El Clásico es el café preferido de Lascano desde hace… ¿cuánto?… Treinta años, tal vez más. Debe de ser el único de Buenos Aires que conserva el «reservado familias». A pesar de su título, nunca fue habitual ver allí a papá, mamá y los dos chicos. Por lo común sus mamparas de madera terciada, rematadas en vidrios de serpenteante filigrana, albergan a parejas susurrantes. Paso previo al hotel alojamiento de quienes andan de trampa, confesionario de infidelidades, escenario de rupturas y lágrimas, de promesas incumplidas, de discursos ensayados para seducir a la piba que mira al suelo y se sonroja, o a la que sabe y quiere, pero da largas por consejo de la amiga. El «reservado» es el auditorio ideal para amores y desamores. El Perro nunca fue allí. Sentado junto a la ventana, revuelve el café a la espera de que pase el violento chaparrón. Ramón, el propietario, apoya su mano sobre el mostrador sin soltar el trapo con el que mecánicamente lo estuvo repasando, y mira la calle a través de los cristales húmedos de la puerta vaivén. Es tan viejo como la registradora metálica, como los ceniceros Gancia de chapa estampada gastados por décadas de pulido. El hombre viene resistiendo valientemente las sucesivas y tentadoras ofertas de compra por parte de las grandes cadenas, que transformarían el Clásico en uno más de esos cafés adocenados de plástico pretencioso. El lugar está condenado a desaparecer en cuanto sus hijos se conviertan en herederos. La lluvia se calma, ahora es un velo tímido que envuelve la ciudad. Las gentes abandonan los umbrales para seguir su camino. El camarero, de chaqueta blanca y pajarita, deja el agua helada y el pocillo humeante sobre la mesa. Lascano le echa azúcar, revuelve, saca la cuchara y, cuando se lo lleva a la boca, la ve. La mujer que lo está mirando, quieta en la esquina, arropada por su impermeable, es muy parecida a Eva. Hace años que el Perro viene viendo mujeres que a él le parece se le asemejan. Tanto que ya no lo sorprende ni lo moviliza. Bebe el café. Ella sonríe, entra decidida, se planta frente a él y señala la silla vacía.
¿Puedo?
Azorado, al ponerse de pie, Lascano vuelca la jarrita del agua. Eva da un paso atrás para evitar ser salpicada. El camarero acude y se interpone entre ellos para enjugar la mesa. Se miran, él sin lograr salir del asombro, ella con una espléndida sonrisa. El hombre termina el aseo. Lascano le hace un gesto a Eva invitándola a tomar asiento. El camarero recoge el pocillo y la jarra.
¿Le sirvo algo? Un cortado, por favor, liviano. Marcha.
Se miran, el Perro sacude la cabeza.
Usted nunca deja de dar sorpresas. ¿Te molesto? De ninguna manera, discúlpeme pero voy a tardar un poco en reponerme. ¿Cómo estás? Aquí me ve, un poco más viejo, más pelado y más gordo, pero bien. Se te ve bien. Gracias, a usted también. ¿Seguís en la Federal? Me jubilaron. ¿Eso es bueno? La verdad, no lo sé, no creo. ¿Y usted, de visita en Buenos Aires? No, volví. ¿Se cansó de Brasil? En el momento en que me enteré de que estabas vivo, regresé, tenía que verte. ¿Y Fuseli? Se quedó, Antonio tiene el alma brasilera. Entiendo. ¿Cómo sabés que estaba en Brasil con Antonio? Cometí la imprudencia de ir a buscarla. Es evidente que me encontraste. Sí.
El rostro de Eva pasa de la sonrisa a la ira. El camarero se aproxima y le sirve el café. Silencio. Lascano se acoda en la mesa y apoya el mentón en su mano. Eva aparta el pocillo, no quiere que nada se interponga en sus palabras.
¿Y no se te ocurrió acercarte, aparecer? Los vi desde lejos, en la terraza de la barraquinha. Se los veía tan bien, tan amorosos, que no quise interferir. ¿Sabés una cosa?, a veces la discreción se parece a la estupidez. ¿Cómo? No tenés idea de lo que fueron estos años de angustia, creyendo que estabas muerto. Día tras día, noche tras noche. Su mamá lo sabía, ella fue la que me dio su paradero, pensé que de todos modos se iba a enterar. No me lo dijo. Pensó que era hora de que yo dejara de frecuentar gente peligrosa. ¿Yo soy peligroso? Como una navaja. Bueno, con Fuseli y su hija no me pareció tan infeliz. Antonio terminó enamorado de mí, me sostuvo en todas mis nostalgias, en todos mis sufrimientos por vos. No me extraña, siempre fue un tipo solidario como nadie. No quiero pensar en la amargura que le debía de producir ver a la mujer amada llorando por otro amor. Fuseli no es ningún tonto, sabía a lo que se exponía. ¿Y qué, acaso el conocimiento mitiga el dolor? Seguramente no, pero nos da la certeza de que la responsabilidad es exclusivamente nuestra. Pensándolo bien, eso quizás lo empeore. Antonio es un amigo leal al que nunca voy a estar suficientemente agradecida. ¿Amistad colorida, como dicen en Brasil?
Eva se apoya en el respaldo, se arregla un mechón de cabello que le cayó sobre la cara, cruza los brazos con impaciencia y mira por la ventana.
¡Ah, hombres! ¡Siempre preocupados por la competencia! No es mi caso, ya ve que me aparté. No me vengas con cuentos, eso lo hiciste para protegerte vos mismo. No te animaste a enfrentar la posibilidad de que yo lo hubiera preferido a él. Es probable que tenga razón, pero lo hecho, hecho está. Claro, porque el señor seguro que no tuvo ninguna aventura en todo este tiempo. Lascano, escuchame bien. El sexo no deja huellas, no en mi caso al menos, y espero que tampoco en el tuyo. Sigo siendo la misma persona. ¿Usted cree? En la historia de toda mujer hay un hombre que la deja marcada. De algún modo, siempre será de él, no importa cuántas parejas tenga después. ¿El amor de tu vida? Si querés llamarlo de la manera más cursi… Pero, enterate, para mí ese hombre sos vos. Y, aunque no lo digas, yo lo puedo escuchar, vos tampoco me pudiste olvidar. ¿Dígame, qué hago yo con eso? Lo que puedas. ¿Qué quiere, Eva? ¿Todavía tenés el sofá rojo? Todavía lo tengo. Entonces me gustaría que me invitaras a tu casa.
Eva entra y se detiene en medio de la sala. Envuelta en un encanto, recorre la habitación con la vista, aspira el aroma de Lascano que permea cada mueble, cada objeto. Lascano se detiene en el vano de la puerta. El suelo está sembrado de folletos que ofrecen tarjetas de crédito, seguros de vida, automóviles a plazos, viajes y planes privados de salud. Con el cuidado propio de quien anda por un campo minado, pasa por encima de la correspondencia, la empuja al pasillo con el pie y cierra con llave preguntándose cómo es que se enteraron tan pronto. Eva no se vuelve, le basta con el sonido.
La puerta siempre con llave. El zorro pierde el pelo…
Eva gira, se sienta sobre el brazo del sofá rojo y lo fulmina con una mirada en la que relampaguea la provocación. Lascano se siente confundido, no sabe qué hacer. Eva se levanta, con dos pasos está junto a él, frente a frente. A la defensiva, el Perro alza las manos.
Escúcheme, no sé si… Lascano, haceme el favor de callarte.
Lo toma por las solapas, le quita la chaqueta y la deja caer. Lo abraza por la cintura, lo aprieta contra su cuerpo y acerca su cara a la suya. El Perro la toma con un brazo y con la otra mano sujeta su nuca y lleva la cara de ella a anidar en su cuello. Hunde su nariz en el pelo de ella. El aroma a Eva vuelve a inundarlo. Quietos. En silencio. Los cuerpos pegados, contenidos, intercambiando sensaciones, curvas, pliegues, añoranzas viejas y renovadas. Ella se mueve apenas, pero esa levísima variación es el agujerito que finalmente hace estallar el dique, desata el torrente de caricias, lenguas y manos que los desnudan y los voltean entre suspiros en el famoso sofá. El pasado queda atrás, se destruye, se despedaza, se diluye y se revierte. No hay nada más que el presente. Apretados en la brevedad de ese mueble, sienten que su pasión demanda espacio. Lascano se despega de Eva para levantarse, la toma por la muñeca y la conduce hacia la habitación. Su sexo adelante, erguido, señala el rumbo y el destino. Dejan de ser recuerdo, ahora son amantes en pleno ejercicio de sus facultades y atribuciones. Abolidas la distancia y el pudor, Eva se abre al Lascano, que se precipita sobre su cuerpo y, al tiempo que sus ojos se zambullen en los de él, toma su sexo, se lo clava, lo suelta y sus manos van a los glúteos para apurar la penetración. Rápida, un tanto dolorosa, pero tiene urgencia por sentirlo todo, entero, hasta el fin. Hay palabras atropelladas, confusas, sucias de amor, que se atienden pero no se entienden. No interesa, lo que importa es la música. Giran, ahora lo cabalga ella, con ambición, con prisa, con furia. Giran nuevamente. Eva se aferra con fuerza a los barrotes del cabecero, le abraza la cintura con las piernas, cierra los ojos y se pierde.
Sí, dice, sí, sí.
Estrujado, también él se pierde y se derrumba entre una mezcla de jadeos. Sale, se despega, se ubica a su lado, se toman de las manos, descanso. Mareados, hiperventilados, serenos, casi dormidos. Eva se revuelve, lo abraza, se adhiere a su cuerpo y lo besa. Se miran, se invitan.
¿Otro?
Esta vez es meditado, cuidado, medido, in crescendo lento, deliberado, sin apuro y sin pausa.
Anochece. Lado a lado, los dos sienten que vuelven a ser quienes alguna vez fueron y extrañaron. Reunidos, sucumben a la ilusión de que así todo es posible. Lascano sale de sus pensamientos.
Tengo algo que decirle. Te escucho. Soy rico. Ya me di cuenta. No, en serio, hablo de dinero. Me estás jodiendo. De verdad.
Eva se sienta en la cama y lo mira con seriedad.
¿Y cómo fue que te hiciste rico? Una prima millonaria. Murió, y como se quedó sin herederos, me dejó todo. ¿De verdad? Sí, es más dinero del que podría gastar en lo que me queda de vida. Y después decís que yo soy la que da sorpresas. Más sorprendido estoy yo. Esto nunca me lo esperé. Bueno, disfrutalo, es más tarde de lo que creemos. Voy a necesitar ayuda, no tengo idea de lo que hay que hacer con tanta plata. ¿Se te ocurre algo? Así… tan de repente… no sé… creo que lo mejor es que te financie una vida aburrida. ¿Aburrida? Sí, vos viviste siempre en peligro, lleno de sobresaltos, con la gente más jodida de la sociedad. Estás vivo sólo porque tenés más culo que cabeza. ¿En qué consiste entonces esa nueva vida? Casa, familia, algún viaje, preocuparse por la juventud descarriada, buena comida, un hobby y, sin apuro, prepararse para la partida. ¿Es una proposición? Puede ser, me gustaría que conocieras a Victoria. A mí también… Con el uno por ciento de lo que recibí sobra para todo eso. Bueno, tendrás que pensar qué hacer con el resto.
Silencio. Eva se estremece y vuelve a acostarse. Lascano se levanta, toma la manta del suelo y la tapa. Desnudo, se apoya a los pies de la cama. Ella lo mira, y bajo esa mirada llena de chispas, Lascano se siente bello, joven, inspirado, casi un poeta.
El otro día anduve por el Barrio Norte. Una de esas tardes deliciosas que a veces hacen que Buenos Aires se merezca su nombre. Era la hora de los muertos vivos. Es cuando las enfermeras sacan a pasear a los viejos decrépitos de las familias ricas. Elegantes, aseados, con esa mirada transparente de aquellos a quienes sólo la química de última generación mantiene de este lado. Iban amarrados a sus avanzadas sillas de ruedas, boqueando absortos, preguntándose tal vez si todavía estaban vivos. En cambio en las villas miseria no hay viejos. Sólo jóvenes y niños. Allí la gente muere muy temprano.