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En las fotografías, los vivos aparentan ser carne inanimada, como mucho meros invertebrados. Cuando mueren, en esas mismas fotografías despiertan, ganan realidad, están más vivos de lo que lo estaban en vida. Pero ¿qué ocurre cuando un muerto mira la fotografía de un muerto? Cada noche, frente a mi cama, veo el retrato de la actriz Clara Bow y pienso que hay objetos que están «fuera del tiempo». Fósiles, no sabes si son posteriores al mundo o lo anticipan. Así ocurre con las películas de cine mudo. Ver películas sonoras es ver un monstruo que habla por boca de otros.

Entre los libros que hay en la cabaña hay uno llamado La mer, escrito en el año 1861, de un tal Jules Michelet. En un párrafo habla del infructuoso intento por atrapar un pez con sus manos:

me pareció idéntico al medio en el que se desenvolvía, y tuve por un momento la confusa idea de que el pez sólo era agua, agua animal, agua evolucionada.

Pero ocurre con todo, ¿no es acaso el corazón una isla que evolucionó de la de arcilla, roja? ¿No es estar vivo, acaso, el estado sólido de un muerto, sólo eso?

La casa en la que, con mi familia, vivía antes del secuestro contaba con un jardín que la aislaba de las construcciones vecinas. Parecía una de esas casas de los años cincuenta que hay en California, pero en México. ¿Por qué era, entonces, mexicana mi casa? Por las vistas. Es eso por lo que se diferencian las casas mexicanas de clase media de las norteamericanas, por lo que ves cuando te asomas a la ventana. Desde la terraza del primer piso, si miraba al norte, veía viviendas que parecían cubos puestos los unos sobre los otros; si dirigía mi vista al sur, en mitad del mismo paisaje se alzaba una antigua nave, muy grande, de piedra y remozada con cemento, el matadero. Mi infancia y adolescencia fueron aburridas, así que las pasé mirando con prismáticos ese matadero. Hombres que eran casi viejos o casi niños alzaban a pulso cerdos y reses muertas para colgarlos por las patas traseras de un gancho del techo. Construían pasillos y paredes con aquellos animales, casas de carne dentro de la nave. Era bonito. Nunca vi cómo los electrocutaban porque esa operación la llevaban a cabo en el lado opuesto, no visible desde mi terraza, pero cuando el trabajo se les acumulaba y debían hacer horas nocturnas, todos trabajaban al unísono; podían oírse los rayos que se aplican en la nuca, pero ni un grito de los animales, que no parecían temer a la electricidad. En las paredes externas de la nave se dibujaban grandes manchas de humedad. Siempre tuve la sospecha de que esas manchas tenían algo que ver con la sangre, una transpiración de dentro afuera o algo así, pero eso es una fantasía infantil. Yo ya a menudo había pensado en el asunto de los secuestros, en los secuestros en general. En mi país lo difícil es no pensar en ellos.

En la primavera de 1990, el músico Daniel Johns-ton regresaba en una avioneta, pilotada por su padre, de Austin, Texas, al lugar de Virginia donde en aquellas fechas residía la familia. En un momento dado, Daniel Johns-ton giró la llave del contacto, el motor se desconectó, abrió la ventanilla y tiró las llaves al vacío. Se salvaron porque su padre, expiloto de las Fuerzas Armadas, consiguió de milagro que la avioneta planeara sobre un campo de cebada. Después, Johnston dijo que lo hizo porque «quería volar como el fantasma Casper». Johnston es el perfecto ejemplo de raptor al que le seduce de tal modo la propia mecánica de un secuestro que sería capaz de dejarse morir con el secuestrado. Supe de esta historia de Johnston mientras miraba con los prismáticos el matadero. Los casi niños y los casi viejos metían animales por una puerta y horas más tarde ese animal resucitaba limpio y seco, colgado por las patas y con un halo de vapor en torno a su cuerpo. Parecía un fotograma de cine mudo, que siempre parecen filmados con bruma. Yo miraba todo eso, decía, y un amigo me llamó al celular para contarme no sé qué cotilleo y de paso lo de Daniel Johnston, que había ocurrido muchos años atrás, en 1990, pero mi amigo acababa de leerlo en una revista de rock independiente porque un cantante de un grupo mexicano había intentado hacer lo mismo pero con un avión de pasajeros. Johnston y su padre, secuestrador y secuestrado, juntos y a la deriva en la misma maleta. A través de los prismáticos, un casi niño, vestido con mono azul, fumaba un cigarrillo sentado en el hueco del estómago de una res colgada por las patas. Se columpiaba, parecía canturrear. También está el asunto del olor, el matadero despedía un olor particular. Fuera de toda legalidad —no la necesitaban—, quemaban allí mismo los residuos orgánicos, pequeños trozos de reses y cerdos que la máquina despiezadora —que nunca corta exactamente por donde debe— convierte en inservibles. El humo emergía por una chimenea, y por la otra —porque había dos chimeneas— salía algo parecido a vapor de agua. El olor a carne quemada era constante, por eso mi zona residencial era vulgarmente llamada la BBQ, modo que tenemos en México de abreviar la palabra barbacoa, como los yanquis. Durante años, ayudada de un zoom, hice cientos de fotografías a aquellos trabajadores, que siempre salían retratados en blanco y negro aunque la película fuera de color. Aprovecho para decir que no llego a entender la fotografía documentalista en blanco y negro. El mundo no es en blanco y negro. La maravilla ocurre justamente cuando se da el caso contrario: fotografías realizadas con película de color cuyo resultado, por una suerte de condiciones inherentes a la escena fotografiada, aparece en blanco y negro. Eso es lo que desde la terraza yo hacía, buscar la capa de blanco y negro que hay en todo cuanto vemos. Un día supimos que el vapor de agua expulsado por la segunda chimenea era el resultante de hervir la sangre de todos los animales sacrificados en el día. Se usa para diferentes fines comerciales. Por ejemplo, colorante natural en pinturas industriales. Yo había empapelado mi habitación con las fotografías del matadero, ampliadas a tamaño de póster. Creo que fue eso lo que terminó de convencerlos de que los estaba vigilando.