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La noche antes, cuando se fueron a la procesión, les quisieron robar. Los rateros no lograron entrar, pero dañaron la reja que Braulio y Lisandro están reparando. La desmontaron con la idea de reforzar las fijaciones. Lisandro va apilando los hierros que Braulio le pasa. Al levantarse para recibir más, ve a Lindaura en medio de la calle, desolada y muda. Codea a Braulio, quien se vuelve: su hija es la imagen acabada de la tragedia. Va hacia ella acelerando progresivamente el paso. La chica rompe a llorar.

Reunida en la sala, la familia oye el relato entrecortado de Lindaura. La complicidad de Chini, la impostura de Corona, el periplo hasta Mar del Plata y el desconocido que la liberó, le compró un pasaje para que regresase a casa y le dio dinero para comer en el camino. Lo cuenta todo con la cabeza hundida entre los hombros, sintiéndose avergonzada y sucia, incapaz de mirar a nadie, deseando morir. Habla en voz muy baja, lento, las palabras le duelen en la boca. Braulio la escucha muy serio, reclinado contra la puerta, en silencio, con los brazos cruzados. Cuando termina, Lindaura se quiebra en una serie de hipos y espasmos que Eulalia intenta contener abrazándola. Braulio la mira. Se la llevaron siendo una niña y le devolvieron una vieja arruinada. Se siente un Judas, él mismo la entregó por doscientos pesos. El remordimiento es una piedra en su cerebro. Toma aire profundamente y sale al atardecer del patio, al frío que no puede sentir. Mira las rejas puntiagudas desparramadas por el suelo y comprende: no hay barrote que pueda protegerlo de la pobreza, del desamparo de la miseria, del canibalismo. Siente la inutilidad de todos los esfuerzos que hace día tras día para no caer, para mantener a su familia en pie; la frustración de su deseo de progreso, de cambio, de mejora. Siempre se vio a sí mismo como una herramienta. Orgulloso, solía llevar a sus hijos a ver los edificios que él había ayudado a construir y que ellos jamás habrían de habitar. Ahora no le quedan más que la impotencia y la rabia. Ya nada importa. Ido, toma uno de los hierros y sale a la calle. Comienzan a aparecer las estrellas. Braulio no las ve, es un autómata que anda paso a paso hasta que llega a su destino.

Chini conversa con un vecino y sonríe al verlo acercarse, pero el semblante feroz y el brazo armado de Braulio alzándose le congelan la sonrisa. Levanta los brazos en actitud defensiva. El primer fierrazo se los quiebra. El segundo se incrusta en su cabeza, el tercero se la parte, el cuarto, el quinto, el sexto, el séptimo… Braulio lo contempla ya cadáver. Suelta la barra, que cae roja y húmeda a sus pies. No siente nada. Se vuelve y retoma su andar automático. Vaga sin rumbo durante horas, perdido, extrañado. Alrededor de las diez de la noche, entra en la comisaría, se entrega y confiesa.