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Para armarse de coraje, Eva se toma un minuto ante la puerta de la casa de su madre, de su infancia. Todo está como entonces, pero descascarado y húmedo, salvo la piedra Mar del Plata donde estaban tallados su nombre y el de su hermana que ha desaparecido. Se resuelve y llama. La puerta se abre y aparece Hilda, la enfermera, y su sonrisa. Eva insinúa la suya.

Hola, soy Eva. Adelante, su mamá la espera. ¿Cómo está?

Hilda contesta con un gesto ambiguo. Eva deja la cartera en un sillón, se quita el chaleco, lo arroja encima y se encamina a la habitación. Muy concentrada, Beba sorbe café con leche con mano imprecisa. Eva se detiene en los cabellos grises y opacos, en las manchas oscuras que pueblan su cara buena, en las manos retorcidas por la artritis, en el temblor que recorre el cuerpo de su madre. Beba deja el tazón con grandes precauciones, pero no puede evitar que se derrame un poco de líquido en el plato. Al ambiente lo embalsama el aroma de la vejez. Hilda se coloca junto a Eva.

Mire quién llegó.

La anciana alza la cabeza, tiene un momento de estupor y se ilumina.

¡Hijita, viniste! Hola, mami. ¡Qué alegría!, ¡qué alegría! ¿Cómo estás, mami? Agonizando. Tan mal no te veo, no perdés el humor. Vos me ponés de buen humor. En serio, ¿cómo te sentís? Ahora que estás vos, no puedo sentirme mejor. De verdad. Harta de los médicos, de los remedios y de los tratamientos. No sé para qué tanto esfuerzo si soy un caso perdido. Para que te sientas mejor.

Con movimientos de pájaro, Beba trata de ver detrás de su hija, las pupilas bordeadas por una aureola blanca.

¿No la trajiste a Victoria?

Eva le sonríe y niega con la cabeza. Una sombra encanta el rostro de Beba.

Está un poco resfriada y me dio miedo que pudiera contagiarte.

Beba sonríe con simpático escepticismo.

¿O querías comprobar primero mi estado? Ay, mamá, sos terrible. Disculpame, es que siempre soñé con cuidar a mi nieta cuando tuvieras algo que hacer. Tenerla para mí sola. Pero, como ves, eso ya no será posible. ¿Por qué decís eso?

Beba se encoge de hombros.

¿Cómo podría cuidar niños, si con la vejez una se convierte en una chiquilla?

Eva sonríe, siempre le causó gracia esa palabra tan castiza que utiliza su madre.

Ay, mamá, decís cada cosa… Esta etapa es como un telón que va cerrándose lentamente. Me voy apagando. Todos los días pierdo algo. Cada vez peso menos, veo menos, siento menos… Estoy desapareciendo. Al final lo único que te queda son los afectos.

Eva toma las manos frágiles de su madre. Las recuerda frescas pasándole el cepillo por el cabello antes de salir para ir a la escuela. Sonríe para combatir el llanto que se revuelve por escapar.

¿Qué te parece si hoy cocino para vos? ¿Qué vas a hacer? ¿Qué tal un risotto? Maravilloso, nadie lo prepara como vos. Risotto entonces para la reina. ¿Sabés?, los viejos vamos de comida en comida. Ya no trabajamos, no arreglamos la casa, no tenemos nada de que ocuparnos, dependemos de los demás para todo. Comer es la última actividad vital que nos queda. El problema es con qué llenar el tiempo entre una y otra comida. Al fin la vida no es más que un intervalo, un chispazo entre dos eternidades.

A la mesa, frente a los platos que despiden un aroma delicioso, Beba come con deleite. Eva todavía no ha tocado el alimento. Beba le dedica aquella sonrisa que ya tenía casi olvidada.

Hijita, esto está delicioso. Gracias mami, me alegra que te guste. Contame, contame de vos. Quiero saber cuáles son tus planes, ¿cómo es tu futuro?

Eva baja la cabeza un instante y vuelve a levantarla.

Mamá, vos sabías que Lascano estaba vivo.

Beba se pone muy seria.

Sí, lo sabía. ¿Por qué nunca me lo dijiste sabiendo lo que yo sentía por él? Hija, la única razón válida que una madre puede tener para mentirle a sus hijos es su propia protección. Pero tampoco estoy muy segura de eso. No sé, pensé que era mejor para vos que te olvidases de él, que te alejaras de cualquiera que pudiera ponerte en peligro. Soy egoísta, ya había perdido a una hija y no podía soportar perder a la otra.

Beba deja el tenedor en el plato y suspira.

Perdoname, pero de pronto me siento muy cansada. ¿Querés acostarte? Sí.

Eva se pone de pie y ayuda a su madre a incorporarse. Se coloca detrás de ella y la sostiene por los codos mientras atraviesan el pasillo. Al llegar junto a la cama, la sienta. Se inclina, le quita las pantuflas, le levanta las piernas para acostarla y se acomoda a su lado. Beba la mira con dulzura.

A la mañana siguiente Beba ya no quiere levantarse. Come una nada de la pechuga de pollo triturada, y no hay fuerza en el mundo que la haga beber más que un sorbo de agua. Pasa la mayor parte del día durmiendo. Eva camina por la casa, ojea el barrio por la ventana, repasa las imágenes del viejo álbum, que le traen a la memoria unos versos olvidados: «Y ordenar los amores que luego serán fotografías». No puede recordar quién es el autor. Al caer la noche, Beba despierta dolorida. Eva le toma la mano.

Llamé a Gómez.

Beba contesta con una sonrisa algo acongojada.

¿Para qué? Quiero que te dé algo para que te sientas bien.

Beba cierra los ojos y habla en un susurro pero con determinación.

Yo lo único que quiero es morirme. Estoy muy cansada.

Cuando llega el médico, Beba duerme nuevamente. Se inclina sobre la anciana, le toma el pulso, le levanta los párpados para inspeccionar sus ojos. Se yergue dándole la espalda y enfrenta a Eva.

Lo siento, pero a su mamá no le queda mucho tiempo.

Eva se lleva la mano a la boca, su voz se escurre entre sus dedos.

Me dijo que ya quería morirse.

Gómez hace un gesto de comprensión.

¿Quiere que la llevemos al hospital?

Eva mira a su madre. No está segura de lo que ve. Beba abre los ojos y Eva cree leer en ellos una firme negativa.

No, quiero que se quede acá. Quítele el dolor. Que esté lo mejor posible el tiempo que le quede.

El médico la mira con franqueza.

Eso puedo hacerlo, pero va a acelerar los tiempos.

Eva mira nuevamente a su madre. Esta vez no cree ver nada más que a una viejecita dormida, pero en su mente se conforma la certeza de que eso es lo que debe hacer. Echa la cabeza hacia atrás. Toma aire y traga saliva para poder responder con seguridad.

Hágalo.

Una hora más tarde llega el enfermero. Con pericia profesional inserta una aguja hipodérmica en el brazo de Beba, vacía una cápsula en la botella de suero y controla el goteo. Beba lo está mirando, él le sonríe. Beba le hace un gesto con su mano para que se aproxime.

¿Cómo te llamás? Alberto, señora. Qué linda cara tenés, deberías llamarte Ángel, tenés cara de ángel.

El muchacho se sonroja, da las gracias y sale. Las dos mujeres se quedan en silencio, mirándose, hasta que se oye la puerta de calle al cerrarse. Beba mueve levemente su mano en dirección a la de Eva, la toma, la aprieta con suavidad y cierra los ojos.

Sos una buena hija.

Eva mira conmovida la mano de su madre, la piel translúcida, los huesitos finos, los dedos torcidos.

Y yo quiero agradecerte todo lo que hiciste por mí.

Beba se duerme. Eva se queda a su lado contemplándola. Su madre respira corto. Su pecho se mueve apenas. La noche avanza. La luna entra por la ventana y moja el perfil manchado de Beba con luz sobrenatural. Afuera cesa todo ruido, todo movimiento. Las manos de Beba cada vez más frías. La respiración, cada vez más breve. A lo lejos, una campana da las cuatro. A Beba le da un hipo. Uno solo. Su pecho se detiene.

Por la mañana, una vez que los empleados de la funeraria se retiran, Eva lee la última anotación que con letra minúscula hizo su madre en la pequeña libreta que ella le mandó de regalo. Parece una cita.

Somos todo el pasado, somos nuestros amigos, somos la gente que hemos visto morir, somos los libros que nos han mejorado, somos, justamente, los otros.