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Tres años más tarde —el 22 de marzo de 1927—, en un artículo de tan sólo 27 páginas publicado en la revista Zeitschrift für Physik, el aún joven Werner Heisenberg enuncia su conocido Principio de Incertidumbre, lo que le catapultaría al altar de la Historia de la Ciencia. En todas las consultas que en el futuro se harían a fin de elaborar la lista de los 10 físicos más importantes de la Historia, Heisenberg aparecerá siempre en quinto lugar, sólo después de Einstein, Newton, Maxwell y Bohr.

De todos los testimonios de la gente con quien trató, así como de sus propios escritos, se desprende sin fisuras lo que los biógrafos dan hoy por aceptado: Heisenberg no era nazi, pero sí profundamente nacionalista. Cierto que muestra su desacuerdo con la expulsión de los judíos, y aún más en el caso de científicos con los que ha mantenido estrechos lazos personales o profesionales —Einstein, Born, Pauli, Jordán, Bohr, entre otros—, pero no puede dejar de sentirse identificado con la pretensión de Hitler de devolverle a la nación alemana la grandeza que le corresponde. En una carta dirigida a su madre, octubre de 1933, dice acerca del Gobierno, «se intentan ahora muchas cosas buenas y debe reconocerse que tienen buenas intenciones». No obstante, una vez finalizada la guerra, escribiría en sus Diálogos sobre física atómica: «A principios del semestre del verano de 1933 ya estaba en plena marcha el proceso de destrucción de Alemania». Es precisamente en marzo de 1933 cuando la temida Sturmabteilung —grupo de asalto más conocido como SA— entra en el domicilio de Einstein, una pequeña casa unifamiliar sita en

Caputh, a las afueras de Berlín. En el momento del asalto, Einstein y su esposa se hallan de visita en Estados Unidos. Llevado por una premonición, Einstein le había dicho a su esposa: «antes de irnos de esta casa mírala bien, es la última vez que la verás». Así ocurrió. En marzo de 1933, The New York Times informa: «Se ha llevado a cabo uno de los asaltos más tenebrosos y ridiculamente perfectos de la reciente historia alemana. Alegando la búsqueda de armas de fuego y explosivos, la SA acaba de atacar la casa del señor Einstein, en Caputh, Berlín. Lo único que han encontrado es un cuchillo para el pan».

La postura de Heisenberg siempre se movería en esa ambivalencia: profundamente nacionalista pero en absoluto nazi, lo que no impediría que en el apogeo de la guerra impartiera numerosas conferencias científicas en actos de propaganda del Régimen; lo que podríamos llamar propaganda de «baja intensidad». En 1943, invitado por el gobernador general de Polonia, Hans Frank —quien días antes había enviado a 184 profesores universitarios a morir a un campo de concentración—, visita la Universidad de Cracovia en su sede de Tarnów, Pequeña Polonia, y habla de física cuántica a un auditorio compuesto exclusivamente por alemanes afines a la causa nazi. Entre el público, y de incógnito, se halla Josef Mengele, desplazado especialmente desde Auschwitz para asistir a la conferencia «del físico alemán más brillante de todos los tiempos», anotaría días después en su diario —en aquel momento, Einstein ya no era considerado alemán—. A la corta edad de 32 años, el médico nazi cuenta ya con el apoyo de las autoridades para, a fin de perpetuar la raza aria, llevar a cabo en el citado campo de exterminio sus sobradamente conocidos experimentos con humanos.

A pesar de la naturaleza puramente abstracta y científica de lo dicho aquel día por Heisenberg, se sabe que Mengele queda impresionado de tal modo que, debiendo quedarse 24 horas más en Tarnów, cambia el plan de viaje y a la mañana siguiente toma el primer tren de regreso a Auschwitz.

El destacado físico Otto Hahn diría años más tarde respecto a quienes habían sido responsables de asuntos científicos en la Alemania nazi: «Aquellas personas tan extraordinariamente dotadas tenían una relación infantil con el Estado. El Estado y la Patria eran lo mismo para ellos. Si el Estado les pedía una cosa, entendían que eso era lo que pedía la Patria».

Durante la Segunda Guerra Mundial, fue Heisen-berg quien dirigió el equipo que, en una carrera contrarre-loj contra el Proyecto Manhattan desarrollado en Los Alamos, Estados Unidos, intentaría construir la bomba atómica para Alemania. Pero ideas equivocadas de Hei-senberg —genio de la física teórica aunque infradotado para cuestiones de física experimental— llevarían a su equipo a un estrepitoso fracaso.

A partir de la década de los cincuenta, cae en una depresión que en episodios más o menos intensos le acompañará hasta su muerte, en 1976. Acerca de las causas de tal malestar se ha especulado mucho. A fecha de hoy se admite una frustración generada por la pérdida de la guerra combinada con brotes de arrepentimiento por su respaldo al régimen nazi. Dejó escrito que lo único que le ayudó a paliar los peores momentos de sus últimos años fue la música. Escuchaba con gran emoción Serenata en re mayor, obra de juventud de Beethoven, de la que afirma: «Está rebosante de fuerza vital y alegría, en la que la confianza en el orden central supera constantemente todo desánimo y cansancio». Quizá la imagen del joven Beethoven saliendo de su estudio despeinado y desnutrido tras tres días de frenética composición le recordaba demasiado a sus sesiones de trabajo de más de diez horas en la isla de Helgoland, cuando tan sólo contaba con 23 años y una nueva e inocente física brillaba entre sus manos. También se sabe que en esas fechas finales, y por influjo de uno de sus hijos, tomó interés por la música popular, como por ejemplo The Beatles, de quienes dijo que eran «los bárbaros de la armonía», o The Mamas and the Papas, de los que le interesaría cierta dimensión platónico-orientalista que él mismo en esos últimos años abrazaría casi como una fe. En una de sus últimas anotaciones referentes a asuntos musicales, deja escrito que gracias a su nieto ha conocido a un grupo alemán llamado Artwork, de efímera vida —no confundir con la banda gó-tico-medievalista del mismo nombre, formada muy posteriormente, en 1992, y en sus antípodas musicales—, cuyos integrantes manejan los sintetizadores de una manera que le recuerda al modo en que sus colegas físicos experimentales manejan los espectrógrafos de masas en el laboratorio; emiten sonidos de orden similar. Pero Heisenberg dice no entender por qué siendo alemanes, aquellos jóvenes han decidido denominarse Artwork, en inglés. Tal detalle pone de manifiesto una vez más que, a pesar de sus esfuerzos, Heisenberg nunca llegó a asimilar la derrota de la «civilización germana». El resultado era que, en la década de los setenta, la música popular británica superaba a la alemana en muchos dígitos; la rotundidad de ese resultado nunca fue comprendida por el anciano Heisenberg.

Tal falta de asimilación de un fin absoluto resulta aún más llamativa si, tal como hemos apuntado, una de las más poderosas intuiciones que en aquel retiro de 1924 en la isla de Helgoland le habían sobrevenido consistía en entender cómo es el mundo fijándose únicamente en los estados iniciales y finales de las cosas, sin preocuparse de cuanto ocurre en medio de ambos, camino o tránsito que de este modo queda constituido en una especie de limbo.