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El fiscal se jubiló y se fue a vivir a la Patagonia. El expediente del homicidio de Amalia desapareció del archivo de Tribunales. Miguel Ángel no le dio ningún dato que condujera a parte alguna. La única que sabe es Pocha, la regente del Little Love, pero no se le ocurre cómo hacerla hablar. Todas las pistas que siguió se desvanecieron enseguida. Considera dar por concluida la investigación y comunicárselo a Sofía, pero algo le pica. A Lascano le inquieta la sola idea de darse por vencido. Decide hacer lo de siempre cuando está atorado: caminar. Baja directamente hasta el Torreón del Monje, frente al mar. Abajo, la playa Bristol está siendo abandonada por los bañistas y comienzan a plegarse las sombrillas de colores desteñidos por el sol: rayadas, a pintas, con flores. Por la Rambla circulan las familias, lideradas por el marido argentino. En shorts y sandalias, abre la marcha de regreso al departamento mínimo que alquiló por la quincena. Carga estoicamente el balde con la palita y el rastrillo de sus caprichosos borreguitos. Le es indiferente el malhumor de su señora, que mira con rencor a las más jóvenes, campantes en sus apretados bikinis nuevos, los mismos que le gustaría lucir si no fuera por las estrías que le labraron los sucesivos embarazos. El Perro se sienta en uno de los cafés de la Rambla, a la sombra. En el océano, un carguero se aleja hacia el horizonte, corre una brisa tenue. Pide un café. A dos mesas de distancia termina sus sándwiches tostados un matrimonio con un hijo adolescente de bigote incipiente. La madre le arregla el mechoncito que le cayó sobre la frente, pone la boca en piquito cuando le habla, lo mira. Sus ojos se cargan de helado desprecio cuando ocasionalmente los dirige al marido. Sumergido en el periódico, el escudo de papel lo protege de la escena de amor que lo excluye. El camarero le sirve, Lascano paga y le indica que puede quedarse con el vuelto. Mamá y el hijo se ponen de pie y comienzan a alejarse abrazados. Con gesto resignado, papá pliega el ejemplar de La Capital, lo abandona sobre la silla de mimbre, se coloca los anteojos de sol y los sigue. Tranquilo, sin ninguna intención de alcanzarlos, moviendo apenas la cabeza toda vez que se cruza con las inaccesibles chicas semidesnudas que tontean por la vereda. Lascano se hace con el periódico abandonado. En la primera plana hay una foto de Lobera, más joven y no tan gordo como cuando lo encaró en el comedor del hotel. Recorta la nota, la mete en su bolsillo y se bebe el café. Se levanta y camina a paso vivo en busca de su automóvil. En el cielo se anuncia la noche.

A la puerta de la casa de sepelios, en grupos, recostados contra las paredes, fumando, conversando y conteniendo por respeto las risas, se reúnen policías de la Bonaerense de civil y de uniforme. Lascano baja del coche, lo cierra y atraviesa el largo pasillo que desemboca en la sala mortuoria. El ataúd está ubicado perpendicular a la pared, rodeado por cirios y custodiado por la viuda, a la que se reconoce porque rompe a llorar teatralmente cada vez que alguien se acerca a saludarla o llega un mensajero con una corona de flores. El Perro mira alrededor. Nada hay más pesado que un velorio burocrático, sin pena. La escasa concurrencia se aburre recostada contra las paredes, nadie de interés. Junto a la viuda monta guardia el mejor amigo del difunto, enarbolando la correspondiente cara de circunstancias. Mira a Lascano fijamente. Se despega de la viuda, camina una docena de pasos para hablarle a uno con pinta de abogado que lo escucha observando al Perro con seriedad. Lascano considera que es momento de retirarse. Sale, serpentea entre la tertulia de la vereda, cruza la calle y se mete en el auto. Desde allí se dedica a observar a quienes acuden a presentar sus condolencias. Quince minutos más tarde no ha aparecido nadie significativo. Enciende el motor y las luces. En el momento en que va a meter la primera, una silueta familiar gira por la esquina. Es Pocha, la regente del Little Love. Los hombres que están a la puerta se inquietan. Uno de ellos se aparta del grupo y la intercepta. La toma por el brazo, la aleja de la entrada y le habla con derroche de ademanes. Pocha se toma la frente y trata de entrar en la sala, pero el tipo se lo impide. Continúa hablándole mientras la lleva por el brazo hasta la esquina. Finalmente parece convencerla, porque Pocha decide retirarse. Lascano avanza unos metros para verla alejándose calle abajo. Junto a la vereda hay un auto estacionado con dos personas adentro. Cuando Pocha está a pocos pasos, uno de los hombres abre la puerta y baja. Lascano lo reconoce: el Loco Romero. Conversan brevemente, se suben y arrancan. El Perro aguarda unos instantes antes de seguirlos.

Bolita Rossi conduce con la vista fija en el camino. Romero se sienta de costado y contempla el gesto ensimismado de la mujer.

Te dije, Pocha, que no tenías que venir. Treinta años estuve con él. ¿Y qué? ¿Acaso pensás que la mujer te lo iba a permitir? Y a mí, ¿qué me importa? A vos no te importará pero a los amigos de la Chancha parece que sí.

Pocha hace un gesto destemplado y desvía la vista.

¿Hasta cuándo piensan quedarse? Pensé que te alegraría verme. No sabés, una fiesta. ¿Me podés aguantar un tiempo? Ahora que se murió Roberto estoy jodida. Pero tenés el boliche. No es mío. ¿De quién es? Rodríguez es el dueño de todos los puteros de Mar del Plata. ¿Y? Seguro que se lo va a dar a la Momia. Ahora voy a tener que trabajar para él. ¿Cuál es el problema? Con ese tipo, a la primera cagadita que te mandás, sos boleta. Vas a tener que cuidarte. Me quiero salir, con esa gente no quiero saber nada.

Romero le pasa la mano por la cabeza.

No te preocupes, acá está tu hermanito para arreglarlo todo. No veo cómo me vas a ayudar, si a vos te deben de estar buscando hasta los bomberos. Tengo veinte kilos de merca pura, cuando la corte se va a hacer el doble. ¿Y qué hacemos con la Momia? De eso me encargo yo. ¿Tenés clientes para la farlopa? Nunca faltan.

Cuando el auto al que sigue gira en dirección al Little Love, Lascano apaga las luces y continúa tras él en la oscuridad. En lugar de detenerse a la puerta del local, sigue hasta la esquina y la dobla. El Perro aminora la marcha, el coche de Romero sigue hasta la siguiente calle y se detiene. Lascano baja del auto y camina a paso veloz pegado a la pared. Llega a la intersección justo a tiempo de verlos entrar en una casa. Se aproxima con sigilo. Está pintada de amarillo. En la terraza hay un depósito de agua de cemento en forma de cisne. En la entrada hay una piedra tallada: «El Destino». La puerta se abre, Lascano se oculta detrás de un camión desvencijado. Sale Pocha, cruza la calle y entra por la puerta trasera del Little Love. Pensativo, el Perro regresa a su auto.