Aeroparque, llueve, hay un solo taxi para la fila que se impacienta en la parada. Lascano contempla el río confundido con el cielo. Los faros urgentes de los automóviles que corren por la Costanera ponen a brillar las gotas un instante antes de atropellarlas. Tras el barandal se afantasma el club de pescadores, que parece flotar en la niebla. Luego de media hora llega al primer lugar, su taxi se aproxima por la rampa y se detiene a su lado. El chofer baja, le da la vuelta al auto cojeando notablemente y abre el maletero. El abrepuertas le hace un gesto.
Sin valija.
El conductor regresa a su puesto. Lascano desliza una moneda en la palma abierta del hombre y se acomoda en el asiento trasero.
Libertador y Ocampo, por favor.
El auto sale a la avenida. El Perro observa al chofer por el retrovisor.
A vos te conozco.
El tipo le devuelve una mirada recelosa.
Tengo una cara común, siempre me encuentran parecido con alguien.
Lascano ríe.
Dale, Quince, ya te olvidaste de mí.
El tipo detiene el automóvil junto a la acera. Instintivamente, Lascano se lleva la mano a la cintura, donde antes cargaba su pistola. Quince se vuelve.
Sí, Lascano, soy yo. ¿Qué hacés laburando? Me cagaron, eso me sacó de la joda. No te entiendo. Estoy rengo, para siempre. ¿Te cuetearon? Ni me hables. Me rompí la pierna en un intento, así que tuve que ponerme a laburar, ¿dónde viste un ladrón rengo? Bueno, estás libre. Sí, gracias a los verdugos. ¿Cómo es eso? Platillo tibial, ¿sabés qué es? Ni idea. Es donde se juntan los huesos de la rodilla. Fractura en tres partes. Debe de doler. Ni te lo imaginás. ¿No te lo pudieron arreglar? Para castigarme por la fuga me dejaron como un mes tirado en la celda de castigo. Cuando salí, los huesos se habían soldado por cualquier parte. No tiene arreglo. El abogado me consiguió la libertad bajo palabra a cambio de que yo no armara quilombo con los tipos de Derechos Humanos. Mirá qué bien. ¿Puedo pedirte algo? Pida.
Quince mete la mano en la chaqueta, saca su billetera y le muestra una foto en la que aparecen él, una mujer y dos chicos.
Me reformé, Lascano. ¿Seguro? Seguro. ¿Qué me querías pedir? Que no me jodas, ahora soy otro. ¿Te estás portando bien, Quince? Un santo, ya ni siquiera chupo. De casa al trabajo y del trabajo a casa, como decía el general. Okey, dale, arrancá.
El coche se pone en marcha nuevamente. Quince nunca fue un tipo peligroso, en la banda de Romero a lo sumo hacía de espía, de guardia, o manejaba el auto de escape. No sabe que, si no se hubiera quebrado la pata en aquel intento de fuga, ahora estaría frito adentro de un auto quemado en Santa Clara. La vida a veces tiene que rompernos los huesos para que nos pongamos en vereda.
Lascano le entrega un billete a Quince.
Tomá, quedate con el vuelto.
Atraviesa la vereda. El portero, sentado a su escritorio, levanta la vista. Se pone de pie. Con paso diligente, que no llega a ser trote, se acerca y le abre la puerta con una sonrisa.
Buenas noches, señor. Buenas.
Lo acompaña hasta el ascensor, le abre, lo invita a pasar con un gesto, mete medio cuerpo dentro para pulsar el botón del piso 13, sonríe, sale y cierra.
Sofía lo recibe en la cama. Está demacrada, mucho más delgada que la última vez que la vio, y conectada a la botella de plástico que pende del portasuero. Sobre la mesa de luz, varias cajas de Neocalmans, entre otros medicamentos. Lascano pone sobre la cama el sobre de papel Manila. La voz de Sofía ya no es la misma.
¿Y eso qué es? El dinero que me entregó Marsán, al final no lo necesité.
Con un gesto, Sofía lo invita a sentarse en un sillón frente a ella, al lado de la mesita con bandeja, agua cuadrada y dos copas. Lascano se acomoda y se pasa la mano por la boca. Repentinamente se siente sediento.
¿Estás enferma? Me estoy muriendo. Lo lamento. Yo no, llega un momento en que estás harta de la vida… ¿No deberías estar en un hospital? Odio los hospitales, son como los aeropuertos. ¿Qué? ¿Por qué creés que los llaman «terminal»? Gente que llega, gente que se va. Las lágrimas de ansiedad de los parientes de los viajeros… Los pilotos, como los médicos, ponen cara de saber lo que están haciendo, porque todos piensan que la vida está en sus manos y a ellos les gusta creer que es así. Héroes de cartón. Y en todos el temor a morir, cuando a lo que deberíamos temer es a la agonía. Por suerte existe la morfina.
Sofía vuelve la cabeza hacia los cristales de la ventana, donde las gotas de lluvia se estrellan, se agolpan y descienden en pequeños ríos inseguros. Se produce uno de esos silencios que a las viejas, allá en la infancia, les hacían proclamar que había pasado un ángel.
Pero no quiero hablar de eso. Me dijiste que tenías noticias. Lo siento, pero no son buenas. Quiero saberlo. ¿Segura? Sin anestesia, por favor, ya tengo bastante.
Lascano se revuelve en el sillón, carraspea.
Candela murió. ¿Cuándo? Hace mucho. ¿Cómo? Se la había apropiado uno de los secuestradores, un comisario de la bonaerense. ¿Cómo se llama? Lobera, alias la Chancha. ¿Y? La dejó en un auto estacionado, junto a la playa, un día de cuarenta grados, atada al asiento de seguridad…
Sofía despega la cabeza de la almohada, se muerde los labios resecos, en su mente se proyecta la imagen de aquella agonía, de esa muerte, y sus ojos se congelan por la ira.
¿Dónde está ese animal? Murió también, un infarto. ¡Hijo de puta, como si se hubiera merecido una muerte así! Averigüé otras cosas. Decime. A tu hija la marcó alguien para que la secuestraran. Ese tipo dio la orden de que las matasen a las dos. Lo hicieron con Amalia, pero la amante de la Chancha no lo dejó acabar con la nena y se la quedó. Igual la mató. Sí, por negligencia. Es un asesinato de todos modos. Lo es.
La mujer deja caer su cabeza y se queda mirando el techo. Cuando habla, solloza de rabia.
¿Quién fue el que la entregó? Alguien muy cercano a vos. ¡¿Quién?!
Ahora la voz de Sofía es imperativa y terminante. Lascano querría escoger cuidadosamente las palabras, pero le sale sólo una.
Abeledo.
Sofía cierra los ojos y se queda en silencio durante un tiempo que a Lascano se le hace eterno. Al cabo los abre.
Lo hizo por la herencia. Si ellas están muertas, él es mi único heredero. Ahora yo me voy a morir y el muy hijo de puta podrá quedarse con todo.
Por algún motivo, Lascano siente que tiene que ponerse de pie. Pero no lo hace.
Podemos denunciarlo a la justicia.
Ella suena cansada, destruida, derrumbada.
Veni, el momento es demasiado dramático para que te pongas a hacer chistes.
Nuevo silencio eterno que rompe cuando comienza a hablar para sí misma, monótona, parece estar rezando o citando a un clásico.
No quise saberlo, pero siempre supe que era un hombre con un secreto. Algo oscuro que reptaba en su interior y que a veces asomaba. Destellos. Podía ser una mirada, un movimiento de las manos, una mueca fugaz, un gesto, un solo tono destemplado en su discurso. Eran señales mínimas que me advertían y a las que no quise prestar atención. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué negué la evidencia? El deseo, la ilusión de que algún día estaría satisfecha me llevó a creer que la clave estaba en el otro, que ese otro proveería mi satisfacción, porque ni siquiera pude concebir que en el único lugar que podía estar era en mí misma. A lo largo de los años esas pequeñas señales fueron aumentando en intensidad y frecuencia. Me esforcé por esconderlas, por disfrazarlas. Me quedé sola con ese viejo desconocido que ahora está completamente desnudo en su infinita maldad. Me siento apuñalada por la certeza de que convertí en un desastre la vida de quienes más quise y la mía propia.
Ahora sí, Lascano se pone en pie. Sirve agua en una copa y se la ofrece a Sofía. Ella no responde. Bebe él para tragarse el nudo de su garganta.
Sofía, no ganás nada con culparte.
Ella no lo mira.
Ese comisario, como mierda se llame, fue de una negligencia criminal, Abeledo es un entregador criminal, los que mataron a Amalia son criminales. Pero yo también. He sido de una frivolidad criminal…
Las manos de Sofía están agarrotadas en la sábana. El goteo del suero se acelera. El Perro le toma la mano.
Hay algo más que tenés que saber. Decime. Rocha. ¿El chofer de Abeledo? No es el chofer, es su guardaespaldas, un mercenario, un asesino a sueldo. ¿De veras? Le hace los trabajos sucios. Es un tipo muy peligroso. Por orden de Abeledo, mató a tres en Mar del Plata, entre ellos a un chico de ocho años. Tenés que cuidarte de él.
Sofía estalla en una carcajada, sus ojos vuelven a brillar.
¿Cuidarme?, ¿de qué?, ¿de que me mate cinco minutos antes de que muera por mis propios medios?
Lascano ríe con ella. La risa la agota.
Quiero agradecerte tu trabajo, ya recibirás el pago, te lo ganaste metiéndote en ese chiquero. No quiero nada. Perdoname, quisiera estar sola ahora.
La puerta se cierra. Dejó de llover, todo está quieto, demasiado silencio. La mano vuela tenue, temblorosa y manchada, hasta el pulsador que utiliza para llamar a su mucama.
¿Me llamó, señora? Sí, Chinita. ¿El señor? Duerme.