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Lobera va resoplando calle 15 abajo. El viaje hasta La Plata por la Ruta 2, atestada de turistas que se dirigen a la costa, lo dejó extenuado. Gira por 51, entra al garaje, a la sombra. Un alivio que dura poco. Al bajar del coche lo abrazan el bochorno del día y el calor que emana el motor después de seis horas de aire acondicionado al máximo. Con la boca reseca, recoge el ticket y sale a la calle. Es pleno mediodía, el sol cae sin piedad. Cruza hacia el hilo de sombra que proyecta la catedral sobre la vereda y camina rápido hacia la plaza Moreno. Maldice, está llegando una hora tarde. Apura el paso. A través de las suelas, el cemento ardiente le cocina los pies. A su derecha, una hilera de arbolitos desnutridos amarillea en los canteros. Decide atravesar por allí en busca de su escuálido refresco. Tiene la sensación de que el maletín pesa una tonelada. Adelante, la Gobernación adonde parece que no va a llegar nunca. Atraviesa la 12 con trote corto, trepa la escalinata y entra al edificio, está empapado de sudor. El aire refrigerado le da un respiro. Se mira en el espejo del ascensor. Su cara está roja y cubierta de gruesas gotas. Se pasa el pañuelo hasta dejarlo ensopado. Sale y recorre el pasillo a paso vivo hasta el puesto de la secretaria del secretario. Siente las manos adormecidas. Tras anunciarlo, la mujer le pide que espere. Se sienta frente a ella bajo una salida de aire acondicionado que le da de pleno, a fin de que la brisa helada le seque la transpiración. Suelta un resoplido profundo y cierra los ojos.

Señor Lobera, señor Lobera.

El comisario despierta, la secretaria está a pocos centímetros con su sonrisa impostada.

El secretario lo recibirá ahora.

Rodríguez habla por teléfono. Le hace una seña para que tome asiento y se queda mirándolo. Lobera señala la jarra de agua que está sobre el escritorio. Rodríguez asiente. Lobera se sirve en una copa, bebe y se sienta. Rodríguez termina de hablar, se despide y cuelga.

¿Cómo van las cosas?

Lobera sonríe, alza el maletín y le da dos palmadas.

Por acá, todo bien.

Serio, Rodríguez ni lo mira. Lobera lo deja en el suelo. El secretario enciende el reproductor de música, le da la vuelta al escritorio, apoya el culo en la tabla, toma el paquete de cigarrillos, le ofrece uno y enciende ambos con un Ronson de oro. Los altavoces emiten la introducción de un rock duro. La voz apagada y un poco nasal de Solari se apodera de la habitación.

¿Cómo viene la temporada? Estamos un poco escasos de personal y este verano la costa va a estar repleta. No te preocupes, en estos días te van a llegar varios paquetes. Perfecto. ¿Alguna otra cosa? Un temita. Hay un ex de la Federal que anda haciendo preguntas. ¿Quién es? El Perro Lascano. Ni idea, ¿qué pregunta? Por la piba aquella, Amalia. Refrescame la memoria. La hija de la millonaria que apareció en la carretera. Ah, sí, ¿y qué quiere? La vieja busca a la nieta. ¿Eso te preocupa? ¿Qué le parece? ¿Moviste algo? Lo encaré, pero ese tipo no le da bola a nadie y no creo que se asuste.

Pensativo, Rodríguez se acaricia los bigotes.

Okey, no hagas nada, yo me ocupo. ¿Alguna otra cosa? Está el tema de Marraco, el juez. ¡Otra vez ese forro! Nos allanó tres veces en dos meses. ¿Qué mierda le pasa? Tiene una obsesión con las menores. ¿Con qué personal hizo los allanamientos? Con Prefectura, tan forro no es. ¿Y? Por suerte tengo uno adentro que me avisó. No pasó nada por ahora, pero está jodiendo. Dejalo de mi cuenta. Okey, nos vemos el mes que viene entonces.

Lobera se pone de pie. Rodríguez le da la mano con media sonrisa oculta tras los bigotazos. Cuando se cierra la puerta, toma el maletín que dejó Lobera, lo abre y con un golpe de vista calcula cuánto suman los fajos que contiene. Va hasta el cofre de seguridad y los guarda. Levanta el teléfono directo. Marca.

Soy yo… Todo bien… Sí, ya me enteré de lo de los allanamientos… Nada, yo me ocupo… Tenemos una mosca rondando por la Ciudad Feliz… Lascano… Un ex de la Federal… Ah, lo conocés… Por ahora, no… Otra cosa, mandale a la Chancha todos los paquetes que tengas, la temporada viene fuerte… Con tres no hacemos nada… No sé, sacá las mejores de Comodoro y mandalas para allá… Como siempre… No hay problema… De acuerdo…

Corta. Pulsa el intercomunicador.

María. Sí, doctor. Llame a Marraco, dígale que quiero verlo lo antes posible. Sí, doctor. Manténgame al tanto. Sí, doctor.

Son las dos de la tarde. El cielo está blanco de calor. La Chancha cruza la plaza de regreso al estacionamiento. Querría caminar más rápido, pero no se siente con fuerzas. No entiende por qué Rodríguez lo hace venir personalmente todos los meses, cuando podría enviarle lo suyo con otra persona. Ahora deberá regresar a Mar del Plata por el lado más congestionado de la ruta. Si demoró seis horas en la ida, la vuelta puede tomarle por lo menos ocho. Ni una puta nube, el sol pica y arde.

Por la calle 44 el tránsito se embotella. Se asoma a la 191, por ahí también es un caos. Un crujido en el motor, el aire acondicionado se detiene, Lobera enfurece.

¡Puta madre, lo único que me faltaba!

Abre la ventanilla. Se asoma. La fila de coches está inmóvil, el otro carril, vacío. Saca la baliza portátil, la pega en el techo y enciende la sirena. Da marcha atrás para despegarse del coche que lo precede, gira el volante, pone primera, pisa el acelerador y se lanza por el carril contrario. El aire que la velocidad impulsa dentro de la cabina está caliente, pero es mejor que nada. Acelera. Uno a uno va dejando atrás los autos detenidos. Una puntada en el pecho, aguda. Mareo. Las manos se le duermen. Visión doble. Se desploma sobre el volante. Chirrían las gomas del auto al girar bruscamente hacia la banquina. Arremete de lado contra un poste de alumbrado. La carrocería se dobla en dos y el parabrisas sale despedido. La puerta del conductor se abre y Lobera vuela. El auto se clava de punta en la zanja y sale dando tumbos, levantando olas de agua podrida, hasta que termina patas arriba en un charco. Los turistas embotellados bajan de sus vehículos, corren hasta la vera del camino y se quedan observando perplejos los restos humeantes y destrozados. El cadáver de la Chancha queda volteado sobre una mata de cortaderas, rodeado de penachos blancos, inmóviles en la tarde sin viento.