Las calles están desiertas. Embocan por Pedro de Mendoza. Los saluda el hedor del Riachuelo, donde a los barcos muertos, fantasmales, semihundidos en las aguas negras, los quema lentamente la oxidación. Dejan atrás el Caminito, las casas de chapa ondulada y madera en las que se exageran los múltiples colores originales para halagar el gusto por lo pintoresco de los turistas. Avanzan por el barrio que se empobrece a medida que se alejan de la escenografía. Las mismas construcciones sin maquillaje, patinadas de gris verdoso, agrietadas, en falsa escuadra, reducidas, con sus tripas de fierro carcomido al aire. Aparecen los grandes galpones abandonados desde cuyos muros de ladrillo ennegrecido se insulta al gobierno y se denigra al rival futbolero con pintura blanca. Moñito detiene el coche. Hueso y Menfis bajan y cierran las puertas sin hacer ruido. Caminan calle abajo por las veredas opuestas. Por la calle transversal, Bolita acelera, apaga las luces, el motor, y deja que el auto se deslice en silencio; gira en la bocacalle, pisa el freno y se detiene arrimado a la vereda. Las dos filas de camiones estacionados sólo dejan un paso oscuro en medio de la calle. Moñito se baja. Hueso cruza por la esquina. Romero le señala a Bolita la silueta del tipo que monta guardia en un coche junto al portón desvencijado, agarra la escopeta 12 grande y controla que esté cargada. Por la esquina, con las manos en los bolsillos, simulando un andar borracho, Hueso se acerca de frente al auto del guardia. Menfis se aproxima desde atrás, medio oculto entre los camiones, con una pistola en cada mano. Hueso mira al guardia. Sonríe. Está dormido con la ventanilla abierta. Saca su pistola, se la apoya en la cabeza y la amartilla. El hombre abre los ojos de inmediato. Hueso susurra la orden:
Las manos encima del tablero.
El tipo lo mira de reojo y obedece. Menfis ya está pegado a la cola del auto con sus armas apuntándole. Romero trota en silencio hacia ellos. Hueso abre la puerta y vuelve a susurrar:
Quedate piola y bajá.
En cuanto lo hace, Menfis lo voltea con un culatazo en la nuca. Romero ya está allí. Relampaguea la navaja de Hueso y el guardia pierde toda su sangre por el tajo que le corta en la garganta. Le quita la pistola y se la calza en la cintura. Menfis se acerca al portón, mete una barreta entre las hojas y, sin ruido, con precisión de cirujano, descorre la planchuela que las traba. Romero abre sigilosamente, entra, se ubica a un costado. Hueso se coloca en el otro y Menfis en el medio. Avanzan por el patio de maniobras hacia la oficina, desde donde llegan las voces de dos hombres conversando. Romero se detiene junto a la puerta, Menfis se aproxima agachado por el frente y esperan a Hueso, que se acerca por la parte más oscura, pegado a la pared, tanteando el suelo mientras camina. A su derecha se abre un pasillo. Repentinamente, un gruñido, una sombra, un rayo negro cae sobre él. El rottweiler le hinca sus colmillos en el muslo. Hueso suelta un grito y se derrumba, el animal se abalanza. Los dos hombres de la oficina se levantan y salen. Menfis tumba al primero de un tiro en la frente, Romero le vuela la cabeza al segundo con su escopeta. Menfis corre hacia Hueso, no se mueve, el animal se ensaña con su cuello. Se vuelve gruñendo entre sus enormes colmillos, flexiona las patas traseras para saltar sobre él. Sin vacilar, Menfis le dispara en medio del hocico, la bestia da un brinco y cae muerta sobre las piernas de Hueso. Romero llega y se quedan observando los últimos estertores de su compinche.
¿No sabías que había un perro? Lo deben de haber traído ahora, porque antes no estaba. Puta madre, lo hizo mierda al Hueso. Hay que moverse, hicimos demasiado quilombo.
Corren hacia la oficina, saltan por encima de los cuerpos y entran. Sobre la mesa hay veinte ladrillos de cocaína. Menfis despliega dos bolsas de lona y comienzan a cargarlas con el botín. Romero mira los cuerpos de los caídos.
Llevemos los fierros, me parece que los vamos a necesitar.
Recogen las dos Micro Uzi, revisan las ropas de los cadáveres, donde encuentran cuatro cargadores completos. Guardan todo en la bolsa y salen a toda prisa. Al pasar junto al cadáver de Hueso se detienen.
¿Qué hacemos? ¿Qué vamos a hacer, llevarlo?
Corren hasta el portón. En el momento en que lo abren, Bolita arranca, se acerca velozmente y clava los frenos. Romero se mete adelante con su bolsa, Menfis tira la suya en el asiento trasero y se zambulle. Corren marcha atrás para que Moñito suba.
¿Y Hueso?
Romero mira a Bolita.
Arrancá, sin correr. Cambiamos de planes, agarrá para la 2.
Andan a velocidad reglamentaria hacia la avenida 9 de Julio. En silencio, pensativos.