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Lascano mete la llave en el arranque. Antes de hacerla girar le echa una última mirada a Pocha, sentada en el suelo, hundida en un llanto histérico, a la puerta del Little Love. Se pregunta si debería hacer algo por ella. La mujer se pone en pie y comienza a alejarse con paso errático. Su silueta va fundiéndose con la noche hasta que desaparece. Los faros de una camioneta que gira por la esquina la iluminan fugazmente para devolverla a la negrura. Lascano se encoge en el asiento y observa a través del aro del volante. El vehículo se detiene a la puerta del cabaret. Luce en la puerta el ridículo escudo de la ciudad: una foca con corona. Bajan dos funcionarios con maletín y cintas de clausura. Entran en el local. Salen enseguida, pálidos como fantasmas, y, a la carrera, regresan al transporte municipal. El motor se pone en marcha, la camioneta da un brinco y se detiene. Marcha nuevamente y sale disparada. Lascano arranca, gira en U por Constitución y baja despacio, pensativo, directo hasta la playa. Se detiene, el inminente amanecer viste de plomo el océano. El mar, en calma, respira como un animal herido. Por la Costanera, los últimos adolescentes noctámbulos huyen del día corriendo picadas en el auto de papá.

Todo aclarado. No tiene nada más que hacer en esta ciudad. Llegó la hora de regresar a Buenos Aires para darle las malas noticias a Sofía. Considera hacerlo en el auto, en la agencia le dijeron que podía devolverlo allí. Las cosas que tiene en el hotel carecen de importancia. Sólo tiene que tomar para el lado de Camet, meterse en la Ruta 2 y emplear el tiempo que dura el viaje en imaginar cómo, con qué palabras, le contará a Sofía lo que averiguó. La ciudad brilla junto a la línea costera. El cielo se aclara. La angustia lo arrasa. Por la cabeza de Lascano desfilan las imágenes de Chito, ejecutado en brazos de su madre, de Candela en deshidratada agonía, de las chicas acribilladas en el Little Love. Quisiera ponerse a llorar, pero la tristeza se convierte en rabia, furia que demanda acción. Todavía le queda algo por hacer. Pone primera y se incorpora a las carreras que se disputan por la costanera. Pero Lascano no corre contra ellos, está corriendo contra la infamia del mundo, de los hombres, y está decidido a ganarles aunque sea una ínfima batalla.

Clava los frenos a la puerta del Besitos. Comprueba con disgusto que ya está cerrado. Baja, golpea con el puño hasta que Cholo abre. Le da un empujón que lo sienta de culo, lo toma por las solapas, le pone el cañón de la pistola en la cabeza y le grita:

¡¿Dónde están las chicas?!

Cholo se orina encima.

Ya se fueron.

El Perro lo suelta bruscamente, la cabeza de Cholo da en el suelo.

Acostada, en la oscuridad, Jazmín no duerme, aprieta en su puño la medalla milagrosa, pero siente tanto miedo que no puede rezar. A su lado, despierta y también tensa, Iris se muerde los labios. Temen hasta respirar, los oídos atentos a los sonidos que provienen de la sala donde conversan y ríen Corina y Marcelo. Tiemblan ante la expectativa de que en cualquier momento se abra la puerta y entren. Procurando distraerse, Jazmín dirige la mirada hacia la ventana. Le parece ver una sombra, un rostro, un par de ojos que la espían, una presencia que se acerca y se aleja y vuelve a acercarse. Inmóvil, siente que la sangre se le enfría en las venas.

Pistola en mano, Lascano entra en el edificio a medio construir. Tres escalones de cemento desnudo. A su derecha, un vano sin puerta. Adentro distingue a un hombre que duerme en el suelo envuelto en los harapos de una manta. Al frente, una puerta amarilla con tres cerraduras, a la que pega una oreja. Voces jóvenes, varón y mujer. Se retira un paso, amartilla el arma y llama.

¿Quién es?

Lascano se prepara para el ataque.

Yancar.

En cuanto la puerta se abre, arremete contra Corina, la toma por el cuello y entra. Marcelo se levanta del sillón de un salto. Lascano lo encañona.

¡Quieto, pendejo!

Marcelo se inmoviliza. El Perro empuja a Corina hacia Marcelo.

¡De rodillas, los dos!

Obedecen. Sin dejar de controlarlos con la mirada y con el arma, recula hasta la habitación y abre. Adentro, Iris y Jazmín se abrazan aterrorizadas. Lascano les hace un gesto tranquilizador.

Vengan conmigo. Vuelven a casa.

Las chicas se miran con temor. La voz de Lascano es tranquila y fiable.

No tengan miedo.

Se levantan tímidamente y caminan hacia él.

Por acá.

Tomadas de la mano, pasan por la sala donde Corina y Marcelo siguen arrodillados. El Perro señala la salida.

Espérenme en la puerta, ahora salgo.

Al quedarse solo, encañona a sus prisioneros. A su dedo lo tienta apretar el gatillo. Volarles la tapa de los sesos en esta noche sangrienta. Acabar con ellos. Pero algo en él se resiste, se lo impide. Va hasta Marcelo, se inclina para palparlo de armas. Corina suelta un alarido agudo. Por reflejo, Lascano se vuelve hacia ella. Marcelo le salta encima y lo abraza. Uñas erizadas, Corina le cae por la espalda. El Perro aprieta el gatillo. La detonación paraliza la escena. Con gesto atónito y movimientos de borracho, Marcelo retrocede dos pasos. Lascano da un respingo violento y Corina sale volando de sus hombros. Su cabeza produce el sonido de un coco maduro al chocar contra la pared. Marcelo abre la boca, parece que va a decir algo, pero su boca suelta un vómito de sangre negra. Se derrumba a cámara lenta. Ahogándose, su cuerpo es sacudido por una serie de espasmos. Una mueca bestial transforma el rostro de Corina mientras comienza a ponerse de pie con mirada asesina. Lascano toma distancia y le apunta. En las manos de la chica aparece una navaja.

¡Quieta!

Corina se recuesta contra la pared. Sonríe. Levanta el puñal y se da un largo tajo en el cuello que pulsa sucesivos chorros de sangre roja y brillante.

El departamento queda quieto, en silencio. En sus madrigueras, las ratas olfatean el aroma a carne recién muerta.