel hotel de Roma tuve una visión: una pareja de jóvenes, hombre y mujer, en una cafetería de un país que no reconocí, veía el mismo spot que yo, y entonces sentí mis manos separadas de mí, muy lejos, como si me las hubieran cortado, y pocos días después una amiga me habló de esto, de la recogida de restos del tsunami, y no lo dudé. Y no lo hago por los demás, ni por limpiar, no me malentiendas, lo hago por mí, ahora puedo decir que mis manos valen para algo, para algo real, quiero decir». Sandra continúa con la tarea que hoy tiene asignada, el análisis y clasificación de uno de los mayores hallazgos hasta la fecha: una pila de maderas desordenadamente ensambladas, en cuyo interior hay un retrete, una cesta con la colada de un bebé, un frasco de jarabe para la tos y fragmentos de una lavadora con letras en japonés. «Cuando empezamos a buscar en este montón —añade mientras no cesa de revolver maderas—, caí en la cuenta: ahora mismo sí que estoy en la casa de alguien».
Le Monde, Pascale Orlan, Manila, 17-11-2012
Un buen puñado de jóvenes filipinos, invirtiendo el sentido de la conocida canción de Bob Geldof, cantan al unísono, «Tell me why I like mondays, tell me why L like mondays», en el exclusivo restaurante Lemos’, ubicado en la zona de negocios de Manila. Tienen motivos para estar contentos. Si posees estudios superiores, vives en esa ciudad y eres menor de treinta años, la crisis económica apenas te afecta. Filipinas está viviendo una de sus épocas más boyantes desde los años cincuenta del siglo xx. Con una reserva de 70.000 millones de dólares y unos intereses de pago de su deuda mucho más bajos que los de sus vecinos, el Gobierno ya ha apalabrado con el Fondo Monetario Internacional una «donación» de 1.000 millones de dólares para ayudar a reforzar las economías del euro. «Es el mismo fondo de rescate que salvó a Filipinas cuando nuestro país tenía graves problemas financieros en la década de los ochenta», apunta el diputado Mel Newmann, congresista por Sámar. Y es que el pasado verano la agencia Standard & Poor s aumentó la calificación de la deuda del país hasta la buena nota de inversión, lo que lo equipara a Indonesia. Frederic Sorlac, economista del HSBC, dice: «Hemos realizado unas previsiones muy atrevidas para ese país, pero creo que su trayectoria lo justifica». El alto índice de natalidad juega ahora a su favor. El 60% de la población se encuentra en edad de trabajar, entre los 15 y los 64 años. Filipinas, donde se habla inglés de forma habitual, superó el año pasado a India en mano de obra deslocalizada, fundamentalmente en servicios de telefonía móvil. Son las doce del mediodía, intermedio para comer y fumar, cientos de trabajadores salen a la calle. Mika Orionte, de 19 años, no sabe demasiado de macroecono-mía pero dice estar muy contenta con su trabajo. Tras superar todas las pruebas, lleva un año ocupándose de Ias llamadas de atención al cliente en una compañía norteamericana de telefonía. «Si hubiese nacido una generación antes —dice—, probablemente estaría trabajando en el campo. Mi trabajo me da dinero y además me divierte. Hasta puedes hacer contactos, futuros amigos. Hoy mismo, un chico de Nevada, Estados Unidos, llamó para discutir unos detalles de su factura de teléfono, parecía simpático, le seguí la corriente (es consigna de la compañía no confraternizar pero sí mostrarse familiar), me contó que su casa era la primera con cimientos construida en su pueblo, hasta ese momento constituido únicamente por caravanas, y que quería mucho a su mujer y a sus dos hijos, por eso había construido una casa con cimientos para ellos, y que su pueblo era el más bonito del oeste de su país, y que un día una pareja de extranjeros se detuvo allí y observaron durante un buen rato las montañas, él nunca había mirado esas montañas, se había acercado y habían estado charlando, después se fueron y el donativo que la pareja había dado para la construcción de su casa con cimientos no se lo gastó en la casa sino en un balón de fútbol europeo. Ves, éste es el tipo de cosas que me gustan de mi trabajo, te enteras de primera mano de la vida de la gente, no por la prensa». Suena una sintonía en el hilo musical, instalado en la calle; sustituye a la típica sirena. Mika apura el cigarrillo, lo tira al cenicero colectivo y se despide. Aún le quedan cuatro horas de llamadas telefónicas. El producto interior bruto de Filipinas aumentó un 6,4% en el primer trimestre de 2012, superando todas las tasas de crecimiento de la región si exceptuamos China. A este ritmo, en el año 2025 serán la 16.a economía mundial.
The New York Times, Jimmy Defoe, Kabul,
Afganistán, 20-9-2012
Los niños en la calle se apiñan en torno a algo que Abdul Farhad, a través de las ventanas de su establecimiento, no alcanza a ver. Seguramente se trate de una pelota o juguete recién llegado de Occidente. Abdul Farhad tiene un negocio de alquiler de bicicletas pero, sobre todo, alquila repuestos. Lleva la vista a las imágenes de la ABC, uno de los pocos canales extranjeros que puede sintonizar. En la pantalla, un tipo subasta lotes de vacas marrones y blancas en algún lugar de Kansas. Hace sol y las vacas entran a un prado por una cancela muy estrecha, allí un tipo las marca en el lomo, otro tipo las cuenta, y después una a una se pierden en un túnel cuyo final no se ve. Tiene entonces la sensación de que nunca alcanzará su sueño, viajar a Norteamérica. Abdul Farhad retira la vista de la pantalla, ahora puede ver que lo que en la calle miran los niños es el monopatín de Jorshid, una adolescente de 15 años que se ha ganado buena reputación entre los skaters varones. Es 8 de septiembre, festivo en el que se recuerda a un líder afgano antitalibán asesinado en 2008. No hay escuela. Son las 12.37 del mediodía. Abdul Farhad observa a un muchacho de unos 14 años acercarse calle abajo para integrarse al grupo, lleva una mochila a la espalda, parece comentar algo acerca del monopatín. De pronto, una fuerza llegada de no sabe dónde lanza a Abdul al suelo, los oídos le pitan de una manera que jamás había experimentado, sangra por piernas y brazos, pero se encuentra bien. La tienda es un escombro desplazado hacia la pared. «Menos mal que a la mitad izquierda de la cristalera que da a la calle le había puesto una lámina Mylar —dice—, suplemento adhesivo que evita que los cristales se rompan en trozos letales, aunque aquí los talibanes lo usan con otros fines, en los secuestros cubren las ventanas con láminas Mylar opacas para que, además de que el secuestrado no vea el exterior, tampoco pueda romper el cristal. Es muy barato, a medio dólar el metro, lo diseñan en California pero lo fabrican en Taiwán, desde 2006 es el producto de papelería más vendido en Afganistán. A mí me salvó la vida». Las bicicletas han quedado ensambladas, una montaña en la que sólo se ven ruedas. Menos Elias, que se había alejado momentáneamente del grupo, todos los niños han muerto. Al verse rodeado de todos aquellos brazos y piernas sueltas, Elias tiene una terrible epifanía; nos dice: «Nadie de mi edad está vivo. Me he quedado solo». Abdul recuerda que tras la explosión salió a la calle y era imposible discernir qué era qué, el pavimento parecía un puzle de carne desordenada. La policía tardó varios días en discernir quién era quién. Los talibanes emitieron un comunicado en el que se decía que el suicida no era un terrorista, que únicamente transportaba mercancía explosiva. La hermana de Jorshid también murió en el atentado. Mohamed Zaman, el padre de ambas, le ha dicho a su mujer: «Montaré una tienda de campaña en el cementerio, junto a la tumba de nuestras hijas, y me iré a vivir allí». Abdul Farhad nos dice que no le extrañan las palabras de Mohamed Zaman. Lo de vivir cerca de los muertos es muy normal en su cultura, y más si los muertos son de menor edad que tú, «es como si te sintieras en deuda por no haber hecho más por ellos. Aquí, un padre siempre defiende hasta la muerte a sus hijos».
El Economista, Leo Sintes, Toronto, 23-12-2012
La que se considera la primera fotografía de la historia lleva un nombre muy documental, Vista desde la ventana en Le Gras. Con instrumentos sumamente artesanales y tras ocho horas de exposición, fue realizada en 1826 por el cientíñco francés Nicéphore Niépce. Recoge la vista, desde su estudio, de los tejados de su barrio. Hoy el mundo está lleno de imágenes. El mundo ya es imagen porque hay más imágenes que palabras. Pero este fenómeno no tiene una antigüedad de más de 20 años. Se trata de un punto de inflexión, un clic que cambia la naturaleza de las cosas —como cuando en el año 2008, por primera vez en la historia, hubo más habitantes urbanos que rurales y a partir de ese año entramos en el periodo de catástrofes naturales más intenso conocido por la humanidad—. No sabemos qué clase de cambio originará la supremacía de las imágenes sobre las palabras, pero en algunas mentes sabias órbita la pregunta: las palabras están en los libros, pero las imágenes ¿dónde están?, ¿dónde se halla ubicado ese Gran Archivo de Imágenes? Nadie cree saberlo. Estamos en la sede que Found Technologies, empresa dedicada al software digital, posee en Toronto. Aquí están muy interesados en el análisis de la proliferación de imágenes retocadas a través de Photoshop. Asistimos a una conferencia del profesor Hugo Buendía, acerca del retoque de la imagen fotográfica. El auditorio está lleno. Se oyen comentarios por lo bajo cuando afirma: «Es importante entender que nosotros hoy vemos miles de fotografías en la Red, pero los antiguos tenían que recurrir al cielo, la observación de los astros era su Internet». Hugo Buendía es una autoridad mundial en su materia, de modo que para los asistentes es algo así como un sex symbol de la historia de las manipulaciones fotográficas. «Todas las fotografías de planetas —dice mientras señala la pantalla con un puntero láser—, antiguas o modernas, están retocadas a imagen y semejanza de lo que había hecho Galileo cuando veía la Luna a través de su telescopio, quien dibujó una mezcla de lo que la lente le mostraba y lo que según Co-pérnico debería ver. Y eso es algo muy evidente desde que conseguimos fotografiar el primer planeta que no se ve a simple vista, Urano». Y pone un ejemplo técnico que podría resumirse así: la primera imagen fidedigna que se obtuvo de Plutón fue en el año 2000, pero era muy pobre, de no más de 80 píxeles. Esta imagen se introdujo en una computadora y mes a mes fueron introduciendo datos provenientes de otras observaciones y de resultados teóricos, que añadían más píxeles y definición a la imagen. Así, como en un proceso de maceración de una conserva de una fruta, Plutón fue ganando forma, peso y textura dentro de la computadora para llegar a la imagen final, que, desde luego, no es una fotografía real de Plutón, sino una «nube de probabilidad» de lo que es Plutón.
Termina la conferencia. David Moore, Director de la revista World Photo Magazine, se dirige al público y al ponente para decir lo que ya semanas antes había comentado en The Time: «Existe un impulso, que he observado en los últimos años, de mejorar la realidad».
Nos recibe el jefe de desarrollo de sistemas, Adam Kramer, y nos dice que ante la creciente demanda de «autenticidad», han desarrollado el software SixRandom, para profesionales, al cual le introduces una imagen cualquiera y te dice la probabilidad de que haya sido alterada, «cada cámara fotográfica o cada instrumento de registro óptico tiene su huella dactilar, un patrón de fondo que es único, como un ADN. Nuestro programa puede detectar si en una imagen ha y varios ADN; terminaremos comercializándolo para uso doméstico. Con la proliferación de Internet, cada vez más gente quiere saber qué imagen es real y cuál no». Ante nuestra pregunta de si el software ha pasado test de calidad sólidos, el ayudante de Kramer, Phill Stokes, que hasta ahora ha estado en silencio mientras saboreaba un café, asegura que sí, que ha pasado todos los test. «Lo sorprendente —dice apurando el café— es que hicimos la prueba con la que se considera la primera imagen de la historia, Vista desde la ventana en Le Gras, y el programa, con una probabilidad de un 78%, determinó que estaba retocada. Esto es un hito. Puede que ninguna imagen de la historia sea la primera imagen de la historia, el registro de todas las observaciones, ya sean científicas o populares, posee un origen mágico, cada imagen retocada es la expresión de una frustración del fotógrafo, un momento perdido, una posibilidad que no pudo ser. Por ejemplo, tomemos ésta», y Phill revuelve en un cajón lleno de fotografías de todo tipo y época y extrae un retrato de familia, anónimo, en blanco y negro. Me lo muestra. Una mujer, un hombre y dos niñas posan en un jardín, ante una casa unifamiliar. La madre y la hija pequeña miran a cámara, pero la niña mayor y el padre cruzan sus miradas. Phill la mete en el escáner y con unos cuantos golpes de ratón aparece el resultado en la pantalla. Se queda en silencio. Llama a Adam Kramer para que se acerque a verlo. Afirma no dar crédito: «El programa arroja un resultado de 100% falseada. Es matemática y físicamente imposible. No existe una imagen 100% falseada».
Nos vamos con la sensación de que si un retoque en una imagen es la expresión de una posibilidad perdida, hay imágenes que expresan la absoluta pérdida.
USA Today, Barbara Farrow, Washington D. C., 4-10-2012
En su ensayo Maphead, Ken Jennings nos dice que los primeros mapas de carreteras se hicieron para que la gente no fuera a ningún sitio. Cartografías bellamente ilustradas de lugares santos y caminos que conducían a ellos, cuyo público objetivo eran monjes que jamás saldrían de los muros de su monasterio. No respondían más que a una manifestación de poder; hasta dónde llegaban los dominios, tanto reales como deseados. Lo que hoy llamaríamos una novela. Anualmente, la National Geographic Society auspicia el concurso National Geographic Bee, preguntas y respuestas acerca de geografía física, en el que participa una selección de estudiantes de todas las escuelas del país, quienes invierten una media de tres años en preparar la batería de pruebas que, una vez superadas, los llevará a la final, celebrada en la sede de la sociedad, Washington. Allí nos encontramos ahora. Los concursantes deben soportar preguntas tan intrincadas como: «¿Cuál es el nombre local del viento catabático del sur de Francia que puede arruinar las cosechas del valle del Ródano?». Y aciertan: mistral. O: «La isla de Akimiski es la mayor de una bahía que representa la parte más meridional del territorio de Nunavut. ¿De qué bahía se trata?». Todos responden correctamente: bahía de Hudson. En efecto, no es fácil.
Una controversia recurrente es por qué a estas finales llegan cuatro veces más niños que niñas. Como es de imaginar, las respuestas enfrentan a ambientalistas y fisiólogos. Los unos afirman que es una cuestión educacional y, en último extremo, segregacionista; los otros, que se trata de meras diferencias intrínsecas al sistema neuronal del hombre y la mujer. A mi lado se sienta Roy Speranza, antropólogo a quien National Geographic contrata para que a lo largo de la final ejerza de observador de tales cuestiones. En el descanso le preguntamos su opinión acerca de la llamativa diferencia por sexos, y nos informa de que los estudios más fidedignos apuntan a lo siguiente: en el momento en el que el cerebro del Homo sapiens se formó tal como hoy lo conocemos, nuestros antepasados distribuían las tareas de modo que los hombres salían a cazar y las mujeres recolectaban en las inmediaciones del asentamiento. Los hombres desarrollaron así una habilidad especial para orientarse en un territorio, dibujar mapas mentales, y las mujeres desarrollaron mucho más la habilidad de ver, organizar, intuir y encontrar objetos. El cerebro es un órgano tremendamente plástico, y como los roles sociales básicamente no han cambiado en miles de años, el cerebro sigue organizando de esa manera la realidad. «Usted, señorita, ¿tiene hermanos varones?» «Sí», contesto. «Seguramente cuando ustedes eran pequeños a sus hermanos les dejaban alejarse más de la casa familiar que a usted, ¿verdad? —asiento con la cabeza—. Sus padres, de manera intuitiva, reproducían la idea de que es el varón quien explora y la mujer quien confecciona objetos. Lo que pensamos hoy es que esta diferencia es una mezcla de una componente fisiológica y otra cultural. Si ese tipo de comportamientos empezaran a cambiar hoy de una manera real, podríamos llegar a un cerebro que en este sentido no discriminara entre varón y hembra. Eso sí, el cerebro no es una fotografía que pueda retocarse en una pantalla, la evolución tardaría siglos en conformar esos nuevos cerebros. Mire, en la final de hoy compiten Ron, de Massachusetts, 13 años, y Nan-cy, de Carolina del Norte, 12 años, y ya sabemos que ella perderá. He visto las preguntas, y por la naturaleza de éstas, sé que hay un 95% de probabilidades de que la niña pierda». Avisan de que faltan 5 minutos para la final, todo el mundo adentro, se enciende la luz amarilla de silencio. El presentador, Roger Salman, lanza la primera pregunta: «¿De qué país forman parte actualmente las regiones históricas de Eslavonia y Dalmacia?». No dudan, anotan algo en sus tarjetas. Roger las enseña al público: Croacia. Es correcto. Aciertan también la segunda y la tercera, y así llegamos a la número 11; fase de desempate. Roger Sal-man enuncia: «El distrito de Timi§ comparte nombre con un afluente del Danubio, y está situado en la parte occidental de un país europeo. ¿Cuál es ese país?». Pero ni Ron ni Nancy anotan nada inmediatamente. Tras 6 segundos de marcador, lo hace Ron; después Nancy. Roger dice: «Bueno, en esta ocasión no han escrito la misma palabra, puede que sea el fin para uno de los dos». Enseña las respuestas a cámara: Ron ha escrito Rumania. Nancy, Tarnów, Pequeña Polonia. Ha ganado Ron, que alza el brazo y dibuja una uve con sus dedos. El público aplaude a rabiar. En un gesto de inmensa deportividad, Nancy se acerca a felicitarlo. Suena una música. Llegan los padres de ambos, los abrazan. Sólo lloran los padres. El antropólogo Roy Speranza me mira de reojo, como diciendo: «Te lo dije». Mi obligación profesional sería intentar una exclusiva con Ron, pero mi interés personal me conduce a Nancy. La encuentro en un cuarto de atrás, con sus padres, bebe una limonada, al padre le caen lagrimones mientras dice: «Tres años preparándose para esto, no es justo, es la mejor, ella es la mejor. Además, tiene un año menos que el vencedor, a estas edades un año cuenta mucho». Me dejan que le haga unas preguntas a Nancy. Tiene las piernas muy juntas, sus pies casi no tocan el suelo, la madre interviene: «Físicamente no está tan desarrollada como las niñas de su edad». Lleva unos zapatos de hebilla y un vestido de flores amarillas sin escote, «neutro y muy adecuado —interviene de nuevo la madre—, se lo compramos ayer nada más llegar a la ciudad». Nancy, con los ojos sobre mi grabadora, sorbe limonada por la pajita sin emitir ruido alguno. «Okey —digo—, son sólo dos preguntas, Nancy, supongo que estarás agotada. Dime, ¿decepcionada?». «No, para mí llegar aquí es lo mismo que ganar, cuestión de suerte.» «Gracias, Nancy, tu actitud me parece muy positiva.» «No es positiva, es real», replica, y da un sorbo a la limonada.
«De acuerdo, tienes razón, es real. Una última, ¿por qué diste esa respuesta que nada tiene que ver con la pregunta?» Nancy no dice nada. Sus padres intercambian miradas, yo las intercambio con los padres, los padres las intercambian con la niña, que responde: «No lo sé». «Pero ¿sabías la respuesta?», pregunto. «Sí, claro que la sabía», dice antes de dar otro sorbo a la limonada. «Pero entonces —interviene el padre— ¿por qué respondiste Tarnów, Pequeña Polonia?». «No lo sé, papá, no lo sé, oí un ruido en mi cabeza, eso es todo.»
Corriere della Sera, Carol Sciolino,
Los Ángeles, 5-9-2012
Sebastián Flores regresaba en coche a su casa tras su jornada laboral cuando tuvo un antojo. Se desvió hacia la carnicería Al Salam Pollería. Tras 5 minutos salió con una bolsa de cabezas de pollo, arrancó el Ford y, satisfecho, ahora sí, tomó el camino más recto a su casa. Sebastián Flores, cliente habitual de Al Salam Pollería, es inmigrante latino, natural de Puebla, México.
Abdul Elhawri y su hermano abrieron Al Salam Pollería hace 28 años porque las leyes de Los Ángeles permiten sacrificar aves en locales urbanos según las reglas alimenticias que exige su religión. «Hace 28 años —dice Abdul Elhawri—, no había en Los Ángeles una sola carnicería que siguiera el rito halal, por eso mi familia y yo, recién llegados de Egipto, pensamos que tendríamos la carnicería llena de musulmanes. Eso nunca ocurrió. A finales de los años ochenta nos dimos cuenta de que el 98% de nuestros clientes eran latinos. Habitualmente tirábamos las patas de pollo, pero supimos que los latinos las usan para hacer sopas y caldos, o que se las regalan a los niños para que jueguen con ellas, y comenzamos a venderlas. Lo mismo ocurrió con las cabezas de los pollos». También tienen a la venta pepitas secas y guindillas para el mole poblano, hierbas como el epazote y dulces como el mazapán.
Husam Ailush, director general de la división del Consejo sobre Relaciones de Estados Unidos y el Islam en Los Angeles, dice que los musulmanes y los latinos tienen mucho en común, especialmente en la comida y sus diferentes sabores, «los musulmanes vivieron 700 años en España y fueron sus descendientes quienes fueron a Sudamé-rica, perdone un momento —Husam Ailush hace una pausa para consultar su teléfono, acaba de recibir un mensaje, nos dice que es de su mujer, y continúa—, pero eso ocurre con muchas otras cosas, y de diferentes culturas. Por ejemplo, hace pocos meses, veraneando en Florida —mi mujer es natural de Miami—, veíamos un documental en la tele, uno de esos documentales de animales que gustan tanto, ella es adicta. Unos niños daban de comer a unas nutrias que nadaban en un estanque. Les tiraban peces muertos y ellas se echaban sobre ellos como si los cazaran, como si pensaran que lo que les tiraban eran peces vivos; conservan ese instinto. Alrededor, un bosque de abetos, un grupo de niños observaban atentamente, una monitora decía mirad aquí, mirad allá, un ranger se paseaba en el fondo de la imagen. Se trataba de una escena ge-nuinamente americana, ¿no? Pues no, o sólo en parte. Hay registros escritos que demuestran que las nutrias se exhibían ya en el siglo xviii, en los Alpes, cuando cíngaros procedentes de Rumania viajaban de pueblo en pueblo llevando atracciones de ese tipo. Fueron los colonos quienes las trajeron a América, como atracción, para engatusar a los indios. De modo que ni las nutrias son americanas ni tampoco lo es su exhibición pública. Como ve, las cosas casi siempre son muy diferentes a lo que se piensa. Lo que le vengo a decir con todo esto es que hasta en una cadena de televisión puramente norteamericana unas culturas se impregnan de otras. Lo único que no sufre influencias son las nutrias, que siempre creen que cazan aunque cuanto las rodee esté muerto. Mi mujer dice que eso es triste. Yo no lo sé».
La mujer de Sebastián Flores, Elisa Roma, también de Puebla, siguiendo la costumbre de su ciudad natal sazona las cabezas de pollo y las introduce en el horno. Ella las prefiere en escabeche, pero dejó de cocinarlas de esa manera desde que su sobrina falleció en el D. F. a la edad de 25 años, víctima de un secuestro, «siempre que preparo así las cabezas me acuerdo de ella y no puedo parar de llorar».