Tenía 23 años de edad y corría el año 2008 cuando fui secuestrada en Ciudad de México. Cuatro años después, un amanecer de junio, él y yo despegamos del aeropuerto internacional de México rumbo a Nueva York. En algún punto sobre el Golfo, el avión dio un bote que nos elevó a los pasajeros con una cadencia de ola en estadio de fútbol. Saltaron las máscaras de oxígeno. Quien lo haya sufrido sabrá que se trata de un proceso extraño: de buenas a primeras la nave comienza a descender, y —como en esas cajas de broma de las que emerge un payaso— una trampilla se abre sobre tu cabeza para dejar caer la máscara. Crees entonces que con tal de mirar hacia arriba verás un agujero que te permitirá ver el cielo; podrías mirar, pero no lo haces. Resulta irónico que esa máscara, que viene en tu ayuda, destinada a velar por tu integridad, a preservarte tal como eres, resulte un método como otro cualquiera de cambiar de personalidad. Especifico: no usurpar una personalidad ajena, sino adquirir otra completamente nueva. Espero poder volver a esto más adelante. El caso: él comenzó a sangrar por la boca. Yo, por la nariz. El colgante que en mi escote reunía una colección de pequeñas bolsas de porcelana —siempre lo llevo conmigo— recibió el impacto de las gotas —no lo he limpiado, me gusta mirar esas estrellas rojas—. Contrariamente a lo que hubiera imaginado, nadie gritó ni mostró alteración alguna. Durante los minutos que duró el súbito descenso experimenté un silencio que, pensé, debía de ser similar al que se experimenta en el interior de una tumba. Ya el día anterior había tenido un pensamiento parecido cuando comencé a introducir ropa y enseres en mi maleta, una Samsonite de dimensiones que —él afirmó— eran inhumanas, para a continuación especificar que nunca había visto una maleta como ésa. Se retiró a terminar de hacer su equipaje. Cuando dos horas más tarde regresó, yo aún preparaba el mío. Me hallaba en la habitación pequeña, pieza supletoria que tengo para las visitas. Se sentó al borde de la cama. Lo cierto es que hasta entonces yo tampoco había observado con detenimiento los 70 mil centímetros cúbicos de aire de que dispone mi maleta, «centímetros cúbicos que, según la ONU, posee el humano medio», dijo él. En ese momento pensé que, no en vano, en una ocasión yo ya había viajado dentro de esa maleta, pero no vi motivo alguno para transmitirle a él ese pensamiento. Siempre creí que meter personas en maletas era un truco de películas, una sobreactuación de los objetos —los objetos también so-breactúan—, pero pude comprobar que no es así cuando por un hombre al que jamás vi el rostro fui transportada de un lado a otro de la Ciudad de México dentro de la maleta a la que me vengo refiriendo. Una parte del trayecto fue a través de aceras, pero fundamentalmente en metro. Si gritaba, dijo acercando los labios a la cerradura —noté su aliento en mi cara—, era hembra muerta. Empleó esa palabra, hembra. Recuerdo el sonido de guillotina mal engrasada de las puertas de los vagones, y las involuntarias patadas de los viajeros —supe de la inopinada cantidad de veces que la gente mueve los pies de forma errática en el metro—, y la voz que anuncia las paradas, que a través de las paredes se transformaba en megafonías muy lejanas; por extraño que parezca, generaban eco en el interior de la maleta. Sé que jamás podré expulsar de mí ese eco. Como también sé que jamás podré olvidar el olor de aquella mano que a escasos milímetros de mi rostro agarraba el asa, un olor que si tuviera que describir sólo podría decir que recuerda al de los alimentos más allá de la fecha que los caduca, pero la que los caduca realmente, no la que viene impresa en la etiqueta. Así. pocas horas antes de partir al viaje que nos llevaría de México D. F. a Nueva York, fui depositando toda mi ropa en la maleta, y cuando digo toda quiero decir toda la de verano, y mientras doblaba y colocaba blusas, pantalones, zapatos, faldas y bragas pensé que, cuarteado y distribuido por zonas, mi cuerpo regresaba ahora a esos 70 mil centímetros cúbicos de aire. Me vino entonces la idea —como horas después en el avión— de que llevamos una tumba con nosotros, la llevamos al lado en todo momento, toma múltiples formas: una maleta, un avión, un tarro de comida realmente caducada, el automóvil que nada más aterrizar alquilamos en la ciudad de Nueva York, o el propio cuerpo, porque el cuerpo —creo no haberlo dicho—, como todo aquello que podríamos calificar de vital y no obstante hueco, es una tumba. El cuerpo lleva dos naturalezas dentro, la viva y la muerta. Y también los viajes comparten esa dualidad, me refiero a que además de la natural alegría que conlleva el hecho de desplazarse, tal desplazamiento trae consigo la desquiciante idea de que no te mueves, de que en ti nada se mueve. Si el viaje es lo suficientemente prolongado, harta de ver gente, paisajes, ciudades, calles que al cabo se te presentan iguales, comienzas a experimentar la sensación de que tan sólo una cosa sufre cambios, la ropa sucia, que va amontonándose en un rincón de la maleta. Entiendo que esa ropa que muta de limpia a sucia, con tu ADN ya incorporado, es el muerto que viaja contigo. De modo que un amanecer de junio partimos del aeropuerto internacional de México D. F. con intención de no detenernos al llegar a Nueva York, ni tan siquiera poner un pie en sus calles, para, desde allí, habiendo alquilado un automóvil, cruzar Estados Unidos por alguna ruta que sobre la marcha iríamos viendo. El verdadero objetivo era llegar a Los Angeles. En realidad, ése era el objetivo de él; lo que a mí me interesaba era el viaje en sí, el camino; para mí, Los Angeles sólo constituía el inevitable extremo que todas las cosas poseen. Pero él buscaba lo que desde hacía meses venía denominando como El Sonido del Fin, sonido del que, aseguró, viajeros de todas las épocas han hablado. Por motivos que no contó, albergaba la vaga idea de encontrarlo en la ciudad de Los Angeles. En varias ocasiones, antes de partir, le había propuesto que cogiera un avión directo a esa ciudad, yo haría la ruta en automóvil y nos reuniríamos en el Pacífico. El siempre dijo que no, que quería entrar conmigo en Los Angeles. De modo que nada más llegar al aeropuerto JFK nos dirigimos sin demora a la ventanilla de alquiler y en pocos minutos contratamos el automóvil. Se produjeron momentos de tensión cuando mi maleta no cupo en el primer auto contratado, gama media. Por supuesto, ninguno de los dos quería un monovo-lumen, planeaba sobre nosotros el justificado prejuicio de que esa clase de vehículos queda reservada para familias numerosas, vacaciones en el campo, chalets de zona residencial y balones de playa, así que nos ofrecieron un turismo de gama superior, en el que tampoco cabía mi maleta. El comenzó a desesperarse. Que una cuestión de mero cubicaje pudiera arruinar su búsqueda del Sonido del Fin, me dijo cuando el encargado se retiró un momento para responder a una llamada telefónica, era algo que su cabeza se negaba a admitir. Es justo decirlo, peleó con uñas y dientes a fin de convencer al tipo de que por el mismo precio nos diera el automóvil de gama superclase —hiperclass, corrigió el encargado—, en el que con toda seguridad hubiera cabido mi maleta. El tipo no cedió. Finalmente tuvimos que llevarnos un Toyota monovolumen. Recuerdo las primeras dos horas: salir del aeropuerto, entrar en Nueva York por el puente de Williamsburg, subir hasta llegar a la altura de la calle Houston, bajar de nuevo y tomar el desvío que nos llevaría al túnel de salida de la isla de Manhattan para, desde ahí, cruzar el río Hudson y llegar al punto en el que comenzaba el verdadero viaje, el legítimo Continente, Nueva Jersey. Y digo que lo recuerdo porque fueron dos horas en las que no abrimos la boca. La simple idea de que una pareja como nosotros cruzara Estados Unidos en un vehículo monovolumen se nos antojaba absurda, descontextualizada. Cuando pasamos bajo el cartel de autopista que, en color verde pino y despidiéndonos del extrarradio de Nueva Jersey, decía WEST, Pennsylvania, él abrió la boca por primera vez para decir: «Lo monstruoso no es necesariamente lo feo, monstruoso es aquello que no está en su propia naturaleza». Y tenía razón. El y yo en un vehículo monovolumen éramos monstruosos, nos hallábamos fuera de nuestro contexto, expulsados de nuestra propia naturaleza. Conducía yo, él quería tomar notas; tal era el pacto. Aquel primer día rodamos sin detenernos; mis zapatos, abiertos, casi sandalias, de tacón bajo, hundidos en el acelerador hasta la máxima velocidad permitida. No es que tuviéramos prisa por llegar esa misma noche a parte alguna, pero, sin poder despojarnos de nuestra recién adquirida monstruosidad, la velocidad parecía expulsar tal frustración. Recuerdo que pensé que, secuestrada en un apartamento durante dos años, hallándome fuera de mi propia naturaleza, yo también había experimentado el estado de monstruo. La comida me la tiraban desde la puerta. Nunca vi a nadie. Lo peor de permanecer secuestrada es eso, no ver a nadie; te das cuenta entonces de lo que vale el rostro humano. A él nunca le conté lo del secuestro, pero es justo decir que fue él quien con su buen carácter me ayudó a olvidar aquellos dos años. Olvidar no es la palabra exacta, pero sí relegarlos a un receptáculo muy profundo en mi memoria. Suelo decirme a mí misma que aquellos recuerdos son como esos viejos archivos que hibernan en el disco duro de mi computadora, presentes pero sin programa informático que pueda ya abrirlos; un nombre y una extensión, sólo eso. Aprendí así a ubicar en el fondo del cerebro aquellos momentos en los que, aceptada la muerte, no dejaba de vagar por un apartamento que a pesar de ser amplio se hallaba totalmente vacío. Un colchón en el suelo, una cocina eléctrica —todo secuestrador profesional evita el fuego—, una silla y mi ropa —sólo una muda—, siempre tirada en el suelo. La superficie exterior de los cristales de Ias ventanas había sido cubierta con una lámina de plástico adhesivo, no negro —eso he de agradecerlo— pero sí opaco, de modo que no podía ver qué ocurría fuera, tan sólo si era de noche o de día. Fue entonces cuando tomé la costumbre de fijarme en las uniones de las cosas, los intersticios, las rendijas. Recuerdo haber permanecido días observando la rendija inferior de la puerta de entrada, hipnotizada por los tonos de luz que el paso de las horas ocasionaba en tal franja, al cabo lo único que podía simular un horizonte, un paisaje. Recuerdo también haber mirado las uniones de las ventanas hasta llegar a distinguir en ellas un hilo de luz. Nunca, repito, le he contado a él lo del secuestro. Cuando se cuenta un secuestro ha de contarse todo, no sólo los hechos —ésos ya salen en noticiarios y periódicos— sino exactamente todo, me refiero al ser extraño que de pronto te crece dentro; francamente, no creo que él hubiera entendido todo eso. El es eficaz para dar una ligera pátina, surfear, por decirlo de algún modo, en mi cotidianidad, pero no estoy segura de que estuviera dispuesto a bajar a las profundidades a las que hay que bajar para mirar a los ojos a una secuestrada y ver la clase de monstruo allí depositado. A veces he pensado que tal experiencia de inmersión debe de ser similar a contemplar los ojos de un animal disecado que de pronto hubiera regresado a la vida; sus pupilas conservan la visión de su propia muerte. En los dos años de cautiverio me centré sobre todo en mi cerebro, en escuchar a mi cerebro. Ya antes de todo aquello había leído en algún lugar que los neurólogos saben que el cerebro gasta la misma energía cuando dormimos que cuando estamos despiertos, y eso era algo a lo que la comunidad científica no podía dar explicación. Después se supo que lo que ocurre es que, mientras duermes, el cerebro prevé problemas, no cesa de plantearse futuros problemas para acto seguido ensayar soluciones; sólo muy ocasionalmente encuentra lo buscado. Y eso me decía a mí misma cuando, tras acostarme sobre unas sábanas que nunca pude cambiar ni lavar, cerraba los ojos llevada por la idea de que en tanto yo durmiera mi cerebro no cesaría su actividad. Los secuestradores nunca lo supieron, pero el hecho de haber sellado las ventanas a la luz vino en mi ayuda a fin de prolongar el sueño. He de aclarar que esa actividad del cerebro a la que me vengo refiriendo no es lo que comúnmente llamamos «sueños», nada tiene que ver con ellos, es algo que actúa a un nivel más basal incluso que éstos. Creíamos que el inconsciente era el inconsciente, pero existe una capa inferior más fundamental e inconsciente que, paradójicamente, lo controla todo, y así, decía, yo cerraba los ojos con la esperanza de dormir el mayor número de horas posible por cuanto sabía que sólo de ese modo vería incrementada la probabilidad de que mi cerebro encontrara una solución a mi problema, problema que llegado cierto punto del cautiverio ya no era el secuestro en sí —tras un año de encierro tenía muy asumido que tarde o temprano se cansarían de llevarme comida, o que en un ajuste de cuentas matarían a mis captores, yéndose con ellos la dirección exacta de mi lugar de encierro—, no, la clase de solución que yo le pedía a mi cerebro era otra: vivir de la mejor manera posible el poco tiempo que me quedaba de vida. En efecto —me comunicó una noche mi cerebro—, todos llevamos un psicópata dentro, normalmente se halla aletargado, es común que jamás se manifieste, y la labor que llevan a cabo los secuestradores es precisamente ésta: a través de su propia psicopatía despertar al psicópata que el secuestrado, como cualquier humano, lleva dentro, poner esa enfermedad cara a cara con la suya, medirse en la repentina e involuntaria enfermedad mental de la víctima. Se trata de un crudelísimo y desigual juego de lucha de cerebros mediante las herramientas de que dispone el cuerpo. Eso, repito, me comunicó mi cerebro. Me pareció una explicación satisfactoria, aunque nada me resolvía.

Rodamos aquel primer día cientos de millas a través del estado de Pennsylvania. Sólo en una ocasión nos detuvimos, no más de quince minutos, en una de los cientos de áreas de descanso que salpican la autopista; casetas con poco más que lavabos separados por sexos y dos máquinas expendedoras, una de refrescos y otra de snacks. De ahí, de esas máquinas, extrajimos las chucherías que comimos, de modo que cuando ya anocheciendo, y habiendo atravesado la totalidad de Pennsylvania, entramos en la localidad de Hagerstown, estado de Maryland, no sólo nuestras espaldas se hallaban resentidas sino que nos sentíamos hambrientos. Se sabe que tras bañarse en agua de mar el turista experimenta una fantasiosa y acusada sensación de hambre —sólo hay que ver cómo la gente multiplica las raciones de comida en la playa—, pero también conducir produce ese efecto, como si hubieras llevado a cabo un gran trabajo, y no has hecho nada, sólo permanecer sentada mientras lo que se mueve son las casas, las vallas publicitarias, los arcenes y los perros; qué pena me daban todos aquellos perros. Se lo comenté a él cuando entramos en la habitación del primer motel que encontramos, extrarradio de Hagerstown, a lo que me respondió que él no había visto ningún perro pero que sí había trabajado mucho, tenía su libreta llena de notas —la extrajo del bolso, la sostuvo unos segundos en el aire—. Salimos a cenar algo. Un domingo por la noche no es fácil encontrar un local donde cenar en Hagerstown —nos hacía gracia pronunciar ese nombre, Hagerstown, más que una palabra parecía tres amontonadas—, ciudad de no más de 50 mil habitantes, crecida al amparo de una hoy inexistente industria del carbón. Creimos estar en una de esas ciudades del norte de Gran Bretaña. Indudablemente vino a la memoria de ambos un buen puñado de grupos de música británicos que habían conformado nuestra educación musical, fuimos comentándolo hasta que llegamos a lo que parecía ser la calle principal, peatonal, en cuyo extremo aparcamos el coche. Comenzamos a caminar, tan sólo nos cruzamos con dos personas, a lo sumo tres, todos ellos ancianos que cogían de la mano a algún niño. Si te fijabas, pero había que fijarse con especial atención, las ventanas de las casas, en su unión con las fachadas de apagado ladrillo rojo, contenían una delgadísima línea de hollín, centenario. El les hizo fotografías que el visor luego transformaba en mapas de lugares que nada tenían que ver con esas líneas ni con esas casas; por ejemplo, la calle de mi abuela materna, en Puebla, donde pasé los veranos de mi infancia, o el jardín de la casa de mis padres, en México D. F. Pateamos la calle principal, las adyacentes y las adyacentes a las adyacentes. Pronto nos dimos cuenta de que no podríamos encontrar un lugar donde cenar algo caliente. Regresamos al monovolumen, rodamos hasta la gasolinera que habíamos visto en la entrada del pueblo. Una batería de máquinas expendedoras nos proporcionaron patatas fritas, sándwiches de roast beef con mayonesa y refrescos, que minutos más tarde comimos en el hall del motel en tanto en el televisor un tipo subastaba lotes de vacas marrones y blancas en algún lugar de Kansas. Las reses entraban a un prado por una cancela muy estrecha —él comentó que quizá el roast beef que en aquel momento masticábamos fuera de una de esas vacas, y también que en el televisor el cielo tenía el mismo azul que mis pupilas—, y allí un tipo marcaba las vacas en el lomo con un hierro candente, otro tipo las contaba, y después una a una se perdían en un túnel cuyo fin no se veía. Tuve entonces la sensación de que jamás llegaríamos al Pacífico. Esa noche, cosa rara, dormimos de un tirón. Era habitual en él ir al lavabo en torno a las cinco de la madrugada, o despertarse sobresaltado cuando el más mínimo ruido o imagen incómoda se cruzaba en sus sueños. Yo me había acostumbrado a utilizar una de esas mascarillas de Lan-caster que untadas en la cara proporcionan un efecto de relajación muscular similar a un anestésico; tu rostro parece el de una muerta, pero duermes de un tirón. Al día siguiente comimos en abundancia de cuanto disponía el desayuno: fruta, café y huevos rancheros. Yo porque el sándwich de roast beefde. la noche anterior me había dejado a medias, y él porque se le ocurrió la extraña idea de que de ese modo tendríamos más energía para llegar a Los Ángeles por la ruta que dibujara la línea más recta. Fue ese día cuando su habitual buen humor empezó a sufrir cambios —se puso muy nervioso cuando le dije que nuestro camino no tenía por qué ser necesariamente recto, que no pasaba nada si dábamos ocasionales rodeos—. Un cálculo a ojo sobre el mapa de carreteras nos indicó que Charleston, pequeña localidad de West Virginia, sería un lugar adecuado para dormir; tomamos esa dirección. A partir de entonces, y sin casi tener que echar mano del mapa, yo cogería siempre el desvío que dijera West. Toda señal que portara esa palabra, de algún modo u otro nos llevaría a Los Angeles. Aquel día dormimos en Charleston, pero ya antes de llegar él comenzó a notar picores en pecho, piernas y barriga. En la habitación del motel, de moqueta sucia y equipación deficiente, inspeccioné su cuerpo. Se trataba de picaduras, agrupadas de tres en tres, cada grupo formaba un triángulo casi equilátero, no parecían de mosquito. Me agaché para palpar sus ingles; nos excitamos. Desde nuestra salida de México, fue ésa la primera vez que hicimos el amor. Por voluntad de ambos, también fue la primera vez en toda nuestra relación que no usamos preservativo. Fue una experiencia reveladora por el tacto directo piel a piel, pero lo cierto es que no me quedé muy satisfecha; él parecía desear terminar cuanto antes. Lo alucinatorio de una plaga no es su propagación sino su silencio, y tras consultar diversas páginas de Internet supimos que una plaga de chinches azotaba la zona este de Estados Unidos. En multitud de fotos, los afectados señalaban las picaduras, de tres en tres, en triángulo equilátero, idénticas a las de él. Otras páginas detallaban las diferentes cadenas de moteles en los que tales parásitos habían sido detectados y, en efecto, el motel de Hagerstown pertenecía a una de ellas. La plaga había alcanzado tales dimensiones que la Biblioteca de Nueva York se había visto obligada a cerrar sus puertas al público. Las chinches, instaladas en los libros, hacían ahí su espacio de hibernación; concretamente, en esa oscura zona de todo libro donde cosidas o encoladas se juntan las páginas y todas las páginas son la misma página —seguro que tiene un nombre técnico, que desconozco—. Las chinches de la Biblioteca habían sido localizadas gracias a perros, adiestrados para olfatearlas. Por un informe del Departamento de Salud supimos que es común que éstas se desplacen de un lugar a otro de la geografía adheridas a aquellos objetos que, moviéndose entre puntos lejanos, dispongan del mejor resguardo posible. Antiguamente tales objetos eran maletas, ropa de viajantes de comercio, camiones de empresas de mudanzas y gente errante en general. A fecha de hoy —decía el informe—, son los teléfonos móviles. Se introducen por el agujero de carga de batería o por el del auricular, y allí pueden permanecer aletargadas hasta un año sin necesitar sangre animal o humana. «Para moverse parasitan la alta tecnología —dijo él—, como nosotros parasitamos el GPS», lo que no dejó de parecemos cómico. Los días siguientes no cesó de rascarse. Cada vez que entrábamos en un motel pedía que le dejasen inspeccionar la habitación. Ante la atenta mirada del encargado, que solía ser hindú, varón, entre cuarenta y cincuenta años de edad, él deshacía los laterales de la cama, quitaba las sábanas e inspeccionaba las costuras del colchón; en algún lugar había leído que las chinches de motel habitan fundamentalmente en esos intersticios. Al más mínimo signo de excremento de insecto, me pedía que nos fuéramos. Con el paso de los días dejé de acompañarlo en esa tarea, le esperaba en el monovolumen, al ralentí. Recuerdo ver su silueta —pantalones apretados y zapatos de punta a pesar del calor de junio— ir de una habitación a otra, regresar a la recepción, discutir con el encargado, regresar ambos a la habitación, discutir dentro de la habitación, para venir luego hacia el monovolumen a paso rápido, dar un portazo y decir «arranca, paso de estos yanquis», o paso de estos hindús, o paso de estos paquis, o paso de estos latinos. Encontrar motel se hizo entonces cada vez más difícil, a las tres de la tarde teníamos que comenzar la búsqueda y hasta las once de la noche no solíamos encontrar aquel que él consideraría óptimo. Ni que decir tiene que inspeccionó su teléfono móvil una y cien veces. Lo destripó literalmente. Lo hacía cada día al levantarse, al mediodía y antes de acostarnos. Yo le tomaba el pelo diciendo que parecía seguir la pauta de una medicación, y él se enfadaba aún más. Eso se sumaba al mal humor que ya venía mostrando. Fue entonces cuando comencé a pensar que tanto las chinches como nosotros nos desplazábamos hacia el Pacífico llevados por planes en absoluto concretos, en busca de algo que no sabíamos si tan siquiera existía, el Sonido del Fin. América es un país por hacer, sólo hay que viajar por el Medio Oeste y el Oeste para darse cuenta de lo virgen que es aquello, hay un aire de progreso detenido, y nosotros, me refiero a él, a mí y a las chinches, lo estábamos haciendo, estábamos construyendo ese progreso, «o cuando menos contribuimos a su construcción», dijo él una noche mientras en un restaurante, y con una inopinada canción de los Eagles de fondo, despedazaba con sus dedos un trozo de pan hasta convertirlo en finísimas migas. Vuelvo a la maleta en la que fui transportada. Antes vuelvo al apartamento en el que permanecí dos años encerrada: yo durmiendo y el cerebro trabajando para dar soluciones a problemas que aún no existen, pero ¿qué pasa con los que ya existen? Una de las soluciones que, una noche especialmente fría, mi cerebro me comunicó fue pensar en los secuestradores como en los buenos de la película. En efecto, ellos son los buenos, sólo que nadie lo sabe. Para ello, el cerebro no me habló de la virtud, ni de la moral ni de las conspiraciones que el mundo de los poderosos urde a fin de neutralizar minorías, sino de la publicidad. Lo hizo con este ejemplo: no hay artista, científico o creador cuya obra triunfe sin que su trabajo vaya acompañado de una buena calificación por parte de los expertos, sí, pero también por la bendición de la opinión pública. Por ejemplo, un libro como el Quijote no es lo que es porque el Quijote sea un buen libro —que también—, sino porque el propio Cervantes —no el escritor sino esa persona del siglo xvn llamada Miguel de Cervantes Saavedra— tuvo, tiene y posiblemente tendrá el beneplácito de la opinión pública; en pocas palabras, cae bien. Te pongo otro ejemplo —continuó mi cerebro—, éste en negativo: Hitler, personaje justamente desdeñado, escribió Mein Kampf. Puede que Mein Kampfsea. una obra maestra de la literatura universal, puede que Mein Kampf sea un Quijote o un Otelo, pero eso nunca lo sabremos, y cuando digo nunca quiero decir exactamente nunca, hay una imposibilidad física de que eso ocurra debido al carácter netamente monstruoso del autor. Del mismo modo —propuso el cerebro—, puede que los secuestradores sean estupendas personas, puede que sean los buenos del mundo, los buenos de la historia, sólo que nadie lo sabe ni lo sabrá nunca. Te invito a que seas tú, precisamente tú, quien intente averiguarlo. Eso fue lo que me propuso mi cerebro una noche en la que hacía mucho frío y mi cuerpo temblaba bajo las sábanas. Recuerdo que después me levanté y, a pesar del frío, me desnudé para ponerme ante el cristal de la ventana; no había espejos. Todo secuestrador sabe que lo óptimo sería darle al secuestrado la posibilidad de verse en un espejo, sólo así pueden contemplarse las marcas del encierro, me refiero a la atrofia de los músculos, la piel en su proceso de emblanquecimiento, las oscuras bolsas que se forman bajo los ojos, la caída del cabello, y, en suma, la pérdida de fe en uno mismo y la derrota moral que todo eso conlleva. Pero también conoce el secuestrador la facilidad con la que se rompe un espejo, y la aún mayor facilidad con la que la víctima puede ocasionarse la muerte, abortando así toda posibilidad de exigir un rescate en óptimas condiciones. He llegado a saber que es éste un problema irresoluble que en la jerga del hampa es llamado —no es muy original— el problema del espejo. De modo que, decía, me vi en el cristal de la ventana, desnuda y tan bien modelada como siempre: las caderas sólo ligeramente más anchas que el pecho, las rodillas en la escala que piden los hombros, grasa sí, pero no superflua, los pechos firmes y un poco separados, y el vello del pubis un trapecio justamente poblado. Si hubiera tenido una cinta métrica, podría haber tomado medidas del perímetro de mi cintura y de mi cadera, y con sólo hacer una simple división habría comprobado que la razón de la una a la otra aún era de 0,7 —se sabe que en toda cultura del planeta el canon de belleza femenina es ése: la razón de la cintura a la cadera ha de arrojar la cifra de 0,7—. En lo que se refiere al rostro, el cristal no lo reproducía con suficiente detalle, pero comprobé que, como solía decir mi abuela, seguía pareciéndose al de la actriz Dolores del Río pero en tez más oscura, parecido que considero más que aceptable. Los secuestradores podrían ser los buenos de la película, sí, pero yo seguía siendo una joven deseable, me dije aquella noche en la que después regresé al colchón, apreté las sábanas en torno a mi cuerpo y me masturbé. Los libros que testimonian secuestros nunca hablan de la sexualidad de la víctima, como si no existiera. Sé por experiencia que el sexo es algo en lo que inicialmente no piensas, y si piensas, es para verlo como una apetencia que algún día colmó la vida de alguien que no eres tú, como quien ve una película que nada le transmite. Pero con el paso de los meses el sexo despierta, pasa a un primer plano, llegas a masturbarte varias veces al día. Creo haber conocido la razón: negados los placeres de la visión, el tacto, el oído, el gusto, negados, en suma, todos los placeres de lo que comúnmente llamamos individualidad, a fin de mantener bien empaquetado tuyo sólo te queda el placer del propio cuerpo. Tal vía de escape pone muy nerviosos a los secuestradores. No entienden que no hay dictado que pueda privar a un cuerpo de su goce y, mucho menos, que lo estimule. No entienden que tal instinto de placer es supervivencia inscrita en cada una de nuestras células. Entrelazado al sexo, el cerebro desarrolla también una tendencia de búsqueda de la esencia de las cosas, una potencia de orden espiritual no muy lejana de aquella que la mística propone. No querría caer en tópicos ni simplicidades, pero puedo afirmar que, en mi caso, la carnalidad de puertas adentro y la trascendencia más allá de los tabiques iban de la mano. Y en las llanuras de Missouri el acelerador pisado al máximo de la velocidad permitida, y los sembrados de maíz en los que se nos perdía la vista —parecían púas de cobre—, y yo, que pensaba en la maleta alojada atrás, en la cajuela del monovolumen, y dentro todas mis blusas, pantalones, bragas, sostenes y faldas limpias, y él siempre a mi lado hablando del Sonido del Fin. Las primeras semanas de viaje no paró de citarlo sin explicar tales citas; solía murmurarlo, y si lo enunciaba en voz alta era para mostrar tanto una euforia desmedida como una inexplicable contrariedad. Empecé a pensar que era el Sonido del Fin, y no el sexo, mejor dicho, la ausencia de sexo, lo que nos destruiría. Un día nos detuvimos en un merendero, a los pies de un lago del que no se veía el fin. Si me hubieran dicho que se trataba de un mar, lo habría creído, incluso había olas. El bar, con terraza, anexo al merendero, daba directamente al agua. Mesas de madera y suelo alfombrado de cáscaras de gambas. Tal era su especialidad, gambas hervidas, patatas hervidas y salsas a elegir. Al fondo de la terraza, cuatro pescadores, ancianos, cuyos tatuajes decoraban una piel de lagarto, bebían cerveza, fumaban y, en silencio, no miraban el lago, tampoco el suelo ni la mesa, ni se miraban los unos a los otros; la verdad es que era imposible saber qué miraban. El entró, pidió la ración de gambas con patatas, tomó de un frigorífico una botella de vino de California y se puso a la cola en la caja registradora. Lo vi todo a través del cristal. No tardó en salir, me levanté para ayudarle. Abrí el vino, el tapón era de rosca, lo serví en vasos de plástico transparente, había muchos apilados en cada una de las mesas. No sé por qué brindamos; un acto reflejo. Bebimos los primeros sorbos, la vista en la línea de horizonte del lago. No lo he dicho: llovía. Principios de agosto y llovía como pocas veces he visto llover. Alguien hizo sonar dentro del bar una música netamente estival —recordaba a The Beach Boys pero no era de The Beach Boys—, supongo que para compensar el golpeteo de la lluvia sobre el toldo. Terminamos el vaso, él sirvió otros dos. Nadie más en la terraza bebía vino. Comenzaron a llegar familias, se refugiaban de la lluvia. Lejos de nuestra posición, y en mitad de una playa de arena oscura y cantos rodados que antecedía al lago, gente hacía cola ante una caseta de plástico. Me pareció un retrete público, de esos que abundan en festivales de música, circos y otros eventos itinerantes. El fondo del cielo era tan gris que la caseta y el horizonte se confundían; pensé en una de esas reproducciones de acuarelas chinas que pueblan los restaurantes chinos, el misterio y la confusión que atesoran tales objetos baratos. Era obvio que los que hacían cola ante la caseta del WC estarían empapados, supuse que ocurría lo mismo con el interior del habitáculo. El debió de tener el mismo pensamiento porque dijo que dentro de la caseta estaría formándose otro lago con sus propias olas y sonido. Rociamos gambas y patatas con las salsas que en botecitos de plástico él mismo había alineado en un extremo de la mesa. Aquello estaba francamente bueno. Desde el vuelo a Nueva York, en el que nos habían servido un pescado que parecía merluza, no comíamos producto alguno de mar ni de río. Terminé de pelar una gamba especialmente terca, alcé la vista, vi el monovolumen, aparcado en una pista de grava, mi maleta asomando en el cristal trasero. «La ropa limpia es tejido muerto», me dije. Eso me había dicho uno de los secuestradores la única vez que pude intercambiar unas palabras con ellos. Yo estaba en la puerta, esperando la bolsa de comida, que me traían sin periodicidad definida. Tanto venían tres veces seguidas como no aparecían en una semana. Solía ser al atardecer. A esa hora yo siempre estaba en la puerta, observando atentamente la luz de la rendija. Oía pasos ascender unas escaleras. Después, siempre era igual, yo debía alejarme y gritar mi nombre; de ese modo, por el eco, sabían a cuántos pasos me hallaba. Cuando estimaban que me encontraba lo suficientemente alejada, abrían la puerta muy rápidamente, tiraban la bolsa de comida, que hacía un ruido de impacto de obús en mitad del comedor vacío, y cerraban. Solía ser comida en paquetes de cartón, pero a veces metían frascos de vidrio que se rompían. Tardaba horas en separar las alubias —siempre eran alubias— de los pequeños cristales. Después, con una cuchara, las comía directamente del suelo. No llegué a entender por qué me privaban de un espejo pero no de frascos de cristal con los que automutilarme. Nunca me dieron jabón ni papel higiénico. En los dos años sólo dos veces se llevaron mi ropa para que fuera lavada, días en los que me vi obligada a permanecer desnuda. Cuando me la devolvieron, la limpieza de aquellos hombres me dio aún más asco. Y no sé por qué digo hombres, podrían ser mujeres, y tampoco sé por qué hablo en plural porque podía ser sólo una persona. Esos números se deshacen en mis cuentas de igual modo que cuando miro aquellos días veo que se han deshecho sus lindes, como si alguien hubiera metido unos días dentro de otros para modelar un único y dilatado instante. Pocas singularidades despuntan. En una ocasión les dije que no aguantaba más el hedor de mi ropa, que se la llevaran para que fuera lavada. En un principio nadie contestó, se limitaron a dar los tres golpes en señal de que debía alejarme y gritar mi nombre. Nada más hubo impactado la bolsa de comida en el suelo, volví a rogarles que se llevaran mi ropa, y entonces por primera y última vez alguien habló para decir «la ropa limpia es tejido muerto». A continuación oí sus pasos escaleras abajo. Interpreté aquello como una forma de recordarme que en tanto mi cuerpo emitiera residuos había vida en ese cuerpo; un acto compasivo, una manera de proporcionarme consuelo. Por un momento pensé que mi cerebro tenía razón, quizá los secuestradores fueran los buenos. Recuerdo haber oído en algún sitio que tratamos la basura como un objeto de adoración, la separamos como un cirujano abre un cuerpo, la clasificamos como si de especies animales se tratara, la enterramos en profundísimos lugares con el antrópico rito de los muertos. Sólo cuando es reutilizada, la basura pierde esa aura, ese carácter intrínsecamente mistérico. Lo entendí cuando oí «la ropa limpia es tejido muerto». Sentada en la terraza del merendero, aparté la vista del monovolumen. El se rascó compulsivamente una pierna, yo lancé el colgante de figuritas de porcelana hacia atrás, para que no se me metieran en el plato, tintinearon al chocar las unas con las otras en mi espalda. Alguna gente, después de haber usado la caseta de la playa, regresaba ahora a su auto o se refugiaba de la lluvia en la terraza. Todos llevaban en sus manos las llaves de sus respectivos vehículos, era gracioso ver los llaveros, figuritas de toda clase y forma, nerviosas en manos también nerviosas. En el televisor del interior del bar, orientado directamente hacia nosotros, tres niños tiraban comida a unas nutrias que nadaban en una especie de zoológico doméstico, peces muertos que ellas, mordiendo con fruición, imaginaban que cazaban porque ese instinto nunca desaparece; incluso cuando un perro doméstico come galletas en su plato cree que está cazando galletas. Las nutrias terminaron de morder y el grito de un pájaro que pasó sobre nosotrai vino a romper el hiperrealismo. El se rascó ahora un hombro, le pregunté si de nuevo eran las chinches, dijo que no, sólo nervios. Y supongo que así era, pues tras atravesar West Virginia, Kentucky, Missouri y Kansas, toda huella de parásitos había desaparecido. Eso sí, comenzó a sufrir brotes cada vez más frecuentes de obsesión con el Sonido del Fin. No sé si a ello contribuyó la aparente monotonía del paisaje. Cada vez que consultábamos el mapa, él decía que no le ofrecían confianza alguna los estados cuyas fronteras habían sido trazadas con tiralíneas, cuyo colmo era Wyo-ming, un puro rectángulo. Llegó a afirmar que, vistos en el mapa, estos estados parecían los dibujos que los cirujanos plásticos trazan en la piel antes de meter el cuchillo. Lo repitió en distintas ocasiones y yo siempre le corregí, «no se dice cuchillo, se dice bisturí», y él se enfadaba aún más. Cierto que se le pasaba pronto, pero su carácter me resultaba cada vez más difícil de sobrellevar. Fue aumentando en mí aquella sensación de estar desplazándonos guiados por planes en absoluto concretos, en busca de algo que no sabíamos si tan siquiera existía. Conocía bien tal sensación de deriva, la había experimentado no pocas veces durante el secuestro. Hubo una ocasión en la que la bolsa que me tiraron no sólo traía comida; dobladas en cuatro partes encontré tres hojas, recortadas de una revista, al pie de cada página decía: Vogue, enero 2008. Se trataba de un reportaje, firmado por un periodista australiano, acerca de un ciudadano chino ajusticiado por el Gobierno de ese país. Dejando aparte las etiquetas de composición y códigos de barras de la comida, aquello era el primer texto que mis ojos veían en un año. Dejé la comida a un lado y con una voracidad lectora que no recordaba haber experimentado leí que en China la pena de muerte se ejecuta con un solo disparo, de un fusil de asalto, en la cabeza. Eso ya lo sabía, pero no detalles como que el fusil debe ser de fabricación nacional, la bala, de punta hueca, y que a la familia del reo el Estado le pasa la factura del proyectil, que podrá ser extraído del cráneo y, en justa correspondencia por el pago, entregado al cabeza de familia si éste lo solicita. El reportaje venía ilustrado con fotografías de las balas antes y después del disparo. La dureza del cráneo, decía, en combinación con la masa blanda cerebral, modela el proyectil de una forma casi esférica, de elipse. Justo abajo, al pie de la primera página, se desplegaba horizontalmente una batería de fotografías del momento del impacto, en secuencias de nanosegundos. Las imágenes carecían de calidad, provenían de una cámara oculta, pero tenían suficiente resolución como para poder apreciar la secuencia de gestos faciales del ajusticiado: los ojos se cerraban instantes antes de llegar la bala, y en el intervalo de tiempo que media entre que la bala toca la piel y se pierde cerebro adentro, los ojos del reo se abrían de una manera que ni yo ni nadie jamás había visto ni en fotografía ni en película ni en cuadro alguno, afirmaba el reportero. Decir que aquellos ojos estaban desorbitados es quedarse muy corto. 1 nanosegundo de mundo que hasta entonces había permanecido oculto a cualquier observador y documento, ya fuera éste público o privado. Lo irónico, continuaba diciendo el reportaje por boca de un médico forense, es que esa expresión facial del reo excluye el dolor físico por cuanto tal fracción de tiempo es la única de todo el proceso de ajusticiamiento en la que el dolor no existe. Como cuando te golpeas la cabeza, que no sientes el impacto. Me pregunté qué habría visto el ajusticiado en ese instante que, físicamente indoloro, dejaba al desnudo lo que supuse un insoportable dolor psíquico. Yo veo ahí su rostro, sí, en la foto, me dije, pero ¿él qué vio? Vio la muerte, pero no una imagen de la muerte sino la misma muerte, el nanosegundo en que todo se termina. ¿Y cómo sería esa imagen de la muerte? Esta pregunta me entretuvo unos minutos, no porque estuviera ensayando respuestas —era inútil—, sino porque me dejó suspendida en el tipo de estado mental en el que no esperas dar ni recibir nada. Y sin embargo vino a mi cabeza el aire de otra imagen, se trataba de un rostro que no reconocí, ni siquiera se perfiló en mi cabeza con nitidez, pero sí con la suficiente precisión como para saber que se trataba de la cara de alguien conocido; no lo sé. Al momento esa imagen se borró. Regresé a la revista para continuar leyendo que el pensador de tal método de ejecución —el artículo utilizaba ese término, «pensador»— no era un militar, ni un funcionario del Partido Comunista, sino un tendero de Pekín que respondía al nombre de Tao Ziyuan, quien, habiendo sufrido la pérdida de un hijo ajusticiado por un método similar al garrote vil, había pedido al Gobierno el cambio de tal sistema por otro menos cruel. A riesgo de ser encarcelado por incitación al desorden, consiguió reunir miles de firmas en apoyo del cambio. El Partido accedió finalmente a la muerte por disparo de bala hoy practicada, pero no porque les preocupara el sufrimiento de los ajusticiados, sino porque una revisión del caso del hijo de Ziyuan demostró que había sido erróneamente condenado. Fue ésa la manera de, dados los importantes lazos comerciales que comenzaban ya a prefigurarse en el horizonte inmediato, dar ante Occidente una imagen más amable y, de paso, «compensar el dolor de ese padre», decía textualmente el comunicado del Tribunal Popular Supremo. Más adelante, el artículo tomaba otro rumbo y daba cuenta de que fue el presidente de ese Tribunal Popular Supremo, Hu Zemin, quien grabó el comunicado sonoro que a fecha de hoy lleva consigo la sonda Chang e, integrada en el programa espacial chino. Tal sonda se acopló a la órbita lunar el 5 de noviembre de 2007, y la voz de Hu Zemin suena ahora ininterrumpidamente en el espacio a través de cuatro altavoces adosados en el exterior. «Se desconoce el contenido del mensaje», decía textualmente el reportaje. Pensé que ni tan siquiera el propio Hu Zemin conoce ya el contenido de su mensaje. Su voz en el espacio vacío no puede sonar de igual manera que en la Tierra, el sonido allí arriba se habrá transformado debido a la casi ausencia de atmósfera. El mensaje será ahora una modulación de incomprensibles ondas, puede incluso que constituya un nuevo idioma o, aunque la probabilidad sea mínima, podría acercarse a otros idiomas conocidos, o, por qué no, también podría estar aún hablando en chino pero debido a tales transformaciones expresar otra cosa, incluso expresar exactamente lo contrario a lo grabado. «Una voz que, no obstante humana, nadie sabe qué dice», me dije mientras por el rabillo del ojo veía la opacidad de las ventanas y tras ellas el resplandor que me indicaba que estaba oscureciendo. Pensé que con aquella voz perdida ocurría lo mismo que con el rostro de los ajusticiados por impacto de bala, de quienes podemos ver su expresión facial pero no lo que ven ellos en ese nanosegundo de ojos fuera de órbita; información perdida para siempre. El Homo sapiens que cazó y dio muerte al último neandertal cazó también para nosotros la primera imagen de nuestra era, pero se le olvidó aquélla. Nuestro cerebro no guarda recuerdo alguno de aquel crimen, quizá por constituir éste el fiel e implacable reverso científico de la fábula de Caín y Abel. Dejé las páginas a un lado, no había ya suficiente luz para continuar leyendo, me entretuve en contemplar cómo la habitación iba quedándose a oscuras. Estás viendo una película cuyo reparto cuenta con Robert de Niro y Sylvester Stallone y piensas que se trata de una combinación imposible, que en ningún mundo imaginable estos dos actores podrían ser amigos, compartir complicidades y barbacoa los domingos. Y sin embargo así es. Fuera de la pantalla cada miércoles se ven en el Neptune de Malibú, toman allí un combinado. O suelen coincidir en el gimnasio. Además, uno de ellos, no recuerdo cuál, fue padrino de la boda del otro. Con los secuestros ocurre lo mismo. Desde fuera parece que no hay dos iguales, no sólo por la individualidad de la víctima, sino por todos los detalles que atañen al encierro y al carácter de los secuestradores, pero vistos desde dentro, desde la óptica del secuestrado, todos los secuestros son el mismo secuestro. El único y dilatado instante al que me vengo refiriendo. Un día, comencé a comer cosas que no debía: el cartón en el que venía envuelta la comida imperecedera, el material plastificado que contenía la comida liofilizada —que debía mezclar con agua para que aquélla creciera en el plato—, pequeños trozos de madera, astillas de puertas que arrancaba con las uñas o directamente con los dientes, o tejidos naturales, entre los que se contaban la lana del único jersey de que disponía o los bajos del pantalón, y también la pintura de las paredes, que rascaba con las uñas, o el cobre que extraía de los cables de la red eléctrica de una de las habitaciones —lamía o chupaba aquel cobre como un caramelo que nunca se gasta—. El motivo de tales aberraciones —supe luego— son las deficiencias de ciertos nutrientes que los secuestrados experimentamos, disfunciones que en el cerebro ocasiona la falta de luz natural directa. Mi cerebro, así es, seguía proponiéndome soluciones cada vez más extrañas e inciertas. Debió de ser al entrar en Wyoming, no lo recuerdo con exactitud, cuando nos detuvimos en una tienda, a pie de la carretera, cuyo cartel, en madera trabajada a mano, anunciaba antigüedades. La regentaba un tipo de pelo rubio, muy delgado, de aspecto envejecido a pesar de —supimos luego— no contar con más de cuarenta años. No paraba de rascarse. Nada más bajarnos del coche le pedimos que nos hiciera una foto. Le di mi cámara. Posamos ante las antigüedades, que consistían en mandíbulas de vacas, tazas de café de los años sesenta con estampaciones de mujeres de calendario, útiles de búsqueda de oro y cosas así. Una vez hubimos interrogado al tipo, supimos que aquella zona había albergado tal metal precioso, y que a principios del siglo xx había contado con más de cuarenta mil almas; ahora no pasaba de cuarenta. Estuvimos trasteando por las dos pequeñas naves, más bien graneros, en las que en perfecta clasificación se disponían los diferentes artículos. Conté más de treinta cráneos de vaca, un lote de pieles de esos mismos animales, que se alzaba hasta una altura como la mía, más de veinte juegos de café con sus correspondientes seis piezas, una vagoneta de las que usan en las minas, llena hasta arriba de piedras de cuarzo —también se vendía la vagoneta—, un baúl de roble atiborrado de bolígrafos de propaganda de bares, casinos, bancos, compañías de seguros y cientos de pequeños negocios que sueñan un espacio para la competencia, insignias de solapa de todas las guerras del siglo xxi, y así hasta que me cansé. El estuvo todo el tiempo hojeando libros, revueltos en una batería de baúles. Cuando me acerqué y le dije que nos fuéramos —no era tarde pero faltaban más de doscientas millas para la siguiente población y temí no encontrar abierta una gasolinera—, me respondió que no, que esperara. Consultaba libros acerca de la música y los sonidos. No tuve que preguntarle para saber qué buscaba en sus páginas. Discutimos. Gané. Salimos del granero, fuimos directamente hacia el monovolumen. Antes de arrancar, con el brazo fuera de la ventanilla nos despedimos del tipo, que se acercó con ademanes desmontados —zapatillas de deporte negras, pantalón ancho, fumaba y vertía la ceniza en un pesado cenicero de mesa de cristal tallado que portaba en una mano—. Intercambiamos unas palabras. Dijo ser natural de California, y que había recalado en Wyoming en busca de una vida tranquila, «este estado es una creación directa de Dios», aseguró mientras miraba alrededor. Insistió varias veces en lo de «directa de Dios», y también en que no nos dejáramos engañar por sus palabras, no era creyente, respetaba la palabra de Dios, pero no era creyente, «sólo es una forma de hablar, respeto todos los dioses, son la mayor antigüedad del mundo, la superantigüedad, la antigüedad suprema». Acto seguido nos ofreció sus tierras por un precio ridiculamente bajo, tierras que, dijo, iban desde la tienda de antigüedades hasta donde nos alcanzara la vista en dirección norte. Recuerdo que me reí y que por primera vez en muchos días percibí en mi voz acento mexicano, me salió de repente; en los pocos días que llevábamos de viaje mi acento había ido mimetizándose con el yanqui, siempre me ocurre. El tipo cambió entonces de actitud, me miró de arriba abajo, señaló con el dedo mi escote y preguntó qué era eso que llevaba colgado. Respondí que nada, sólo una cadena con bolsas de porcelana en miniatura. Me pidió verlas. Desenganché la cadena, a través de la ventanilla se la tendí. En la palma de su mano, las observó muy de cerca, dijo maravillarse de la perfección de las miniaturas, todas ellas con el nombre, pintado a mano, de una compañía aérea, American Airlines, Delta, Copa, AeroMéxico, y así hasta quince, una por bolsita. «¿Has visto que están sucias?», dijo. «No —respondí—, no es suciedad, es sangre», esperé unos segundos antes de especificar «mi sangre». «Te las compro», dijo de pronto. Contesté que no. Le interesaban sólo las bolsas. El colgante, de oro y sin duda de mayor valor que las figuras, podía quedármelo. A lo que repetí que no. El tipo hizo entonces ademán de guardárselas en el bolsillo. Con un rápido movimiento le agarré la mano. Mantuvimos un conato de pulso, breves instantes, hasta que se echó a reír, relajó la muñeca y me las devolvió. «¡Era una broma!», repitió al menos cuatro veces en tanto reía. Sin decir nada, arranqué. Lo vi miniaturizarse en el retrovisor. Cuando le recriminé no haber hecho nada en mi ayuda, contestó que yo sola ya me bastaba para calmar a aquel idiota. Puso la radio. Detesto la radio. No me interesa nada de lo que me pueda contar alguien a quien no pueda verle la cara. Habríamos rodado unas veinte millas cuando extrajo algo del interior de su cazadora. «¿Qué es eso?», pregunté. «Un libro.» «¿Se lo compraste?» «Lo robé del lote aquel.» «Pero estás loco, podríamos habernos metido en un lío.» «Bah, que le den al yanqui ese, era un imbécil.» «¿Qué libro es?» Se limitó a enseñarme la cubierta: Historia del eco y el sonido en los Estados Unidos de América. «Está editado en México», me aclaró. Comenzó allí mismo a leerlo. Aproveché para apagar la radio. Vi una sucesión de árboles de desierto, pequeñas flores violetas a ras de tierra, los reflectores de las cunetas y sus equidistantes destellos, y camiones, que no frenan, te rebasan y nunca sabrás qué llevan dentro, y él, siempre con la vista sobre el libro. Creo haber dicho que los objetos sobreactúan. Pensé entonces que la muerte acontece cuando los objetos dejan de sobreactuar para nosotros. Una definición de la muerte como otra cualquiera, creo. No llego a entender a la gente que dice que nacemos solos y morimos solos. Desde el minuto cero al último nos acompañan objetos. Incluso en un secuestro. Sonó su celular, ambos dimos un bote en el asiento, hacía más de un mes que no oíamos el sonido del celular. Era de uno de los moteles, querían saber si podíamos contestar a una encuesta rutinaria de evaluación del servicio dado. Dos días más tarde llegamos a Denver, única ciudad verdaderamente importante una vez pasada Kansas City. Estuvimos dando vueltas un par de horas, buscábamos un hotel económico pero confortable; resultó ser el Best Western del downtown. A media tarde salimos a ver la ciudad. Solares abandonados, torres de cristal y casas con aire antiguo, de no más de tres plantas. Por casualidad pasamos por delante de la Dikeou Collection, de la que numerosas veces había oído hablar; jamás la hubiera imaginado en Denver. Pulsé el timbre. A través del telefonillo una voz nos dijo que era martes y que los martes cerraban. Insistí, argumenté que veníamos de México y que mañana ya no estaríamos allí; nos abrió. Se trataba de una chica muy joven, de calculada amabilidad, que nos hizo pasar por la entrada de las oficinas. En una mesa de dibujo reposaba una fiambrera con lo que me pareció una ensalada de pasta. Un pequeño televisor, sobre una mesa de centro, emitía un reportaje de la guerra de Irak, de la BBC, una caravana de cuerpos desnutridos se perdía en un túnel que parecía no tener fin. Pasamos a la zona pública. Nos dejó solos. Estuvimos recorriendo las salas que albergan la colección permanente. Lo noté muy animado cuando pasamos ante el avión gigante de Misaki Kawai, que ocupaba de pared a pared una sala, construido el fuselaje enteramente con tela, papel y lana tricotada, así como también los pasajeros, sus vestimentas y objetos personales. Él se concentró en los detalles: la fecha de los periódicos que leían algunos viajeros, o la comida que una azafata llevaba a los pilotos, huevos fritos con verduras. Metió la mano a través de una ventanilla —cabía justamente el puño—, abrió una de las trampillas del techo, y una mascarilla de oxígeno hecha de lana y algodón cayó ante la cara de un pasajero. Sonreímos hasta que su movimiento pendular se detuvo. Tras más de media hora, supusimos que la chica querría irse. Nos despedimos y no tardamos en salir. Caminamos tres cuadras hacia el sur, entramos en un centro comercial, allí se me ocurrió que podíamos jugar a algo a lo que ya en México habíamos jugado muchas veces: durante media hora, y por separado, cada uno debe comprarle un regalo al otro. El subió al primer piso. Yo me quedé en la planta baja. Treinta minutos más tarde él me tendió una camiseta blanca, con un gran corazón rojo estampado en su centro, y yo le tendí una idéntica, pero de chico. Nunca nos había ocurrido. Ante dos cervezas, en uno de los bares del mismo centro comercial, estuvimos maravillándonos de la coincidencia. Cenamos en una nave de comida típica del West. Básicamente, barbacoa que, según instrucciones de la zona, no debe acompañarse ni con cerveza ni con agua ni, por supuesto, con vino, sino con un superazucarado daiquiri servido en una copa que parece un frutero. Al llegar al hotel hicimos el amor por segunda vez desde que el viaje comenzara. Fue diferente. Hasta esa noche él nunca me había dicho que tengo un buen cuerpo. No es que me hiciera falta oírlo para saberlo, se trataba únicamente de un subrayado. Para mí, el sexo son capas de subrayados o no es nada. Lo repitió varias veces y fue esa repetición lo que terminó por excitarme más de lo habitual. Aunque también contribuyó el modo en que acarició mi vulva, con especial tacto. Lo hizo desde arriba, como si asiera una cornisa en tanto respiraba entrecortadamente. Supongo que a su excitación contribuyó de manera decisiva lo que le había contado durante la cena. Fue pocos meses después del secuestro cuando comencé a fotografiar mi propio sexo en primerísimos planos, lo que equivale a decir que lo que fotografiaba era el aspecto de la vulva. Hice muchas fotos, superaron las doscientas. Lo que me sorprendió, y de tal modo que al principio no pude creerlo, fue que vista en fotografía mi vulva era cada día una vulva distinta. Vulva almohadillada, vulva seca, vulva de hocico de ternera, vulva de hocico de gato, vulva plana, vulva abierta, vulva que parece tronco de palmera, vulva con forma de oreja de ratón, vulva con forma de medallón, vulva con forma de colina, vulva con forma de herida sin cicatrizar, vulva con forma de herida cicatrizada, vulva como un ojo de caballo, vulva como un ojo de búho, vulva con forma de lirio, de clavel, de bellota, de helado en proceso de derretimiento. No sigo. Sólo un lunar que poseo en la cúspide del labio izquierdo podría delatar que se trataba del mismo sexo. Era hermoso colocar todas las fotografías formando un damero y contemplarlas; sólo así apreciabas la aparente imperfección de todas ellas, y eso me gustaba. Entendí que poseo cientos de vulvas. Este hallazgo me ayudó a comprender por qué el último año de mi encierro me había masturbado compulsivamente: buscaba otros sexos que hay en mí, sólo eso. Además, no había nada que pusiera más nerviosos a los secuestradores que mi masturbación, lo que de alguna manera me satisfacía. Ellos se dirigían a mí con el calificativo de hembra —lo habían repetido muchas veces durante mi transporte en el interior de la maleta—, y yo les devolvía la palabra hembra traducida no sólo en mujer sino en cientos de mujeres, cada una con su vulva y correspondiente excitación, contracción, clímax —del cual el rostro es espejo— y relajación, y digo lo del espejo porque a seis meses del fin de mi encierro supe que aquel apartamento se hallaba plagado de cámaras de videovigilancia, ocultas en los plafones. Cuando lo supe, no es que me exhibiera ante ellas, pero sí me daba lo mismo hacerlo que no hacerlo. Aquellas cámaras no tenían suficiente resolución como para recoger en detalle mi sexo, pero sí mi rostro. Si soy sincera, el hallazgo de las cámaras tuvo un efecto ambivalente. Por una parte, no estaba sola, alguien al otro lado me veía y una luz, la luz de mi imagen, alumbraba siquiera mínimamente una zona del mundo. Por otra parte ponía de manifiesto algo que tras año y medio casi había olvidado: no estás allí porque una catástrofe planetaria haya arrasado cuanto conocías, sino que a pocos metros de ti una mujer pasea a un perro, unos estudiantes regresan de las aulas, un hombre bebe un vaso de mezcal mientras ve el fútbol, cincuenta aviones surcan el cielo de México D. F.; el planeta continúa su curso. Espero poder volver a eso más adelante. Antes dije que nunca le conté a él lo del secuestro porque no creo que fuera la clase de hombre que tuviera valor para mirarme al fondo de los ojos y ver aquello, pero no menos cierto es que hay en toda ignorancia un principio de unión; es la parte que desconocemos de los demás lo que nos une a los demás, es ese agujero de ignorancia uno de los lazos más fuertes que pueden llegar a establecer dos cuerpos, y tal agujero yo lo quería conservar. Espero también poder volver a esto más adelante. El aire acondicionado del hotel Best Western era fantástico. Desde la cama, orientada a la ventana —necesito dormir con las persianas abiertas—, se intuían las estribaciones de las Montañas Rocosas, cúmulos de estrellas les daban un aire de postal pasada de moda. Varias veces le pedí que apagara la luz, pero él, sentado en el escritorio, no apartaba los ojos de las páginas de Historia del eco y el sonido en los Estados Unidos de América. Me quedé dormida con el reflejo de su perfil en la ventana; a lo lejos, las ondulaciones de una bandera de Estados Unidos que en la noche era negra y blanca. Creo que soñé con una palmera, y un perro que orinaba en el tronco y después se alejaba. Molestias menstruales me despertaron a las cuatro de la madrugada. A través de los párpados sentí la luz de la lámpara de escritorio. Le pedí que se fuera al lavabo a leer; no contestó. Me levanté, me detuve un momento a su espalda, lo suficiente como para detectar en mitad de un párrafo la frase «el Sonido del Fin». Me metí en el lavabo. El siempre hacía bromas con el precipitado de mi orina en el agua, decía que sonaba a motor de aire acondicionado; era divertido. Esta vez no comentó nada. Me limpié. Pulsé la cisterna. Ni me miró cuando salí. Me detuve a su lado, le dije: «¿Puedes explicarme de una vez qué buscas?, empiezo a estar francamente cansada». Levantó la vista —bajo las gafas, sus ojos parecían dos peces lejanos—, no dijo nada. «Creo que merezco una explicación», insistí. Me senté al borde de la cama con intención de no moverme de allí. Se quitó las gafas, frotó los ojos con un movimiento que dibujó una interrogación —hacía ese gesto siempre que se proponía iniciar una explicación prolongada— y dijo: «El Sonido del Fin ha sido citado por multitud de viajeros de todos los tiempos, Marco Polo no fue el primero, pero desde luego sí quien lo popularizó entre las clases altas y los comerciantes de su época con capacidad de transmisión. Desde entonces, el Sonido del Fin ha ido pasando por multitud de formas y representaciones en todas las capas sociales y culturales del mundo conocido. Se sabe que los comerciantes chinos del siglo xix, ante el acelerado arranque e implantación que entre los filósofos naturales de su época tuvo la teoría darwiniana, validos del arte de la taxidermia construían nuevas especies de animales uniendo, insertando o simplemente yuxtaponiendo partes de especies ya conocidas. Después, a fin de desafiar la ciencia occidental, paseaban esas criaturas por ferias y museos como ejemplos de puntos muertos, eslabones perdidos, derivas o fallas en el seno de la teoría de la evolución de Darwin. Algunos de los comerciantes afirman haber oído emitir sonidos a esas criaturas inertes. No voces ni asertos en lenguaje estructurado, sino simplemente sonidos nunca hasta entonces oídos. Los creyentes en tales hechos lo interpretaron como la manifestación de una realidad distinta a la común, compuesta estricta y únicamente por sonidos, en la que tales animales se hallaban inmersos, y la llamaron el Sonido del Fin. Pero no es ésta la única versión supersticiosa en la que se ha visto envuelto el Sonido del Fin. Por ejemplo, en zonas del norte de México los habitantes de ciertos poblados no sólo no permiten que ningún insecto o animal traspase sus fronteras, sino que cualquiera que lo haga será disecado y puesto a resguardo en un museo construido bajo tierra. El museo se ha visto obligado a ir aumentando sus dimensiones debido al acúmulo de ejemplares disecados; hablamos de siglos. Todos los demás animales o insectos de cada especie son aniquilados en lo que en términos puramente occidentales podríamos llamar refutación de la copia. ¿El motivo? Entienden que sólo una divinidad está autorizada a poseer copias de las cosas que pueblan el mundo. El caso es que al sonido, al ruido de fondo que puede escucharse en ese museo subterráneo, los habitantes de esa región lo llaman el Sonido del Fin. Otro ejemplo: yo mismo, en una zona de Miami denominada Wynwood, antes dedicada al almacenamiento de toda clase de mercancías y ahora reconvertida en zona hipster, en cuyas antiguas naves industríales han proliferado bares y salas de exposiciones, localicé un bar al que todos los grupos musicales de la ciudad llevan sus cintas de casete. Estos grupos no poseen ni página web, ni dominio digital, ni copias en MP3 u otro formato, ya sea físico o digital. De hecho, esas cintas son únicas. Sólo existe una copia por ejemplar. En esa ocasión —primera y hasta la fecha única en la que he pisado las calles de la ciudad de Miami—, entré en el bar y curioseé entre diversos artículos. Vendían fanzines, chapas, parches, revistas tipo Replicante o Zing-magazine, y cuando llegué al estante de las cintas pedí que me dejaran oír alguna, de prueba, por ver de qué iba. La dependienta, también camarera, me preguntó si estaba de broma, y fue entonces cuando, por boca de ella, supe de la peculiar filosofía que rodeaba a aquel bar y aquellas cintas de casete. Cuando salí, un rótulo sobre la puerta decía, en español, Sonido del Fin. Creía que lo sabía todo o casi todo acerca de tal sonido, pero hace pocos meses, a través de la versión digital de la revista especializada en el estudio del sonido Echoes, editada en Zúrich, supe que los astrónomos de la antigua China, excelentes observadores del cielo, prescindieron de los movimientos regulares de los planetas para únicamente documentar fenómenos anómalos, objetos celestes erráticos, eclipses, cometas imprevistos y, en suma, todo lo que la astronomía practicada por sus homónimos occidentales dejaba a un lado —y que, dicho sea de paso, ahora busca como verdaderos tesoros—. Bueno, yo esto ya lo sabía, no en detalle pero más o menos ya lo sabía; de lo que no tenía conocimiento era de que el fin último de los astrónomos chinos era localizar en aquellos fenómenos erráticos el Sonido del Fin, que, según ellos, debía ser emitido por cierta clase de cometas y estrellas. Estaban convencidos de que todas las cosas que no poseen parangón o copia deben llevar dentro de sí el Sonido del Fin y, por lo tanto, tarde o temprano éste ha de salir, manifestarse, ya sea propiamente en forma de sonido o en transformaciones secundarias de carácter fundamentalmente visual. En este sentido, las mil caras que posee tu vulva fotografiada podrían ser un ejemplo, y lo digo por decir algo, para que comprendas a lo que me refiero. Bueno, son éstos sólo unos cuantos casos, podría poner cientos más. Como ves, el Sonido del Fin es un ente que recorre el arco que va de la tradición culta a la mágica, pasando por la underground, así como el arco temporal que va desde Aristóteles a los actuales estudios de digitalismo sonoro, y cito a Aristóteles porque el Sonido del Fin es referido en una de sus obras, concretamente en De las cosas de la audición, injustamente considerada espuria. Sobre si Marco Polo lo tomó de Aristóteles, no hay duda de que no fue así. Fueron los mongoles, entre los siglos xii y xm, artífices del Imperio más grande jamás conocido, quienes habrían propagado la idea del Sonido del Fin desde su Mongolia natal hasta las mismas puertas de Europa, pasando por lo que hoy son China, Rusia e Irak, y sería en algún haz de esta expansión cuando Marco Polo habría sabido de la existencia del Sonido del Fin. Por lo demás, no se entiende cómo un pueblo como el mongol, en absoluto refinado en lo que a cultura sonora se refiere, pudo por sí solo dar a luz tan sofisticado concepto. Con todo, ya digo, el Sonido del Fin data, como poco, de la época helenística. Sin embargo, aquí, en este libro, se dice que el Sonido del Fin es algo genuinamente norteamericano, ¿te lo puedes creer?, éste es un libro serio, no puede permitirse tonterías como ésa. El más importante ejemplo de Sonido del Fin que refieren sus páginas habla de un tipo de origen polaco, llamado Sokolov, afincado en Chicago, que a mediados de la década de los ochenta llegó a Norteamérica a la edad de diez años para ser criado por su abuela. Tras la muerte de sus padres en una explosión de gas que derribó gran parte del edificio donde vivían, en Tarnów, Pequeña Polonia. Fue ésa la forma más fácil que su tía polaca encontró para deshacerse de él, que se había salvado del desastre por estar en ese momento, y como era habitual, en el sótano del edificio grabando en un magnetófono toda clase de ruidos: dar golpes con una cuchara sobre la mesa al mismo tiempo que respiraba con fuerza, o poner a funcionar el taladro y simultáneamente recitar sin entender ni una palabra fragmentos del ejemplar de El capital que el padre, fontanero de profesión, guardaba en la caja de herramientas. Cosas así eran las que en su infancia le gustaba registrar a Soko-lov. Para ello utilizaba una vieja grabadora KVN. Conozco esas grabadoras, es de lo mejor que se ha hecho en cuanto a registro de sonido en cinta magnética. A él le rescataron de entre los escombros tras tres días sin comer ni beber, cuando ya le habían dado por muerto. Una vez que hubo llegado a Chicago, creció y encajó fácilmente en la sociedad local. Su propia abuela se vio sorprendida por semejante ejemplo de adaptación al medio. Tras estudiar electrónica y ejercer de responsable de los sintetizadores en varios grupos de postrock locales, sus intereses fueron derivando hacia aquello en que había ocupado su niñez, la música abstracta y el ruidismo. No era difícil verlo por diferentes barrios de Chicago armado con grabadoras y micrófonos de campo a fin de descubrir texturas en inesperados instrumentos urbanos: desde el clásico clac-clac originado al paso de coches sobre una tapa de alcantarilla mal ajustada, hasta la ventosidad que, de principio a fin del dibujo, emite el bote de espray de un grafitero. Después remezclaba y sampleaba esos sonidos con otras grabaciones, propias o ajenas. Fue así como comenzó a grabar sus primeros CD, que él mismo distribuía por tiendas y mer-cadillos hasta que obtuvo un significativo prestigio como músico de vanguardia. Milagrosamente, en el momento en que aquella desgracia polaca aconteció, llevaba una cinta recién grabada en el bolsillo, la cual conservó y con frecuencia utilizó para extraer e insertar en sus obras sonidos que de otra forma jamás habrían existido en Norteamérica. En su imparable obsesión por la experimentación en la grabación de ruidos y su posterior procesado, Sokolov pidió permiso para grabar los sonidos del World Trade Center. Afirmaba que las entrañas de los edificios se hallan recorridas a cada instante por un canal ramificado de sonidos en apariencia inaudibles. Su abuela, cuyo testimonio también es introducido en el libro, dice que esa obsesión por los edificios le viene del accidente que a los diez años le sepultó en el sótano de su casa en Polonia, pero él afirma que no, que en realidad todo eso se gestó cuando aún era un feto, momento en el que el sentido más desarrollado es el auditivo. En resumen: el 10 de septiembre de 2001 le permiten grabar en las oficinas de la BP, piso 77 de la torre Sur del World Trade Center. Su pretensión es recoger todos los sonidos que en ese piso, totalmente aislado del exterior, jamás llegan a oírse: el vuelo de un pájaro a ras de la ventana, el paso de un helicóptero, el silbido de un lim-piacristales o del viento, así como los imperceptibles ruidos de cañerías, vibraciones de la estructura, el cimbreo de las antenas, las cisternas de los cien apartamentos circundantes, el zumbido parásito que emiten los cables de electricidad, el rodar de las ruedas de los coches del parking del sótano, el timbre de las cajas registradoras de las tiendas situadas en las plantas bajas, y todo así. Coloca pues micrófonos de garza exteriores, micrófonos tipo membrana pegados a los cristales y bajo la moqueta, otros hidrófugos en los desagües, en el interior de los enchufes y —te leo—:

y como cuando por capilaridad el café sube por el azucarillo si mojamos sólo la punta, o como cuando la savia de un árbol sube de las raíces a las hojas impulsada por una fuerza sólo explicable mediante arquetipos vectoriales, todo el sonido oculto del edificio subió también hasta los auriculares de Sokolov, quien escucha entonces los latidos de lo inerte, vive una experiencia íntima con el edificio, devuelve a la habitación los sonidos que le son suyos. Respecto al origen de su obsesión por los sonidos de los edificios, Sokolov ha pensado que quizá tenga que darle la razón a su abuela, porque aquella tarde del 10 de septiembre de 2001, entre la maraña de ruidos del World Trade Center, le pareció distinguir en los auriculares las últimas voces de sus padres.

»A partir de aquí el relato continúa diciendo que, sobre todo en la Costa Este, y por motivos obvios, los creyentes en el Sonido del Fin han tomado esa audición experimentada por Sokolov el día anterior a la caída de las Torres como el único y legítimo Sonido del Fin. Conviene recordar que hasta ahora, y desde que fuera enunciado por las culturas antiguas, es ése su único registro sonoro conocido. La cinta original de la grabación, una TDK doméstica, en absoluto profesional, la conserva la abuela de Soko-lov. Muy poca gente ha tenido acceso a ella. Por qué Sokolov realizó justamente ese día y no otro la grabación ha sido motivo de múltiples especulaciones, pero parece quedar claro que fue casual. Sin embargo, el motivo por el cual aquel día Sokolov utilizó una cinta TDK doméstica, si siempre había usado formatos profesionales, es algo que aún es motivo de gran controversia».

Hizo una pausa. Permanecí callada. Dijo que le apetecía fumar un cigarrillo, me pidió que le acompañara. Me calcé los tenis, me puse la falda, la cazadora de cuero sobre la blusa del pijama, que asomaba por abajo y parecía una doble falda pero quedaba bien. El cogió el libro, le dije que lo dejara, contestó que ni en broma, y salimos del cuarto. El ascensor descendió con extrema lentitud. En el lobby, el recepcionista nos abrió la puerta, bloqueada a esas horas. Las grandes baldosas de la acera le daban a la calle un aire aún más desértico. En los centenares de edificios, conté sólo tres ventanas con luz; una sombra pasó tras una de ellas, portaba algo entre las manos. Sopló un viento intenso y cálido, él se apoyó en el muro de la entrada, encendió un cigarrillo, y para mi sorpresa, continuó: «Lo que yo no sabía es la extensa tradición del Sonido del Fin que hay en este país. En el libro, ya ves, viene todo, en ciertos aspectos es un buen libro, pero si soy sincero, no me ofrece mucha credibilidad la historia de Sokolov, no dudo de que él haya oído algo en el World Trade Center, pero me resulta extraño que la cinta TDK con la que realizó la grabación aquel día fuera similar a aquella otra con la que se vio sepultado en Polonia. En mi opinión, el 10 de septiembre de 2001, Sokolov no grabó nada relevante, y después sencillamente sustituyó la cinta por la de su infancia. Eso es lo que pienso. ¿No crees?». «Sí, sí, es lo más probable», contesté. «Por otra parte, la experiencia más próxima documentada en este país la datan en el año 2008, la leí mientras dormías, ¿quieres oírla?» Consulté el reloj, cinco de la madrugada. Apreté la cazadora en torno al pecho, «sí, adelante —dije—, ¿dónde se ubica?». «En el desierto de Moja-ve —contestó—, en la frontera de Nevada con California, el libro da las coordenadas y todo». El también se ajustó la cazadora, abrió el libro por una página que traía señalada con un lápiz de propaganda del hotel, dio una última calada al cigarrillo, lo aplastó con el pie y comenzó a leer:

Experiencia última (2008): Tony Jacobs (tal como aparece redactada por el propio Tony Jacobs en su diario de rodaje).

38 °C a la sombra tienen su gracia. Christian Mar-clay observa su vieja furgoneta, aparcada un poco más allá de la zona del surtidor. Apoyado en la puerta del bar, bajo un letrero en el que pone Seven-Up, le da el penúltimo trago a una lata de Seven-Up. Es un bar de una carretera plantado en el extremo sur del desierto de Mojave. Pregunta cuánto debe. Como la lata estaba adulterada con ron, el viejo le suma dos dólares y hace un comentario acerca del aspecto desnutrido de Christian. De pequeño comió poca carne y mucha verdura, lo que le formó un cuerpo blanquecino y delgado.

Ese y no otro es el motivo por el que, en Europa, el norte evolucionó más que el sur: sus habitantes comieron más carne, lo que en nuestro país, Estados Unidos, se traduce no en términos cardinales sino musicales: los padres de Christian habían sido fans entusiastas de un grupo llamado The Mamas and the Papas, conocido por sus adicciones cerealistas. Christian ingirió su primer filete de vacuno cuando llegó a la mayoría de edad.

Sale del bar, arranca la furgoneta y rueda en dirección oeste. Tras unos minutos llega a un punto que parece ser el lugar ideal. Frena. Ni árboles ni vallas por delante, una carretera tan recta como su meditada decisión. Abre las puertas traseras, coge la guitarra eléctrica, una Fender Stratocaster roja. Ata una cuerda al parachoques de atrás y, 10 metros más allá, en el otro extremo de la cuerda, anuda la guitarra. Ancla la cámara de vídeo a las puertas traseras, la pone a grabar. Regresa a su asiento y acelera. Al instante la cuerda se tensa, un trallazo que obliga a la guitarra a dar un bote muy elevado para después caer y rebotar contra el asfalto. Christian acelera más. Las cuerdas de la Fender saltan a los pocos minutos, antes ya han compuesto una sinfonía a golpes, registrada por el micrófono de la cámara de vídeo. El esmalte rojo, quemado por el roce, despide humo. Olor a refinería. La cámara también recoge esos sonidos. Las clavijas de afinar se van puliendo, chispean, son cuchillos. Alrededor, el paisaje es un infinito letargo, como dos cuerpos después del coito, se dice Christian mientras se peina el pelo con la mano derecha. En el dedo corazón, un anillo de oro que dice The Sounds ofSilence. La madera de la guitarra ya está a la vista, cientos de astillas dejan rastro, el nácar estalla, el botón del volumen saltó hace tiempo, saltó cuando estaba en el nivel 0; una casualidad, podría haber estado en el 10. Visto desde el horizonte aquello es una nube de cuerdas, metal, madera y chispas que no parará de crecer hasta que el depósito de la gasolina esté a cero. La cámara, anclada a la puerta trasera, siempre captando imagen y sonido.

Cuando a Christian se le acaba la gasolina han pasado dos horas. Ocurre en otro altiplano, pero esta vez cultivado. Allí al lado, una mujer y un hombre de color, sentados en la cabina de su cosechadora, comen carne asada con zanahorias en una fiambrera. También se han quedado sin gasolina. Christian desciende de un salto, observa la guitarra, que ha tomado una forma que recuerda vagamente a un cuerpo humano.

La pareja agricultora se acerca. El hombre se agacha, deja la fiambrera sobre la carretera, toma la guitarra entre sus manos, le da vueltas, y dice: «¿Sabía usted que por estas tierras hasta hace pocos años a los negros nos arrastraban atados con una cuerda al coche y aceleraban hasta vaciar el depósito de gasolina? No era un acto ni legal ni ilegal, porque los negros no éramos personas. Me parece, señor, que usted acaba de componer una banda sonora en recuerdo de aquella barbarie, y eso le honra».

Entonces grité: «¡Corten!».

Todos nos acercamos a la furgoneta. Había algo en la voz de Leo, el hombre negro, que no me había gustado. Concretamente, cuando en su última frase dice, «y eso le honra», que sobreactúa. Quizá ese error de interpretación viniera de dos motivos, el primero es que Leo no es actor profesional, lo recluté en la calle, vendía películas cerca de mi apartamento, se apoyaba a esperar, nunca le vi ofrecer ni mendigar, su presencia transmitía seguridad, templanza, pensé que era ideal para el papel. El segundo motivo es que Leo es realmente de color, llegó hace tres años de un lugar de Africa cuyo nombre siempre se me escapa, de modo que no puede representar esa escena sin manifestar el sentimiento de rabia. Y ahí, precisamente ahí, yo no quiero rabia.

Christian se hizo a un lado mientras Leo y yo discutíamos. Nos enfadamos de veras. La que actuaba de su mujer, Yasmina, ésta sí actriz profesional, regresó a la cosechadora, creo que dijo que debía hacer una llamada telefónica. Un ayudante de vestuario le echó un abrigo de piel sobre los hombros, hacía frío. Los cámaras, cansados, se sentaron en el arcén a beber cerveza y oír nuestros gritos. Christian decidió entonces ver qué había grabado la cámara fija desde la puerta de la furgoneta, porque aquella cámara realmente estaba grabando. Le había advertido que no lo hiciera, que no quería más grabaciones que la mía, pero él siempre quería registrar también la visión desde la furgoneta. Nos enfadamos.

Esa noche entré a mi apartamento, cubil que la productora me había alquilado a las afueras de Lake Ha-vasu City, pensando en qué demonios pasaba con esa escena, era como un muro, siempre fallaba, con ésta era la séptima vez que la repetíamos. Siempre pido que me alquilen algo aparte, lejos del hotel, así no tengo que aguantar a los actores, ni al equipo de producción ni a los técnicos y puedo pensar con mayor claridad en la marcha del rodaje. Encendí la radio. Sentí hambre. Barnicé el interior de la sartén con un trozo de tocino, la puse al fuego y eché directamente un lomo de cerdo que encontré en un congelador bien abastecido; saltaron chispas, después un vapor de agua que nublaba la vista. Momentos después añadí sólo guisantes, pero para entonces ya lo había visto con extrema claridad, si tuviera que resumirlo diría: el motivo por el que a los humanos nos atrae sentarnos cada día en torno a una mesa y comer es porque la materia prima, cuando la compramos en el mercado, la recibimos muerta, y cocinarla, servirla y paladearla equivale a resucitarla en el plato. Eso me llevó a pensar que en el acto de cocinar hay una conciencia de tiempo marcada por una muerte y una resurrección, y que ese rito es eterno.

Metí el lomo de cerdo y los guisantes en una bolsa, salí y arranqué el coche con intención de regresar al lugar donde habíamos detenido el rodaje. Cuando llegué lucía la luna, el asfalto era un mapa de marcas y astillas que hubiera hecho las delicias de la policía científica. La fiambrera de Leo y Yasmina, en efecto, se había quedado allí, abierta en mitad de la carretera. Ni una sola rueda la había pisado, ni un solo animal la había desplazado. Me agaché, la sostuve con una mano. La carne asada y las zanahorias de poliexpan y plástico brillaron bajo la luz de la linterna. Vertí en la fiambrera el lomo de cerdo y los guisantes que había llevado. La volví a dejar donde estaba. Oí entonces un sonido, miré a todas partes, no conseguí localizar su origen, nunca había oído algo igual, como si al ruido de fondo le hubieran suprimido notas superfluas para dejarlo desnudo. Me senté en el asfalto, tomé la fiambrera con las manos y entonces el sonido desapareció. Posé la fiambrera y el sonido reapareció. Aquello era una especie de interruptor. Regresé al coche. Me alejé pensando que quizá al día siguiente todo cambiaría.

(Este relato de los hechos ha sido cedido por los herederos de Tony Jacobs.)

Entonces cerró el libro, me miró. Hizo una pausa antes de decir: «Bueno, en esencia, éste es el asunto; qué te parece». Por motivos que aún hoy para mí son un misterio, me descubrí con lágrimas en los ojos. Iba a decir algo pero en su lugar disimulé poniéndome de cara al viento. «¿No dices nada?», insistió. «No, no digo nada. Está muy bien. Muy bien», respondí mientras él, con la cabeza metida en el interior de la cazadora, intentaba encender un cigarrillo. Miré hacia arriba, de las tres ventanas sólo una quedaba con luz. Amanecía. Le dije «vamos a caminar». Colocó el libro bajo el brazo y echamos a andar. Pasó un camión de la basura, el conductor sacó la cabeza por la ventanilla, nos dijo algo que no entendimos. Algunos bares estaban abriendo, le hice observar que el logotipo de una de esas cadenas de comida que abren 24 horas se parecía mucho a una esvástica. Pocos metros más allá, en una cafetería unos tipos bajaban las sillas de las mesas, intentamos entrar; hasta media hora más tarde no terminarían la limpieza. Continuamos unas cuantas cuadras, el sol subía perpendicular a nosotros. Nos encontrábamos bien, lo supe porque en aquel instante tanto nos daba ir hacia delante como hacia atrás. En un local recién abierto —suelo de baldosines como de Pompeya— pedimos dos daiquiris y huevos rancheros. Estaban buenísimos, los mejores huevos rancheros del mundo, pensé. Comimos vorazmente, en silencio. Imaginé la siguiente conversación: yo le decía «¿por qué ya nunca me tocas?», y él respondía «porque si te toco, te rompo en dos». Después imaginé la conversación al revés, y tenía el mismo sentido. No supe qué pensar. En el televisor, situado en un altarcito sobre la barra, una mujer anunciaba un aditivo para carburantes de coche. Metía la mano en el líquido, tras unos segundos la sacaba totalmente limpia y decía a cámara «así en tu mano como en tu motor». El anuncio se cortó un segundo, una breve interferencia, mientras la mujer recitaba esa frase, me molesta mucho cuando en los anuncios de la tele la imagen se congela, aunque sólo sea un segundo; pierden credibilidad. No ocurre así con las películas. Fue a las 6.38 a. m., tras pedir la cuenta, cuando le dije que debíamos ir a ese lugar de Mojave. Aún no había terminado la frase cuando él dijo que sí. Sobre el libro, repasamos la historia de Tony Jacobs, los detalles, las coordenadas exactas, trazamos un calendario tentativo. A buen ritmo y sin incidentes, tardaríamos tres, a lo sumo cuatro días en llegar. El punto se hallaba localizado en una pista asfaltada llamada Kelbaker Road, que atraviesa el desierto de Mojave; exactamente, a 1,7 millas de su confluencia con la US40, en el extremo sur. Una vez que hubiéramos llegado al desierto, podríamos bordearlo, pero el camino más rápido sería entrar a él por el norte, por la también pista Nipton Road, para directamente descender hasta empalmar con la citada Kelbaker Road. El camarero hacía tiempo que esperaba que depositáramos los 18,75 dólares en la bandeja. No nos habíamos percatado de que alguna gente, de pie junto a la barra, esperaba mesa. Dejamos cuatro dólares de propina. A partir de ese día todos los estados comenzaron a parecemos iguales. Las diferencias se hallaban en los detalles, que fueron agigantándose. Recuerdo haber atravesado desiertos e imaginar que a alguien lo abandonaban allí únicamente con un trozo de queso. Recuerdo haber visto una clase de árbol que sólo crecía en el asfalto. Recuerdo haber visto a una monja jugar a una máquina tragaperras en un pequeño casino de carretera. Recuerdo haber llegado a un pueblo en el que había menos supermercados que armerías. Recuerdo habernos parado en un área de descanso, y mientras él iba al lavabo yo a fumar un cigarrillo, y a ver a una mariposa en el capó del coche, y después a seguir ruta, y desde un sol y un cielo plano recuerdo haber visto desatarse una tormenta que nos obligaría a detenernos en el arcén y a permanecer allí veinte minutos, y pasaban camiones como tiburones en una lluvia que no los detenía, y recuerdo que después amainó y continuamos y a ambos lados de la autopista todo eran árboles caídos, tractores arrastrando escombros, cunetas deshechas, un par de accidentes, y recuerdo habernos detenido doscientas millas más adelante, en otra área de descanso, y sentarnos en un banco, frente al coche, beber agua, comer una chocolatina y ver en la ranura del capó, atrapada por las patas, una mariposa muerta, y habernos acercado para detectar que de las alas sólo quedaban los filamentos en forma de red, el resto estaba vacío, y le recuerdo a él estremecido cuando dije «es la misma mariposa», y recuerdo haber cruzado ciudades que parecían la misma, y una que tenía una cadena de supermercados llamada Einstein, que jamás volví a ver, recuerdo haber estado en un restaurante decorado con decenas de cabezas de animales disecados, y allí comer hamburguesas de cordero afgano, decía la carta, y beber cerveza, y en ese restaurante ir al lavabo, al que se accedía por la lavandería pública, y allí ver a los adolescentes del pueblo, sentados sobre las máquinas centrifugadoras, fumando en silencio, exactamente igual que, miles de millas atrás, los ancianos pescadores de aquel lago, y eso recuerdo no haberlo entendido, y recuerdo haber visto pasar un tren carguero de dos millas, y una mantis religiosa aplastada en un parking público que daba mucha pena, y una barbacoa en la que sólo había negros y un estado en el que no vi ni uno, y le recuerdo a él eufórico con una canción de Eels que sonaba en la radio, como cuando un bebé oye de pronto un sonajero, y recuerdo haber visto pasar muchos aviones y pensar que todos llevarían algún retraso, y recuerdo a una mujer decirle a un hombre que en Nueva York hay un parque llamado Central Park, y que quienes lo construyeron hicieron una prospección geológica a fin de construir «arriba» lo mismo que hace millones de años había existido «abajo», recuerdo haberle oído a esa mujer que el resultado fue que encontraron hielo y una concha marina que tenía una forma curiosa, rectangular, y que estaba vacía, «tan vacía como Central Park por las noches», y recuerdo haber oído otra conversación en la que un cliente le aseguraba a un empleado de motel que la primera vez que pisó una librería notó un temblor en la suela de los zapatos, y recuerdo haber visto casas pragmáticas a un lado de la autopista y reservas indias al otro, y privatopías que estaba segura de que vistas desde el cielo tendrían formas de animales, y carreteras que terminaban en rotondas inútiles, y también urbanizaciones de lujo camufladas en casas de adobe, y no haber fotografiado nada de eso, y recuerdo haber pensado en los interruptores de luz de los cuartos de baño americanos como se piensa en el mapa de un desierto eléctrico, y que el hábitat más desértico de una vivienda es el cuarto de baño, que nos llega virgen y se conquista a fin de hacerlo humano, y recuerdo haber usado multitud de baños públicos, muy sucios, y en todos haber pensado que es como orinar en el alma líquida de quien te precedió, recuerdo haber visto un Bank of America en una casa prefabricada, de lata, y una iglesia también así levantada, y recuerdo haber pensado que los coches de cambio automático poseen algo incontrolable, como montar a caballo, nostalgia del originario galope americano, recuerdo haber visto a mucha gente obesa y darme cuenta de que engordar en América es una manera de protegerse de América, recuerdo, sobre todo, una infinita línea de asfalto, y haber girado la cabeza y ver entonces el perfil de su cabeza tapando el sol de media tarde, recuerdo haber visto todo eso y que un día atravesamos las montañas que nos pusieron en la entrada al desierto de Moja-ve, y que era imposible llegar en el día, sí, recuerdo haber pensado que todo eso me dejaba indiferente y no entender entonces por qué mi memoria lo retenía, y entonces él dijo: «Alto, mira, he visto en la guía de viajes una cabaña para alquilar en el desierto de Mojave a precio razonable». El mismo llamó desde su celular, habló con la dueña, quien le dio instrucciones de cómo llegar. «Esta zona de California es inhóspita —advirtió—, llevad lleno el depósito de gasolina». Para llegar había que desviarse varias veces de las carreteras principales de Nevada, hasta alcanzar un pueblo que a pesar de salir en el mapa era un asentamiento de caravanas, donde paramos a repostar; sabíamos que más allá llegaríamos a Nipton Road y todo sería desierto. Entramos en la tienda de la estación de servicio a comprar comida, cualquier cosa, algo ligero pues el alquiler de la cabaña incluía servicio de cena. Nos atendió una mujer que, después de que pagáramos, nos sugirió hacer un donativo. Le preguntamos para qué era, y señaló hacia fuera, donde una excavadora manejada por un tipo con sombrero de cowboy removía tierra; le dimos veinte dólares. Salimos de la tienda. Nos detuvimos a mirar la cordillera que, muy a lo lejos, ponía fin al altiplano, él me rodeó con su brazo. Oímos unos pasos a nuestra espalda. Un chico con pecas y tez muy blanca se acercó. Sostenía una pala con restos de tierra, vestía una camiseta que decía Nirvana, pero no se refería al grupo Nirvana. Nos preguntó qué mirábamos con tanto detenimiento, le dijimos que las montañas del fondo, que eran bonitas. El las miró varias veces y dijo alegrarse de que nos gustaran, que él jamás se había fijado en ellas, y sonrió, lo que delató una deficiente higiene bucal. Señaló entonces a una mujer, muy joven, poco más que adolescente, sentada en el suelo, contra la pared de la caravana cercana a las zanjas que venía haciendo la excavadora, sostenía a un bebé en brazos; otro niño, de unos tres años, a su lado, jugaba con unas pequeñas casas de plástico. El chico, sin perder la sonrisa, nos dijo que eran su mujer y sus hijos, y que estaban construyendo la primera casa con cimientos del pueblo, la que sería su casa, y que en el siglo de historia con que contaba aquel asentamiento jamás una vivienda había sido clavada en la tierra. Le dimos conversación, le dije que yo era mexicana y él, español. El chico dijo conocer el fútbol español, y entre risas murmuró que algún día Estados Unidos le ganaría a España en unos mundiales, que lo que ocurría era que en Estados Unidos pasan del fútbol, desconfían de un deporte en el que el tiempo no viene marcado por un reloj en un panel a la vista de todos, pero que cuando se pusieran a jugar en serio no habría rival, y entonces sonrió aún más. Nos despedimos con apretones de manos. Arranqué el monovolumen, vi cómo el muchacho apartaba a su hijo con la rodilla para clavar la pala en la tierra. De ahí en adelante todo era una planicie de grava-arena, y terrones dispersos rematados con malas hierbas que, no obstante, cuando apretaba el hambre servían de alimento a conejos. Rodamos a buen ritmo y lo cierto es que, a pesar de las advertencias que la propietaria se había encargado de subrayar por teléfono, no hubiera sido tan difícil llegar a la cabaña. Tras hora y media, el navegador GPS del coche —primera vez que lo usábamos— nos dejó en la puerta. Apagué el contacto. Nada ni nadie alrededor, cruzamos una mirada de satisfacción. Salimos del coche. La cabaña, de madera y piedra, pintada de blanco pálido, una sola planta rectangular, tenía seis ventanas por lado; sin duda era más grande de lo que en las fotos de la guía de viajes aparentaba. Un porche entarimado, con cuatro sillas bajas, típicas de terraza, y una mesita. Nos aproximamos. El porche se abría a un breve espacio en el que bordillos hechos con piedras no más grandes que una pelota de tenis, y cactus de todas clases dibujaban en la tierra algo que intentaba ser un jardín seco; en el baricentro de este jardín se erguía una barra de hierro a la que alguien había soldado un volante de coche de carreras. Un poco más allá, un trozo de un viejo arado y una bañera de madera en la que ponía, en letra manuscrita, jacuzzi. Cansados de buscar el timbre, dimos voces. Nadie apareció. Nos sentamos en el porche a esperar. Lejano, pasó un tren de mercancías a través del desierto. El ruido del traqueteo llegó hasta nosotros, sin obstáculo. No tardamos en oír el motor de un coche. Resultó ser una pick-up, de la que salió una mujer, rubia, gafas sobredimensionadas, caminaba sobre muletas, de esas que terminan en tres pequeñas patas. Debía de tener una cara común porque, a distancia, me resultó familiar. El se acercó, vi cómo intercambiaban dólares por llaves. En menos de tres minutos la pick-up de la mujer era una nube de polvo y él regresaba. «Dice que por la noche vendrá un tipo a hacernos la cena.» El interior de la caseta era acogedor, aunque un poco impostado, calculado para adictos al new age y gente urbana. Chimenea, latas de píldoras y de remedios antiguos expuestas en una vitrina, una bombona de agua, sofá cubierto con una colcha de flores que no existen, una bola del mundo del tamaño de un balón de playa y un escritorio en el que se apilaban revistas, juegos de mesa y libros. Cada habitación —informado a través de una chapa metálica en el marco superior de la puerta— poseía el nombre de un actor o actriz famosos. Elegimos la habitación del único al que no conocíamos, Clara Bow, actriz que, por la información al pie de diversas fotografías repartidas por la habitación, había tenido importancia en el cine mudo. Me acerqué a un retrato, primerísimo plano fechado en 1917. Me hizo gracia detectar en las pupilas de la actriz el reflejo de un objeto de un siglo de antigüedad, que no reconocí. El descargó el equipaje, encajó mi maleta en el espacio que quedaba entre la cama y la pared. Propuso sacar los planos de la zona, estudiar la ruta del día siguiente, tener las cosas a punto; además, argumentó, a simple vista, desde el porche, se veían más carreteras o pistas de tierra de las que el mapa dibujaba; no sería difícil perderse. Le dije que más tarde; necesitaba dormir. Cerré la puerta de la habitación. Me tumbé sobre la colcha. El salió a inspeccionar, dijo. Le oí arrastrar sillas en el porche. Me quedé dormida. Soñé de nuevo con un perro que orinaba al pie de una palmera muy alta y después se iba. Soñé que le contaba a él quién había sido la actriz mexicana Dolores del Río, y algo referente a los animales que, en las películas, ella siempre lleva en brazos. Soñé que estábamos en el porche y tomábamos cervezas y snacks, y que la línea del horizonte era tan perfecta que cuando se puso el sol nos pareció que alguien había pulsado un interruptor. Cuando me desperté eran las siete de la tarde. La primera imagen que me vino a la mente fue la de la mujer que nos había traído las llaves. Cierto que mi recuerdo correspondía a su visión de lejos, pero me di cuenta de que la familiaridad de su cara venía por el gran parecido que guardaba con Eva Braun. Recientemente había visto un documental de Eva Braun, y de alguna manera la duermevela asoció ambos rostros, o la pose, o la vestimenta, o el modo en que ella le había tendido las llaves, no sé. Tumbada en la cama recuerdo haberme desabrochado el sostén, que me lastimaba en la espalda, y haber mirado por la ventana. Los visillos de ganchillo, la estela de un avión, el sol, ya rojo, cayendo sobre el rojo del desierto, y Eva Braun en un documental en color, y Eva Braun filmando películas domésticas en el Nido del Aguila, y Hitler que se agacha y acaricia unos perros, y Eva Braun que juega al ping-pong en bikini en una terraza, y su bikini es francamente bonito, y recuerdo haberme preguntado por qué la historia no ha dado mujeres dictadoras, y responderme que las mujeres tenemos otro concepto del bien y del mal, el bien y el mal no funcionan de la misma manera en ambos sexos debido a la maternidad. La mujer que mata, me dije, mata simbólicamente a sus hijos. Un hombre dictador siempre es un fallo del sistema, una mujer dictadora es un fallo de la especie. Y no sé si agradecí esa colosal tara. Hacía calor, me quité la falda. Ajusté la goma de las bragas, eran Ias que había usado durante el secuestro. Siempre me negué a tirarlas. Introduje mi mano entre las piernas. Comencé a estimularme. Días atrás me había depilado el vello púbico, de modo que sentí en las yemas de los dedos esa sensación de lija que no me gusta, me recuerda a la barba de dos días que los fines de semana acostumbran a dejarse los hombres. Oí entonces pasos en el porche, después en el interior de la cabaña, con rapidez retiré mi mano del clítoris e instantes después él abrió la puerta. Un tanto atropelladamente, me dijo que el cocinero, a quien llamó Bob, ya había llegado, y que en 15 minutos nos esperaba en el comedor, situado en un añadido de madera, en la parte de atrás. Nos fuimos a cenar de inmediato. Wok de fideos con verduras, todo chino. La cabaña, de paredes y suelo de madera, tenía una moqueta que imitaba la madera. Entre risas comentamos la redundancia. El cocinero, sentado en un sofá, de espaldas a nosotros miraba un televisor que, encajado en la propia chimenea, emitía un reportaje de una señora inglesa con aspecto de dama. Paseaba por unos jardines de su propiedad, al norte de Londres. Al fondo se veía una especie de castillo, la cámara se acercaba y ella contaba que cuando en 1985 se quedó viuda decidió dedicarse en cuerpo y alma a la recuperación de los jardines que tanto había amado su esposo. Hoy era una de las mayores expertas en paisajismo de Gran Bretaña. Prescindimos del postre. El me propuso contratar la habitación de manera indefinida, así durante los días siguientes podríamos ir al punto del Sonido del Fin con la tranquilidad de regresar cuando quisiéramos, evitar el peregrinaje diario de hallar alojamiento. «Me parece bien —le dije—, entonces mañana deberemos dejar las cosas en la habitación, es la primera vez que vamos a dejar nuestras cosas en una habitación, qué gusto no cargar con la maleta». «Sí, sí, eso es», respondió. Aprovechando el momento en el que Bob se acercó a recoger los platos, le comentamos nuestra intención de prolongar la estancia. «Muy bien, está todo libre, ya me encargo yo de decírselo a Mary —dijo, e hizo una pausa antes de aclarar—, Mary es la dueña, la de las muletas». Después comentó que vivía a setenta millas y que en cuanto recogiera y fregara, se iría. Salimos del comedor, caminamos los pocos metros que nos separaban del porche. Nos sentamos. Sacamos unas cervezas. Los cactus del jardín recordaban sombras humanas. Lo comentamos. Le dije: «por la noche, los jardines más graciosos son los de hortensias, parecen cientos de moños de ancianas en la peluquería, lo dijo la señora esa, la inglesa del documental de la tele», y él dijo no recordar esa frase. Miles de insectos acudieron a la luz de la entrada. Me agobié. Decidí acostarme. El se quedó fuera, quería preparar la ruta del día siguiente. Tras ir al lavabo, entré en la habitación, cerré la puerta y me metí en la cama. No podía conciliar el sueño, daba vueltas entre las sábanas. Oí cómo él recogía las cosas del porche y después entraba. Sus pasos avanzaban, se detenían, parecía mover libros, hojear revistas. Se sentó en el sofá, lo supe por el chirrido de los muelles. Di más vueltas. El tintineo de las bolsitas en torno a mi cuello no dejaba de resultarme molesto, me quité el colgante, lo puse en la mesilla de noche. Me coloqué boca arriba. El desierto, especialmente luminoso cuando hay luna llena, arrojaba un haz de claridad dentro de la habitación. Me entretuve en mirar las manchas del techo. Permanecí minutos así, con la idea de que de ese modo pronto me dormiría. El sonido del tren de mercancías llegó hasta la cabaña; debía de ser el convoy de antes, que hacía la ruta de vuelta. Después, otra vez silencio. Ocurrió sin aviso ni preámbulos: comenzaron a desaparecer los objetos del cuarto. No es que los viera volatilizarse ante mis ojos, sino que por momentos perdía toda conexión con ellos. Estaban ahí pero su presencia, a través de los lazos que el cuerpo establece con la materia, iba desapareciendo. Mejor dicho, eran esos lazos lo que desaparecía. No era cine, no era un sueño, no era una alucinación, no era una expresión de odio, tampoco un deseo. Los objetos dejaban de sobreactuar para, simplemente, actuar. Minutos más tarde, ya ni eso. Supe entonces —de una manera que sólo puedo calificar de diáfana y extremadamente silenciosa— que él había estado viajando con una muerta.