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El Pardo Rocha se arrima al mostrador de la recepción. El conserje toma su documento, rellena con sus datos el formulario del libro de registro, lo hace girar para que firme y le da la espalda para tomar la llave. Rápidamente, Rocha detecta el nombre de Lascano y memoriza el número de su habitación, 435. El conserje le entrega la llave. El Pardo observa que en el casillero no está la de Lascano. En el comedor, de espaldas, un hombre desayuna junto a la ventana. Rocha retrocede dos pasos para verle la cara reflejada en un espejo adherido a una columna. Es él. Gira y, sin decir palabra, se encamina a la habitación que le asignó el conserje.

Finalizado el café, Lascano revisa las notas de su investigación tratando de encontrarle la punta de la madeja con sensación de fracaso. Todas las pistas terminan en un callejón sin salida. Podría fácilmente deducir la red de tratantes que operan en la zona, pero del pasado y del destino de la hija de Amalia no tiene nada. Se siente cansado. Cierra la libreta, apoya el mentón en su mano y piensa que lo mejor que podría hacer es averiguar si en la ciudad hay algún juez o fiscal dispuesto a encarcelar a los criminales, denunciarlos y volver con las manos vacías a Buenos Aires. Alguien golpea la ventana. Lascano se vuelve. Poroto Molinari le hace señas para que salga. El Perro se pone de pie, toma la libreta y su llave, y se encamina a la salida. Asomando apenas, Poroto lo llama desde el umbral de una casa abandonada.

¿Qué hay, Poroto? Tengo problemas, Lascano. ¿Qué te pasa? Me la quieren dar. ¿Quién? La Momia. ¿Quién es la Momia? El dueño del Besitos. Ahora que se murió la Chancha, se va a hacer cargo del Little Love. ¿Tiene nombre esa Momia? Debe de tener, pero yo no lo sé. Un tipo misterioso… ¿Cómo te enteraste de que te la quiere dar? Lo escuché hablando con el Pescado. ¿Con quién? Con el Pescado, el nuevo regente del Besitos. ¿Yancar? Sí. ¿Estás seguro? Claro que estoy seguro. ¿El Pescado Yancar? Le digo que sí. Si está en cana. Se equivoca, Lascano, está libre. ¿Qué tiene en tu contra? Ando con una de las chicas y la quiero sacar del negocio. Te enamoraste. La piba es buena, Lascano, no se merece esta vida. Mirá vos, de chorro te viniste a convertir en el príncipe azul. En serio, estoy jodido. Tiene un pibe enfermo, se lo quieren cargar también a él. ¿Y yo qué puedo hacer? Ayudarme, tengo que rajarme y ando sin un peso. ¿Y vos creés que yo soy rico? Usted puede conseguir la guita, no es mucho lo que necesito. No sé de dónde sacás eso. Le puedo dar los datos que anda buscando. ¿Qué datos? Lo que pasó con Amalia y con su hija. ¿Y cómo sé que no te inventás una historia para sacarme la guita? No necesito otro enemigo, Lascano, tengo que rajarme cuanto antes. ¿Cuánto querés? Diez lucas. Voy a tratar de conseguírtelas, pero me llevará un par de días. Tengo miedo. ¿Querés que dibuje la guita? Está bien, pero hágala corta. No te prometo nada, voy a hacer lo que pueda. Bueno, pero métale. ¿Dónde te encuentro? Le doy mi dirección.

Lascano abre la libreta por una hoja cualquiera, se la pasa a Molinari y le entrega su lápiz. Poroto lo toma, anota con letra tosca y se lo devuelve.

Una cosa más, Lascano. Te escucho. Usted también está marcado. ¿Querés asustarme? No, le digo lo que escuché. Van a traer a uno de la capital para que se encargue. ¿Sabés quién es? No lo dijeron.

Poroto sale apresuradamente. Pensativo, el Perro lo observa alejarse por la calle con paso inseguro, volviéndose repetidamente con mirada de conejo hasta que desaparece al doblar la esquina. Camina hasta Colón, donde pregunta por un locutorio. No está muy cerca, pero resuelve ir andando. Se siente desubicado entre tanto turista en ropa de playa y ojotas, cargando sillas plegables, canastas para el picnic, y apurados por disfrutar de las vacaciones que se les escapan entre los dedos. Se felicita por no haber ido a buscar el auto, en la avenida hay un embotellamiento fenomenal. A la puerta de los restaurantes populares se forman largas colas de comensales. El sol cae perpendicular sobre las calles atestadas. Lo encandila la luz que rebota en la vereda. Los veraneantes se convierten en figuras espectrales que hormiguean hacia y desde la playa por la plaza San Martín. Pintores al paso estampando paisajes marinos con sus espátulas; dibujantes que ofrecen caricaturas al instante; chiringuitos repletos de miniaturas de leones marinos, caracoles pintados, recuerdos de Mar del Plata y ceniceros de concha. Lascano cruza la calle para refugiarse del sol en la flaca sombra que a esta hora proyecta la malvada arquitectura de las pajareras para turistas. El locutorio es un horno atiborrado de gentes que esperan su turno para llamar a los parientes. Impacientes, se agolpan semidesnudos, transpirados y oliendo a sudor mezclado con crema bronceadora. El Perro toma un número y sale a esperar en la vereda, bajo el cartel desde donde puede ver, con exasperante lentitud, el paso de los turnos en el anuncio luminoso.

Sofía… Soy Lascano… Bien, gracias… No tengo nada todavía… Hay un tipo que dice tener datos sobre Amalia y la nena… Quiere dinero… Diez mil… Bueno, pero no puedo garantizarte que sirva de algo… Lo que vos digas, ¿cómo hacemos?… Esperá un momento…

Lascano abre la libreta y la apoya abierta contra el teléfono, saca el lápiz y sostiene el tubo pegado a la oreja ayudándose con el hombro.

Sí, decime…

Escribe debajo de la dirección de Poroto.

Está bien… Mañana lo voy a ver… Pero mirá que es posible que no sepa nada importante y me esté macaneando por la plata… Está bien, pero te lo tengo que decir… Como te parezca… Te llamo en cuanto sepa algo… De acuerdo… Chau…

Regresa a la calle, al tumulto.